El cuento del mes

Belleza

El escritor chino Chen Kaihong (1963) nació en la provincia de Gansu: una región desértica y fría, relativamente poco poblada, y de una pobreza milenaria que Chen (cuyo seudónimo literario, Xue Mo, significa «desierto de nieve») se ha dedicado a representar en su obra narrativa. Es un escritor sumamente premiado y célebre en aquella nación, que se alza actualmente como una nueva potencia mundial y no siempre deja ver sus propias desigualdades.
      De El ruido de las habas al crujir, colección con siete de sus cuentos, publicada por Siglo XXI, extraigo aquí «Belleza», una narración trágica y una historia de amor desesperado (o, más bien, de amor en medio de la desesperación). La traducción es de Pablo Rodríguez Durán. El texto también se puede descargar en formato PDF.

Este cuento aparece un día antes de la presentación, en la ciudad de México, de El ruido de las habas al crujir, que será en la librería El Péndulo Roma. Anímense a acompañarnos y a conocer más de este libro y su autor.

BELLEZA
Xue Mo

De la antología El Paso del Tigre Blanco (Shanghai Wenhua Chubanshe).
Traducción publicada con autorización de Siglo XXI editores, S.A. de C.V.

1

Mengzi jamás hubiera imaginado que Yue, su joven esposa, tuviera sífilis. Lo sospechaba, pero constatar la enfermedad lo aniquiló. Ahora tenía sentido que no le permitiera tocarla.
      La excusa después de la boda fue una bacteria:
      —Es una cosa que se me pegó por lavarme allá abajo con el cuenco de otra en la ciudad de Lanzhou —le explicó—. No es nada grave, pero no quiero contagiarte.
      Antes de casarse, el argumento era otro:
      —¿Cuál es la prisa? Tranquilo —le repetía—. Ya casados, seré toda tuya.
      En aquel entonces, harto de las libertinas de la ciudad, él juzgaba la conducta de su prometida propia de una auténtica dama celosa de su probidad y pureza. La aplaudía todavía más tras haber llegado a la inefable conclusión —luego de sus luchas, esfuerzos y amargas experiencias personales— de que en estos tiempos el amor es un auténtico lujo.
      Mengzi tenía varias pretendientes, obreras provenientes del campo, que deseaban formalizar, pero sólo las vírgenes le parecían aceptables.
      Sus amigos se burlaban de él:
      —No jodas, Mengzi, ¡despierta! Hoy en día, ¿qué mujer se casa virgen, hermano?
      —Alguna quedará. No en la ciudad, cierto, pero en los pueblos seguro que habrá.
      Fue entonces que tomó la decisión de dejar la ciudad —como quiera, estaba asquerosamente contaminada— y volver a su terruño en búsqueda de ese anhelado amor. Quién hubiera imaginado a su nueva y casta esposa contagiada de una enfermedad venérea. Mengzi estaba descorazonado.
      —Deberías estar agradecido. Por lo general, la tentación gana a la razón, pero ella se contuvo y por eso tú eres un hombre sano —intentó reconfortarlo el doctor.
      Mengzi forzó una sonrisa. Ciertamente, se había salvado de algo peor. La rabia hacia Yue amainó un poco, pero la angustia se exacerbó. De súbito, un pensamiento le vino en forma de inapelable decisión: divorcio. Ésta fue como un bálsamo a la zozobra, pero al mismo tiempo otro monstruo emergió en su mente: “Si me divorcio, ¿qué va a ser de ella?”.
      Yue estaba sentada inmóvil en un banco al fondo del corredor del hospital, cabizbaja como un reo en la antesala al patíbulo. Cuando Mengzi se colocó a su lado, se corrió ligeramente hacia un lado sin levantar la mirada.
      —Vámonos —ordenó éste con la mirada al frente y salió. Afuera brillaba el sol. El esplendor del día era el perfecto antó­nimo de la tristeza que lo abrumaba internamente. “Qué maldita paradoja”, pensó Mengzi mientras soltaba un contenido suspiro. Rememoró a sus padres y todo el dinero que gastaron en la boda. Odió a Yue.
      Detuvo su andar, volteó la cabeza y la vio. Ella parecía haberse encogido, o su ropa haberse agrandado. El viento movía sus cabellos, acariciaba su rostro pálido y se filtraba por los intersticios de la piel de aquella ahora indefensa y atemorizada criatura. Mengzi se suavizó. “No es más que una pobre niña desvalida”, se dijo, y así tomó la decisión de ayudarla a curarse antes de divorciarse. Era cierto que el matrimonio no se había consumado, pero no tenía corazón para abandonarla a su suerte.
      Esperó a que ella lo alcanzara y caminaron juntos. Ninguno abrió la boca. La ciudad estaba quieta a pesar de la infinidad de ruidos alrededor; ambos rodaban en su mundo de silencio y soledad. Ante esa sensación compartida de pálida angustia las palabras sobraban.
       Al ver los secos labios de Yue, Mengzi se detuvo para comprarle un helado.
      —Ya no le des más vueltas. Las enfermedades se aceptan, se enfrentan, se curan y ya.
      Yue se quedó pasmaba un instante y acto seguido se echó a llorar.
      —Mengzi, tengo miedo, muero de miedo de perderte. Y a la vez sabía que, si no me casaba contigo, me arrepentiría toda la vida. Entonces Yue contó la verdad. Cuando decidió dejar la aldea para buscar suerte en la ciudad, poco después de su arribo, se percató de que ésta no era suya, sino de otros. Siempre se sintió como una fugitiva, una paria, sin rumbo, sin techo, un andrajo de carnes sin ninguna certidumbre. Consiguió varios trabajos y, primordialmente, mantuvo íntegra su castidad, a pesar de sentirse como un espíritu clandestino en medio de un monstruo de cemento.
      Pasado un tiempo, su padre abrió un salón de juego en la Pendiente del Toro y le ofreció regresar a la aldea y encargarse de la caja registradora. Ella aceptó. Su belleza era un imán y el negocio prosperó. En ocasiones se tomaba un trago con los clientes que frecuentaban el lugar, nunca más de eso. Hasta que un día un empresario pekinés le propuso matrimonio. Se acostaron… y el resto es historia.
      Por su experiencia tras el contagio, finalmente comprendió que no había nada más preciado que el amor puro y limpio que había entre los ahora esposos. Cuando el empresario se esfumó, lloraba día y noche. Al conocer a Mengzi, ella dejó todo y fue a su encuentro. Comenzó a tratarse la enfermedad al tiempo que hacía los preparativos para la boda. Confiaba en que podría curarse y estaba decidida a dedicar su vida entera a honrar ese lazo de auténtico amor.
      Mengzi la escuchó con atención y, extrañamente, se tranquilizó. La entendía. Él había sentido lo mismo: la angustia del foráneo en la gran urbe, la incomodidad. Recordó una noche en que, sin trabajo ni perspectiva alguna, deambuló por las calles con el hambre perforándole la panza y el frío carcomiéndole los huesos. Los altos edificios tenían las luces de sus ventanas prendidas, como ojos inquisidores, y él sin ningún rincón en el cual cobijarse. Sólo podía vagar por la ciudad desolada, de aquí para allá y de allá para acá. Los minutos parecían horas; nunca se imaginó que una noche pudiera durar tanto. La sensación de paria nunca desapareció.
      Meneó la cabeza y volteó hacia Yue. Conocía perfectamente esa mirada: eran los mismos ojos de su hermano Hantou observando al doctor instantes antes de morir. Sintió una repentina compasión, pasó su brazo por la cadera de Yue y la atrajo hacia él. Ella emitió un sollozo.
      Estaban en Liangzhou, en medio del bullicio del gentío. ¿Quién iba a reparar en las lágrimas de una pobre chica y en la angustia del hombre a su lado? ¿Quién iba a pensar que ambos tenían el alma atormentada? Había gente por todos lados, pero él los sentía tan lejanos que se volvían invisibles. Sin soltar la cadera de la joven, comenzaron a caminar. Yue no paraba de sollozar. Una compasión innombrable estremeció el interior de Mengzi. Ahí supo que su destino y el de esa frágil mujer estaban inalienablemente conectados.
      Intentando no comprometer el momento, ambos recorrieron las calles de la ciudad tratando de poner su mejor cara, hacían un esfuerzo sobrehumano por contagiar al otro de un buen humor a todas luces inexistente. Pero pronto no pudieron más y afloraron las verdaderas emociones. La sonrisa se desdibujó del rostro de Yue, entrecerró los ojos intentando enfocar algo en un lugar lejano. Se veía extrañamente hermosa con el rostro cubierto por esa pálida ansiedad. “Si no tuviera esa cosa, todo sería perfecto”, pensó Mengzi, y, al entenderlo, su corazón se ensombreció: lo más hermoso que tenía se había partido en pedazos.
      Cuando apenas comenzó a trabajar, incluso en los momentos más arduos, aún soñaba con un buen empleo y un amor sincero. Ahora su esposa, esa figura que tantas veces había idealizado en su mente, portaba sífilis. Quizás podría, eventualmente, aceptar la enfermedad, pero lo que jamás aceptaría sería que la castidad de su mujer hubiera sido mancillada. De sólo recordarlo sentía como que tragaba agua con mierda. Hacía un esfuerzo desmedido por no pensar en ello, pero la escena vomitiva siempre se escurría hasta sus adentros, y entonces la idea del divorcio lo atacaba como una bala directa al cráneo, al tiempo que un extraño sentimiento de dulce venganza le corroía la entraña. “Me niego a ser un pozo de estiércol”. No había nada peor para la gente de Liangzhou que uno de éstos, literalmente el lugar donde los campesinos guardaban sus aguas residuales tras abonar el campo. Fue justo por lo que le sucedió a Xue Baochai, en El sueño del pabellón rojo, cuando Jia Baoyu se casó engañado con ella, creyendo que unía su vida con su amada Jiayu. No hay peor humillación en el mundo que ser un pozo de estiércol.
      Recapacitando bien, si Yue se casó con él fue únicamente porque no logró triunfar como citadina. Le dolía pensar que más que su auténtico amor, él era su segunda opción. Aunque, siendo francos, ¿no era también su historia? Él quería ser un citadino consagrado, con casa, trabajo y todos los beneficios. Finalmente no triunfó y terminó casándose con Yue. Visto así, los dos eran el mismo tipo de pozo, pensamiento que lo tranquilizó fugazmente.
      Sin importar cuán vehemente era su determinación para divorciarse, en cuanto observaba a Yue, con esa expresión de impotencia y desesperanza en su rostro, se derretía su voluntad. Mengzi pensó de nuevo en su hermano muerto: sólo aquellos que han sufrido una herida semejante en la vida pueden descifrar esa expresión. Mengzi soltó un contenido suspiro. “Paso a paso”, concluyó para sí.
      Permanecieron en silencio durante el camino de vuelta. Aunque Mengzi quería decir algo alegre, se dio cuenta de que en aquel momento más valía quedarse callado. De súbito se sintió como envuelto por una capucha invisible. Afuera estaba el mundo de los demás, lleno de júbilo; adentro… él. Recordó una vieja sensación de siempre considerarse en el exilio, sin importar el lugar siempre estaba exiliado y sin poder moverse: en la escuela, en el trabajo, y hasta en ese lugar arenoso y polvoriento llamado “casa”, al que el destino lo lanzó sin preguntarle su opinión.
      Mientras Yue contemplaba, inexpresiva, el exterior moverse a toda velocidad, él se percató de que el mundo es tan cambiante como el paisaje a bordo de un vehículo. En un abrir y cerrar de ojos las cosas desaparecen y todos morimos. Cuánto había experimentado en los últimos años: la vida, la muerte, episodios que parecían dar para reír y que terminaban en lágrimas; oportunidades de crecimiento con la soga al cuello; una mujer ideal para envejecer que a la vez tenía una enfermedad venérea. La palabra “esposa” le producía una punzada en el corazón. Ni muerto se hubiera imaginado que se casaría con una mujer infectada de sífilis.
      Y cuando pensaba en su madre, la punzada en el corazón pasaba a ser un doloroso retortijón. Yue era hermosa y dejaba bien puesta la cara de su madre y de todo el clan.
      —De todas las mujeres de esta aldea, la nuestra es la más bella —presumía.
      Y no le faltaba razón…, pero ¡sífilis! Era una bofetada en la cara a los ancestros. Si su madre se enterase, no podría a salir a la calle de nuevo. Luego pensó en los familiares de Yue, conscientes del parásito del que se estaban deshaciendo. ¡Cobardes! ¡Sinvergüenzas! Mengzi estaba al borde de un ataque de cólera.

2

La madre de Mengzi finalmente se enteró. Sucedió en la madrugada del día siguiente cuando, antes de salir a trabajar al campo, entró al cuarto a dejarle el desayuno a su hijo.
      Cuando Mengzi se enteró de la enfermedad, decidió dejar la puerta de su cuarto siempre entreabierta por temor a que en un momento de debilidad terminara cometiendo una estupidez. Entró la madre sin hacer ruido alguno y sorprendió a Yue iluminando su entrepierna con una linterna y haciéndose unos sospechosos lavados allá abajo. No tuvo que observar con detalle para saber que algo estaba mal. Yue se quedó pasmada por unos segundos, tras los cuales tomó un trozo de papel y se cubrió. Tirados en el piso había varios medicamentos, algodón y papel higiénico. Con el rostro desencajado, su madre llamó a Mengzi con un susurro.
      —¿Es sífilis? No me mientas. —Parecía haber visto un fantasma a plena luz del día.
      —Pero ¿qué dices, Ma…? —Ella lo miraba fijamente a los ojos, sin parpadear.
      —¡Dios mío, pero qué crimen cometí yo! —Primero intentó contener el llanto, pero entre más se frotaba los ojos, más rincones por los que desbordarse encontraban las lágrimas.
      —Ma, ¿qué te pasa, no ves bien?
      —Hijo, no nací ayer. La inmoral Erjie tuvo esta enfermedad, yo la vi en aquel entonces. Ésta te jodió. Yo, yo… —las palabras se le atragantaron y el llanto finalmente explotó.
      Mengzi supo que ya no podía esconderlo más y también que su madre estaba convencida de que Yue y él ya se habían acostado.
      —Ma, yo no tengo nada. No la he tocado —dijo para tranquilizarla.
      —¿De verdad? —Su madre dejó de llorar y lo miró.
      Mengzi asintió, ella lo atrajo hacia su cuerpo y terminó desbordada en llanto.
      El hijo sentía un zumbido incesante en medio del cráneo y una agitación sin precedentes en el corazón, pero, curiosamente, a la vez estaba más ligero. Pensó que en el fondo era mejor que la historia saliera a la luz. Al final, era imposible ocultarlo por siempre.
      Su madre lloró un rato. Luego se secó las lágrimas y habló:
      —Hijo, tú eres alguien estudiado e inteligente que, no dudo, entiende la situación. Yo lo único que te puedo decir es que, si tocas esas aguas turbias, aunque sea sólo con la punta del dedo, se acaba tu vida. —Y tras las palabras sabias volvieron los vituperios—: Esa familia de bestias sarnosas, ¡sabiendo que su hija estaba enferma no les importó arruinarle la vida a mi niño!
       —Ma, ¿cómo se te ocurre? Nadie quisiera contagiar a otro de esta enfermedad, claro que no lo hicieron a propósito —respondió Mengzi por miedo a que Yue escuchara desde el cuarto contiguo. Sin embargo, en su interior hervía un odio visceral hacia sus suegros.
      —Vieja, ¿ahora qué? —El padre de Mengzi llegó en aquel momento—. Te la pasas armando alboroto por aquí y por allá y nunca trabajas —le reprochó imaginando un nuevo conflicto con cualquier vecino.
      —Muy bonita la esposa que escogiste. Venía con sífilis de regalo —le dijo ella mientras se limpiaba los mocos.
      El padre se petrificó. Mengzi le contó todo, esperando la cólera de su progenitor, más porque él siempre se opuso a su matrimonio con Yue. Él quería que su hijo se casara con una mujer capaz de tomar una hoz, trabajar el campo y pasar penurias. Para su sorpresa, el padre lanzó una mirada sombría en dirección al lecho nupcial y luego otra igual de sombría al hijo. Sin palabras, se sentó en el borde del escalón y arrancó a fumar mecánicamente.
      Mengzi entró al cuartito y vio a Yue con mirada perdida sentada sobre el kang. Él preferiría que ella se soltara a llorar a moco tendido igual que su madre, pues el llanto es capaz de drenar el sufrimiento, pero de ella no salía ni un sollozo. En la alcoba se sentía una densa opresión, una quietud fúnebre como la de una flor que no se puede abrir. La escena le oprimía la entraña: un charco de agua amarillenta, bolas de papel higiénico, una botella de vidrio torcida y polvos medicinales también amarillos y de un perforante olor desperdigados inundaban el cuarto.
      Yue, inmóvil como una estatua; Mengzi, sin saber qué decir, sólo lanzaba prolongados suspiros. Entendía tanto el dolor de sus padres como la desesperanza de su esposa. Todos eran víctimas, pero ¿de quién? ¿Del destino? ¡Qué va! El destino no es más que una ilusión, incapaz de joderle la vida a nadie.
      —Tarde o temprano se iban a enterar —le dijo Mengzi consolándola mientras le daba unas palmaditas en el hombro.
       Al escuchar esto Yue se echó a llorar. En un principio, como el dicho que reza “Primero disparo y después tengo miedo”, las lágrimas brotaron al exterior sin contención alguna, pero casi inmediatamente después Yue puso toda su voluntad en reprimirlas, con algún que otro sollozo que incontenible se escapaba. Mengzi también sentía el corazón dolorido. Cerró la botella, recogió los papeles higiénicos y puso la bacinica sobre la silla. Era todo lo que podía hacer. No podía ir a tirar esa agua sucia al baño, sabía que la sola idea de que él terminara recogiéndole los meados a una enferma de sífilis seguramente mataría a su pobre madre de indignación.
      —No culpo a mis padres por esto. Ellos tampoco estaban de acuerdo en que me casara contigo. Fui yo la que se obstinó. “Si tardas más, te van a terminar violando”, decían. Quién hubiera dicho, menuda terquedad.
      —Tranquila, no te culpo. —Mengzi abrazó a Yue y luego salió del cuarto.
      El sol brillaba en todo su esplendor y por doquier se veían gallinas picoteando aquí y allá. Su padre, inmóvil, sostenía un cuenco con tabaco entre las manos. Su madre no estaba. Temiendo que hubiera ido a casa de sus suegros, cruzó el umbral a toda prisa y salió corriendo.

3

La madre de Mengzi se encaminaba a la casa de los padres de Yue.
      —¡Cerdos, mentirosos, cobardes! —balbuceaba colérica a cada paso. En su interior hervía un fuego ardiente que clamaba por salir. Eran tiempos de trabajo en el campo, así que no había mucha gente en la calle. Unos niños, al ver la expresión de la madre de Mengzi, supieron que se avecinaba un espectáculo. Hicieron una mueca y sigilosos se fueron detrás de ella, remedando su andar y sacando la lengua.
       —¡Sucia cerda, puerca roñosa! —Los insultos iban dedicados a la madre de Yue. No es que el padre fuera inocente, pero la madre era la verdadera culpable, la cerda mayor, la que le dio gato por liebre. Vender a una sifilítica como si fuera casta es todavía peor que darle agua a un enfermo jurándole que es medicina. Ni siquiera le importaba la generosa dote que dieron a cambio de Yue, lo grave era el riesgo de su hijo de haberse acostado con ella y contagiarse. ¿No es eso cuando menos tentativa de homicidio?—. ¡Cerda, puerca, perra sarnosa! —Expulsaba todos los insultos imaginables para descargar su enojo, pero ninguno lograba amainar el odio que hervía en sus tripas. El barro brotaba de la tierra viscosa y salpicaba sus pantalones.
      Ella iba como un rayo y lo último que le importaba era el pantano bajo sus pies. Alguien se dirigió a ella, pero siguió caminando sin responder, probablemente sin escuchar.
      Más y más aldeanos se fueron sumando a la larga fila que habían comenzado los niños. Todos estaban ávidos por el desenlace del chisme. En una aldea donde casi nunca pasaba nada, quién de esos campesinos solitarios iba a perderse la oportunidad de ver la función que prometía el caminar furioso de la mamá de Mengzi y la hilera de curiosos tras ella.
      La puerta de la casa estaba abierta. Ella irrumpió haciendo retumbar las paredes. Nunca había pisado con tanta autoridad. La suegra, sorprendida y algo asustada por el eco explosivo, supo por la expresión de ella que la visita se iba a poner fea y sólo atinó a soltar una risita nerviosa:
      —Ay, consuegra, hola.
      —Puerca inmunda, espero que estés satisfecha —bramó al tiempo que se quitaba un zapato. Antes de que la madre de Yue pudiera reaccionar, ya tenía la suela marcada en la cara—. ¡Asesina!
      ¿¡Sífilis!? —rugía blandiendo el zapato en la mano. Al principio la madre de Yue intentó esquivarla, pero al escuchar la palabra “sífilis” cayó al piso y rendida se dispuso a recibir los embates del zapato. Su cara estampada en huellas de alpargata pasó del gris al morado y un hilo de sangre le escurrió por la nariz.
       Quién sabe cómo hubiera reaccionado de haberse resistido su rival, pero como su consuegra se rindió poniendo la otra mejilla, esto la enardeció todavía más. Sin embargo, tras darle varias decenas de zapatazos, se percató de que los demás terminarían por burlarse, así que se calzó el zapato, salió, levantó una piedra y entró a la casa.
      —¡La puta que parió a tu sifilítica hija!
      Antes de que el viento se terminara de llevar sus palabras, al interior se escuchó el sonido crujiente del vidrio al romperse y de la madera al partirse y, finalmente, un aullido desgarrado.
      —¡Cerda, sucia, perra! ¡¿Cómo se te ocurre encajarle una enferma a una familia decente?! —La afectada lloraba como si alguien se hubiera muerto.
      La madre de Yue se sentó, pasmada, bajo el umbral de la puerta. Su cuerpo entero estaba cubierto de tierra; sus ojos, idos, como dos pozos profundos y secos. Nunca había sido una cobarde, era la primera vez que los demás la veían en un estado tan lamentable. Siempre se paró, luchó de vuelta, pero ahora estaba completamente subyugada. Sólo con dos hay espectáculo, pero aun sin la pelea prometida, los demás aldeanos supieron que ahí pasaba algo.
      —¿Qué es sífilis? —preguntó alguien.
      Otro se aventuró a explicar, y entre preguntas y suposiciones el motivo del pleito salió a la luz.
      Mengzi sabía que su madre iba en expedición punitiva, pero creyó que tendría prudencia. Jamás imaginó que terminaría armando semejante escándalo. Aceleró el paso. La entrada de la casa de su familia política estaba atestada de gente. Mengzi odió a su madre, sabía que este escándalo destruiría el nombre de Yue. Se abrió paso apartando a la bola de curiosos. Al ver a su suegra ahí sentada y con la mirada perdida, sintió una lástima terrible.
      —Levántese, ¿qué pasa? Vamos adentro. —No hubo respuesta, sólo un lamento ininteligible y, en medio de sollozos, repetidos golpes de su frente contra la tierra. Sobre su rostro se adivinaban varios moretones en ciernes.
       —¿Qué miran y de qué carajo se ríen? —imprecó Mengzi a los curiosos que, parados en la puerta, no querían perderse detalle alguno. Dos hombres se acercaron y tomaron del brazo a la madre de Yue.
      Al entrar, Mengzi descubrió los trozos de un espejo roto y una mesa destrozada, y supo que esa era obra de su madre. Dejó salir un largo y contenido suspiro.
      Su madre estaba sentada sobre el kang. Lanzaba amargos lamentos y salvajes vituperios siempre acompañados de la palabra “sífilis”. Había puesto una colcha de seda llena de polvo y mugre sobre sus nalgas. Mengzi sentía que su cabeza iba a estallar. ¿Cómo podía su madre hacerle esto? Era relativamente normal ver a las mujeres de la aldea armar estos numeritos, pero nunca se imaginó que su madre sería la protagonista de uno. La única vez que había sucedido algo medianamente similar fue cuando Mengzi era pequeño y un niño abusivo le había partido la crisma y hecho sangrar la nariz. Su madre le dio una lección y desde entonces nadie se había vuelto a meter con él. Pero ahora su madre estaba claramente revuelta.
      —Ma, no nos hagas perder la cara, ¿entiendes? —pidió Mengzi con las lágrimas brotando del enojo.
      —¡Qué cara ni qué cara! Si yo en ningún momento vendí a una sifilítica como virgen… —gruñó su madre en medio del berrinche.
      —Ya deja el escándalo, te lo ruego, piensa en los demás.
      —¿Y ella qué? Acaso ella pensó en ti, ¿eh? ¡El dineral que nos gastamos a cambio de su hija puta!
      Mengzi suspiró. Reprochaba a su madre.
      —¿Puedes pensar en mí por un instante? ¿No te das cuenta de que Yue es tu nuera, la esposa de tu hijo? ¿Quién crees que sale peor parado de todo esto? —Pero su madre no estaba dispuesta a escuchar la voz de la razón. Mengzi sentía una gran impotencia, y pensar en lo que se le venía a su mujer lo llenó de zozobra. El pueblo entero la escupiría en consecuencia de este episodio.
       Ambas mujeres lloraban sin contención, a cada lamento de una la otra respondía con uno más fuerte. Alrededor se amontonó más gente a medida que crecían los cuchicheos. El secreto ahora era público. Mengzi permanecía impasible. Pensó que en el fondo era lo mejor, que se destapara todo. “¿Qué es lo peor que puede pasar?”. Este pensamiento lo tranquilizó enormemente.

4

Los aldeanos injuriaron a los padres de Yue y reclamaron justicia en nombre de Mengzi y su clan. Al inicio, la madre de Mengzi se unió al coro de vilipendios, pero poco a poco recapacitó y supo que ella también había obrado mal, aunque no lo dijera abiertamente. Los padres de Yue mandaron un sobre con cinco mil yuanes destinados al tratamiento de su hija. La madre de Mengzi sabía que esto era producto del escándalo, pero también que era a costa de la reputación de Yue.
      El chisme corría de boca en boca. Todo el mundo hablaba de ello, y al mencionarlo escupía un gargajo en dirección a la casa familiar de Yue. Alguien incluso propuso llevarla hasta el templo del clan para denunciarla públicamente por haberle hecho perder la cara a sus ancestros.
      Los aldeanos sólo recordaban el caso de la inmoral Erjie, de quien se sabía que antes de la liberación vendía su sonrisa y otras cosas más en un motel al oeste del río Amarillo. El destino le pasó factura, se enfermó de sífilis y murió trágicamente. Que se supiera, ninguna otra lugareña había incursionado en esa infame profesión. Aunque en los últimos años muchas chicas habían migrado del pueblo a trabajar en otros lares, cambiándose de nombre y enviando suspicaces remesas a la familia, nadie sabía a ciencia cierta qué hacían y para efectos prácticos era imposible probar cualquier sospecha. Pero lo de Yue era irrefutable; la sífilis fue el clavo que fijó su desgracia y, para colmo, la gente de la aldea sospechaba que Mengzi también se había contagiado. ¡A otro con ese cuento de que el algodón no se quema junto al fuego! Nadie creía que Mengzi jugara al casto con esa carne tierna calentándole las sábanas por las noches. Las mujeres huían de Mengzi cuando lo veían caminando por la calle, como si la sífilis pudiera explotar de la nada e ingresar en forma de partículas en sus cuerpos. Ni las viejas casadas y feas, ni siquiera las de fealdad rayana en la náusea, se acercaban.
      La madre de Mengzi finalmente comprendió que, por culpa suya, la reputación de su hijo estaba mancillada. Incluso, si ahora se divorciara, ningún padre en su sano juicio estaría dispuesto a entregar a su hija en matrimonio y correr el riesgo de jugar con enfermedades venéreas. Así que eliminó la opción del divorcio de su baraja. “Hay que curarla”, decidió. “Imposible que con esos cinco mil yuanes la ginecología no pueda solucionarlo”.
      Aunque no aceptó su error, con sus acciones se mostraba más compasiva con su hijo y nuera. Incluso convenció a su marido en comprar una moto usada para que Mengzi pudiera llevar periódicamente a Yue al hospital de Liangzhou a recibir su tratamiento. Para su desgracia, su nuera era alérgica a los antibióticos, por lo que la medicina que suele recetarse para tratar la sífilis quedó descartada. Antes de desposarse ya había estado internada una vez, lo cual le brindó cierta mejora, sí, pero los médicos nunca pudieron erradicar la enfermedad de raíz. Por fortuna tenían noticia de un anciano en Liangzhou que conocía un remedio casero para curar la sífilis. Bastante efectivo según decían. Yue lo probó varias veces, y aunque los resultados no eran muy evidentes, algo había funcionado.
      El único problema era que los suegros vivían en suspenso. La sífilis era como una guillotina suspendida que amenazaba con caer sobre sus cabezas en cualquier momento y sin previo aviso. A pesar de estar seguros de que Mengzi efectivamente no había tocado a Yue, ¿qué les garantizaba que no lo haría en el futuro? El marido se encontraba en la edad del “arrebato fogoso” y nada garantizaba que uno de esos días de hormonas alborotadas, en un impulso… Bastaba una lamida de la sífilis para que el cuerpo entero estuviera en serios problemas.
      Los padres de Mengzi no encontraban solaz. Además de repetirle todos los días que no cayese en la tentación, le impusieron una regla: prohibido cerrar la puerta con seguro durante la noche. Aún intranquila, la madre tuvo una conversación secreta con su esposo, proponiéndole que en cuanto la luz del cuarto nupcial se apagara, uno de los dos se aproximaría descalzo y se quedaría en cuclillas junto a la puerta, aguzando el oído y presto para intervenir en caso de percibir algo ligeramente sospechoso. En un principio, al padre le pareció deshonesto y torcido, pero al ver que su esposa se pasaba todas las noches en vela, finalmente cedió. La madre haría guardia la primera mitad de la noche y él la segunda. Mengzi no se imaginaba que sus padres vigilaban cada uno de sus movimientos.
      Una noche, Yue se hizo los lavados, se echó los polvos medicinales, se puso los pantalones y se recostó sobre el kang. La enfermedad no parecía haber empeorado, pero tampoco tenía signos evidentes de mejoría. Pensaron en la opción de ir hasta Lanzhou, la capital, pero al parecer los medicamentos eran los mismos que tenían en el hospital de Liangzhou, y no estaban para tirar el dinero a la basura. Yue dudaba. Luego cambiaron de tema, hablaron de sus tiempos universitarios y el humor les cambió completamente. Aunque notoriamente más delgada, no había merma en la belleza de Yue. Quizás aunado a ese creciente sentimiento de compasión, a Mengzi le parecía cada día más hermosa. Estiró una mano bajo las cobijas y atrapó la mano de su mujer. “¿Cómo es posible que sólo pueda ver y no tocar a esta belleza de rostro de flor y piel de jade?”, pensó Mengzi al tiempo que soltaba un triste suspiro.
      —No te preocupes —le dijo Yue—, en cuanto esté curada podrás hacer todo lo que quieras conmigo. Sólo temo que, cuando llegue el momento, yo ya no te guste.
      —Cuando llegue ese instante no digas nada y ya está —respondió Mengzi.
       Yue soltó una risita. Y así, bromeando, la atmósfera comenzó a distenderse. Mengzi percibió unas gotitas de sudor sobre la mano de Yue y se sintió tentado por la humedad. Rozaba, acariciaba, apretaba esa pequeña mano, resbalosa cual pez. Poco a poco fue sumergiéndose en una fantasía onírica y erótica. Estiró el cuello y la besó. En cuanto aquel par de bocas se unieron fue imposible separarlas. Los labios ávidos se mordían, las lenguas sedientas se enroscaban y fundían en lascivos chasquidos. Aquella noche, el padre de Mengzi estaba de guardia y, por supuesto, sospechó lo peor. Con sigilo fue hasta donde dormía su esposa y la sacudió.
      —Hay unos sonidos raros —le dijo.
      Su mujer se puso cualquier cosa encima, salió del cuarto y junto a la puerta llamó a su hijo con voz brusca:
      —Mengzi…
      Éste respondió con un gruñido.
      —Ayúdame a buscarle un analgésico a tu padre. Le duele la cabeza. —Mengzi se levantó, prendió la linterna y extrajo una pastilla de un envoltorio de papel de periódico. La puso en agua y se la alcanzó a su padre. Antes de volver, su madre le advirtió—: No estén tan juntitos, hijo, esas aguas son peligrosas.
      —Yo sé, yo sé —le respondió. Al escuchar el tono de su hijo, el padre se tranquilizó. La madre, por el contrario, se quedó aún más preocupada, por lo que acompañó al marido a la guardia nocturna. La intimidad prohibida los tenía hirviendo. Sólo fueron unos cuantos besos, pero ambos se sentían a punto de estallar de la excitación. Se abrazaron y las fronteras del yo se difuminaron en unidad indiscernible. El éxtasis era tal que se desbordaba por fuera de aquellas cuatro paredes. Para evitar accidentes, decidieron no quitarse la ropa, pero poco a poco comenzó a picar, a estorbar y, finalmente, ambos se quedaron casi desnudos, abrazados y acostados. Inmersos y fundidos en el embeleso de los recién casados, Mengzi sintió que se deslizaba hacia el abismo. Comenzó por tomarle una mano, luego fue un inocente beso, que evolucionó en un incitante abrazo, y conforme la intimidad de sus cuerpos se iba haciendo más profunda, la dicha aumentaba tanto como la tentación.
      Lo que no sabían es que el eco de su pasión tenía a la madre de Mengzi con el corazón en la boca. Tras la puerta, a cada ruidito, cada chasquido, cada gemido, ella interrumpía para pedirle a Mengzi cualquier mandado. Éste seguía sin percatarse de lo que realmente pasaba. No podía saber que su única alegría era al mismo tiempo el temor más grande de sus padres.
      La tentación llegaba a grados irresistibles. Mengzi sufría. Ese joven y terso cuerpo le provocaba sensaciones que no recordaba sentir desde hacía mucho tiempo. Las voces de la razón comenzaron a difuminarse en el vacío. El incendio podía dispararse en cualquier momento, y esos besos y abrazos eran madera seca sedienta de fuego. Para colmo, Yue se fue soltando y a cada caricia y a cada abrazo escapaba un gemidito lleno de fogosidad femenina. Quizás lo hacía para complacer a su esposo, quizás sencillamente así lo sentía; en cualquier caso, para Mengzi era el mayor placer y la peor tortura.
      Mientras tanto, su padre estaba al borde de la locura.
      —Golfa, zorra… —murmuraba sin pausa tras la puerta. Temía escuchar esos sonidos y al mismo tiempo, incomprensiblemente, los anhelaba. Tenía la frente empapada en sudor.
      En medio de estas caricias, el amor entre Mengzi y Yue subía abruptamente de temperatura y su cariño de intensidad. Decididos a enfrentar aquella enfermedad terrible, sentían que ya nada ni nadie los podría separar. Antes de sentirse envuelta en el abrazo de Mengzi y humedecida por sus besos, Yue nunca antes había experimentado las mieles de ser mujer. Y a diferencia del sexo, en el cual tras el orgasmo los sentimientos amorosos disminuyen en picada, sólo abrazarse y besarse encarnaba un fervor persistente e insaciable. A la vez, la tentación colosal de lo que se avista pero no se puede tocar reforzaba su complicidad carnal.
      Aquella noche, como de costumbre, bromearon, se rieron y terminaron acariciándose. En un principio sólo se dieron un beso, pero de súbito la luz de la luna se filtró entre la cortina impregnando el cuarto y sumiéndolo en una suerte de mágica fantasía. Mengzi vio a Yue en todo su esplendor. Era una belleza que ninguna palabra podría jamás describir. Una ola suave y cálida emergió del cuerpo de Yue y se transformó en llamas al llegar al cuerpo de Mengzi. Yue lo miraba quieta, con ojos serenos y algo tristes. Intentaba controlar su respiración agitada, que ondulaba sobre sus pechos mientras sus dedos, inquietos, recorrían el cuerpo de su hombre. Mengzi comenzó a succionar los senos núbiles, redondos y suaves de aquella criatura hermosa que lo hacía arder de deseo. Había logrado controlarse en los momentos de mayor excitación, pero ahora, como arrastrado por una ola furiosa, completamente fuera de sí, se abalanzó sobre el cuerpo de Yue y comenzó a besarla con locura. “Si tan sólo pudiéramos ser uno por un instante, podría morir en paz”, pensó Mengzi. Primero Yue luchó, pero muy pronto se rindió, inflamada también de un ardiente deseo. Mengzi extrajo un condón que tenía hace rato esperando la ocasión propicia.
      —Sólo esta vez —dijo jadeando—. Nos protegemos.
      —No… no… —Yue sacudió la cabeza alarmada, pero pronto flaqueó su convicción.
      Mengzi abrió la bolsita cuadrada de plástico con suma torpeza y una cosita suave y resbalosa cayó entre sus dedos. Se sintió auténticamente feliz.
      —¡Mengzi!… ¡Ladrón! ¡Jardín! —Esta vez el grito de su madre fue punzante.
      Ahí fue cuando Yue supo que su suegra los vigilaba. Se echó a llorar como un bebé que se quema la mano. Mengzi también se echó a llorar y así, llorando y abrazados, los recibió el amanecer.

5

La madre de Mengzi buscaba por doquier remedios caseros para curar la enfermedad de su nuera. En esta búsqueda se dio cuenta de que muchos habían escuchado la palabra “sífilis”, pero salvo estar de acuerdo en que era algo repugnante, nadie tenía idea de qué era realmente. Por supuesto, no podía ir gritando por ahí que su nuera tenía una enfermedad venérea, así que comenzó preguntando a sus amigos más cercanos. Ellos, a su vez, interrogaron a sus respectivos amigos más cercanos, y de amigo en amigo Yue terminó convertida en la golfa del pueblo. Esto, aunque sin duda menoscabó su reputación, por lo menos produjo el resultado esperado. Un día, una inmoral le compartió en murmullos a la madre de Mengzi una receta casera: ahumar el sexo con estiércol de res.
      —Algunos se han curado ahumando boñiga de vaca ahí abajo —le contó.
      Según su lógica, éstas contenían la esencia de todas las hierbas medicinales, que la vaca por instinto se traga, y por eso curaba.
      Aunque la madre de Mengzi no entendía qué clase de “esencia” podía contener la mierda, al menos era gratis, y como todas las vacas cagan, no le costó ningún trabajo recolectar un generoso montón. Apiló la bosta en un cuenco y se dispuso a ahumar a su nuera. Al principio, Yue no estuvo de acuerdo, no creía que la mierda pudiera ser más efectiva que la medicina moderna, pero finalmente su suegra la convenció. Eso sí, la condición de Yue fue que Mengzi no estuviera, bajo ninguna circunstancia permitiría que su esposo viera sus heridas.
      En cuanto Mengzi partió, Yue se quitó los pantalones y reveló su enfermedad. Su suegra se llevó una sorpresa tremenda: partes de su sexo estaban llenas de llagas y pus amarillo. Para no hacer sentir mal a su nuera, guardó silencio. Al principio la odiaba por aquel desliz, pero ahora una compasión le brotó de lo más hondo de la entraña. Prendió el estiércol seco y atizó las chispas hasta que el fuego comenzó a esparcirse y a soltar volutas de humo blanco que se enroscaron en el aire. La madre de Mengzi movió aquella esencia hasta situarla bajo las llagas. Al principio no pasó nada, pero conforme el fuego fue avivándose y el humo concentrándose, el pus se transformó en gotas que cayeron al fuego con un eco sibilante.
       Acuclillada bajo las llamas, Yue podía sentir el consolador lamento del sucio pus cayendo sobre el fuego; notó a todos los monstruos de la sífilis chirriando los dientes y haciendo muecas de dolor. Esta enfermedad era el demonio mismo y sentir que el fuego la consumía era un motivo de gran alegría. Al principio, el calor del fuego le dio una agradable sensación; luego comenzó el dolor, un dolor casi apacible, sin embargo. Se sintió mareada, como si estuviera fundiéndose con el fuego y ella misma convirtiéndose en una redonda flama azul.
      —O te vas a la mierda tú o nos vamos los dos juntos —le dijo en un susurro rabioso a aquellos monstruos que se consumían bajo su entrepierna en medio de las llamas.
      Se agachó aún más sobre el fuego y el pus se derritió con más afán. Un hedor nauseabundo inundó el cuarto. Yue sintió que las llamas la quemaban, ya no sólo se estaba ahumando, sino auténticamente rostizando. Se impacientó. Quería quemar esa sucia sífilis de una vez por todas, incinerar a ese maligno demonio y darle a su amado lo que tanto añoraba. Le dolía el corazón de sólo pensar en la mirada ansiosa de Mengzi, a quien a veces veía como un hijo, sobre todo cuando le chupaba los senos.
      Viendo a Yue acercarse sin tregua al fuego, su suegra puso una toalla bajo sus muslos y le pidió levantarse un poco.
      —La idea es ahumarlo, no quemarlo. No queremos empeorar la cosa.
      Después de un rato, la madre se llevó el cuenco y apagó el fuego. Yue se frotó la entrepierna con papel higiénico, se puso los pantalones y se acostó sobre la cama. Se sentía inusualmente fatigada. Sentía un dolor sutil a causa del fuego, pero estaba feliz: ¡finalmente una cura! ¡Y gratis! Se había sentido tantas veces chocando frente a un muro infranqueable, tanto tiempo en ascuas ante un callejón sin salida, que la mera esperanza era un solaz de por sí suficiente. Al principio no había sido así. Primero pensó que, aunque era una enfermedad terrible, no existía nada incurable por los avances de la tecnología, así que aceptó casarse con Mengzi, convencida de que mientras preparaba la boda encontraría algún remedio. Para su mala suerte, la enfermedad era más terca de lo que parecía y las llagas se esparcieron por doquier, como si una lengua golosa lamiera la piel y contaminara todo lo que tocara a su paso. De haberlo sabido, quizás nunca hubiera aceptado casarse.
      Se acostó sobre la cama y se quedó observando hipnotizada el techo y la guirnalda matrimonial que aún pendía sobre él. Recordó los besos y las caricias de su esposo y pensó la gran diferencia que hay cuando las cosas vienen del corazón. Es decir, un beso común y corriente entre ella y Mengzi no era sólo un intercambio de saliva, sino un auténtico océano de amor. No alcanzaba a imaginar cuán felices serían una vez ella estuviera sana. Se imaginó junto a Mengzi, tragada y envuelta por un vórtice colosal de dicha extática. De sus labios emergió una sonrisa.

6

Yue partió en dirección al río.
      Había vuelto a vivir en casa de sus padres. La razón: los padres de Mengzi estaban agotados. Por el día trabajaban como mulas en el campo y por la noche hacían guardias, lo cual sumaba más desgaste a su vida. Estar atentos al menor movimiento, al más leve susurro para entonces actuar como si el enemigo estuviera al acecho, noche tras noche, los tenía al borde de un colapso nervioso. Y éste era el menor de los males, ya que lo más preocupante era que, en caso de que en un impulso romántico o bien en medio de las brumas del sueño sucediera aquello, las consecuencias serían irreversibles. Por todo lo anterior, la pareja de ancianos decidió enviar a Yue a su antigua casa. El matrimonio se consumaría una vez ella estuviera curada. Además, los padres de Mengzi querían encontrarle a su hijo alguna ocupación para que no pasara sus días sin hacer nada. Para su fortuna, un empleado del templo confuciano había ido desde la ciudad buscando a Mengzi para ofrecerle trabajo: organizar y traducir unos materiales de la dinastía Xia. Mejor oportunidad, imposible. Sin esperar la aceptación de Mengzi, sus padres ya habían cerrado el trato. Los viejos por fin pudieron suspirar de alivio. Mengzi se iba en la moto a trabajar y cada dos días regresaba a la aldea.
      Obviamente, Yue deseaba curarse, pero no tanto como reunirse con Mengzi. Cada segundo que pasaba lejos de él le parecía una eternidad. Además, el ambiente de su casa era deprimente. Nadie los visitaba, quizás porque todos temían contagiarse de “la enfermedad”. Yue todos los días hacía varias sesiones de ahumarse los genitales con bosta de vaca, lo cual le estaba dando resultado y en algunas zonas incluso ya se habían formado costras. Además de ir a la ciudad una vez por semana a recibir su tratamiento, lo único que hacía era tragar pastillas en grandes cantidades y pararse sobre el fuego. Por su esfuerzo, la enfermedad ya no parecía tan virulenta. La llama de la esperanza revivía.
      Cada vez que salía de su casa a caminar por la aldea, la hostilidad era palpable, en particular de las mujeres, quienes temían que esta sedujera a sus hombres y de paso las contagiara a ellas también. A Yue le parecía ridículo. En cuanto a los hombres, si eran de su mismo clan, se escondían de inmediato, pues sabían que ella había traído desgracia a los ancestros; cuando estos hombres discutían con otros, bastaba que alguien gritara la palabra “sífilis” para desinflarlos. Si eran de otro clan, todo lo contrario, se acercaban a inspeccionarle el rostro con sumo detalle, buscando pruebas de la afección o señas de promiscuidad. Ella seguía de largo con la cabeza en alto, a veces incluso los saludaba con una educada inclinación de cabeza. Recordó cuánto miedo tenía de que la gente de la aldea supiera su oscuro secreto, pero ahora se daba cuenta de que en realidad no era tan grave como había imaginado.
      Lo único que realmente temía era perder a Mengzi. Él se había convertido en casi una religión para ella. Antes tenía muchos anhelos en la vida, pero con el paso del tiempo todos y cada uno se habían ido cayendo. Lo único que le quedaba era un amor que la perspectiva de perder la batalla contra la enfermedad sólo exacerbaba; una ola bramante y furiosa capaz de arrastrar al fondo del mar el miedo a morir, un amor capaz incluso de ahogar a la misma muerte. A veces, sus ansias de ver a su marido la hacían olvidarse de su situación.
      Los días en que Mengzi debía volver a la aldea, Yue madrugaba, se maquillaba y a primera hora se colocaba bajo un árbol de azufaifo, con la vista fija en el serpenteante sendero por donde él aparecía. Mientras esperaba, en su imaginación Mengzi surgía en el horizonte montando la moto destartalada. Era una alucinación que de tanto replicarla creaba la realidad. Cuando finalmente el camino escupía al verdadero hombre, Yue sentía que el corazón se le salía del pecho, una alegría desbordada inundaba su ser y salía corriendo a recibir a aquel punto diminuto y distante; corría a toda prisa hasta su encuentro y lo abrazaba y besaba. A veces se abalanzaba con tal emoción que lo tumbaba al piso. Ambos se reían y revolcaban sobre el fango. Al percatarse de que a la moto se le escapaba la gasolina, la levantaban y, Mengzi manejando y ella detrás, bien cerquita y agarrada a su cintura, lentamente volvían a la aldea.
      Ese era su momento de mayor felicidad. Mengzi solía llegar a la hora del ocaso, cuando el sol yacía suspendido en el horizonte, hundiéndose con timidez tras la cima del monte Sha. Muchas de las chimeneas de la aldea echaban volutas del humo, inundando el cielo en espirales grises. Cuando no soplaba el viento, el humo se mantenía concentrado, elevándose uniforme hasta ya no subir más, y entonces caía sobre la aldea cubriendo de una mística bruma las chozas y los senderos. Yue se sentía como en un cuento de hadas, con el ronroneo palpitante de la moto acariciándole con ternura el corazón. En ocasiones se encontraban con un rebaño de cabras, que invariablemente se interponía entre la moto y el camino. Mengzi tocaba la bocina y los cuadrúpedos obedecían, girando sus torpes cabezas. Luego se quedaban mirando a Yue, quien se divertía haciéndoles muecas y balando en dirección a ellas. Su sonido era tan real que las cabras le respondían en coro.
       —Yo creo que fuiste una cabra en tu encarnación pasada —le decía Mengzi entre carcajadas.
      Cuando el marido volvía al trabajo, Yue recordaba estas escenas y una risita pícara le inundaba el rostro.
      Cada vez que atravesaba sola la Pendiente del Toro, un enjambre de ratas la recibía con un chillido estridente pero inofensivo. Sin embargo, cuando iba junto con Mengzi, las ratas sólo se quedaban mirándolos, aleladas, en completo silencio.
      Los días en que Mengzi volvía eran eternos. Yue ya estaba sentada en su lugar predilecto antes del amanecer y su marido solía llegar poco antes del ocaso. Ella se llevaba unos panecillos, agua y sus medicinas.
      —¿Para qué te vas tan temprano? —solía preguntarle, no sin razón, su madre.
      Ella no respondía, sólo sentía que no podía estar un minuto más en esa casa y, además, una vez instalada bajo el azufaifo, la esperanza brotaba: bastaba con que un punto negro emergiera al fondo del sendero para que su corazón saltara de alegría. Cuando el objeto se acercaba lo suficiente para ser reconocible, muchas veces emergía otro rostro, otro hombre, otra mujer. Pero Yue no se desanimaba, tragaba saliva y volvía a observar el horizonte donde se perdía el camino.
      Aquel día, el abuelo sol había surgido ataviado de un halo envolvente, lo cual era presagio de una tormenta de arena. Su madre le aconsejó no ir, pues, de desatarse la tempestad, Mengzi probablemente no volvería a la aldea, pero a Yue la sugerencia le entró por un oído y le salió por el otro. Se amarró una bufanda en la cabeza a modo de turbante y partió. Su madre tenía razón: a eso del mediodía arreció la tormenta y los granos de arena se convirtieron en látigos inmisericordes. Recostada sobre el árbol, creyó que se la iba a llevar el viento. Encorvó la espalda, se puso en cuclillas y se cubrió nariz y rostro con la bufanda, dejando apenas una diminuta oquedad para divisar el camino. En el clímax del torbellino ya no había sendero; cielo y tierra se habían fundido en un indiscernible marrón amarillento y, salvo el viento y la arena, nada más existía en el mundo. Hasta el sol había desaparecido.
      —No vengas, Mengzi, con esta tormenta, mejor no te arriesgues —murmuraba Yue, aunque al mismo tiempo albergaba la esperanza de verlo aparecer. Debatiéndose en este dilema confuso, tenía tanto miedo de que estuviera en camino como de que no fuera así.
      Algunos aldeanos pasaron camino a la ciudad. Sabían que aquel punto enroscado protegiéndose del viento era Yue, quien cada dos días se sentaba en aquella duna a esperar a su Mengzi. Por aquellos días, la hostilidad y los vituperios habían cesado y hasta cambiado; al contrario, muchos sentían una gran compasión y ternura por verla esperando.
      —Vuelve a casa. Cuando llegue irá a buscarte —le decían.
      Pero ella no se movía de su lugar. En el clímax de la tormenta el cielo desapareció y en su lugar quedaron partículas de arena surcando el aire; el camino también se difuminó y se convirtió en un montículo. Yue sintió que así debía de verse el infierno. Aunque había nacido y crecido en esas dunas, donde la arena no era nada del otro mundo, Yue nunca había sido testigo de una tormenta de tal magnitud. Normalmente, en una situación así, la gente se resguarda en sus chozas a escuchar la arena golpeando las ventanas, al viento silbando entre los árboles y a imaginar voces demoníacas provenientes del eco de ambas; pero esta tormenta parecía tener todos los sonidos a la vez. Aunque se había cubierto la cara con la bufanda, la arena lograba escurrirse por algún intersticio hasta llegar a la piel y lacerarla con su embate.
      El camino se perdía en medio de la tempestad, se desvanecía en la bruma dejando sólo ocasionalmente entrever un hilo de luz. El viento sacudía con violencia los arbustos, pero éstos, doblándose flexibles, desde sus raíces mordían con ferocidad la tierra y tercos se resistían a ser llevados por el viento. Al verlos por entre las grietas de la bufanda, Yue se sintió sumamente conmovida. “Estos arbustos son un ejemplo de vida”, pensó.
       Un punto negro surgió en la lejanía. Yue se estremeció de felicidad. ¿Sería él? A pesar de sus múltiples decepciones, ella no perdía la esperanza de que Mengzi emergiera en medio de la feroz tempestad. Cuando se acercó lo suficiente, Yue pudo divisar a una pareja empujando una bicicleta, un hombre por delante y una mujer por detrás. Sobre la bicicleta venía montado un bebé. El viento hinchaba los ropajes de la pareja, pero ellos, incólumes, no dejaban que la bicicleta cayera al piso. Cuando estuvieron casi al lado, Yue los reconoció. Eran vecinos de la aldea.
      —Paisanos, ¿vieron a Mengzi? —gritó Yue, pero el viento se robó las palabras en cuanto salieron de su boca. Tuvo que repetir la pregunta, gritando con todas sus fuerzas.
      —No. No hay nadie afuera. Ve a casa, seguro que hoy no viene.
      —Yue se entristeció y se tranquilizó al mismo tiempo.
      “Mejor que no venga”, se repitió. “Con esta tormenta más vale no arriesgarse”.
      La familia desapareció en la lejanía y Yue volvió a acurrucarse bajo el azufaifo, de forma tal que su columna quedará en perfecta sintonía con el tronco del árbol. Sintió una suerte de calidez y pensó que en aquel momento el árbol era su único amigo. Su tronco era fuerte y blando a la vez, y parecía estarla arrullando y hablándole:
      —Vuelve, pequeña, ¿no sientes la tormenta?
      Una ráfaga de calor primero le inundó las fosas nasales y luego se convirtió en lágrimas que nublaron su mirada. Ella estaba decidida a no volver a la casa donde siempre se sentía fría y oprimida. En cambio, aquel sendero aparentemente inhóspito le traía esperanza y calidez. No importaba que el viento bramara, que la arena golpeara, que el camino desapareciera, pues al final de aquel sendero podría aparecer la silueta de su ser amado. Que llegara o no, daba igual, la calidez yacía en la esperanza de la espera.
      El abuelo sol se ocultó tras el valle, el viento amainó y la arena, obediente, se asentó en su nueva morada. Yue supo que ya no vendría, y tampoco lo culpaba con semejante tempestad. Le ardían los ojos, pero seguía mirando atentamente allá donde el camino se perdía en el horizonte. Finalmente, vio surgir un punto negro. Éste se acercó y tomó forma, una conocida. Yue salió corriendo colmada de felicidad.
      En efecto, era Mengzi. Yue se abalanzó sobre él llorando de alegría y su marido la abrazó con todo su ser. Sus llantos se mezclaron y sus lágrimas limpiaron la arena de sus rostros. En aquel instante ambos comprendieron que estarían juntos toda la vida.
      Volvieron en la moto a la aldea. Las ratas gritaban con vigor, como si ellas también hubieran estado esperando todo el día. Yue cerró los ojos y apretó su rostro contra la espalda de Mengzi. Lloraba de felicidad.

7

Sin saber exactamente cuándo, la enfermedad de Yue empeoró. Las llagas comenzaron a supurar y en las piernas le brotaron úlceras por doquier. El dolor era insoportable. Los medicamentos que traían de la ciudad eran inútiles, también la bosta de vaca. Una sombra gigantesca envolvió su corazón.
      La madre de Mengzi, tras hacer una nueva pesquisa con respecto a remedios caseros, le pidió a su nuera sentarse sobre una bacinica rebosante de un fuerte alcohol. En cuanto la mezcla tocaba sus heridas, sentía un dolor atroz que, viajando por los nervios, se esparcía al cuerpo entero. Yue, estoica e inmóvil, apretaba la mandíbula con todas sus fuerzas. Sudaba a chorros, pero seguía apretando los dientes al tiempo que murmuraba:
      —Ahóguense, malditas, ¡muéranse ahogadas en este alcohol! Sin embargo, el nuevo tratamiento resultó menos efectivo e infinitamente más doloroso que el estiércol ahumado. El alcohol, por más condensado que esté, sólo tiene efecto sobre el exterior, y Yue sabía que la enfermedad ya se había colado en su sangre.
      Ahora su padre también se preocupó. Reunió todo el dinero que pudo e internó a Yue en el hospital de Lanzhou. Salvo los antibióticos a los que era alérgica, todo lo demás lo intentaron… con poco éxito. Yue veía con claridad a la muerte observándola y, de vez en cuando, dedicándole una risita socarrona.
      Comprendida su suerte, el mundo se ensombreció, luego perdió todo color y finalmente se llenó de una palidez tan blanca como la sábana con que se cubre un cadáver. La muerte, que solía ser algo lejano, algo que le pasaba sólo a los demás, ahora se aproximaba inefablemente a ella, mostrando impúdica sus afilados colmillos. Yue se sentía completamente impotente. Su mente se sumergió en un blanco brumoso, un vacío que la separó de la realidad. El mundo estaba afuera, lejano; ella adentro de sí, conviviendo con la indefensión, la ansiedad y aquella gris y nebulosa impotencia. Parecía estar soñando, casi podría afirmarlo a pesar del dolor del cuerpo.
      “Ojalá fuera sólo eso, una pesadilla”, pensó, pero de inmediato se recriminó y desechó el pensamiento. Al pensar en la palabra “muerte”, el dolor le perforó las llagas purulentas.
      “¿Quiero morir?”, se preguntaba con frecuencia. Se dijo que ya no tenía razón para vivir, pero también que no había vivido nada, apenas unos pocos parpadeos de los que recordaba algunas imágenes. El resto de su vida le parecía más borrosa que un senderito perdido en medio de una tormenta de arena. Los pocos parpadeos, eso sí, los recordaba muy bien: los juegos de la infancia con compañeros de escuela, el escenario del concurso de canto, los brazos y los labios de Mengzi… apenas éstos. ¿Acaso éste era el valor de la vida? ¿Veintitantos años de existencia pueden resumirse en tan gigantesco vacío?
      Yue comenzó a recordar las abstrusas preguntas que se hacía Mengzi con relación a la muerte. Al principio le parecían deprimentes, pero ahora no podía evitarlas. ¿Qué hay después de la muerte? ¿A dónde irá Yue cuando este cuerpo ya no esté? La respuesta, claramente, le era esquiva. Entonces le preguntaba a Mengzi, pero aquel hacía todo lo humanamente posible por evitar el tema, y Yue sabía que lo hacía pensando en su bienestar. Por lo menos, aquellas preguntas pronto desaparecían, arrasadas por un sentimiento de tristeza y desesperanza.
      Gracias al cielo, todas las heridas se encontraban en partes del cuerpo cubiertas por ropa. Su rostro seguía ileso y la imagen que reflejaba el espejo era la de una mujer bella. Esto la consolaba a la vez que la deprimía: su belleza estaba destinada a desaparecer.
      ¡Claro que quería vivir! ¡Con más razón por no haber vivido nada! De niña no entendía el mundo; luego se dedicó en cuerpo y alma a los estudios y compromisos escolares. Lo que se dice su propia vida había comenzado hacía apenas unos años, después de los dieciocho, y quitándole las horas de sueño, las carreras para poner comida en la mesa y uno que otro par de episodios nimios y sin mayor importancia, prácticamente no quedaba nada. Lo único que con seguridad llamaría valioso fueron los días con Mengzi, pero siempre ensombrecidos por su infausta enfermedad. ¡Qué vida ni qué vida! ¿Qué diferencia había entre morir ahora y nunca haber nacido?
      Con frecuencia lloraba hasta dejar su rostro inundado por sus propias lágrimas.
      En ocasiones se arrepentía de no haber buscado antes a Mengzi, en aquellos años después de secundaria cuando su cuerpo aún estaba limpio y sano. Si se hubieran encontrado antes, abrazado y besado, e incluso hecho el amor —en cuanto pensó en ello, el corazón se le detuvo un instante—, ¡qué bella sería la vida ahora! De haber sido así, ella quizás… no quizás, seguramente jamás se habría contagiado. Recordando aquellos días aciagos, se daba cuenta de que, aunque solía victimizarse y con todas sus fuerzas se intentaba convencer de que había sido engañada, en realidad todo fue resultado de un profundo vacío existencial que fue consumiéndola durante aquellos años. Sus anhelos, en aquel entonces, los veía tan lejanos como burbujas de jabón en medio de un sueño. Éstas explotaban al mínimo contacto con los dedos y, tras despertar, llegaba la desesperanza. Después de una serie de decepciones, fue vaciándose su interior y comenzó a sentir cómo se desinflaba y se hundía en su propio vacío. No la sedujeron, fue ella en medio de tal hastío quien se lanzó a brazos ajenos… Aunque si hubieran sido los de Mengzi, las cosas serían completamente distintas. Se arrepentía, y sabía que ya era tarde y no había nada qué hacer, pero algo de placentero había en ello, pues por lo menos en el arrepentimiento no cabe la muerte, ya que exprime todo hasta sacarlo del organismo; el dolor, la desazón y la tristeza parecían ser expulsados a presión por obra y arte del arrepentimiento.
      A veces culpaba a su padre. Si no hubiera abierto aquel salón de juegos ni le hubiera pedido que regresara, nada de esto habría sucedido. Pero su padre nunca le ordenó que vendiera su cuerpo, lo único que le asignó fue la caja y las cuentas. Claro, ella cambió debido a la atmósfera lasciva que se respiraba en el local, lo cual fue debilitando sus defensas. Su padre tenía su cuota de responsabilidad. Sin duda. Pero ella muy pronto lo perdonó. Cabe aclarar que, cuando su padre vio por donde iba la cosa con el empresario pekinés, se enfureció con ella y le advirtió hasta el cansancio. Ella lo ignoró. Ahora en la cama del hospital, los sermones de su padre aún retumbando en su cabeza le dejaban claro que no tenía ningún argumento para culparlo.
      Y entonces, ¿de quién era la culpa? ¿Del destino? En su infancia fue varias veces a consultar al oráculo: siempre le auguró un fastuoso porvenir, tan positivo incluso que podría llegar a ser una princesa. Quizás fue por esas predicciones que las ilusiones brotaron en su joven imaginación, esperaba que apareciera su gran amor, otra de las razones por las que nunca persiguió a Mengzi. Se fue de casa y anduvo al acecho por ahí. En vez de su príncipe, lo único que se encontró fue una enfermedad venérea. No podía entender cómo el oráculo pudo haberse equivocado de tal forma,¡incluso hubo espíritus involucrados! ¿Fue ella quien corrompió su promisorio futuro o una fuerza violenta y externa? Yue no lo sabía. En realidad, nadie podría darle respuesta.
      Mengzi decía que el destino no era más que el reflejo del corazón. Un buen corazón traerá fortuna y buen auspicio; uno torcido, calamidad e infortunio. Luego daba numerosos ejemplos en los que claramente tenía razón, pero que Yue no lograba encajar en su propia situación. Creía haber sido extremadamente buena y nunca haber hecho daño a nadie. Ella quizás no llegaba al extremo de Mengzi, que quería “beneficiar a todos los seres vivos”, pero no albergaba ni una pizca de maldad en su interior. Entonces, ¿por qué tenía que sufrir semejante desgracia? Algo tendría que haber interferido con su destino, pero, por más que lo pensaba, no lograba entenderlo.
      Las ganas de vivir, sin embargo, era incuestionables. La idea se había transformado en voluntad vehemente, con la fuerza de una ola gigante sosteniendo los embates de la tempestad, sobre todo cuando pensaba en Mengzi. Pero él estaba ocupado traduciendo aquel grotesco libro de la dinastía Xia y, como no le daban vacaciones en el templo, le era imposible visitarla en Lanzhou. Así, el deseo por vivir fue desplazado poco a poco por la añoranza de su amado. En los momentos en que esta emoción se hacía insoportable, Yue tenía el impulso de quitarse la aguja del dorso de la mano y pedir aventón a cualquier carro en dirección al oeste para ir al encuentro de su hombre y con locura animal morderle la ropa —por recomendación médica ya no podía besarlo en la boca. Según los doctores, la enfermedad podía contagiarse por medio de la saliva, razón por la cual ella lo había instado a tomar penicilina—, o sólo llorar tomados de las manos y mirándose a los ojos. Ver a su amado, aunque fuera su sombra o su borrosa silueta, era mil veces mejor que quedarse en aquel cuarto pálido y aséptico del hospital.
      La añoranza en ocasiones incluso podía doblegar el temor a la muerte. Agarrada a la mano de Mengzi y observando sus ojos empapados en bondad, estaba dispuesta a morir e irse al infierno. Por eso intentaba convencer a su padre de que la dejara irse del hospital.
      Además, los bolsillos se vaciaban al ritmo de los frascos de medicamentos. Los pocos antibióticos a los que Yue no era alérgica ya no podían controlar el virus, que avanzaba desenfrenado. Para colmo, por culpa de las pastillas, su hígado, riñones y demás órganos comenzaron a fallar. El médico se lo dijo al padre en privado y éste, a escondidas, lloró. Las llagas purulentas a lo largo de las piernas de su hija emitían un hedor punzante. La muerte asomaba el cuello y le hacía caras burlonas a Yue.
      “La muerte”, pensó, “es como un gallo con el pico afilado”. Para Yue, las llagas eran el pico afilado. Se quedó observando las heridas con mirada ausente. Por más que ella quería estar lúcida, estos episodios eran cada vez más recurrentes y duraderos. Yue entendió que la muerte comenzaba a cernir su negro manto sobre ella. La joven era como el conejo que pisa la trampa o el insecto que cae en la red: aunque aún podía mover las alas, su fin se acercaba.
      Yue se veía cayendo al precipicio y reflejada en el espejo de la parca. Alucinaba que escapaba, pero su débil cuerpo no podía dar un paso para alejarse de la oscuridad. Y cuando se rendía al sueño, que es igual a la alucinación, fantaseaba su escape, pero un monstruo la alcanzaba desde atrás y la cubría con su sombra, como si fuera una ola, y luego aquella sombra mordía la propia y la arrastraba hasta quedar al borde del abismo.
      —Mengzi, auxilio. ¡Ayúdame! —ella gritaba el nombre de su amado como una encantación mágica, que a veces funcionaba, pues la despertaba de su agonía e impotencia. Sin embargo, abría los ojos intoxicada de una añoranza que aprovechaba cualquier grieta para colarse en su interior e invadir su ser.
      Podía sentir los eternos segundos del reloj y su macabro tictac retumbando, sordo, en sus latidos. El dolor hacía que el tiempo pareciera infinito en aquella negra noche sin luz. Al menos en la aldea podía salir a recorrer el camino de tierra y esperar la aparición de un punto en el horizonte que, si al final no era Mengzi, al menos la llenaba de esperanza. Pero inválida en aquel hospital sólo la acompañaban el dolor, la sombra de la muerte y la cara llena de zozobra de su padre. Nada de esto podía alumbrar, ni de forma pasajera, su desolado corazón.
       Ahí supo con total claridad que sus días estaban contados.
      Lo raro es que ya no tenía miedo. Estaba segura de que su alma sobreviviría al cuerpo. Sólo temía la soledad inherente. A veces, egoístamente, deseaba que Mengzi muriera junto con ella. No podía imaginarse mayor dicha que perecer al lado de su amado. Cuando el dolor amainaba, ella se dejaba llevar por esa ensoñación y se imaginaba junto a él, antes de casarse, abrazándolo, besándolo, haciéndole el amor, ambos recostados sobre una sábana blanca, ambos contagiados de sífilis pero felices, llenos de fuego y pasión lasciva, y luego se adelantaba hasta el día de sus muertes, ambos exhalando al unísono su último aliento, y brotando de sus cadáveres hermosos una sombra aún más hermosa, como un par de mariposas ondeando sus alas y bailando en el aire hasta llegar a paisajes llenos de flores y verde pasto y agua cristalina.
      Yue no era capaz de construir otro tipo de belleza, pues la vida no le duró lo suficiente para ir a todos los lugares donde quiso. A veces realmente se arrepentía de no haber hecho el amor con Mengzi, pero el remordimiento pasaba de largo como una ráfaga cuando el dolor la arrastraba de vuelta a su realidad. No soportaría que, además de todo, Mengzi tuviera que vivir en carne propia semejante sufrimiento.
      Y en su escala de miedos viscerales, todavía por encima de la soledad del alma, lo que más temía era que, una vez ella muriera, Mengzi se volviera a casar. Eso era lo único que superaba a la muerte. Cada vez que se imaginaba la escena de una boda en donde estaban él y otra mujer, le costaba respirar y entonces el temor a la muerte volvía a colarse entre las grietas de su alma. Temía que Mengzi le fuera arrebatado de sus brazos y cayera en los de otra mujer, mientras su espíritu lloraba sin cesar, como un niño sin madre, enroscado en un rincón del cuarto mirando fijamente a su enemiga infame compartiendo cama con su otrora amado. No podía imaginarse peor escena y, paradójicamente, era un pensamiento al que le daba vueltas sin cesar. Se ponía un dedo en la garganta e intentaba respirar.
       A veces el dolor amainaba.
      —No quiero morir —gruñía.
      Y como resultado natural, odiaba a Mengzi. Sabía perfectamente que era injustificado, pero ya había reunido un repertorio de argumentos para probar su punto, argumentos tan elaborados que ni ella misma podía convencerse de lo contrario. Por ejemplo, sabía que no lo dejaban salir del templo y por ello no estaba ahí con ella en el hospital, pero prefirió inventarse que se estaba escondiendo para luego abandonarla, y para demostrarlo contaba con una prueba fehaciente: en la aldea no era nada raro que, con el cadáver aún caliente del cónyuge, el viudo contrajera segundas nupcias. Y como estaba convencida de que así sería, con ello además probó más allá de toda duda la promiscuidad y lascivia de Mengzi. Lo que le quedaba del mundo se ensombreció, sintió que no tenía de dónde asirse, todo parecía falso, carente en absoluto de sentido y significado.
      Al desaparecer su cuerpo, desaparecería el amor, y también las canciones que estudió, el dinero, las casas, los padres, las hermanas, su propia juventud y belleza. Y nada de eso tenía sentido. Ahí se dio cuenta de que todo lo que pasa en la vida es un gran engaño, un engaño que sólo muestra su auténtico rostro una vez la muerte está tocando la puerta.
      —Todo es falso, absolutamente todo —se quejaba.
      Una lágrima rodó por su ojo y terminó en un sollozo. Su padre se acercó a preguntarle qué le pasaba, ella giró el rostro al otro lado. No quería decir nada, ni ver a nadie. Una bruma oscura la envolvió. “La vida finalmente muestra su verdadero rostro”, rondaba en su mente.

8

Los médicos dieron de alta a Yue, pues los medicamentos lo único que estaban haciendo era dañarle los órganos y sumar otras dolencias innecesarias. En escasos veintitantos días tanto sus suegros como sus padres se habían gastado todo su patrimonio sin ningún resultado. Su padre quiso pedir prestado más dinero.
      —Olvídalo, no tiene sentido, ya no quiero estar acá. Y si muero, quiero al menos pasar feliz mis últimos días —le dijo Yue.
      De vuelta a la aldea, todos los vecinos salieron a recibirla. Conmovidos por la escena de verla esperando bajo el azufaifo, mirando el camino perderse en el horizonte, se habían acabado los vilipendios. Algunos incluso lloraban de pura compasión. Todos sabían que Yue era una buena chica; fue una buena niña, al crecer siguió siendo recta, de noble corazón. Y sí, se contagió de una enfermedad venérea, pero, aparte de los muertos y Buda, ¿quién no comete errores?
      La madre de Mengzi seguía buscando remedios caseros. En cuanto descubría uno nuevo, iba llena de esperanza a proponérselo a su nuera.
      Cuando finalmente pudo ver a Mengzi, a pesar de todos los argumentos racionales que se había ideado para odiarlo, su aparición le hizo retumbar el corazón. Llevaba varios días tomando penicilina y, por fortuna, no era alérgico. Yue respiró aliviada, pues ello quería decir que no lo contagió por besarlo. Ahora moría de ganas de apresarlo entre sus brazos y besarlo furiosamente, y disfrutar sus fluidos, y enroscar su lengua como víbora sedienta a la de él. ¡Cuánta tentación! Pero Yue sabía que su saliva tenía veneno y que a lo sumo podrían tomarse las manos y compartir una sonrisa, o un llanto. Como sea, en comparación a estar tendida en una cama de hospital, aquello era el paraíso.
      Con sólo ver a Mengzi sus pasiones se exacerbaban hasta límites incontrolables y, en cuanto partía, su cuerpo se convertía en un laboratorio de remedios caseros. Además de tomar esa cantidad infame de pastillas que le destruían los riñones y el hígado, eran visibles las quemaduras por el ahumado de la bosta de vaca y varias llagas putrefactas por tantas horas que pasaba al día haciéndose lavados con alcohol.
       Con el frágil cuerpecito y las escasas energías que le quedaban, se iba al campo a recoger las hierbas que, supuestamente, podían curarla. Las arrancaba a la vera del arroyo y se las tragaba crudas. Eso sí, a mal tiempo buena cara: a ojos de los aldeanos, Yue nunca dejó de ser bella. Se maquillaba con esmero cada vez que salía de casa y, para evitar exponer sus heridas, nunca usaba pantalón ni blusa cortos, soportando el cansancio y el dolor se delineaba los ojos, se pintaba los labios y se acicalaba el rostro para cubrir su piel, que ya comenzaba a marchitarse. El humectante de labios lo llevaba siempre consigo e, incluso cuando no había nadie, ella sacaba un espejito, se veía y remediaba cualquier imperfección que estuviera fuera de lugar. Al mundo exterior siempre le regaló su belleza y por ello, salvo su familia, nadie más tenía dimensión de su deterioro.
      —Sigo siendo la esposa de Mengzi —se repetía. Era la razón principal por la que se acicalaba con tal esmero.
      Todos los días había un remedio casero distinto. Los probó todos, sin discutir, salvo uno: tragar sapos vivos. Su suegra decía que era milagroso, pero no había nada que a ella le produjera mayor asco que bichos llenos de diminutos tumores. En cualquier caso, lo intentó. Llegó incluso a atrapar uno. El sapo croaba y se removía, recordándole que él, como ella, era un ser vivo. Yue pensó que quizás aquel sapo tenía esposa e hijos que sufrirían por su muerte. ¿Con qué argumento podía quitar una vida para salvar la propia? Entonces lo soltó en el estanque. El sapo volteó a verla y emitió un ruido extraño que ella interpretó como un agradecimiento. Inmediatamente se atacó a llorar. Estaba segura de que aquel ser entendía perfectamente lo que acababa de pasar. También sabía que nunca olvidaría aquellos ojos compasivos con que el repugnante bicho la miró.
      Hasta el más imbécil podría darse cuenta de las ganas que tenía Yue de seguir viviendo, y por ello mismo pocos podían contener las lágrimas al ver su silueta bajo el azufaifo, esperando solitaria. A veces se arrodillaba frente a la diosa Vajravarahi y todas las demás divinidades que pudiera recordar y oraba pidiéndoles una tregua con la enfermedad y un poco más de vida, aunque fuera sólo un día sin sífilis para ser de verdad la esposa de Mengzi. No le importaba el precio que tuviera que pagar. Pero, al final, los rezos son sólo rezos y la enfermedad seguía su curso, avasalladora. Las llagas se esparcían sin pausa. Pronto ningún ropaje podría cubrirlas.
      Cuando estaban solos, ella y Mengzi se abrazaban y echaban a llorar. Ella sabía que si en algún instante mientras estuvo en el hospital había odiado a Mengzi, en el fondo ese mal sentimiento no era más que amor profundo.
      Mientras la vida les marcaba la cuenta regresiva, el amor entre ellos dos crecía. Cuando Mengzi podía volver de la ciudad a la aldea, no pasaba un instante separado de Yue. Por lo general el tiempo avanzaba en silencio y con ellos tomados de la mano. El final ya estaba anunciado, por lo que cualquier palabra de consuelo sonaría terriblemente falsa.
      Un día, cuando el sol pendía solitario y en lánguida palidez sobre las dunas, Yue decidió adentrarse en el desierto. Mengzi la llevó en su sempiterna moto de rugidos agotados cual estertores de moribundo. Ella cargaba una mochila amarilla apretando las piernas se sentó de lado en la moto (el dolor le impedía ya hacerlo de frente). Bien maquillada, su rostro brillaba de pureza. Tenía puesto un par de guantes muy blancos en las manos. El desierto no quedaba lejos de la aldea, pero Mengzi se fue por la vía larga; una densa tristeza lo envolvió y penetró en su interior.
      Bajo la caricia del viento arenoso, Mengzi dejó la moto y, junto a Yue, se adentró en las dunas. El desierto paulatinamente se fue tragando la aldea; mucho de lo que antes era tierra estaba ahora cubierto de arena. Numerosos arbustos a lo largo del camino estaban cercenados por la necesidad de jaulas para los trabajos mineros en la Pendiente del Toro.
      Las dunas producían una sensación de cierta tristeza. Mengzi pensó que la arena era como la enfermedad de Yue, ambas se esparcen por doquier, una hasta lamer la piel y los huesos, la otra hasta tragarse la buena tierra. A este ritmo, en poco tiempo, la arena devoraría la aldea entera.
      Mengzi ahuyentó unas ratas que los espiaban y luego se sentó sobre la arena. Yue se recostó contra él. El abuelo sol les bañaba el cuerpo con sus cálidos rayos. Se sentían vivos. De la Pendiente del Toro llegaba el rumor apenas perceptible de los ruidos de la ciudad. Ésta también se traga las aldeas, pero no es tan poderosa como la arena, capaz de devorarlo todo y de cubrir al mundo como si jamás hubiera existido algo distinto.
      Todo parecía ilusorio e irreal, todo salvo el abrazo que en aquel momento se daban. Mengzi abrazaba a la frágil Yue bajo la calidez del sol. Tirados sobre la arena, saboreaban la vida. Es sutil, casi imperceptible, el sabor a la vida, y cuando menos te das cuenta, se esfuma y se convierte en nada. Mengzi podía sentir la nada: era una lejanía mutable a cada instante y, sin embargo, inmortal; una lejanía que se empañaba y desaparecía lentamente. Mengzi quería atrapar la lejanía y congelar aquel momento, grabarlo en su corazón para la eternidad.
      Ya no hablaban, ¿para qué? Ambos sabían que las palabras sobraban y eran tan inútiles como seguirle dando vueltas al asunto. Más valía disfrutar del encuentro. Al fin y al cabo, el futuro es incierto y el pasado ya se fue; esperar con avidez o quedarse anclado sólo logra dañar el presente, que es lo único cierto. Así que más valía sumergirse en aquel abrazo y en silencio dialogar, conectarse y dejar que las almas sin palabras se contaran todos sus secretos. Después del bullicio no hay mayor placer que el silencio. Y quizás no dure mucho tiempo: el mundo entero era una olla de agua hirviendo y la palabra “silencio” parecía estar destinada a desaparecer.
      La enfermedad ni la pensaban. Ambos sabían que el virus comenzaba a tragarse el cuerpo de Yue, así que más valía no llamarla. Visto desde otra perspectiva, ¿quién no estaba enfermo? Desde que nacemos, la muerte, bocado a bocado, consume la vida con tanta o más crueldad que la sífilis. Que los demás no se den cuenta no quiere decir que no sea así. Y en medio de esta inconsciencia, de bebés nos transformamos en niños, en adultos y en viejos, paso a paso moviéndonos inexorablemente hacia la tumba. Así que para qué preocuparse, para qué pensar, mejor estar sumidos en aquel valioso silencio y disfrutar de la sensación de estar vivos. Se tranquilizaron y viraron su mirada hacia la intemperie desolada; las dunas sucediéndose como olas de arena hacia el infinito.
      ¿De dónde venían esas dunas? ¿Cuándo morirían? Esos desérticos promontorios habían sido pisados por muchas almas tan humanas como ellos, almas que experimentaron la enfermedad, la ansiedad, la esperanza, y que al final, sin excepción, se desvanecieron como humo en el vacío de la eternidad. El desierto tampoco era inmortal, y las dunas también desaparecerían sin dejar rastro de su existencia en la tierra. En el futuro, millones de personas vivirían ahí y en su camino a la muerte experimentarían el sufrimiento y la búsqueda espiritual hacia el más allá. ¿Sabrían que alguna vez pisaron esta misma arena un hombre llamado Mengzi y una mujer llamada Yue? ¿Esa existencia que ellos tanto atesoraban no era más que un diminuto punto en medio de un vacío infinito?
      Mengzi acercó a Yue hacia sí. La sintió suave pero muy real. Notó su aliento en la oreja y los latidos de un corazón, que parecía no haberse enterado de que la sífilis invadía su cuerpo. Yue conservaba una suavidad juvenil y Mengzi, aunque la sentía junto a sí perfectamente tangible, no podía deshacerse de aquella densa sensación de irrealidad. Sintió la finitud y luego la ilusión revoloteando a toda prisa dentro de su cabeza. Quizás así pasaba con el dolor: la única forma de soportarlo era mediante la ilusión. Y aunque él era perfectamente consciente del sufrimiento de su esposa, también sabía que su propio dolor se esfumaba a una velocidad probablemente cien veces mayor que la de la normal descomposición del cuerpo.
      A veces Mengzi consideraba que era injusto con Yue. Creía que debía sentir el mismo dolor, la misma desazón y desesperanza. Sentía algún dolor ocasional, pero era cuestión de instantes para que la sensación de irrealidad se lo llevara. Y entonces lo único que podía hacer era estar con ella, entregado en cuerpo y alma a ella. Yue abrió los ojos y contempló los ondulantes montículos de arena. Tras ella se regaba la pálida luz del sol, dibujando patrones en los vellos de su rostro. Yue viró con suma lentitud, miró a Mengzi a los ojos y le preguntó:
      —¿Te parezco bella?
      Él apretó sus manos sin decir palabra.
      Yue rio con tristeza. Se quitó el morral amarillo y extrajo un incienso de sándalo. Lo prendió y lo insertó en la arena. Luego le pidió a Mengzi que se arrodillara. Él creyó que nuevamente iba a rezar a todas las deidades, pero no.
      —Prométeme que en la próxima vida también seremos marido y mujer —le pidió.
      —En la próxima vida, también seremos marido y mujer —repitió mecánicamente tras sentir una ola de ardor subir hasta sus párpados.
      —Mejor, no sólo en la próxima, sino en las próximas tres.
      —En las próximas tres.
      —No, mejor por siempre y para siempre.
      —Por siempre y para siempre.
      Yue lo miró con amor y cariño, le revolvió los cabellos, le arregló el cuello de la camisa, le quitó un par de granitos de arena del hombro, tomó su rostro con ambas manos, lo miró fijamente a los ojos y dijo lentamente:
      —Nunca olvides esta promesa.
      Luego, sonrojada, se quedó contemplando al sol poniente al que las dunas ya comenzaban a morder sin tregua.

9

Yue había partido. El cuándo nadie lo supo; el cómo nadie se lo imaginó.
       Con las llagas habiendo invadido ya su cuello, Yue supo que poco le quedaba de belleza. Extrajo a hurtadillas dos botellas de gasolina de la moto desvencijada de Mengzi y las metió en su mochila amarilla; luego puso una carta que escribió y unos zapatos bordados por ella bajo la colcha de su madre. Eran para Mengzi. En el sobre, además de la carta estaban también los tres mil yuanes que le había entregado la madre de Mengzi y que a ella ya no le servían de nada. En la carta daba las gracias a su suegra: “Lo mejor de aquellos remedios caseros fue haber encontrado una segunda madre”.
      Como de costumbre, se maquilló con detalle y paciencia, escogió su más hermoso ajuar, adornó sus orejas con pendientes y colgó de su cuello un elegante collar. Fue al estudio de fotografía situado sobre la Pendiente del Toro, se tomó varias fotos y le pidió al fotógrafo que se las diera a Mengzi. Tiempo después, el fotógrafo diría que aquellas fueron las fotos más bellas que hubo jamás tomado y que quería colgarlas sobre la vitrina del estudio. Pidió permiso a Mengzi. Él se negó rotundamente.
      Yue se fue, disfrutando del camino que había recorrido con su amado y soltando alguna que otra sonrisa mientras recordaba las escenas de los últimos días. Los aldeanos la observaban desde la distancia y, aunque nadie la interrumpió, ella podía sentir la compasión en sus miradas y la calidez en sus corazones.
      Salió de la aldea y se adentró en el desierto.
      Antes de salir, quemó absolutamente todo lo que alguna vez había usado: sabía que todos esos objetos estaban contaminados con la saliva del diablo. Su madre había salido de casa, así que pudo darle fuego a todo con absoluta calma.
      Las dunas, cual olas de arena, fluían hacia tierras incógnitas. Yue comprendió que lo mismo pasaría con su alma. ¿Qué sucedería cuando dejara aquel cuerpo enfermo? ¿Hacia dónde flotaría su ser? Esto se salía completamente de su control. Lo único que podía controlar, en realidad, era la belleza que dejaría en el mundo al momento de partir, pues el momento culmen de la belleza es la muerte.
       Más allá de la enfermedad terminal y suponiendo que aún tuviera esperanzas de vivir, si la fealdad era el precio que tenía que pagar por la vida, igual habría escogido la muerte. Desde el momento en que en el hospital vio las fotografías de los pacientes en etapa terciaria de sífilis, se había sembrado la semilla de la partida que emprendía en aquel momento rumbo al desierto profundo. “No hay nada más importante que la belleza. Nada más importante que la belleza que queda en el recuerdo del ser amado. Más vale partir, dirigir el cuerpo hacia el inframundo y permitir que la belleza sobreviva incólume toda la eternidad”, se dijo Yue. Pero ella seguía presa de un sentimiento de escozor que le mordía la entraña. No había vivido bien ni suficiente; inquietud y zozobra. Habría que esperar a la próxima reencarnación, donde confiaba que estaría del otro lado del viento cruel y la inmisericorde lluvia esperando a su prometido. El pensamiento la tranquilizó. La esperanza, por lejana que fuera, seguía siendo esperanza. En esta vida ya mejor no pensar, ni en la zozobra ni en la esperanza.
      El viento desértico le acariciaba con suavidad el rostro, en un acto que juzgó lo único familiar en su paso a la eternidad. Eso y los recuerdos, pero éstos parecían un mono inquieto, incapaces de quedarse en un solo árbol. Más valía dejarse llevar por el mono. Al fin y al cabo, sólo la muerte y no los recuerdos se pueden fijar. Enfrente apareció el lugar donde ella y Mengzi hicieron su promesa solemne. La arena había cubierto todas las huellas de aquel día, pero el viento aún murmuraba sus votos. Cuánta alegría y paz. Ahí mismo podría esperar, en silencio y calma, su paso a la siguiente vida. “Mengzi, no olvides tu promesa”.
      Sonrió. Era mediodía, pero las nubes frenaban el calor. Los granos de arena estaban tibios. Sentada se imaginó acariciando a su amado. Extrajo un pequeño espejo y se hizo unos últimos retoques. Era imposible ver las huellas de esa enfermedad del demonio.
      Yue sacó la lengua frente al espejo, guardó éste en el bolso y acto seguido sacó la botella con la gasolina que había extraído de la moto de Mengzi.
       —Es como si me hubieras traído tú mismo, mi amado. —Lo que más quería era pensar en Mengzi, pero en los últimos días su imagen parecía esfumársele—. Ya no importa, saldaremos cuentas en la próxima reencarnación —se dijo Yue.
      Abrió la botella y el punzante aliento a combustible se abalanzó sobre sus fosas nasales. Frunció el entrecejo, no le gustaba en absoluto aquel olor. Pensó que debió haber traído un poco de alcohol para amainarlo, pero luego recordó que la gasolina era de Mengzi y, con sólo pensarlo, el hedor se convirtió en fragancia.
      Repentinamente se quedó en ascuas. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo proceder? Finalmente decidió cantar la melodía “Flor” y dedicársela. Cuántas veces se la cantó a otros y nunca se la cantó a sí misma. “De esta vida uno no puede irse sin haberse dedicado aunque sea una canción”, concluyó en su cabeza.
      Se humedeció los labios y entonó, en un susurro:

Ruge el trueno tres veces sobre el mar
No encuentran paz los ancianos en la tierra
Más vale el caos en el trono y en la arena
A que la vida nos corte el camino al andar…

Xue Mo

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