Sin clasificar

El nombre del barco: El amor loco

 
El amor loco

André Breton, El amor loco.
México, Alianza, 2004. Traducción de Juan Malpartida.

(Este texto apareció en Arena en 2004 y luego en La materia no existe)

Se sabe cómo funciona la máquina de los homenajes. Por ejemplo, dentro de unos veinte años, cuando se cumpla el centenario del primer Manifiesto Surrealista (1924), muchas personas a quienes jamás ha importado el surrealismo cambiarán de parecer, cuando menos, el tiempo necesario para escribir un artículo o discutir en una mesa redonda. Contra semejante costumbre, este año se puede pensar en otro aniversario aún menos llamativo: el sexagésimo noveno de El amor loco (1937), uno de los dos libros más importantes –el otro es Nadja, con centenario hasta 2028– de André Breton.
      Leer ese libro ahora implica al menos tres grandes dificultades. La primera: hasta hace poco el texto, imposible de llamar obra marginal o de autor ignoto, no se podía conseguir en español. Juan Malpartida halló solamente una edición previa, mexicana y de 1967, antes de la traducción que él mismo realizó y fue publicada en 2000 (y apenas reimpresa) por Alianza. Esto significa que el título, cuando no una mención veloz en un libro de texto, ha sido durante décadas una idea vaga, de las que se invocan en las canciones de moda y son exactamente tan intensas como una invitación a bailar o un reproche tenaz. Su influencia, innegable, ha estado entre nosotros sólo como un reflejo, lo que sin duda provocará sorpresa entre quienes efectivamente lo lean.
      La segunda dificultad: no estamos ya acostumbrados (mejor aún decirlo así: no estamos ya dispuestos) a los textos «fuera de género» como El amor loco, que participa lo mismo del ensayo que de la narrativa o de la poesía sin fijarse en los bordes de cada uno. En un tiempo como el nuestro, que apenas responde a nada que no esté dentro de dos o tres categorías bien promovidas y dispuestas para su venta, no podía ser de otro modo. En realidad, quienes retoman actualmente el gozo y la provocación de Breton al discurrir libremente, sin atender a las limitaciones que los estudiosos formulan como hipótesis y terminan convertidas en leyes –como Heriberto Yépez, digamos, en su hermosa y dislocada El matasellos–, deben aceptar que muchos de sus lectores se quedarán perplejos en la superficie del texto, o peor, de la forma del texto.
      La tercera: por las vueltas extrañas de la historia, y una vez más con la ayuda de una lectura descuidada, las reivindicaciones de la moral más conservadora –junto con el autoritarismo, el fanatismo, las supersticiones y todos los otros males que se ven como bendiciones en tiempos de crisis– podrían parecer afines a la idea de la monogamia y a otras que Breton discute en varios momentos del libro, aunque El amor loco parte de Engels y pasa por Freud (o por una versión de Freud) y llega a sus propias formulaciones éticas y a momentos de enorme sutileza, en los que ninguna sentencia clara podría penetrar y que no pueden reducirse a consignas ni a prohibiciones: «De un amor muerto sólo puede surgir la primavera de una anémona. Sólo el precio de una herida, exigida por los poderes adversos que gobiernan al hombre, triunfa el amor vivo». A la vez, otros lectores no entenderán que las ideas de Breton se finquen igual en el amor cortés de la Edad Media que en una forma elevada de lo transitorio: la rectificación de un ideal por aproximaciones sucesivas, la búsqueda constante…
      Pero no importa.
      «Basta (…) con unir cualquier sustantivo a cualquier otro para que un mundo de representaciones nuevas surja súbitamente», observa Breton (Borges lo leyó), y lo mismo se puede decir de su libro, con el que los lectores presentes no dejan de tener posibilidades de contacto. Cuando menos, Eros (la idea, la imagen, sus posibilidades, sus impulsos e invitaciones) sigue aquí, y aunque esté enmascarado, vuelto capricho de neuróticos o motivo de contemplación distante o risa nerviosa, nos sigue haciendo falta, para realizar ese acto de «ver y leer» a través de sus ojos. (Breton supo que actuar así hace falta para restaurar el equilibrio «roto en provecho de la muerte» en los tiempos aciagos; ahora se podría agregar que los primeros y mejores agentes del desequilibrio son los hipócritas que todos conocemos, por más que digan con frecuencia la palabra «vida».)
      Por cierto: uno o dos cinéfilos podrían recordar también a El amor loco por el nombre de uno de los barcos atracados en el puerto de Veracruz en Danzón (1989) de María Novaro. La mención es trivial, desde luego, aunque algo de lo mejor de la cinta de Novaro está contenido en Breton, en el interés del escritor por el cine desde La edad de oro de Luis Buñuel, y en los pasajes que parten del acto de ver, de la percepción subjetiva, y avanzan hacia otro lugar:

La lección de Leonardo, obligando a sus alumnos a reproducir en sus cuadros según lo que vieran pintarse (…) contemplando largamente un viejo muro, está lejos aún de haber sido comprendida. (…) Toda vida comporta estos conjuntos homogéneos de hechos de aspecto agrietado, nuboso, que cada uno debe limitarse a contemplar fijamente para leer su propio destino.

2 comentarios. Dejar nuevo

  • hola, nose bien como llegue aca la verdad…me gustaria que me ayudes a conseguir el amor loco. necesito leerlo. muchas gracias. Agustina.

    Responder
  • Agustina, por desgracia sólo tengo el ejemplar impreso. ¿No lo tendrán en alguna biblioteca por donde tú vives? Mil perdones. 🙁

    Responder

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Entrada anterior
Grey
Entrada siguiente
El boletín