El cuento del mes

El coche fantasma

Amelia Edwards

Amelia Edwards (1831-1892) fue una de las grandes autoras de ghost stories: la gran tradición de cuentos de fantasmas en lengua inglesa durante el siglo XIX. Al mismo tiempo fue una escritora destacada de novela realista, fundadora de la disciplina de la egiptología, y una mujer de vida errante con una sorprendente variedad de intereses. «The Phantom Coach», publicado por vez primera en 1864, es su cuento más conocido y uno de los clásicos de su género. Todos los elementos de una gran narración fantástica se encuentran en él, incluyendo la capacidad de ofrecer nuevos asombros más allá de la primera lectura. La traducción es de Carlos Santos Sáez, proviene de la antología Góticas y tenebrosas. Mujeres que cuentan historias oscuras (DNX, 2010) y tiene aquí sólo un par de pequeñas modificaciones.


EL COCHE FANTASMA
Amelia Edwards

Los hechos que voy a narrar son reales. Me sucedieron a mí, y siguen apareciendo en mi memoria como si hubiesen ocurrido ayer. Pero ya han pasado 20 años desde aquella noche. Durante ese tiempo solo le he contado la historia a otra persona. La relato ahora con tanta repugnancia que se me hace difícil comenzar. Lo único que me atrevo a pedirle, al menos por ahora, es que se abstenga de darme sus conclusiones. No quiero explicaciones de ningún tipo. No deseo discutir. Mi opinión es clara. Las pruebas que tengo son mis emociones, y por ellas voy a guiarme.
      Sucedió hace 20 años, un par de días antes del final de la temporada del urogallo. Había pasado el día en el campo con la escopeta y no había cazado una sola pieza. El viento soplaba del este y era el mes de diciembre. El lugar: un gran baldío desolado en el extremo septentrional de Inglaterra. Me había perdido. No era un lugar agradable para perderse. Los primeros copos de la nevada sobrevolaron los arbustos mientras la noche se cerraba.
      Descubrí colores en los inicios de la oscuridad, el marrón del campo se confundía con el de los cerros, a unas diez o doce millas de distancia. En ninguna dirección hallaron mis ojos el más leve rastro de humo, ni la menor parcela cultivada, ni un seto, ni un sendero de ovejas. No quedaba más alternativa que seguir andando y confiar en que el azar me deparase algún refugio. Volví a cargar la escopeta al hombro y avancé, cansado; había caminado desde la madrugada y no había comido nada desde el desayuno.
      Comenzó a caer la nieve con inquietante regularidad y el viento se calmó. El frío se intensificó y rápidamente se cerró la noche. En cuanto a mí, mis perspectivas se oscurecieron al ennegrecerse el cielo y se me oprimía el corazón al pensar que mi esposa ya estaría tratando de verme llegar a través de la ventana del albergue, y en todo el sufrimiento que le esperaba a lo largo de aquella penosa noche. Llevábamos casados cuatro meses y, después de haber pasado el otoño en las Tierras Altas de Escocia, nos habíamos instalado en una pequeña aldea situada al borde de los grandes páramos ingleses. Estábamos muy enamorados y éramos felices.
      Aquélla mañana, al separarnos, ella me había rogado que regresara antes del ocaso y yo se lo había prometido. ¡hubiese dado todo por haber cumplido mi palabra! Incluso antes, agotado como estaba, tenía la sensación de que, con una buena cena, una hora de descanso y la disposición de un guía, podría estar de regreso antes de la media noche; siempre y cuando encontrara un guía y un refugio. Durante todo este tiempo, la nieve y la noche se espesaban. De vez en cuando me detenía y gritaba, pero mis llamados parecían ahondar el silencio, Después, se apoderó de mi una vaga sensación de malestar y comencé a recordar historias de viajeros que habían caminado y caminado bajo la nieve hasta que, fatigados, se desplomaron y murieron mientras dormían.
      ¿Sería posible, me preguntaba, caminar durante toda la noche? ¿No llegaría un momento en el que me traicionarían las piernas y me abandonaría la determinación? Entonces yo también dormiría el sueño de la muerte. ¡La muerte! Me estremecí. ¡Qué cruel era morir en aquel momento, cuando la vida se me presentaba tan prometedora! ¡Qué cruel para mi esposa, cuyo corazón estaba lleno de amor! Pero esa idea me resultaba impensable. Para disiparla volví a gritar, aún más fuerte y durante más tiempo, y luego escuché, lleno de ansiedad. ¿Algo respondió a mis gritos o era yo quien fantaseaba con una voz remota?
      Repetí los gritos y de nuevo me respondió un eco. Luego brotó de la oscuridad un punto de luz vacilante, que desaparecía y aumentaba por momentos, más próxima y brillante. Corriendo hacia ella tan rápido como pude, me encontré con gran alegría frente a un anciano con una linterna.
      —¡Gracias a Dios! —fue la exclamación que salió de mis labios.
      Frunciendo el entrecejo, el viejo levantó la linterna y miró.
      —¿Por qué? —dijo de mal humor.
      —Bueno…, por usted. Comenzaba a pensar que estaba perdido en la nieve.
      —La gente siempre se pierde en el páramo, pero ¿qué importa perderse si Dios está vigilando?
      —Si Dios quiere que usted y yo nos perdamos juntos, perfecto —repliqué—, pero no me gustaría estar perdido sin usted. ¿A qué distancia estoy de Dwolding?
      —A sus buenas 20 millas, a vuelo de pájaro.
      —¿Y de la aldea más cercana?
      —La aldea más cercana es Wyke y está a doce millas hacia el otro lado.
      —Entonces ¿dónde vive usted?
      —Por allí —dijo él, señalando con la linterna.
      —Supongo que va hacia su casa.
      —Puede ser.
      —Entonces me voy con usted.
      El viejo negó con la cabeza y se rascó la nariz pensativamente con la mano que sostenía la linterna.
      —Yo no le seré de utilidad —dijo—. Él no le dejará entrar; no lo dejará.
      —Ya lo veremos —respondí, animado—. ¿Quién es él?
      —El amo. Usted no lo conoce —fue su lacónica respuesta.
      —Bueno, usted me enseñará el camino y ya me ocuparé yo de que el amo me brinde albergue y cena por esta noche.
      —¡No logrará convencerle! —insistió el viejo.
      Y sin dejar de negar con la cabeza echó a andar rengueando, como un duende, entre la nieve que caía. Enseguida apareció en medio de la oscuridad una construcción enorme, desde allí salió corriendo y ladrando un mastín salvaje.
      —¿Esta es la casa? -pregunté.
      —Esta es la casa. ¡Calla, Bey! —dijo el viejo, y buscó la llave en los bolsillos.
      Me quedé cerca de él, decidido a no perder la oportunidad de entrar. A la luz de la linterna, advertí que la puerta estaba remachada con clavos de hierro, como la puerta de una prisión. Poco después, el viejo hizo girar la llave y me metí en la casa tras sus pasos. Una vez en el interior, observé con curiosidad y vi que estaba en una gran estancia con vigas que, por lo que parecía, se utilizaba para distintos propósitos. En un extremo se apilaba el grano hasta el techo, como si fuera un granero. El otro estaba ocupado por sacos de harina, aperos de labranza, barriles y toda clase de artefactos de madera. De las vigas colgaban hileras de jamones, lonjas de tocino y manojos de hierbas secas, almacenado todo para el invierno. En el centro se alzaba un enorme objeto, cubierto con una sucia tela raída, que alcanzaba hasta la mitad de la altura del lugar.
      Al levantar una esquina de la tela, para mi asombro, había un telescopio de considerable tamaño montado sobre una plataforma móvil con cuatro ruedas pequeñas. El tubo, de madera pintada, estaba envuelto en flejes pésimamente ajustados; la lente, en la medida en que pude calcular su tamaño a la escasa luz, medía por lo menos quince pulgadas de diámetro. Mientras examinaba el instrumento, preguntándome si no sería obra de algún óptico autodidacta, se oyó el sonido agudo de una campanilla.
      —Es para usted —dijo mi guía, con un tono malicioso—. Pasando este cuarto.
      Me señalaba una puerta negra y baja que había al otro lado de la estancia. Fui hasta allí, di uno o dos golpes bastante fuertes y entré sin esperar respuesta. Un anciano gigantesco y canoso se levantó de una mesa llena de libros y papeles y me miró con expresión hosca.
      —¿Quién es usted? ¿Cómo ha venido hasta aquí? ¿Qué quiere?
      —Soy James Murray, abogado. He venido caminando por el páramo. Busco comida, bebida y un lugar para pasar la noche.
      Sus cejas se levantaron prodigiosamente.
      —Mi casa no es una posada —dijo secamente—. Jacobo. ¿Cómo has osado admitir a este desconocido?
      —Yo no lo admití —rezongó el viejo—. Me siguió por el páramo y entró por las suyas. Yo no puedo contra seis pies de altura.
      —Dígame, señor, ¿con qué derecho ha entrado usted en mi casa?
      —Con el mismo con el que me hubiera aferrado a su barco de estar ahogándome. Con el derecho de autoconservación.
      —¿Autoconservación?
      —Hay una pulgada de nieve sobre la tierra —expliqué—, y antes de que salga el sol tendrá la suficiente profundidad para enterrarme de pie.
      Se dirigió hacia la ventana dando largas zancadas. Corrió una pesada cortina negra y miró el exterior.
      —Es cierto —dijo—. Puede quedarse, si gusta, hasta la mañana. Jacobo, sirve la cena.
      Mientras hablaba hizo una seña para que tomase asiento, luego volvió a su sitio e inmediatamente retomó la lectura que yo había interrumpido. Coloqué la escopeta en un rincón, acerqué una silla a la chimenea y examiné el cuarto. Aunque más pequeña que el vestíbulo, había en esta habitación muchas cosas que despertaron mi curiosidad. El suelo no estaba alfombrado. Algunas paredes tenían extraños diagramas garabateados y otras estaban cubiertas de estantes atiborrados de instrumentos científicos, de muchos de los cuales yo desconocía las aplicaciones. A un lado del hogar había su biblioteca repleta de folios manchados; al otro, un pequeño órgano con una fantástica decoración de grabados policromos de santos y demonios medievales.
      A través de la puerta entreabierta del armario más lejano distinguí una colección de muestras geológicas, preparaciones quirúrgicas, crisoles, tubos y frascos de productos químicos; en la repisa de la chimenea, entre cierto número de objetos pequeños, había una maqueta del sistema solar, una pila galvánica y un microscopio. Todas las sillas estaban llenas de cosas. En todos los rincones se apilaban libros. Incluso por el suelo había mapas, papeles, dibujos y todos los artilugios científicos imaginables. Cada nuevo objeto que descubría me asombraba. Nunca había estado en un lugar tan raro. Lo que resultaba aún más extraño era encontrarle en una casa de campo perdida en medio de un desierto. Una y otra vez vigilaba a mi anfitrión y su entorno, preguntándome quién y qué podría ser. Su cabeza era especialmente bella, más parecida a la cabeza de un poeta que de un filósofo: frente amplia, ojos prominentes y abundante melena desordenada y totalmente blanca. Compartía muchos de los rasgos abruptos de la cabeza de Beethoven. Las mismas arrugas profundas alrededor de la boca, los mismos surcos firmes en el entrecejo, el mismo gesto de concentración.
      Mientras estaba observándole se abrió la puerta y entró Jacobo con la cena. El amo cerró el libro, se incorporó y con mayor cortesía de la manifestada hasta entonces me invitó a la mesa. Me hallé frente a un plato con jamón y huevos, una rebanada de pan negro y una botella de jerez.
      —Solo puedo ofrecerle un menú austero, señor —dijo mi anfitrión—. Espero que su apetito compense las deficiencias de nuestra despensa.
      Yo había atacado las viandas con entusiasmo cazador hambriento, afirmando que nunca había comido nada tan delicioso. Él hizo una fugaz reverencia y se dedicó a su propia cena, que consistió, primordialmente, en una jarra de leche y un cuenco de sopa. Comimos en silencio. Cuando terminamos, Jacobo retiró la bandeja. Entonces, volví a colocar mi silla ante el fuego. Con cierta sorpresa noté que mi anfitrión hizo lo mismo y, volviéndose inesperadamente hacia mí, dijo:
      —Señor, he vivido aquí en retiro durante veintitrés años. En todo este tiempo no he visto ni una sola cara extraña ni he leído un solo periódico. Usted es el primer desconocido que traspasa mi umbral en más de cuatro años. ¿Tendría la amabilidad de decirme unas palabras sobre el mundo exterior del que tanto tiempo llevo aislado?
      —Le ruego me pregunte —dije—. Estoy a su disposición.
      Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, se echó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas y el mentón entre las manos, miró fijamente el fuego y procedió a interrogarme.
      Sus preguntas giraban alrededor de cuestiones científicas, cuyos recientes descubrimientos, salvo los que se aplicaban a los usos de la vida cotidiana, me eran desconocidos. No siendo una persona dedicada a la ciencia, respondí como me lo permitía mi escaso saber, pero el interrogatorio estaba lejos de resultarme fácil y sentí un gran alivio cuando, pasando de las preguntas a la conversación, comenzó a explayarse sobre sus propias conclusiones sobre los datos que yo me había esforzado en comunicarle. Él habló y yo escuché embelesado. Habló hasta hacerme pensar que se había olvidado de mi presencia y se limitaba a reflexionar en voz alta. Hasta entonces nunca había oído nada semejante y desde entonces no he vuelto a oír nada igual.
      Estaba familiarizado con todos los sistemas de todas las filosofías, era sutil y audaz en sus análisis. Soltó sus pensamientos en un discurso fluido, manteniendo siempre la cabeza adelantada en la misma actitud taciturna y los ojos clavados en el fuego, saltando de un tema a otro, de una especulación a otra, como un soñador inspirado. De las ciencias prácticas a la filosofía, de la electricidad de los cables a la electricidad de los nervios; de Watt a Mesmer, de Mesmer a Reichenbach, de Reichenbach a Swedenborg, Spinoza, Condillac. Descartes, Berkeley, Aristóteles, Platón, a los místicos orientales, haciendo transiciones que, pese a confundir por su diversidad, parecían melodías sencillas y armoniosas en sus labios. Con el tiempo he olvidado los puentes por los cuales alcanzó ese territorio incierto más allá de la filosofía especulativa, y entró en aquello que ningún hombre conoce. Hablo del alma y su anhelo, del espíritu y su poder, de la segunda visión, de las profecías, de esos fenómenos que bajo el nombre de fantasmas, espectros y apariciones han sido negados por los escépticos y atestiguados por los crédulos a lo largo de todos los tiempos.
      —El mundo —dijo— se vuelve más escéptico respecto de todo lo que está más allá de su estrecho rango de acción, y nuestros hombres de ciencia fomentan esa fatal tendencia. Condenan como fábulas todo lo que se resiste a la experimentación. Rechazan como falso todo lo que no se puede comprobar en el laboratorio o en una mesa de disección. ¿Contra qué superstición se ha emprendido una guerra tan larga y tan obstinada como contra la creencia en los fantasmas? Sin embargo, ¿qué superstición ha persistido más tiempo arraigada en la fe de los hombres? Indíqueme algún hecho de la física, de la historia, de la arqueología, que cuente con tan extensos y diversos testimonios. Atestiguado por todos los pueblos, en todas las épocas y en todos los climas, por los más juiciosos sabios de la Antigüedad, por los más burdos salvajes de la actualidad, por los cristianos, por los paganos, los panteístas y los materialistas, este fenómeno es considerado un cuento de hadas por los filósofos de nuestro siglo. Las pruebas circunstanciales pesan para ellos tanto como una pluma en la balanza. La comparación entre causa y efecto, por valiosa que sea en las ciencias duras, se deja por de lado como indigna de confianza. Las pruebas aportadas por testigos competentes, aun siendo concluyentes en un juicio por asesinato, no cuentan para nada. A quien vacila ante lo que tiene que decir se le condena por frívolo. A quien cree, se le juzga como un loco.
      Hablaba con amargura. Al finalizar, calló por unos minutos. Luego separó la cabeza de las manos y, con la voz mudada, agregó:
      —Yo, señor, he vacilado, he investigado, he creído y no he sentido vergüenza de afirmar mis convicciones ante el mundo. Yo también fui calificado de loco, puesto en ridículo por mis contemporáneos y expulsado entre abucheos de la especialidad científica en que había trabajado honradamente durante los mejores años de mi vida. Desde entonces, he vivido como un ermitaño y el mundo se ha olvidado de mí como yo me he olvidado del mundo. Ya conoce mi historia.
      —Es una historia muy triste —murmuré sin saber muy bien qué decir.
      —Es muy vulgar —dijo—. Solo he padecido en nombre de la verdad, como muchos de los mejores y más sabios hombres padecieron antes que yo.
      Se puso en pie, como si deseara terminar la conversación, y se acercó a la ventana.
      —Ya no nieva —observó, dejando que se cerrara la cortina y regresando junto al fuego.
      —¡Ya no nieva! —exclamé, incorporándome—. Ay, si hubiese la menor posibilidad… pero no hay ninguna. Aunque me fuese posible orientarme en el páramo, tampoco sería capaz de recorrer veinte millas esta noche.
      —¡Recorrer veinte millas esta noche! —repitió mi anfitrión—. ¿En qué está pensando?
      —En mi joven esposa —respondí con impaciencia—. No sabe que me he perdido y en este momento tendrá el alma deshecha de ansiedad y miedo.
      —¿Dónde está ella?
      —En Dwolding, a veinte millas de distancia.
      —En Dwolding —repitió como un eco, pensativo—. Sí, es cierto, está a veinte millas de aquí; pero ¿tanto le importa ganar las próximas seis u ocho horas?
      —Mucho, tanto que ahora mismo pagaría diez guineas por un guía y un caballo.
      —Su deseo puede satisfacerse a un precio más razonable —dijo sonriendo—. El correo nocturno del norte, que cambia los caballos en Dwolding, pasa a unas 5 millas de aquí y estará en ese cruce dentro de una hora y cuarto. Si Jacobo pudiera acompañarle por el páramo hasta el antiguo camino de la diligencia, supongo que usted solo se bastaría para encontrar el cruce de la carretera nueva.
      —Iría, con mucho gusto.
      Volvió a sonreír, tiró de la campanilla, dio instrucciones al viejo criado y, tomando una botella de whisky y un vaso de vino del armario donde guardaba los productos químicos añadió:
      —Hay mucha nieve y será difícil andar por el páramo. ¿Qué le parece una copa de nuestra cosecha antes de ponerse en marcha?
      Hubiese rechazado el licor, pero no me atrevía a esa descortesía. Me cayó en la garganta como fuego líquido y casi me cortó la respiración.
      —Es fuerte —dijo—, pero excelente para combatir el frío. Ahora ya no tiene un instante que perder. ¡Buenas noches!
      Le agradecí su hospitalidad y le habría estrechado la mano pero me dio la espalda antes de que terminara de hablar. Un minuto después cruzamos el vestíbulo. Jacobo había cerrado con llave la puerta de entrada y, una vez fuera, nos encontramos en el umbral del inmenso páramo blanco.
      Aunque el frío había disminuido, seguía siendo intenso. No brillaba ni una estrella en la negrura del cielo. Ni un ruido, salvo el crujido de la nieve bajo nuestros pies, perturbaba el silencio hondo de la noche. Jacobo, que no estaba muy contento con la comisión, arrastraba los pies delante de mí, con la linterna en una mano y la sombra cayendo sobre sus pasos. Yo le seguía, con la escopeta al hombro, tan poco propenso a conversar con él.
      Mi pensamiento volvía sobre mi anfitrión. Aún me parecía escuchar su voz. Su elocuencia me cautivaba. Recuerdo hasta el día de hoy, con sorpresa, cómo mi cerebro retenía frases enteras, docenas de imágenes brillantes y extractos de espléndidos razonamientos, con las mismas palabras con las que él las había enunciado.
      Meditando de este modo sobre lo que había oído y esforzándome por recordar algún que otro párrafo perdido, andaba a zancadas pegado a los talones de mi guía, absorto y sin prestar atención. Al cabo de pocos minutos, según me pareció, se detuvo de improviso y dijo:
      —Ya está usted sobre el camino. Mantenga la valla de piedra a su derecha y no se perderá.
      —¿Así que este es el antiguo camino del coche?
      —Sí.
      —¿Y cuánto deberé caminar hasta encontrar el cruce?
      —Unas tres millas. El camino es bastante bueno para los que van a pie —dijo— pero resulta demasiado inclinado y estrecho para el tráfico del norte. Fíjese en donde la baranda se interrumpe, está muy cerca del poste indicador. Nunca le han reparado desde el accidente.
      —¿Accidente?
      -El correo nocturno se despeñó de cabeza al valle, por lo menos cincuenta pies, justamente en el peor tramo de la carretera.
      —¡Qué horrible! ¿Cuántas vidas costó?
      —Todas. Cuatro aparecieron muertos y otros dos murieron al día siguiente.
      —¿Cuándo sucedió?
      —Hace nueve años, exactamente.
      —¿Cerca del poste indicador? Lo tendré presente. Buenas noches —dije, acercándole una moneda.
      —Buenas noches, señor, y gracias.
      Jacobo se echó al bolsillo la media corona, amagó tocarse el sombrero y emprendió el regreso por donde habíamos venido.
      Estuve observando la luz de la linterna hasta su desaparición y luego di la vuelta para proseguir mi camino en soledad. No parecía presentar grandes dificultades. Pese a la negrura, la línea de la valla de piedra se destacaba con claridad contra el brillo de la nieve. Pero ¡qué silencio! Únicamente se oían mis movimientos. Sentí la extraña y desagradable impresión de estar completamente solo. Apuré el paso, mientras silbaba una canción.
      Mentalmente fui contando enormes cifras y calculando multiplicaciones. En resumen, hice todo lo que estaba a mi alcance por olvidar las especulaciones alarmantes que acababa de escuchar y, en cierta medida, logré mi propósito. El aire de la noche se volvía cada vez más helado. Aunque caminaba a paso rápido no conseguía entrar en calor. Tenía los pies congelados. Había perdido la sensibilidad en las manos y para mantenerlas ocupadas empuñé la escopeta. Incluso me costaba respirar, como si en lugar de ir recorriendo un camino del norte estuviese escalando las más altas cumbres de los Alpes.
      Este último síntoma se volvió tan inquietante que me vi obligado a detenerme unos minutos y apoyarme contra la valla de piedra. Al hacerlo, volví la vista por casualidad hacia el camino recorrido y allí, para mi infinito alivio, vi un lejano punto luminoso, algo así como el resplandor de una linterna que se acercaba. Al principio pensé que Jacobo había vuelto sobre sus pasos y me seguía, pero no había hecho sino vislumbrar este pensamiento cuando se hizo visible una segunda luz, sin duda paralela a la primera, que se acercaba a la misma velocidad. No tuve necesidad de pensarlo dos veces para entender que debían ser los faroles de algún vehículo, aunque era raro que circulara por una carretera reconocidamente peligrosa y en desuso.
      No obstante, no cabía duda de este hecho, pues los faroles se volvían más grandes y luminosos a cada segundo, incluso imaginé que ya distinguía la silueta oscuara del coche entre ambos. Se acercaba más deprisa y casi sin hacer ruido, pues rodaba sobre varios centímetros de nieve. Pronto, el vehículo se hizo visible detrás de los faroles. Resultaba llamativamente alto. Me pasó por la mente una fugaz sospecha: ¿sería posible que hubiese pasado de largo el cruce en medio de la oscuridad, sin haber reparado en el poste indicador, y que se tratase de la diligencia que buscaba?
      No tuve la necesidad de formularme la pregunta dos veces. Torciendo ya en la curva del camino, llegaron el guarda y el mayoral, con un pasajero en el pescante y cuatro caballos tordos bufando humos y envueltos en una neblina de luz, dentro de la cual resplandecían los faroles como un par de meteoritos ardientes. Me adelanté dando un salto, hice señas con el sombrero y grité. El correo siguió a toda velocidad y me sobrepasó. Por un instante, temí no haber sido visto ni oído.
      Un instante después el cochero detuvo el carruaje; el guarda, abrigado hasta las cejas con capas y bufandas, y al parecer profundamente dormido en medio del estrépito, no respondió a mi saludo ni hizo el menor esfuerzo por apearse; el pasajero que iba en el pescante ni siquiera volvió la cara. Yo mismo abrí la puerta y miré dentro. Solo había tres pasajeros en el interior, de modo que subí, cerré la portezuela, ocupé el rincón vacío y me felicité por mi buena fortuna.
      La atmósfera de la diligencia me parecía más gélida que la de la intemperie e impregnada de un olor húmedo y desagradable. Repasé a mis compañeros de viaje. Los tres eran hombres y los tres guardaban absoluto silencio. No parecían estar dormidos, pero se acurrucaban en las esquinas del vehículo, absortos en sus reflexiones. Intenté iniciar una conversación.
      —Vaya frío que hace esta noche.
      El hombre de enfrente alzó la cara y me miró sin responder.
      —Parece ser que el invierno ha comenzado con fuerza —agregué.
      Aunque su rincón estaba tan oscuro que no me permitía distinguir sus facciones, noté que me miraba. No obstante, no dijo ni una palabra. En otra ocasión cualquiera me habría sentido incomodo y tal vez lo hubiera manifestado. Pero en aquellos momentos me encontraba demasiado débil. El frío de la noche se me había metido en los huesos y el hedor del interior del coche me provocaba náuseas. Me estremecí de pies a cabeza y, volviéndome hacia mi vecino de la izquierda, le pregunté si le molestaba que abriese la ventanilla. No dijo nada ni se movió.
      Repetí la pregunta en un tono más alto, con idéntico resultado. Entonces perdí la paciencia y solté el marco corredizo de la ventana. Al hacerlo, el tirante de cuero se partió y se me quedó en la mano; observé que el cristal estaba cubierto por una capa de moho, acumulado en el curso de los años. Interesado por el estado de la diligencia, la examiné con mayor atención y, a la luz de los faroles, vi que estaba en ruinas.
      No solo necesitaba reparaciones sino que se estaba pudriendo. Las ventanillas se rajaban al tocarlas. Los accesorios de cuero estaban podridos en las juntas de las molduras. El suelo casi se quebraba bajo mis pies. Todo el vehículo estaba dañado por la humedad y pensé que sin duda había sido rescatado de algún depósito, donde llevaría años descomponiéndose, para hacerle rodar un par de días más por las carreteras.
      Me dirigí al tercer pasajero, al que aún no le había hablado, y le hice un nuevo comentario circunstancial.
      -Este carruaje se encuentra en un estado deplorable. Supongo que estarán reparando el vehículo en actividad.
      Movió lentamente la cabeza y me miró sin decir palabra. Mientras viva nunca olvidaré aquella mirada. Me heló el corazón, y me lo sigue helando ahora cuando lo recuerdo. Le brillaban los ojos con un fulgor ardiente. Tenía el rostro blanco como el de un muerto. Los labios sin sangre estaban contraídos como en agonía y en medio le brillaban los dientes.
      Las palabras que iba a decir se deshilacharon en mi boca y el horror se apoderó de mí. Para entonces me había habituado a la oscuridad de la diligencia y veía con aceptable claridad. Me volví hacia el pasajero de enfrente. Este también me miraba con la misma alarmante palidez en el rostro y el mismo brillo pétreo en los ojos. Me pasé la mano por el frente. Me volví hacia el tercer pasajero, el que se sentaba a mi lado, y vi… ¡Santo cielo, cómo describir lo que vi! No era un hombre vivo.
      Ninguno de ellos estaba vivo. Una luz fosforescente, la luz de la putrefacción, salía de sus horrorosas caras, de sus cabellos mojados por la humedad de las tumbas, de las ropas manchadas de tierra y cayéndose a jirones, de las manos que eran como las de los cadáveres tiesos que llevan demasiado tiempo encerrados. Solo los ojos, aquéllos ojos terribles, tenían vida, ¡y todos ellos apuntaban hacia mí!
      Traté en vano de abrir la puerta. Lancé un grito salvaje pidiendo ayuda y misericordia. En aquel instante, breve como un paisaje visto a la luz de un relámpago estival, distinguí el fantasmal poste indicador que alzaba su dedo de advertencia al borde del camino, el parapeto, los caballos que se despeñaban, el negro vacío. Entonces la diligencia cabeceó como un barco en las aguas del mar. Después hubo un fuerte golpe, una aplastante sensación de dolor, y luego, la oscuridad.
      Tuve la impresión de que habían pasado años cuando desperté y encontré a mi esposa contemplándome junto a la cama. Paso por alto la escena que siguió y, en media docena de palabras, le repetiré a usted la historia que ella me contó entre lágrimas de agradecimiento a Dios.
      Había caído por un precipicio, cerca del cruce del viejo y el nuevo camino de la diligencia, y solo me había salvado de una muerte segura gracias a que caí en un cúmulo de nieve que se había acumulado a los pies de las rocas del fondo. Allí fui descubierto al amanecer por un par de pastores, que me trasladaron al refugio más cercano y buscaron a un médico para que me atendiera. El médico me encontró en estado delirante con un brazo roto y una fractura grave de cráneo. Mis documentos le informaron mi nombre y dirección. Se requirió a mi esposa para que me sirviera de enfermera, y gracias a ser joven y de constitución fuerte, salí sano y salvo del accidente. El lugar donde ocurrió mi caída, casi no es necesario que lo diga, fue exactamente el mismo en el que el correo del norte había sufrido un terrible accidente nueve años antes.
      Nunca le conté a mi esposa los horrorosos hechos que acabo de relatar. Al médico que me asistió sí se lo conté, pero consideró que todo aquello correspondía a una alucinación producida por la fiebre. Se lo conté una y otra vez, hasta que nos convencimos de que éramos incapaces de hablar del tema con calma, y entonces lo dejamos.
      Podrá sacar sus conclusiones.
      Yo estoy seguro de que, hace veinte años, fui el cuarto pasajero en el interior del coche fantasma.

3 comentarios. Dejar nuevo

  • Gracias por compartir el cuento, profesor Alberto.
    Es sorprendente como una lectura de este tipo ahora me parezca algo relajante a pesar de ser fantasmal. La narración es rica en sabiduría pero se siente inocente, cándida.
    Espero que la primavera traiga más alegría y salud para usted y su esposa Raquel.
    Cálidos saludos,

    Responder
  • Marco Trejo
    21/03/2024 6:54 pm

    Buenísimo. Saludos.

    Responder

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