El cuento del mes

Los hombres no deberían orinar sentados

Fernando Hidalgo

El pasado enero estuve en Tepoztlán, Morelos, participando –igual que en años anteriores– como tallerista en Under The Volcano, un retiro anual y bilingüe para escritores de diversas especialidades. Me tocó un grupo diverso y brillante, y en él varias personas interesadas en el cuento. Son voces emergentes que vale la pena seguir.
      He aquí un ejemplo: Fernando Hidalgo, escritor costarricense de cuento y microficción. Tiene un Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España, y ha publicado microficciones en antologías de Costa Rica y Latinoamérica. En 2022, su microficción La crisis fue adaptada a un corto cinematográfico. También en 2022, su cuento «Creo que me llamo Julio» ganó el primer lugar en la categoría nacional en el Certamen Literario Brunca, organizado por la Universidad Nacional de Costa Rica. Actualmente trabaja en su primer libro de cuentos, del que «Los hombres no deberían orinar sentados» es una muestra estupenda. Las narraciones de Fernando se caracterizan por oscilar entre lo cotidiano y lo inquietante: sus textos sugieren que va a pasar algo, algo insólito y terrible, con una voz inocente que difumina la línea entre lo literal y lo simbólico.

Fernando Hidalgo

LOS HOMBRES NO DEBERÍAN ORINAR SENTADOS
Fernando Hidalgo

I

      Nos estamos mudando de casa. Mamá es la encargada. Se está llevando las cosas de a poquitos. Empezó por el baño del segundo piso: la ducha, el espejo, las cremas, la tina, el papel higiénico, la fuga detrás del lavamanos, la pelota de jabón formada por todos los jabones y los pelos del desagüe. Dejó el olor a shampoo barato. Si uno se acerca un poquito todavía se percibe. Pusimos en la puerta una cinta amarilla como las de los policías para recordarnos que ahí ya no hay nada. Ahora solo usamos el baño de abajo.
      Papá dice que mamá regresa cada semana. Es difícil adivinar el día. Su visita es tan misteriosa como lo que decide llevarse. Nunca se sabe si va a ser algo grande o algo chiquito. Una noche sólo vino por un cereal. Otra, empacó los juguetes, el collar y la vida del gato. Seguro ahorita va a venir por el cuerpo. Lo guardé en una cajita para ayudar un poco.
      Actualmente la mudanza está enfocada en mover las cosas de papá: el cortauñas, el desodorante, la ropa limpia, el trabajo. El viejo se ve cada vez más vacío. A él ya no parece importarle. Desde que se llevaron el chorro todo le da igual.
      Papá antes orinaba con la puerta abierta. A distancia. Sin bajar la tapa después de subirla. Calculando que sus gotitas cayeran en el punto exacto que iniciara una pelea. Ahora se encierra por horas en el baño de abajo. Maldiciendo a mamá por lo que nos hizo. Yo le recuerdo que solo es una mudanza, que pronto todo va a volver a ser como antes, que no llore. Él me responde que no está llorando, está orinando sentado. Gotita por gotita. Porque no tiene chorro.
      Por las noches lo escucho salir del cuarto. A comer algo supongo. Aunque nunca lo oigo entrar en la cocina. Escucharlo no me da tanto miedo. Sus pasos son lo único que no se ha ido. Por el sonido de las tablas, lo imagino caminando con la espalda torcida, apoyando su brazo derecho contra la pared, arrastrando el pie izquierdo, igual que un borracho.
      A veces pienso que se fue de casa. Y que cuando se fue dejó la puerta abierta. Y que por esa puerta entró este señor con el que estoy viviendo ahora. Un señor que camina parecido a papá, pero nada más.
      Es increíble lo que orinar sentado puede hacerle a un hombre. No quiero que me pase lo mismo.

II

      En la escuela, Sebas da lecciones para aprender a escribir el nombre propio con meados. Empiezan después del último recreo. Es un poco caro. Asegura que el precio lo vale. Antes de que termine el año voy a aprender a controlar la presión, la dirección, la duración, la cantidad y la distancia. Resultados garantizados.
      Verlo orinar me da envidia. Hace poco aprendí esa palabra; envidiosa, pero es parecido. Así le dijo la maestra a Nadia cuando le rompió la nariz a Toño porque no quiso prestarle un lápiz: envidiosa. Yo no le quiero romper el pito a Sebas. Solo quiero robarle el chorro. Dejar de mearme en los pantalones cada vez que apunto de lejos. Hacer todo lo posible por no terminar como el viejo que ahora vive conmigo.
      La primera lección y la más importante es apretar las nalgas. Sebas me toma de la mano para que las sienta. Cuando las aprieta, el chorro se alarga. Si las afloja se forma una parábola. Otra palabra nueva que aprendí. Tiene dos significados. En mate es una curvita que no sé para qué sirve. En religión es una historia cortita que contaba Jesús. Tampoco entiendo para qué sirve. No me gustan ese tipo de palabras.
      Papá no leyó la carta que enviaron de la escuela. Yo sí. Lo citaban a una reunión porque me sorprendieron tocándole el culo a un compañero. No mencionaba nada de las clases para aprender a orinar como los hombres, a pesar de que se lo explique varias veces al director. Los adultos solo escuchan lo que les conviene. Y lo que no les importa.
      Aceptó ir para que dejaran de llamarlo. Se rasuró la barba y se lavó los dientes. No se bañó. Llegó con una actitud diferente, como si yo todavía le importara y él fuera alguien que orina normal. Escuchó con atención al director y le prometió que se encargaría del asunto. Al salir de la oficina me pidió que no le diera más problemas. Regresamos a casa en silencio. Entonces lo noté. Mamá también se había llevado los pasos.

III

      Desde hace un mes llegan encargados de la mudanza cada miércoles. Casi siempre vienen por el agua. Papá negocia con ellos para que se lleven la pantalla, las sábanas, la vajilla o algo de la cocina. Entonces me dejan bañarme otra semana. El Internet y la luz se los llevaron sin avisar.
      La casa desierta me gusta un poco más. Sin muebles, ni cortinas, ni fotos en blanco y negro de parientes muertos. Son más bonitas las grietas, el polvo, la filas de hormigas avanzando como si también estuvieran mudándose. El eco. No sabía que teníamos eco. Ojalá que en la casa nueva también haya. Es bonito hablar y sentir que alguien me responde.

IV

      Sebas me ofreció clases privadas después de la escuela. Sugiere que sean en mi casa porque su madre me odia. No quiere que su hijo se junte con un culiolo. ¿Qué significa esa palabra? No sabe. En el diccionario tampoco aparece. A mí me suena como el nombre de un dinosaurio.
      Le expliqué que no me dejan llevar visitas. Por la mudanza. Acordamos que terminaríamos las lecciones en la calle, por un costo más alto y sin tocarnos. Todas las instrucciones me las va a dar por escrito. Eso me funciona. Puedo practicar en mi baño y si tengo suerte con el viejo. Tendría dos chorros en la casa nueva, pero después podemos regalar uno.

V

      Los culiolos no son dinosaurios. Siguen sin explicarme qué son. Esta vez no me dejaron entrar en la oficina del director. Los veo a través de la puerta de vidrio. Se escuchan gritos. Papá está concentrado en la grapadora roja del escritorio como si estuviera viendo un partido de fútbol. El director agita las manos y se sonroja como si fuera mi mamá. Una vena con forma de gusano se le marca en la frente. Parte de su saliva queda atrapada en la barba de papá, muy cerca de las migajas de pan del desayuno del sábado. El hombre con corbata mira con asco al hombre sin chorro. No logro descifrar si es por el olor. Discuten de varios temas. Mi mala presentación, mi ropa sucia, mis calificaciones. Pero sobre todo hablan de mi tarea de español: La extinción de los culiolos. No leyeron el cuento completo. Solo el título bastó para ofender a la maestra, a la señora de limpieza, al consejo de padres y a la mamá de Sebas. La única señora que nunca habla, ni molesta, ni se queja, no piensa detenerse hasta que hagan algo conmigo. Papá sigue perdido en la grapadora como descifrando cuántas grapas tiene dentro. Yo creo que son ciento setenta y ocho.

VI

      Sebas ya no me va a dar más clases. Ni él ni los profesores de la escuela. Como soy una mala influencia, me expulsaron. Eso quiere decir que ya no puedo volver. Es confuso porque en el diccionario expulsar significa obligar a alguien o algo a salir de un lugar. A mí no me sacaron ni obligaron. Solo no me dejan entrar. Hasta que un adulto responsable me acompañe. Les expliqué que el único que conozco está poniéndose gordo y feo. Mi respuesta le parece graciosa al guarda, pero no me abre el portón.

VII

      Papá hoy despertó diferente. Me grita que vaya a la sala. Su voz se escucha igual a la que tenía antes de empezar la mudanza. Me dice que nos tiene una sorpresa a mamá y a mí. Había olvidado que ese término existía. Sorpresa es una palabra bonita. Bajo corriendo las escaleras. Piso fuerte para comprobar que no se hayan llevado el eco.
      En el centro de la sala vacía hay una caja de cartón gigante. Casi de mi tamaño. Tiene mi nombre escrito con un pilot de tinta azul. Hoy me voy a mudar con mamá. El viejo contrato señores de otra mudadora para que me lleven. Me pide que vaya a recoger lo que me haga falta. Cuando baje va a embalarme. No sé qué quiere decir eso. Más tarde busco la definición. Estoy tan contento que quiero abrazarlo. No me deja porque mamá también se llevó los abrazos.
      Por dentro la caja no es tan grande como parecía. Apenas quepo de cuclillas. Dejé la mayoría de mis pertenencias afuera. Solo me llevo lo escencial. Saco más cosas para que el viejo pueda entrar. No quiero dejarlo solo. Iríamos muy incómodos pero podríamos sorprenderla juntos. Me dice que necesita ajustar los últimos detalles. Además, ¿quién recogería mis legos, mis diccionarios, mi ropa sucia y el cuerpo del gato? Me da pena que solo él no reciba una sorpresa hoy. Antes de agacharme para que cierre las tapas, me decido. Tomo la única cajita que conservo y se la regalo. La agita un poco para adivinar el contenido. ¿Por qué gotea?, me pregunta. Es otra sorpresa, le contesto. Para vos. Creo que te va a gustar. Me hundo en la oscuridad del cartón emocionado al imaginar la reacción de papá y mamá cuando abran sus respectivos paquetes. Hoy será un gran día.

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