En este cuento, ambientado en un pasado indeterminado (cuando a la Ciudad de México se le llamaba todavía Distrito Federal), el narrador chileno Alejandro Zambra (1975) relata una historia de violencia que, de forma extraña, toca también el desarraigo y el futbol. Combinaciones y sorpresas semejantes, que siempre amenazan con desestabilizar a los personajes (y hasta a sus lectores), son una de las características de la obra de Zambra, que incluye también novelas como Bonsái, La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa. «Gracias» proviene del libro de cuentos Mis documentos (2014).
GRACIASAlejandro Zambra
Me late que son novios y no quieren decirlo —no somos novios, responden al unísono, y es verdad: desde hace poco más de un mes duermen juntos, comen, leen, trabajan juntos, y por eso alguien exagerado, alguien que los mirara y repasara cuidadosamente las palabras que se dirigen, el modo en que sus cuerpos se acercan y confunden, alguien impertinente, alguien que todavía creyera en esas cosas diría que se quieren de verdad, o que al menos comparten una pasión peligrosa y solidaria que ha llegado a acercarlos solidaria y peligrosamente. Y sin embargo no son novios, si hay algo que ambos tienen claro es justamente eso —ella es argentina y él chileno y es mejor, es muchísimo mejor llamarlos así, la argentina y el chileno.
Pensaron en ir caminando, hablaron sobre lo agradable que es recorrer grandes distancias caminando, e incluso han llegado a dividir a las personas entre las que nunca caminan grandes distancias y las que lo hacen, y que por eso piensan ellos que son, de alguna manera, mejores. Pensaban ir caminando pero en un impulso detuvieron un taxi, y sabían desde hacía meses, desde antes de llegar al DF, cuando recibieron un instructivo lleno de advertencias, que nunca debían tomar un taxi en la calle, y hasta entonces nunca se les había ocurrido detener un taxi en la calle, pero esta vez, en un impulso lo hicieron, y pronto ella pensó que el conductor se desviaba del camino y se lo dijo en voz baja y él la tranquilizó en voz alta pero sus palabras ni siquiera alcanzaron a hacer efecto porque inmediatamente el taxi se detuvo y se subieron dos hombres y el chileno actuó valiente, temeraria, confusa, pueril, tontamente: le pegó a uno de los rateros un combo en la nariz y siguió forcejeando largos segundos mientras ella le gritaba pará, pará, pará. El chileno paró, los rateros se ensañaron y le pegaron duro, le rompieron algo tal vez, pero eso pasó hace mucho tiempo, hace ya diez minutos: ya les quitaron el dinero y las tarjetas de crédito, ellos ya recitaron la clave del cajero y queda un tiempo más bien corto que se les hace eterno en que viajan apretando los ojos —cierren los ojos pinches cabrones, les dicen los dos hombres, y ahora son tres porque el auto se detiene, el taxista baja y toma el volante un tercer ratero que venía detrás, en una camioneta, y el nuevo conductor le pega al chileno y manosea a la argentina, que reciben los golpes y los agarrones con una especie de resignación, y que agradecerían saber, como sabemos nosotros, que el secuestro terminará dentro de media hora, que dentro de media hora caminarán sigilosamente, laboriosamente, abrazados por alguna calle de La Condesa, porque les preguntaron dónde iban y respondieron que a La Condesa y los rateros dijeron los dejamos en La Condesa entonces, no somos tan malos, no queremos desviarlos demasiado del camino, y un segundo antes de que les permitieran bajarse, increíblemente, les pasaron cien pesos para que volvieran en taxi, pero por supuesto no volvieron en taxi, se subieron al metro y a veces ella lloraba y él la abrazaba y otras veces él aguantaba confusamente las lágrimas y ella le acercaba los pies como en el taxi, porque los secuestradores los obligaban a guardar distancia pero ella siempre tuvo su sandalia derecha encima del zapato izquierdo del chileno.
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El metro se queda un rato largo, inexplicable, un lapso de seis o siete minutos detenido en una estación intermedia, como suele pasar en el metro del DF, y esa demora que es normal sin embargo los angustia, les parece intencional e innecesaria, hasta que cierran las puertas y el carro arranca y por fin llegan a la estación y siguen caminando juntos para llegar a la casa donde ella vive –ella vive con dos amigos, un español y un chileno, otro chileno, en verdad no son amigos, o lo son pero no es por eso que viven juntos, están todos de paso, son todos escritores y están en México para escribir gracias a una beca del gobierno mexicano, aunque lo que menos hacen es escribir, pero curiosamente cuando llegan y abren la puerta, el español, un chico muy flaco y cordial, con los ojos quizás demasiado grandes, está escribiendo, y el chileno dos no está —no queda más remedio que llamarlo el chileno dos, esta historia es imperfecta porque en ella hay dos chilenos, debería haber sólo uno o mucho mejor sería que no hubiera ninguno, pero hay dos, pero el chileno dos no está, el chileno uno y el chileno dos no son amigos, en verdad son más bien enemigos, o lo eran en Chile, porque ahora coincidieron en México y ambos son, a su manera, conscientes de que seguir peleando sería absurdo e innecesario, pues por lo demás las peleas fueron tácitas y nada les impedía ensayar una especie de reconciliación, aunque también ambos saben que no serán nunca amigos y ese pensamiento en cierta forma los alivia, y hay algo que los une, en todo caso, el alcohol, pues de todo el grupo sin duda ellos dos son los más bebedores, pero el chileno dos no está cuando ellos llegan del secuestro, está solamente el español, en la mesa del living, absorto, escribiendo junto a una botella de Coca Cola, se diría que abrazando una botella de Coca Cola, y cuando le cuentan lo que ha sucedido abandona su trabajo y se muestra conmovido y los acoge, los hace hablar, matiza el ambiente con alguna broma oportuna y liviana, los ayuda a buscar el número de teléfono al que deben llamar para bloquear sus tarjetas —se quedaron con tres mil pesos, dos tarjetas de crédito, dos celulares, dos chaquetas de cuero, una cadena de plata y hasta con una cámara de fotos, porque el chileno se regresó a buscar la cámara de fotos —quería fotografiar a la argentina, porque la argentina es bellísima, lo que también es un cliché, pero qué se le va a hacer, de hecho es bellísima, y claro que ha pensado que si él no se hubiera devuelto a buscar la cámara no habrían tomado ese taxi, del mismo modo que otras tantas posibles premuras o dilaciones podrían haberlos salvado del secuestro.
La argentina y el chileno uno le relatan al español lo que ha sucedido y al relatarlo lo reviven y por segunda o tercera vez lo comparten. El chileno se pregunta si lo que acaba de suceder va a unirlos o a separarlos y la argentina se pregunta exactamente lo mismo, pero ninguno de los dos lo dice. El chileno dos llega en ese momento, regresa de una fiesta, se sienta a comer un trozo de pollo y empieza a hablar de inmediato, sin darse cuenta de que algo ha sucedido, pero luego repara en que el chileno uno tiene la cara muy hinchada y que intenta aliviarse con una bolsa de hielo, tal vez al comienzo le pareció natural que el chileno uno tuviera una bolsa de hielo en la cara, tal vez en su singular universo de poeta es normal que la gente entere la noche con una bolsa de hielo en la cara, pero no, no es normal pasar la noche con una bolsa de hielo en la cara, entonces pregunta qué ha pasado y al enterarse dice qué cosa más terrible, a mí estuvo a punto de pasarme lo mismo esta tarde, y se larga a hablar sobre el posible asalto del que casi fue víctima, del que se salvó porque de un momento a otro decidió bajarse del taxi. Mientras conversan, de hecho, bajan un mezcal a sorbos rápidos, mientras que el español y la argentina prefieren quedarse solamente con el porro.
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Ahora llega alguien más, tal vez un amigo del español, y ellos vuelven al relato, sobre todo la última parte, la última media hora en el taxi, que para ellos es una especie de segunda parte, porque el secuestro duró una hora y durante la primera mitad temieron por sus vidas y durante la segunda ya no temían por sus vidas, estaban aterrorizados pero vagamente intuían que, durara lo que durara, los rateros no iban a matarlos, porque el diálogo ya no era violento, o sí lo era pero de una manera sosegada y terrible —ya habíamos asaltado a argentinos pero nunca a un chileno, dice el que viaja de copiloto y su comentario parece verdaderamente curioso, y empieza a preguntarle al chileno por la situación del país y el chileno responde correctamente, como si estuvieran en un restaurante y fueran el mesero y el cliente o algo así y el tipo parece tan articulado, tan acostumbrado a decir ese diálogo que el chileno (uno) piensa que si llega a contar esa historia nadie va a creerle, y esa impresión se acentúa en los minutos siguientes cuando el que viaja con ellos en el asiento de atrás, el que lleva la pistola, dice me late que son novios y no quieren decirlo y ellos responden al unísono que no, que no son novios, y por qué pregunta el ratero —por qué no son novios si él no está tan feo, dice, es feo pero no tanto, y estarías mejor si te cortaras ese pelo, es de los setentas, ya nadie usa el pelo así, le dice, y también esos lentes tan grandes, te voy a hacer un favor —le quita los anteojos y los arroja por la ventana, y el chileno piensa por un segundo en una película de Woody Allen que acaba de ver en la que al protagonista le destruyen muchas veces los anteojos, el chileno sonríe ligeramente, tal vez sonríe hacia adentro, sonríe como se sonríe cuando sentimos pánico pero sonríe.
No puedo cortarte el pelo, porque no traemos tijeras, recuérdame eso para mañana, unas buenas tijeras para cortarles el pelo a los chilenos que nos toque asaltar, porque de ahora en adelante vamos a asaltar a puros chilenos, hemos sido injustos, hemos asaltado a muchos argentinos y solamente a este chileno de la chingada, de ahora en adelante nos haremos especialistas en chilenos de pelo largo, tengo un cuchillo pero no se puede cortar el pelo con un cuchillo, los cuchillos son para rajarles el corazón a los pinches chilenos que tienen huevos, tu novio tiene huevos pero los que tienen huevos a veces los pierden, no más dile que ya no tenga huevos, porque por tener huevos estuve a punto de querer cogerte, argentina, y si no te cojo no es porque no me gustes, que estás bien buena, de todas las argentinas que he conocido eres la que está más buena, pero ando trabajando ahora y cuando cojo no trabajo porque si mi trabajo fuera coger sería un puto y aunque no me ves la cara tú sabes que no soy un puto, y me gustaría que me vieras la cara paque te dieras cuenta que soy un ratero hermoso que además sabe cortar el pelo aunque no trae tijeras y con el cuchillo no puedo cortártelo, chileno, te puedo cortar la verga pero la necesitas para cogerte a la argentina, y con esta pistola tampoco puedo cortarte el pelo o quizás sí, pero perdería las balas y las necesito por si te vuelven los huevos y ahí sí que me cogería a la argentina, después de matarte a ti, chilenazo, me cogería a tu novia, porque no pensaba matarte pero te mataría y no pensaba cogérmela pero me la cogería, porque está realmente buena, porque está para el mejor prostíbulo del DF, yo te elegiría argentinita, mañana voy a ir de putas y voy a elegir la que más se parezca a ti, argentinaza.
El conductor le pregunta a la argentina si es de Boca y aunque parecía más conveniente decir que sí, ella prefiere la verdad, y dice que no, que es de Vélez. Con el chileno no hay problema, es de Colo Colo, que es el único equipo chileno que los rateros conocen. Les preguntan después por Maradona y la argentina responde algo y el conductor dice un disparate, dice que Chicharito Hernández es mejor que Messi, y enseguida les preguntan a qué equipo le van en México y la argentina dice que no entiende mucho de fútbol —es mentira, porque entiende bastante, entiende mucho más que ese pobre ratero que cree que Chicharito es mejor que Messi, y el chileno en vez de refugiarse en una mentira parecida se pone nervioso y piensa intensamente, durante un segundo largo, si los rateros son de los Pumas o del América o del Cruz Azul o tal vez de las Chivas de Guadalajara, pues ha oído que también en el DF muchos le van a las Chivas, pero decide al final decir la verdad y responde que le va al Monterrey porque ahí juega el Chupete Suazo, y al conductor no le gusta el Monterrey pero le encanta el Chupete Suazo y entonces dice, dirigiéndose a sus compañeros, no los matemos, en homenaje al Chupete Suazo vamos a perdonarles la vida.
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Quién es el Chupete Suazo, pregunta el chileno dos, que seguramente lo sabe pero se siente obligado a demostrar que no le interesa el fútbol. Debería responder el chileno uno, pero el español sabe bastante de fútbol y dice que es un centro delantero chileno que parece gordo pero no lo es, que juega en los Rayados y que tuvo un paso exitoso cedido al Zaragoza, pero regresó a México porque los españoles no tenían los euros que costaba. El chileno dos responde que a él le pasa lo mismo, que en verdad es flaco pero la gente piensa que está gordo.
El chileno uno y la argentina siguen muy cerca, de forma prudente, pues aunque todos saben o intuyen que están juntos, de todas maneras fingen y desarrollan una estrategia para que no los descubran, y no es exactamente por pudor, sino por desesperanza, o quizás porque realmente ya pasó el tiempo en que las cosas eran tan simples como estar juntos o no, o quizás todo sigue siendo así de simple pero no han querido enterarse, y es bastante absurdo que no vivan juntos porque duermen juntos —casi siempre es él quien se queda a dormir con ella, pero también a veces la argentina se queda en el departamento que el chileno comparte con una chica ecuatoriana. Lo que el chileno y la argentina desean es estar solos, pero la noche se alarga en el relato eterno del secuestro, en el rastreo de detalles que no recordaban y que al recordarlos les proporcionan una nueva y renovada complicidad. Finalmente él dice que va al baño y se mete a la habitación de la argentina, quien se queda un rato más en el living y al cabo se retira.
Ella toma una ducha larga y lo obliga también a tomar una, para sacarse de encima el secuestro, dice, pensando en los manoseos de que fue objeto, manoseos en todo caso mínimos, ella lo agradece, de hecho eso les dijo a los rateros cuando se bajó del auto: gracias. Eso ha dicho ella muchas veces esta noche: gracias, gracias a todos. Al español que los acogió, al chileno que los ignoró pero que en alguna medida también los acogió. Y a los rateros, también, de nuevo, nunca está de más volver a decirlo: gracias, porque no nos mataron y la vida puede continuar.
También le dice gracias, al final, al chileno uno, después de unas horas largas en que se acarician sabiendo que esta noche no harán el amor, que van a pasarse las horas muy juntos, peligrosamente juntos, solidarios, conversando. Antes de dormir ella le dice a él gracias y él responde a destiempo pero con convicción: gracias. Y duermen mal, pero duermen. Y siguen hablando al día siguiente, como si tuvieran toda la vida por delante, dispuestos al trabajo del amor, y si alguien los viera de fuera, alguien impertinente, alguien que creyera en esta clase de historias, que las coleccionara, que intentara contarlas bien, alguien que los viera y creyera todavía en el amor pensaría que van a seguir juntos muchísimo tiempo.
2 comentarios. Dejar nuevo
Muy buena historia, con excelente descripción de personajes, interesante puntuación e inesperada historia de amor…
Gracias por leerla.