El cuento del mes

El Oyente

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Una sorpresa del concurso de aniversario de Las Historias fue la aparición entre su finalistas de una joven escritora rusa: María Gorodentseva (Moscú, 1994), narradora y traductora, quien cuenta con varias publicaciones en revistas digitales y en antologías de cuentos, tanto dentro como fuera de su propio país. Su cuento, «El Oyente», imita –a la manera de los escritores del movimiento romántico– la forma de las más antiguas historias orales, trayéndola al presente.

EL OYENTE
Maria Gorodentseva

Había una vez un pueblo en los Andes, rodeado por todas partes de una gran cordillera. Allí vivía gente que desconocía lo que era un “supermercado”, un “hospital”, un “hotel” o una “universidad”, pero que todavía conservaba una profunda conexión con la naturaleza y que guardaba los saberes ancestrales de sus antepasados. Con sus propias manos, construían sus casas y obtenían alimento. Con esas mismas manos, acogían a los recién nacidos en este mundo y despedían a los ancianos hacia el otro. Para los habitantes de las megalópolis, para los prisioneros de la jungla de cemento, que solo ven pastos verdes en imágenes, una vida así es un sueño. Sin embargo, para los pobladores de esa zona, era una verdadera prueba, porque, aunque el pueblo era pequeño, las pasiones allí eran serias y ardían con gran fuerza.
      Por el aburrimiento y la ociosidad (porque allí no nacía ni moría gente a diario, y las viviendas que construían una vez eran bien sólidas, para toda la vida), aquella gente robaba, violaba y mataba. Se hacían maldades unos a otros, difundían chismes y tramaban todo tipo de intrigas.
Al cometer un delito —pequeño o grande—, los habitantes de ese pueblo se sentían pésimamente. Todo su interior se desgarraba en pedazos. Querían encontrar un hombro sobre el que llorar para sentirse aliviados, porque, como es sabido, el ser humano es una criatura abierta e incapaz de guardarse todo dentro de sí.
      En la ciudad, si algo atormenta a las personas, se lo cuentan a sus amigos. Pero en ese pueblo, ¿acaso podían existir amigos? ¿Acaso podía una mujer confesarle a una conocida que había seducido al marido de su vecina, o un hombre contarle a su compañero que había robado una oveja del rebaño ajeno? ¡Imposible! En aquel pueblo todos estaban emparentados de algún u otro modo. ¿Ir a la iglesia del pueblo a confesarse? ¡Tampoco era una opción! Desde los tiempos de la conquista, los moradores de aquel lugar guardaban rencor a los sacerdotes forasteros; no confiaban en aquellos curas de sotanas grasientas. Y como tampoco allí habían oído nunca hablar de los “psicólogos”, los habitantes se desahogaban con el Oyente.
      A unos trescientos metros, al noreste del pueblo, se alzaba una montaña, cuyo saliente rocoso recordaba muchísimo a un pabellón auricular, por lo que desde tiempos antiguos los lugareños lo apodaron el Oyente. Seguramente sería interesante saber cómo se nombraba a sí mismo aquel saliente, pero ¿quién iba a preguntárselo? Su destino era colgar silenciosamente de la montaña y no molestar a nadie. Así permaneció, tranquilo e imperturbable, durante millones de años, hasta que los primeros hombres aparecieron en aquella zona y empezaron a visitarlo para susurrarle sus vergonzosos secretos. Entonces su vida pacífica terminó y comenzaron los tormentos constantes.
      Cada día él escuchaba decenas de historias sobre abortos e incestos, sobre llagas pestilentes y enfermedades venéreas, sobre fratricidios y sacrificios. Nadie le contaba nada bueno, a pesar de que en el pueblo también se celebraban bodas y fiestas, había risas, alegría y momentos gratos, pero esas historias no se confiaban al Oyente.
      Los hombres le echaban descaradamente sus sucios secretos, como si el Oyente fuera un cubo de basura, y luego regresaban al pueblo con el corazón aliviado. Se sentían libres y limpios, y a ninguno de ellos jamás se le ocurrió agradecerle al silencioso saliente rocoso su ayuda. Ninguno pensó nunca: “¿Y qué siente el gigante de piedra después de escuchar todas estas historias?”.
      Se suele creer que un “corazón de piedra” no duele ni sufre. ¿Pero es así? El Oyente lloraba y se quejaba; maldecía su destino y se enfurecía con la Madre Naturaleza por haberle creado de esa forma y haberlo obligado a escuchar, sin que él quisiera, tantas historias repugnantes. Pero por mucho que derramaba lágrimas, nadie en el pueblo lo oía. Los seres humanos rara vez comprenden incluso a los de su propia especie, y entender la naturaleza y los problemas de una roca, ni pensarlo. Y como si nada, día tras día seguían acudiendo al Oyente para contarle sus historias.
      Sin embargo, todo tiene un final, y la montaña en la que se alzaba el Oyente, que era su madre o tal vez hermana (hasta el día de hoy aún se sabe muy poco sobre los vínculos de parentesco entre montañas), se compadeció de él. Y un día —era martes por la tarde—, la montaña tensó sus vetas de piedra con todas sus fuerzas y comenzó un desprendimiento de rocas de una potencia increíble. Algo similar, probablemente, ocurrió en Pompeya, así que es fácil imaginar lo cansado y fastidiado que estaba el pobre Vesubio de las intrigas y disputas de los súbditos del Imperio romano.
      Las piedras caían y caían, rodaban sobre la gente, derrumbaban cimientos y techos de casas. En cuestión de minutos el pueblo quedó sepultado bajo un montón de rocas, sin que ninguno de los habitantes tuviera tiempo siquiera de lanzar un grito.
      En el país donde se ubicaba aquel pueblo se declararon tres días de duelo nacional. Y muchos compatriotas se lamentaban por los destinos rotos, ellos lloraban por los hombres y mujeres, ancianos y niños que habían llevado una vida humilde y decente en un pueblo remoto en algún lugar de los Andes, y que murieron de manera tan trágica. Sí, muchos, pero no el saliente rocoso con forma de oreja humana.
      Después del derrumbe de piedras, que había provocado su tía o quizá su abuela (repito: los lazos familiares entre montañas siguen siendo un misterio), él vivió una existencia tranquila y feliz, disfrutando de los fríos vientos andinos y de las fugaces caricias del sol.
      Sin hombres. Y sin sus malas historias.

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2 comentarios. Dejar nuevo

  • Ofelia Ramírez de Arellano
    19/12/2025 8:11 pm

    Buenísimo!

    Responder
  • Amalia Cordero
    19/12/2025 8:17 pm

    Muy bien escrito su cuento. Las escenas fluyen y va dando desarrollo a casa elemento o personaje de su trama. Es interesante la secuencia histórica que utiliza como escenario. Muy buena lectura. Muchas gracias.

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