El cuento del mes

Corazones negros

Atenea Cruz
Este es un cuento de la escritora mexicana Atenea Cruz (1984). Proveniente del libro del mismo título, en él se juntan la imaginación fantástica y una visión muy personal de las relaciones humanas en el mundo contemporáneo, y en especial en México.
      Además de este libro, y de mantener un canal de YouTube dedicado a la divulgación literaria, Atenea Cruz ha publicado también la novela corta Ecos y otro libro de cuentos: Hágalo usted misma.
 

CORAZONES NEGROS
Atenea Cruz


 
No creo en el karma, sólo creo en la venganza.
Isaí Moreno

 

Sí.

Yo me llevé al niño.

Sí.

Fue por desquite. Aunque debo confesar que también fue porque me sentía solo. La soledad siempre ha sido un problema para mí, me atrae tanto como me mortifica. De eso hablaré luego.

No.

No me interrumpas, estúpida. De por sí, me da flojera tener que explicarte las cosas letra por letra. Tú eres la interesada, no yo. Voy a contarte cosas que no deberías de saber para ver si así entiendes. Aunque a mí me parece muy claro, no te hagas. Y también para desahogarme, hace mucho que no me sincero con alguien.

Me mudé a Zacatecas después de mi separación. Llegué aquí buscando alejarme del recuerdo de una relación desgraciada y también de mi familia, conflictiva e hiriente. Era una época difícil para mí: me casé con una muchacha simplona y agresiva, como tú. Ahora que lo recuerdo me parece ridículo, pero en aquel entonces se me figuraba una tabla de salvación para tapar lo obvio. Nuestro matrimonio fue breve pero tormentoso porque estábamos negados a aceptar que aquella unión nos hacía la vida miserable a ambos. Algunas tardes yo me encerraba a llorar en nuestra habitación, cuando ella me descubría se ponía furiosa, a veces llegó a pegarme por ser un poco hombre.

No.

Nunca se la devolví. Cerca de nuestro segundo aniversario comenzó a engañarme con otro. Primero me sentí traicionado, luego me di cuenta de que era lo mejor y nos separamos, quisiera decir que como amigos, pero la verdad es que peleamos bastante en el juzgado por aquello de los bienes mancomunados. Mi familia se decepcionó al triple: por el fracaso matrimonial, por las posesiones que perdí y porque no les quedó más remedio que aceptar mi condición.

No.

No me llevé al niño por eso. De hecho, nunca pensé en tener hijos.

Bueno, pues aunque nunca estuve enamorado de mi ex esposa, su traición me caló profundo, la desconfianza se quedó atravesada en mi pensamiento. Yo ya traía problemas desde antes: mi padre nos abandonó cuando yo era pequeño y mi hermano mayor fue creciendo para convertirse en un hombre violento del que preferí mantenerme alejado. No sabría decir si fui una víctima, sólo sé que nunca tuve relaciones sanas con los hombres cercanos a mí: los temía, los detestaba y anhelaba su cariño a partes iguales. Luego comencé a desearlos y más tarde a acostarme con ellos para que me quisieran, a veces funcionó y a veces no.

En Zacatecas me decidí a terminar la carrera que había abandonado para casarme. Mi familia, a pesar de todo, decidió apoyarme. Yo no sabía entonces que estaba enfermo, me parecía normal que algunas tardes me fuera imposible levantarme de la cama y quedarme contemplando las paredes, desanimado, con ganas de llorar sin motivo. “Es cansancio”, les explicaba a mis amigos cuando me preguntaban por qué había faltado a clases. Eso creía. Ellos se acostumbraron a mis periodos de encierro y desapariciones. Pero no era normal.

Sí.

Era un rarito. No puedo creer que me interrumpas para preguntar eso. Qué corriente eres, mujer.

Hacia el final de la carrera me hice amigo de un compañero al que había detestado por años. Fue como en las películas románticas baratas: primero nos odiábamos y luego nos amamos. Una relación agresiva y tierna.

Sí.

Ya vivía aquí.

2

Para entonces llevaba dos años en este departamento. A diferencia de la mayoría de los estudiantes foráneos que peregrinan de casucha en casucha, yo encontré este departamento que, si bien no era el más amplio y a menudo fallaba el agua, me acomodaba perfecto. Me gustó tanto que decidí que nunca, nunca me marcharía de aquí. De mi ciudad natal y el fugaz matrimonio me traje un par de muebles, trastes y otros objetos que lo convirtieron en un espacio confortable, un hogar. La renta, además de barata, era congelada, a ti sí te la han ido subiendo, ¿verdad? Pobrecita. Pero la ubicación lo vale, ¿no? Cerca del parque y no tan lejos de la facultad. A mí me encanta.

Con aquel novio de la carrera vino mi primera crisis. No lo culpo de forma directa porque fue amoroso, a su modo limitado y egoísta, pero amoroso al fin. Culpo a nuestras conversaciones existenciales. Él era algo así como un nihilista light, no sé si conozcas el término, la verdad es que no te ves muy estudiada, perdón. No puedo definirlo con precisión si lo único que conoces de filosofía lo aprendiste en secundaria.

No me hables así o me largo.

Bien, así me gusta. Calladita te ves más bonita. Continúo.

A él le gustaba hablar de la inutilidad de las acciones humanas, del vacío, de la nada; le parecía interesante e ilustrativo, un pasatiempo, pero yo me tomaba todo en serio. Charlábamos un par de horas mientras comíamos pizza que yo mismo preparaba. Luego él tomaba las llaves de su vieja Caribe blanca para regresar a casa de sus padres y yo me quedaba solo, rumiando el sinsentido de la existencia, abandonado al pesimismo.

No.     

No, no estaba sufriendo ni fue una agonía desesperada lo que me orilló a intentarlo la primera vez sino, vaya ironía, el cansancio. Las faltas a la escuela a causa de la pesadumbre se hicieron más frecuentes, me sentía como abotagado y, luego de darle muchas vueltas, concluí que si la vida era una sucesión de dolor y aburrimiento no me interesaba. Una noche junté todos los medicamentos fuertes que pude conseguir y me los tomé esperando por fin descansar. Desperté con un dolor espantoso en los riñones y los intestinos. Tuve que ir por mi propio pie al hospital, donde me internaron para lavarme el estómago. Mi familia no se enteró porque me daba vergüenza que tuvieran un hijo tan estúpido que ni siquiera era capaz de suicidarse bien. Le llamé a mi novio, quien vino a verme al departamento sólo para cortar conmigo porque no podía estar con alguien que hiciera “ese tipo de cosas”. Lo acepté. Después le llamé a un amigo, que me cuidó sin hacer preguntas.

27       

Tenía 27 años. La edad en la que dicen que mueren los rockstar, ja. O sea que yo no era uno. Tampoco en ese momento pensé que estuviera enfermo. “Sólo estás triste”, me repetía. De todo aquello concluí que si no había logrado matarme, lo menos que podía hacer era vivir con dignidad. Pero no cumplí. Terminé la carrera y, como la mayor parte de mis compañeros, duré un buen tiempo sin conseguir trabajo. Mi mamá me mantenía a la distancia porque le dejé claro que no quería volver con la familia y sin duda ellos también preferían que yo siguiera lejos. Empecé a conseguir trabajitos por aquí y por allá, nada formal ni relacionado con mi profesión, nada que me permitiera sostenerme por mí mismo, sólo ganaba lo suficiente para darme algún gustillo de vez en cuando. Me sentía un inútil.

En una de esas chambas conocí a Benji, era hermoso: sus brillantes ojos color miel, su sonrisa pícara, su desparpajo. Me fue imposible no amarlo. Lo invité con cualquier pretexto al departamento y terminamos liados. Él tenía pareja pero al final se quedó conmigo. Aquel romance fue también como de película, pero de melodrama, se desgastó demasiado rápido. Era como una de ésas telenovelas que te gusta ver. Peleábamos constantemente y hacíamos el amor con furia, como queriendo desollarnos a mordidas.

No.

No te voy a dar más detalles de eso, no te asustes.

Recuerdo que en un par de ocasiones lo corrí del departamento y le aventé sus cosas por las escaleras del edificio. Cada vez le decía que no quería volver a verlo. Pero siempre volvía y siempre lo perdonaba. Fue entonces cuando me dio por llorar en la ventana mientras vigilaba su regreso.

Durante una de nuestras pocas temporadas en paz, una noche que salimos con un grupo de amigos, a alguien le dio por hablar de fantasmas. Yo reflexioné un poco y dije que cuando muriera de seguro vendría a asustar a este departamento porque aquí había sufrido mucho. Después de todo, los fantasmas son huellas de dolor o de odio. Me imaginé a mí mismo como un espectro apostado en la ventana, oscuro y sollozante, a la espera de alguien que no llegaría nunca, espantando a los vecinos que tuvieran la mala suerte de echar un vistazo en esa dirección. Me gustaba la idea. Después les dije que era bueno tener pensada esta clase de cosas antes de morirse para que el espíritu no vagabundeara sin rumbo. Los demás se burlaron, lo tomaron a juego. Yo estaba hablando en serio.

Unos meses después sucedió lo inevitable: Benji y yo nos separamos, peleados casi a muerte. No podía ser de otra manera. En uno de nuestros últimos pleitos lo golpeé, no tan duro como hubiera querido y no tan fuerte como el puñetazo que me dio. Estábamos locos. Yo más, obvio. Luego vino un periodo muy pesado en el que él me buscaba. Intenté resistir, pero aquello no se terminó hasta que él se largó a un viaje espiritual a Veracruz y se quedó allá, clavado en los hongos alucinógenos. Me mandó una carta larguísima en la que me pedía perdón por todo lo que me había hecho durante nuestra relación, al mismo tiempo que me culpaba por haberlo provocado. Volví a sentirme apesadumbrado. Hundido.

Con la tristeza llegó el insomnio. Dormía apenas dos o tres horas diarias. Me daba miedo la hora de acostarme porque sabía que no conseguiría pegar el ojo. No recuerdo cuánto duré así. En cambio, recuerdo con toda claridad que me ponía tan ansioso que empezó a darme pánico salir a la calle. Me sentaba en el sillón de la sala y clavaba los ojos en la puerta. “No puedo salir”, me repetía, “No puedo, no puedo”. No sé a qué le temía. O bueno, sí sé: le temía a todo. Estaba enloqueciendo. Fue el mismo amigo de la otra vez quien me sacó de eso. Vino al departamento y estuvo tocando hasta que sus puños en el metal de la puerta me taladraron los oídos y tuve que abrirle. Me llevó con un psiquiatra.

Sí.

Ya sé que quieres saber dónde está niño. Voy a contártelo cuando considere que es el momento. O cuando me dé la gana.

Como te iba diciendo, el psiquiatra me hizo ver que estaba enfermo. Eso me liberó, en cierto modo. Ahora sabía que aquel comportamiento extraño que hacía que la gente irremediablemente acabara por abandonarme no era mi culpa, sino de la mala química de mi cerebro. Bueno, al menos no todo era mi culpa. Me dieron medicamentos y me obligaron a ir a terapia. Funcionó. No por completo, pero sirvió de algo. Empecé a dormir mejor y fui capaz de pedir ayuda una o dos veces. Los antidepresivos tuvieron un efecto raro en mí: cuando me sentía muy alegre o a punto de llorar sentía como si un globo con agua se rompiera dentro de mi cabeza y aquel líquido que se derramaba por debajo de mi crisma me tranquilizaba a tal punto que una parte de mí se quedaba ida, observando a la distancia. Un pacífico espectador de mi vida, en eso me convertían los medicamentos. Eso me asustó y pronto dejé de tomarlos.

Sí.

Claro que me afectó.

La segunda vez que lo intenté decidí no dejar margen de error. El tercer piso de un edificio no es mucha altura, pero aventarse de espaldas para pegarse en la nuca con la banqueta y además hacerlo a la hora en que se sabe que no hay gente a la redonda para ayudar, garantiza el éxito.

29

Tenía 29 años. No entiendo la insistencia con mi edad.

No.

No puedo explicar cómo es acá. Bueno, se parece un poco a estar detrás de un vidrio de una cámara de Gesell. Si no sabes qué es, investígalo. De cualquier manera, no tiene la menor importancia, tarde o temprano averiguarás por ti misma cómo es esto.

No.

La transición no fue tan dura como imaginé, simplemente aparecí una noche de nuevo aquí. Poco a poco fui recordando y mi vida me parecía tan triste que no podía evitar llorar. Es irónico, ¿no? Buscar liberarse de la tristeza por medio de la muerte y que ésta te condene a vivir en un bucle interminable de recuerdos y remordimiento.

Sí.

Yo soy de quien te hablaron las vecinas. El de la ventana.

No.

El departamento estuvo desocupado un buen tiempo.

No sé cuánto, eso no significa nada de este lado. Hasta que llegaron ustedes. Tan invasivos, tan insolentes, tan ruidosos, a alterar las cosas. Siempre he odiado el ruido. Y más cuando son gritos. Peor si son peleas familiares. La música la tolero. Lo que no soporto es a las parejas que se insultan. Lo bueno es que ustedes tuvieron el buen tino de separarse más o menos pronto, pero tú te convertiste en la típica amargada que no puede superar el abandono del marido, a pesar de que fuera un golpeador y te forzara a tantas cosas que no voy a repetir porque las conoces de primera mano.

Sí.

Vi todo.

Primero me dabas lástima, incluso traté de protegerte espantando al gusano de tu ex esposo. No fue difícil porque era un cobarde. Además, el espectro de un hombre impone, aunque sea alguien delgadito como yo. Bastaba con hacerme ver en la esquina de la sala cuando se quedaba hasta tarde frente a la tele o acomodando su caja de herramientas. Lo hice por ti, a pesar de las veladoras y las otras ridiculeces que te vendieron las santeras del mercado para alejarme de mi departamento.

Pero cuando comenzaste a desquitarte con el niño te odié. Tu hijo era lindo, me provocaba ternura. No sé cómo se las arregló para conservar ese espíritu tan dulce entre las almas podridas tuya y de su padre. Era como una de esas florecitas que nacen entre las grietas del pavimento. No sé a quién salió. ¿Y sí estás segura de que era su hijo? Digo, porque ni siquiera se les parece. Ja. No te enojes. Qué más te da. Igual no lo querías, no nos hagamos. Le pegabas con saña porque pensabas que nadie te veía y él, tan calladito, tan manso, ¿a quién le iba a contar que fuiste tú quien le facturó el brazo con un empujón? Mujer horrenda. No llores, no seas hipócrita.

Sí.

El niño pudo verme desde el principio. Supongo que no me tuvo miedo porque era inocente, no alcanzó a aprenderte la maldad.

Sí.

Jugábamos de noche, mientras dormías, o cuando lo dejabas solo con la tele prendida, encerrado. Me encariñé con él de tal forma que dejé de llorar. Él también se encariñó conmigo. Nos fuimos consolando el uno al otro. Por eso cuando me dijo que se quería venir conmigo no dudé en aconsejarlo.

Sí.

Yo le dije qué hacer y cómo. Fue muy fácil. Ya sabes que la policía montada del parque es bastante inútil.

Sí.

Está en el viejo tanque de agua del parque, ése al que hay que trepar por una escalera metálica.

Sí.

Él es quien tira las cazuelas en la cocina. Le gusta correr y nunca había podido hacerlo sin miedo a que le pegaras. Yo sí lo dejo. A él gusta hacer bromas, a veces le ayudo. Él lo hace porque es un niño, quiere divertirse. Yo lo hago por molestarte.

Sí.

Él es a quien has visto caminar por la sala, con rumbo a la ventana. No son figuraciones tuyas por el remordimiento de conciencia, aunque la tengas tan negra. Lo que pasa es que le gusta acompañarme.

No.

No quiere hablar contigo. Por eso te estoy contestando yo.

No insistas. Cállate de una vez.

Queremos que te vayas. Y ni se te ocurra venir con esas estupideces del agua bendita o el sacerdote. Si los dueños del departamento no pudieron conmigo, tú menos. Lárgate.

No.

Lo más sencillo es que dejes al niño como desaparecido, sería muy sospechoso que a estas alturas se te ocurriera pedirle a los policías que revisaran ahí, ¿no crees? Y qué horrible sería ver su cuerpecito descompuesto. Tenle un poco de respeto a su memoria. Déjalo así. No vaya a ser que se descubra el remedo de madre que eras.  

No te preocupes. Esto quedará entre nosotros tres. Todas las conversaciones sobre el tablero desaparecen, así como queremos que desaparezcas de nuestro departamento. Eso es lo último que voy a contestarte.

O bueno, si no te marchas, prepárate para conocerme.

Adiós.

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