El cuento del mes

La última Navidad

Aunque su obra no es muy conocida fuera de su idioma natal, Sari Malkamäki (1962) es una narradora interesante. Periodista y escritora finlandesa, estudió filosofía en Helsinki, donde reside. «La última navidad», apareció en su primer libro de cuentos: Pastel de tigres (1994), al que ha seguido otra docena. De su obra se dice que está, sobre todo, interesada en la vida de las mujeres, que retrata en viñetas breves y contundentes, ambientadas tanto en zonas urbanas como rurales de Finlandia. «La última Navidad» retrata además, los conflictos que trae la demencia para una familia. Gracias por la transcripción a María Luisa Gallegos.

Sari Malkamäki (fuente)

LA ÚLTIMA NAVIDAD
Sari Malkamäki

—Bueno, Valma, ya han venido a por usted.
      La enfermera zapateó en torno a la pequeña habitación. La abuela estaba sentada en su cama, seria, una raya como dibujada con tiza partía en dos su pelo moreno. La enfermera la tomó cuidadosamente del brazo y la ayudó a levantarse. La abuela me vio apoyada en la puerta.
      —¿Has venido sola?
      — No, Papá está en el coche, y Mamá ha ido a la administración.
      —Pero si yo ya me sé las medicinas —sus ojos recorrieron la habitación.
      —Bueno, bueno, Valma, debería sentirse feliz de que alguien se preocupe por usted. No a todos vienen a recogerlos para las fiestas.
      La enfermera sostenía el bolso de la abuela con ambas manos, a la altura del pecho.
      —Aquí está lo más importante, si es lo que anda buscando.
      Mamá llegó por el pasillo, haciendo sonar sus botines.
      Ayudaron a la abuela con el abrigo y le pusieron el pañuelo de lana en la cabeza. No se veía a nadie en el vestíbulo.
      —Los hemos puesto a descansar a todos, así los que se quedan no se pondrán tristes —susurró la enfermera a Mamá, que asentía con la cabeza.
      En la puerta de salida me fijé por casualidad en los pies de la abuela.
      —Va en zapatillas.
      Las zapatillas eran de cuadros marrones y amarillos y tenían unas grandes borlas. Parecían desmesuradamente grandes al extremo de los finos tobillos de la abuela.
      —Dios mío, ¿Cómo no nos hemos dado cuenta? —se escandalizó la enfermera.
      Pegué la nariz contra el cristal de la puerta mientras ellas se llevaban de nuevo a la abuela para ponerle los zapatos de invierno. Papá miraba desde el Anglia, acelerando. El gas que salía del tubo de escape parecía la cola del coche. Abrí un poco la puerta y respiré. El aire frio me hirió la nariz.
      Sentaron a la abuela delante. Mantenía su bolso apretado con ambas manos. No dijo nada durante todo el viaje, hasta que llegamos al camino de casa.
      —Esa casa la conozco.
      —Y tanto que la conoce, abuela, como que es nuestra casa —le susurró Mamá sobre la mica.
      Rasqué con la uña la escarcha de la ventanilla. El paisaje se deslizaba sobre finos jirones.

—Está peor de lo que recordaba —suspiró Mamá mojando en el café una galleta de jengibre.
      La puerta del salón estaba abierta y la abuela descansaba en el sofá. Tenía a su alcance un vaso de agua, su bolso y una radio portátil. Una voz clara cantaba no anhelo poder ni oro.
      —Esta podría ser su última Navidad — dijo Ppá mirándome con gravedad—. Hasta Liisa lo comprende.
      Asentí ceremoniosa. Esta iba a ser la segunda navidad que la abuela pasaba con nosotros. Apenas podía recordar la primera, tenía entonces cinco años. La abuela, en realidad, era bisabuela, pero sus hijos ya habían muerto, Mamá era uno de los seis nietos. Se turnaban a la abuela durante las fiestas, pero por lo demás vivía en la residencia de ancianos. También ahí acudían a verla en riguroso orden. Mamá llevaba la lista de los turnos y, a veces, reñía por teléfono con los tíos o tías que ponían algún pretexto. Vivian todos más lejos. Ahora nos tocaba a nosotros tener a la abuela por Navidad.
      —Vamos a procurar que tenga un recuerdo lo más bonito posible de esta Navidad —Mamá pareció conmovida por sus propias palabras. Recordé lo tensa que había estado toda la semana anterior.
      —¿Cuándo viene Papá Noel?
      La abuela entró tambaleándose por la puerta de la cocina, con el bolso bajo el brazo. A Mamá se le derramó el café.
      — ¡Ah!, ya está levantada. Aquí tiene café caliente.
      Mamá se precipitó a poner una taza más de café en la mesa.
      —Pero abuela, ¿Aún cree en Papá Noel? — bromeo Papá.
      La abuela lo miro fijamente durante un largo tiempo, tanto que a Papá comenzó a salirle salpullido en la cara.
      —Dormiremos una noche más, y ya —dijo Papá hablándole rápidamente, como a mi cuando era pequeña.

      Abrieron el sofá-cama para la abuela. Sobre las ocho, Mamá y Papá comenzaron a bostezar y a estirarse ostensiblemente, haciendo ver que se iban a ir a dormir.
      —Allí se acuestan temprano, no debemos hacerla trasnochar mucho —dijo Mamá a media voz—. Puedes leer en la cama si no consigues dormirte.
      Apilé junto a la cama un montón de tebeos del Pato Donald y de bocadillos. Pero aún seguía totalmente despierta cuando terminé de leer y de comer. La cama estaba llena de migas. Pude oír el ronquido de Papá a través de la pared.
      Fui de puntillas hasta el salón y entreabrí la puerta. La abuela estaba sentada en el sofá, con la espalda erguida y mirando fijamente hacia delante. Tenía un aspecto fantasmagórico. Volvía saltando hasta mi cama y me escondí bajo la manta.
      Estuve dando vueltas hasta que debí quedarme dormida. Cuando desperté oí una conversación en voz baja que venía del salón. No lograba descifrar las palabras, pero a veces daba la sensación de tratarse de una pelea. Se veía luz por debajo de la puerta.
      La abuela seguía allí sentada. Había puesto la televisión y, en la pequeña pantalla, acechaban tres hombres con sombrero y con fusiles en las manos. Me vio y me indicó con señas que me sentase.
      —Andan en plena pelea —me aclaró.
      A la luz del televisor pude ver un pelo largo que le crecía en la barbilla. Toda ella tenía un aspecto mucho más despierto que durante el día.
      —El loco ése tiene una botella de nitroglicerina al otro lado de la puerta, justo en el borde de la mesa, para asustar a los rehenes —explicó entusiasmada la abuela.
      Nunca la había oído hablar tanto tiempo seguido. Asentí como si realmente hubiese comprendido de qué se trataba.
      —Va a hacer una explosión bien grande como la nitro se caiga. Aunque tú no entenderás nada de explosivos, claro, si no has pasado la guerra.
      La abuela tomó su bolso y lo abrió de un chasquido. Rebuscó un momento y comenzó a tirar de una cinta que parecía salir como del sombrero de un mago.
      —Qué bien que Severi se fuese antes de la guerra. No habría servido para el frente.
      Se inclinó hacia mí mientras acariciaba la cinta.
      —Se la envió a Aino, y también dinero para medicinas cuando supo que Aino estaba enferma. Pero los mensajes iban tan despacio que, para cuando llegó, Aino ya dormía.
      El pelo de la barbilla comenzó a moverse arriba y abajo.
      —Dijeron que tenía otra esposa allí en América, pero yo no lo creí. Habría vuelto, pero debió faltarle salud. Ya se sabe lo que pasa cuando dejan a un sastre bajar a la mina.
      La abuela me apretó la muñeca.
      —Pero teníamos que dejarlo ir. No se puede retener a un hombre a la fuerza, aunque se le parta el corazón.
      Comenzó a toser y le acerqué el vaso de agua, tomó varios sorbos. En la televisión se había producido ya el desenlace y el loco estaba esposado.
      —Con ese Eemeli Alakyla voy a ver Los intocables, siempre que la enfermera del turno de noche es un poco mayor, dormitan todo el tiempo y no se enteran de nada.
      La abuela reía enseñando sus encías desdentadas.
      — Aunque no es mi favorita, lo mío es Doctor Rossi.

Papá se escondía en un rincón del dormitorio, con el abrigo al revés y una careta cuyos bordes tapaba con un viejo gorro de piel.
      —Bueno, ¿Cómo lo ves? —su voz sonaba como desde el otro lado de la puerta de un garaje.
      —Valdrá— susurró Mamá y se marchó al salón carraspeando.
      —Mira que mala suerte, Kauno tiene que ir a arreglar el coche justo ahora que estamos esperando a Papá Noel —se oía explicar a Mamá. Yo sabía exactamente como estaba sentada la abuela: la espalda erguida y mirando fijamente hacia adelante.
      Mamá volvió a acostarse.
      —Que no vaya a haber pausas demasiado largas —gesticuló—. Liisa, revisa tú los regalos y ocúpate de que la abuela tenga los suyos cada poco tiempo.
      Empecé a sacar los regalos del cesto de la colada y los puse en cuatro montones. Uno resultaba mucho más pequeño que los demás. Estuvimos un rato mirándolo.
      —¿Qué significa esto?
      —Ella tiene mucho menos.
      Papá se quitó la careta con dificultad. El sudor hacía brillar su rostro
      —¡Y tú, eh! ¿Por qué tuviste que darle ayer las zapatillas y el camisón? A quien se le ocurre.
      Ahora no es momento de reñir. Lo que hay que hacer es conseguir más regalos para la abuela —dijo Mamá con mucha calma mirando a su alrededor—. Ahora todos a pensar. Liisa, tú también.
      La abuela tosió en el salón y Mamá se apresuró hacia la puerta.
      —Parece que ya pronto va a oírse el ruido, tendré que ir a ver —simulaba Mamá delante de la abuela.
      —¿El punto de cruz? —se me ocurrió de repente—. Lo hicimos en clase de manualidades; aunque la falda de CENICIENTA no está terminada del todo…
      —Eso no importa —dijo Mamá trazando un amplio semicírculo con la mano—. Tráelo y empaquétalo.
      —Ya no queda papel de regalo.
      —Pues mételo en una bolsa y ya está. Pero hay que buscar otro regalo.
      Los dejé pensativos y con el ceño fruncido, y fui a mi armario a sacar la labor y a la cocina a buscar una bolsa. En el colegio, en los primeros cursos, nos daban siempre una bolsita de regalos durante la fiesta navideña, una vez representada la obra de teatro, declamado los poemas y vomitado algún niño sobre su vestido de gnomo, por pura emoción. Y la bolsa siempre resultó decepcionante: una manzana blanda, un regaliz duro y un Christmas. De cuatro perras. Metí en otra bolsa un par de mandarinas, unos bombones y la vela en forma de Papá Noel que habían puesto encima de la nevera, y que tampoco iba encenderse estas Navidades. “Para la abuela”, escribí en la bolsa con un rotulador. Ahora tendría dos regalos más.
      Papá estaba listo en el vestíbulo, con su atuendo completo. Mamá miró dentro de las bolsas y las echó a la cesta de los regalos. Entramos al salón codo con codo. La abuela estaba sentada con las manos juntas sobre el regazo, sosteniendo un pequeño y arrugado paquete. Tras ella, el cristal de la ventana reflejaba toda la escena como un espejo. El segundero del reloj marchaba en dirección contraria.
      —Qué lejos está esta, y qué difícil el viaje… —comenzó Papá. Luego recordó la edad de su personaje y se encorvó un poco más.
      —Cambia la voz, o se va a dar cuenta —mascullaba Mamá por un lado de la boca. La abuela ni siquiera los miró, sino que me sonreía. Por primera vez me pareció que sabía quién era yo.
      —Esa criatura se parece muchísimo a Aino —dijo la abuela con una voz clara como la de una jovencita.

      El veintiséis no hizo tanto frío. Nos dispusimos a llevar a la abuela de vuelta a la residencia. De nuevo se sentó en el asiento delantero y de nuevo permaneció en silencio. Cuando giramos hacia el patio de la residencia vi a un anciano apoyado contra la cristalera del recibidor. Cuando ayudaban a la abuela a salir del coche el hombre la saludó agitando la mano y se dirigió hacia la entrada con pasos cortos. Yo no entré, permanecí en el coche tocando con los dedos el fondo de mi bolsillo. El lazo de seda se había desgastado por las caricias de la abuela hasta casi partirse.
      De regreso a casa los frenos del Anglia se rompieron. Mamá bendecía nuestra buena suerte por no habernos ocurrido a la ida. Papá la hizo callar con una mirada y se metió debajo del coche. Salí. Pasaban muchos coches, pero ninguno se detenía. Mamá y Papá, nerviosos, discutían. Cogí un puñado de nieve y me mojé los labios. Caminé hasta la cuneta, me eché sobre la nieve y agité los brazos.
      —Oye Kauno, en serio, ¿Es seguro continuar en este coche? —insistía Mamá.
      —Síguelo corriendo si quieres, joder. Iremos a treinta el resto del camino —escupió Papá. Entraron, Papá puso la marcha y el coche comenzó a moverse lentamente. Me pregunté cuánto tiempo pasaría hasta que se diesen cuenta de que yo me había quedado en la cuneta. Sabía que ya no llegaría a casa antes de las cinco, a tiempo para ver la televisión. Permanecí quieta y miré al cielo; oscuro y sin estrellas; pero si lo miraba lo suficiente parecía como si el Circo Navideño de Billy Smart hubiese desfilado planeando como una cinta a través del cielo, allá en lo alto, sin red.

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