La escritora mexicana Cecilia Eudave (Guadalajara, 1968) es narradora y ensayista. Entre sus publicaciones de narrativa están Registro de imposibles, Bestiaria vida (premio de novela Juan García Ponce), Técnicamente humanos y otras historias extraviadas, Para viajeros improbables y Microcolapsos. Sus libros más recientes son el libro de cuentos Al final del miedo (2021), del que proviene el cuento que aquí se presenta, y la novela El verano de la serpiente (2022). Ha escrito también cuentos infantiles con títulos como Papá Oso y Bobot, y novela para jóvenes. Su obra ha sido traducida a varios idiomas, y se apareja a una importante actividad como académica, con residencias en Corea del Sur, Francia y España.
Cecilia Eudave es una de las estudiosas y practicantes más destacadas en México de lo que ella misma llama narrativa de lo insólito. En «7 minutos», un encuentro inesperado produce dos experiencias enigmáticas, entrelazadas, en las que lo más patético de la vida real da lugar a un descubrimiento trascendente. Y viceversa.

7 MINUTOS
Cecilia Eudave
I
Jorge miraba la pantalla del ordenador sin decidirse a abrir ningún archivo. Absorto, como si con ello estuviera haciendo realmente algo. Descubrió, de repente, un hueco en su cabeza, en su estómago (no había desayunado) y con ello todo el vacío extracurricular de su existencia. Casado y cansado. Sin hijos. No supo si agradecer esto o no, pero de algo estaba seguro, un chiquillo lacrimógeno corriendo por ese departamento de sesenta y seis metros cuadrados no era opción para alegrarle la vida a nadie.
Le apeteció hacerse un café, fumarse un cigarro y dejar que las horas siguieran su curso habitual: esfumarse sin tomarlo en cuenta. El enfado no se hizo esperar cuando notó que le quedaba sólo un cigarrillo, echó un ojo a su reloj, eran las 10:40. Demasiado temprano para una copita, demasiado. “Y ¿si leo algo?” No, eso era cosa de su mujer. Luego se detuvo meditativo. De un tiempo a la fecha ya no usaba el nombre de pila de su esposa para referirse a ella cuando estaba solo o en medio de sus pensamientos. Dejó de ser Luisa y se convirtió en su mujer, su esposa, mi señora o simplemente: ella. Esa reflexión le sacó un suspiro, se recargó sobre el respaldo de su asiento y volvió a mirar fijamente la pantalla del ordenador.
Realmente le gustaba la fotografía que tenía por salvapantallas, la tomó hace varios años, quizá antes de casarse con “Luisa” –le costó trabajo pensarla con nombre– allá, en aquel viejo barrio donde por casualidad fue a hacer un trabajo, algo para una revista de arquitectura, si mal no recordaba. El edificio no era gran cosa, pero las ventanas poseían terminados art deco que lo hacían distinguirse del resto. Sobre cada ventana principal se había incrustado un mascarón tipo prehispánico, imitación bien lograda de los que hay en Palacio de Bellas Artes. Por consiguiente, las respectivas líneas, que enmarcaban las ventanas, le daban un aire de marco distinguido. Quizá la intención del arquitecto —cuyo nombre no recuerda ahora, pero seguro era importante—, lo pensó como detalle excéntrico para los dueños de los lujosos departamentos.
Observó la fotografía, le gustaba bastante. Sin embargo, no fue la que eligieron para acompañar el reportaje, a pesar de que a Jorge le pareció la más lograda, por el juego de luces tan natural que se filtró, bañando con un halo casi irreal, la escena. El árbol gigantesco de un costado, la esquina redonda del edificio erguido con mucho garbo, y las ventanas del costado derecho e izquierdo orgullosas de sus mascarones indígenas estilizados. Era una foto perfecta.
—Y los idiotas de diseño se fueron por las más comerciales…
Con orgullo lanzó una bocanada de humo que al chocar con la pantalla la llenó de vaho. Se apresuró a limpiarla y fue cuando la notó. Al principio le pareció una mancha producto de un juego azaroso de luces involuntario. Pero no. Jorge se acercó mucho para borrar ese posible dedazo, que ahora le parecía una persona, que además se hizo hacia atrás al ver el enorme ojo aproximarse a la ventana. Jorge hizo lo mismo y cerró, como si se protegiera de aquella visión, el ordenador portátil. Se levantó de un salto de la silla y caminó un poco por la habitación. Chequeó la hora: 10:42. Demasiado tarde para estar aún con rastros de sueño, demasiado temprano para tenerlo. Subió el volumen de la música como si con ello ocultara ese ligero temor que se le coló por el cuerpo.
—Cálmate Jorge… cálmate. Es cosa de este encierro. Sal a caminar un poco, relájate. Esto es producto de tu imaginación… un engaño óptico.
Se rascó la cabeza. Suspiró sonriendo para recuperar el control, él es un hombre de certezas y por lo mismo no se iba a permitir un desliz en ese asunto, por demás absurdo. No había ninguna persona en una de las ventanas de la fotografía de su salvapatallas. Y con determinación abrió la portátil para comprobarlo.
Error.
Casi se desmaya, si no fuera porque el latido de su corazón no le dejó otra alternativa que estar de pie escuchando cómo se le aceleraba, de manera arrítmica y atroz, ensordeciéndolo e impidiendo cualquier otra reacción que la de la rigidez. En ese estado, no sólo confirmó su certeza, sino que la persona resultó ser una mujer que ahora asomaba medio cuerpo por la ventana buscando algo. Se puso lívido, logró apoyarse en la mesa y se sentó. Entre una nebulosa visión y su oído casi ensordecido por el corazón acelerado, pudo escuchar ella le hablaba. Mas bien eran gritos, y venían sin lugar a dudas de su ordenador. Las náuseas no se hicieron esperar y vomitó de lado. La mujer se llevó la mano a la cara sorprendida del espectáculo. No sé cómo se vería aquello desde la posición en la que se encontraba, digo, era una ventana situada a media altura del edificio. Quizá la perspectiva de la mujer hacia él era de abajo hacia arriba, en todo caso muy de frente si éste estaba sentado, por ello, a la hora de volver el estómago, ella debió ver sólo una ola de bilis amarilla, una cascada mal oliente, sorpresiva. Lo cual la obligó a guardar silencio, a refugiarse en la ventana hasta que pasara esa tormenta insólita. Esa lluvia ácida, espesa y con los estragos de una noche de juerga solitaria.
Ella, esperó a que Jorge volviera a tomar color, pues se puso tan transparente que todas las venas se le traslucieron por la fina piel blanca. Este espectáculo a la mujer le pareció fascinante y no pudo reprimir un “¡oooooooh!”. Tal vez el ángulo desde donde ella miraba a Jorge, que llenó, seguro todo su campo de visión con una piel llena de venas verdes, rojas y azuladas, le recordó muy posiblemente un paisaje galáctico. Los poros de la piel, los vellos, el sudor frío completaban el cuadro de un universo que se filtraba por los ojos de la mujer.
—¿Eres Dios?
Jorge, recuperando la compostura, pasó su mano por el rostro para asegurarse de que aún estaba vivo.
—¿Dios?
Se sorprendió contestándole.
—Sí, Dios. ¿Por fin he muerto?
—¿Muerto?
Ella debió pensar que para ser un dios estaba un poco descolocado y además repetía todo lo que decía sin contestar absolutamente nada sabio para sacarla de su asombro. Porque, no todos los días alguien se levanta y frente a su ventana aparece un ser descomunal, más bien un rostro descomunal que es cielo y tierra, a su alrededor. Sacando conclusiones de lo aprendido en años, resumiendo su catecismo vital, acompañado de las lecciones intravenosas de su católica familia, y sin más alternativa que explicaran aquella visión, se dijo: eso debe ser Dios.
Jorge observó el reloj de la pared: 10:44.
—Las píldoras para el insomnio nunca me han causado este efecto, debo estar alucinando, pero si tengo años tomándolas.
—¿Me llevarás a algún lado?
Tomó aire, iba a cerrar la portátil, ella lo detuvo con voz lastimera.
—No por favor, la oscuridad no.
Jorge respiró más profundo y sin más decidió conversar. Total, loco estaba, seguro…
—No soy Dios, me llamo Jorge.
Ella no pareció molestarse, ni mostró ningún signo de abatimiento, más bien se mostró aliviada.
—Bueno, San Jorge…
—No soy santo, soy Jorge a secas.
—Como quieras, dime y ¿ahora qué?
—¿Qué de qué?
—¿Cuál es el siguiente paso?
—¿No sé a qué te refieres?
—No eres dios, me quedó claro, pero en todo caso eres, ¿un ángel, tal vez? Me tienes que llevar hacia la luz…
—¿Cuál luz?
—La eterna.
—…
—A ver, no pagué un dineral en un curso de Tanatología para aceptar mi muerte temprana, porque ese era mi destino, dejar esta tierra, jodida por cierto, para ir a un nuevo entorno. Llámalo cielo, paraíso, o como quieras, yo elegí nombrarlo: la luz. Ahí estaría en paz y total armonía energética. Se me aseguró que alguien estaría esperándome del otro lado para guiarme… Es donde entras tú. Porque no veo a nadie más a mi alrededor.
Jorge trató de recordar en medio de aquella conversación si había algún antecedente de esquizofrenia en su familia. Pues no, padecían del colon y reumatismo, pero de la cabeza para nada… Luego está eso del abuso de las drogas… tampoco, fue muy moderado en su juventud y ahora un porro de vez en vez, cuando la cosa es social y ya entrados en confianza. El alcohol… sí bebe, pero como para llegar al grado de ver gente… Así que trató de tomar aquello como algo sobrenatural —dicen que esas cosas pasan— y enfrentarlo así…naturalmente. Aunque esa aparición podría deberse a otra cosa:
—Eres un virus, de esos tan evolucionados que ya hasta hablan. Hace poco leí un artículo sobre el tema.
—Te aseguro que no soy virus.
—Y yo te aseguro que no soy ningún dios, en todo caso un loser, y déjame decirte que en ese rubro me destaco: nada extraordinario como fotógrafo, despreciable como marido, una peste de las que le piden prestados a todos su amigos porque nunca trae dinero en la bolsa, un egoísta que no tiene hijos porque el mundo le parece un asco, huevón porque no me busco un trabajo decente, y mantenido porque la que lleva las riendas de la casa es mi mujer, y debí decir Luisa, pero para ser honestos, ya que seguro perdí la cordura, la detesto desde hace un par de años. Ya no cogemos, ni hacemos nada juntos que no sea gritarnos o quedarnos callados con todo ese odio que nos hemos agenciado desde quién sabe cuándo. Pero como ella no me va a dejar, quién sabe por qué, y yo no quiero ser el malo de la película, además no tengo ni en qué caerme muerto, pues aquí estamos jugando a la casita y al matrimonio. Como puedes ver, soy todo, menos un dios. Así que si no te molesta llamarme Jorge y decirme qué haces en mi ordenador, perturbando mi modesto pero rutinario día de hueva, te puedes ir esfumado de mi vida. Y me voy a servir un whisky, o lo que halla en esta pocilga donde vivo… y me vale madre que sean las —miró su reloj— 10:46 de la mañana.
Dicho esto se puso en pie. No sin antes observar cómo la cara de la mujer se ensombrecía. Fue en ese momento, que a Jorge le pareció muy bonita en esa bata de tafeta verde, se podía adivinar un lindo cuerpo, no más de treinta y cinco años, supuso. Si otras fueran las circunstancias y él no fuera Jorge, ni estuviera tan seguro de serlo, le habría invitado a salir. “¿Salir?” Por dios, si es una aparición salida de los anales de su más depravado inconsciente, porque, ¿qué otra cosa podía ser aquello?
—Soy Raquel.
—¿Y?
—Sólo quería que lo supieras.
—Bueno, pues yo soy Jorge. Ni santo ni dios. ¿De acuerdo?
Volvió a aproximar su enorme ojo a la pantalla lo suficiente para distinguir las facciones de ella. Raquel se dejó observar con cierto abatimiento, resignada.
—¿Te puedo pedir un favor?
—No, no me pidas nada. Porque no existes y yo no hago favores.
—Me queda menos de un minuto, segundos quizá…
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, simplemente lo sé. A lo mejor eso es la muerte…
—¿Qué?
—Conciencia.
—…
—Ahora todo está tan claro: estás completamente sola cuando llega la muerte y lo único que ves es el rostro de un extraño…Ni luz ni cielo ni paraíso… sólo un extraño con una vida insípida e inútil como la propia… No hay más, no habrá más…
A Jorge le dolió que Raquel hablara así de su vida, tan directa y planamente. Si bien era cierto aquello, no tenía, esa mujer aparecida de la nada, ningún derecho a restregarle en la cara su más que mediocre existencia. En eso pensó mientras observaba cómo Raquel iba evaporándose, esfumándose ante los ojos enrojecidos de Jorge. Instintivamente quiso introducir su mano y detener el proceso, cuando sus dedos chocaron contra la pantalla, sólo alcanzó a retener las últimas palabras de ella:
—No hay más…no habrá más…
Luego desapareció.
—Basta. Me bebo algo y me vale que sean las… 10:47 de la mañana.
Tomó la primera botella que encontró, se sirvió y lo bebió de golpe. El tequila le revitalizó completamente y lo llenó de un deseo ardiente por descubrir si aquello fue un fenómeno de su imaginación podrida e inútil o ¿qué? Escudriñó con sumo cuidado la fotografía. Luego corrió por una lupa por si la mujer se hubiera internado en la habitación, quiso mirar hacia dentro, sólo se le devolvía la imagen de una oscuridad plana. Puso su portátil en diversas posiciones para obtener algún ángulo que le permitiera ver el interior de cualquiera de las ventanas, nada.
—Se ha marchado.
Lo dijo en voz alta mientras algo se le atoró, un malestar, un inmundo malestar que no sabía por qué le aprisionaba el pecho.
—Ahora me voy a poner como un imbécil sentimental. A ver, ¿qué podía hacer yo por una mujer… imaginaria que me creía dios? ¿Qué?
Se tomó otro tequila sin quitar la vista de la pantalla. Secretamente deseaba volverla a ver…
II
—¿Me puedes pasar a Raquel?
—¿A quién?
—Perdón, a mi mujer…
Puso cara de ya metí la pata.
—Te traicionó el subconsciente, ¿no?…
—¿Me la vas a pasar o no?
La compañera de trabajo de su esposa demoró en contestar otra vez hasta que Jorge impaciente volvió a preguntar:
—Me urge hablar con ella.
—Está ocupada.
—Es importante.
Una risa insolente y burlona lo sacó de quicio.
—¿De qué te ríes?
—Tú, algo importante…
—Mira, dile, que cuando se desocupe me llame, porque su esposo, o sea yo, ve gente que dice estar muerta que además lo cree un dios…
—…
Colgó enfurecido y se sirvió otro trago de tequila, por fin comenzaba a marearse. La computadora seguía inmóvil en la mesa, de vez en vez entraba en reposo, cosa que él corrigió de inmediato modificando ese comando para que la imagen del salvapantallas no se desvaneciera y él pudiera observar si Raquel se asomaba de nuevo. Había sido muy grosero con ella, no quiso en realidad serlo, caray, si tuviera otra oportunidad se daría cuenta de que no es ni tan loser ni tan mal fotógrafo. A lo mejor no es buen marido, pero de cualquier manera él es una buena persona que sabe escuchar, a veces —recordó que la mandó al carajo en medio de su angustia existencial—, un buen hombre que sólo necesita una razón para… serlo.
Sonó el teléfono.
Lo dejó sonar con insistencia. Seguro era su mujer alarmada porque ve gente muerta en el salvapantallas de su portátil. Por fin contestó:
—¿Que me llamaste?
Al escuchar su voz, Jorge sintió un alivio extremo, estaba vivo, estaba cuerdo, nunca la voz de su esposa le pareció tan dulce, tan próxima, hasta que sin permitirle decir nada de nada sobre la situación que lo había varado lejos, muy lejos, comenzó a gritonearle.
—Mudito… Claro, como ya te cacharon… ¿Quién es Raquel?
—Si me dejas hablar…
—Para escuchar puras mentiras… Para que me digas que te dijeron dios… —se le quebró la voz—. Eres un cínico, hablas a mi trabajo para restregarme a la cara… no a mí, a una compañera de trabajo, que tienes una… ni cómo llamarla, que te tiene endiosado…Nunca te creí tan cruel… no quiero verte más… Lo tuyo y lo mío está podrido, oíste, podrido…
—Raquel… —volvió a poner cara de ya la regué otra vez—. Digo, no es lo que piensas…
Luisa le colgó el teléfono. Jorge quedó más varado, más lejos y extraviado de sí mismo. Sintió pena por su esposa que al colgar se notaba muy perturbada, con el llanto atorado en la garganta. Pero seguro ya estaría rodeada por varias de sus colegas que en fraternidad indisoluble la estarían consolando y hasta felicitando, pues por fin se dio cuenta de la nulidad de marido que tenía. Suspiró resignado. Comenzó a desenvolverse de nuevo en el espacio y tiempo donde se encontraba. Miró el minúsculo departamento, atiborrado de cosas, pocas suyas, y se sentó frente a su ordenador. Era mejor así, tenía que aparecer Raquel para que él se animara a dejar a Luisa y para que ella por fin dijera que todo estaba terminado: podrido, dijo, podrido. Claro, le hubiera gustado que Raquel fuera… no sabía qué le hubiera gustado que fuera. En todo caso, por lo menos una persona real que no pensara que estaba muerta…
Y, ¿si no lo está? A lo mejor vive en esos departamentos. Quizá existe y él cuando sacó la foto hace varios años guardó en lo más profundo de su memoria la imagen de Raquel. Alguna vez vio o leyó algo así, de cómo la mente guarda cosas insospechadas en cajitas neuronales, por llamarlas de algún modo. Sí, tal vez mientras él preparaba todo para tomar la fotografía, ella se asomó por la ventana y hasta lo saludó; ella vestida con esa bata de tafeta verde que dejaba adivinar un cuerpo maravilloso —se sintió un poco frívolo pensando en eso, pero la verdad que el cuerpo era algo para llamar la atención—; ella siendo amable, cordial, en cambio él, habría devuelto el saludo sin darle importancia para concentrarse en su trabajo. Estúpido, quizá dejó escapar al amor de su vida — o por lo menos un affaire fabuloso— por una impresión que duró 7 minutos, lo recuerda bien, dejó el lente abierto 7 minutos, los suficientes para ahora tener en su salvapantallas una fotografía perfecta, que los idiotas de la revista de arquitectura no eligieron.
III
Tomó su saco y salió del departamento llevado por una necesidad incomprensible de ir en busca de Raquel. Le pareció tan extraño pronunciar su nombre con tanta intimidad. Era más próxima que su misma esposa. Debía verla, comprobar que no era una alucinación, un sueño o, en el peor de los casos un deseo no resuelto y anclado muy dentro de su cabeza. Quería que fuera real o por lo menos lo más real posible…
Llegó hasta el viejo barrio y se paró afuera del edificio. Con extrañeza notó que todos los detalles de la fotografía tomada hace varios años seguían ahí, inamovibles. “Eso no puede ser”, pensó. Cruzó la calle ansioso y a la vez molesto por no controlar esos impulsos nacidos de quién sabe dónde. Se paró justo al lado de la puerta. Observó los números de los departamentos. Se sintió un idiota. No tenía la menor idea de en cuál podría estar Raquel. Volvió a cruzar la calle, detenidamente contó las ventanas e hizo una posible distribución de los pisos en relación con ellas. Dedujo que Raquel vivía en el 14. Regresó frente a la puerta. Iba a timbrar. Se detuvo.
—Y, ¿qué le voy a decir? “Hola, soy Jorge, el del otro lado de la pantalla…”
Cerró los ojos y presionó el timbre del departamento 14. Fueron tres toques cortos y después uno muy largo. Este último llevaba toda la desesperación que Jorge tuvo atorada tantos años.
Esperó.
Nadie atendió al llamado. Intentó de nuevo. No hubo respuesta. Su desesperación creció. Buscó una piedra o algo para lanzarla contra la ventana de Raquel. Levantó dos pequeñas que al lanzarlas ni siquiera tocaron el muro.
—¿Qué estoy haciendo?
Estaba a punto de retirarse cuando se abrió la puerta.
—¿A quién busca joven?
—A Raquel.
Lo dijo así, como si todo el mundo la conociera. El portero de mediana edad lo miró con recelo.
—¿Es usted el que ha estado timbrando como loco?
—Perdone, es que me urge verla.
—Pues va a estar difícil, ya no vive aquí.
Existe, vivió ahí. La cara de Jorge nunca se había llenado de tanto júbilo. El portero iba a cerrar la puerta cuando Jorge con violencia lo detuvo:
—¿Dónde vive ahora?
El hombre dudó en responder.
—Se murió, joven…
El júbilo se le cayó al suelo.
—¿Cómo que se murió?
—Pues así como le digo…
Debió palidecer de golpe porque el portero lo detuvo por el brazo.
—¿La conocía?
—Un poco.
Y se sentó inevitablemente en la acera recargando su cabeza en la pared. Sintió náuseas y trató de controlarse, no era posible que vomitara otra vez. ¿Qué clase de relación es esa? Cada vez que está de alguna manera cerca de Raquel se marea y vomita. Intentó incorporarse con ayuda del portero. Tratando de calmarse le preguntó:
—¿Murió hace mucho?
—Hace un mes, quizá menos. Tan bonita, siempre envuelta en su bata de tafeta verde…
Jorge sonrió, por lo menos comprobó que era real… que había sido real. No quiso entrar en detalles, ni preguntar cómo, ni de qué falleció, o si tenía familiares, detalles ociosos. Se limitó a ofrecerle un cigarrillo al portero. Ambos lo fumaron en silencio como si hicieran un duelo íntimo y secreto. Cuando terminó el suyo el hombre regresó a la portería del edificio sin más preámbulos. Jorge no quiso irse de inmediato. Se sentó en la acera. No sabe cuánto tiempo estuvo ahí. La gente iba y venía mientras él, absorto, ocupaba un vestigio transitorio al margen del tiempo y su cauce. Por primera vez al filo del tiempo, sin saber si estaba en el pasado o en el presente. Se puso en pie. Echó un último vistazo a la ventana de Raquel.
IV
Cuando llegó a su casa su mujer estaba haciendo una maleta. Se notaba que había llorado toda la mañana, y seguro, parte de la tarde. No se molestó ni en mirarlo. Parecía que había llegado un fantasma. Jorge no quiso quebrantar esa idea y se fue a sentar frente a su ordenador. Lo encendió. Mientras se iniciaba fue por un trago de tequila. Lo bebió de golpe y se sirvió otro. Su esposa decía cosas entre dientes, no le interesó escucharla.
Ya frente a la pantalla no pudo evitar sentir una tristeza enorme. El hueco oscuro de la ventana de Raquel lo perturbó aún más. La idea de estar solo en medio de ese vacío inmensurable del que había tomado conciencia lo desvaneció, lo volvió transparente. Recordó las palabras de Raquel: que no debió morir sola ni estar sola. Se ennegreció la pantalla y de golpe vio reflejada su cara ahí, ante ese espejo negro, devolviendo su verdadero rostro. Todo quedó tan claro:
—Luisa…
Ella salió de la habitación:
—¿Qué pasa?
—Quédate.
Lo dijo tan lastimeramente.
—¿Para qué?
—Para no estar solos. Para que cuando llegue la muerte no veamos el rostro de un extraño… Un extraño con una vida insípida e inútil como la nuestra… Porque no hay más, no habrá más…
Luisa se detuvo un momento. Lo miró con pena. Movió la cabeza incrédula y sonrió de lado, dejando como respuesta un portazo al salir…
2 comentarios. Dejar nuevo
¡Excelente es poco adjetivo! Impecable prosa en un relato que atrapa. Muy bueno.
¡Gracias por leerlo!