Cuaderno

La incertidumbre

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Este año comencé –con mucha gratitud– a coordinar las sesiones del Encuentro Internacional de Cuentistas en la FIL Guadalajara. Un texto de cada autor invitado al último Encuentro se puede leer en línea aquí, junto con un breve «credo cuentístico»: una declaración de principios de escritura. En las mismas sesiones de lectura se dieron muchos comentarios de lo más interesante a partir de la conversación entre escritores y público, y me llamó la atención una frase del colombiano Evelio Rosero. Al preguntársele sobre sus procedimientos creativos, dijo que no podía haber una sola fórmula para todos sus proyectos, porque «cada cuento crea su propia incertidumbre».

Varias personas en la sala, estoy seguro, pensamos algo parecido: nos dijimos «Sí, por supuesto». No es que hayamos formulado antes la frase que dijo Rosero, sino que la frase es verdad, y podíamos percibirlo de inmediato. Para eso (entre otras cosas) sirve la literatura: para dar sentido y forma a lo que sabemos y sin embargo no alcanzamos a expresar.

Rosero estaba hablando de la escritura de cuentos y la escritura en general. Cada proyecto, cada cuento, nos coloca al escribirlo en un estado diferente de incertidumbre porque cada proyecto es diferente. Las preguntas que nos fuerza a plantear, los obstáculos que nos pone delante, son distintos de los de cualquier otro. Y esto no ocurre sólo en la superficie de los textos, en el nivel de su tema o (en su caso) su argumento. Prosodia, ritmo, interpretaciones simbólicas, referencias intertextuales, cualquier aspecto de la creación de un texto puede ponernos en dificultades y llevarnos a dudas y cuestionamientos.

Este modo de abordar el propio estado mental de quien escribe puede parecer desolador, pues implica que nunca será posible tener una fórmula para la escritura. Aun aquellas personas que trabajan con planes y esquemas preestablecidos tendrán que enfrentarse con imprevistos. No es posible hallar, ni inventar, una «receta» infalible, útil para todos los casos y que resuelva todos los problemas.

Pero ¿no es la incertidumbre parte de lo mejor de la escritura?

Estamos muy habituados a entender la escritura –u otras labores de las llamadas creativas– como la elaboración de un producto. Llevados por los hábitos del pensamiento de los regímenes capitalistas, a veces llegamos a pensar que la hechura de un objeto capaz de ser vendido –una novela de éxito, un reportaje, un discurso, un guión de cine, una biblia para una serie de televisión– es el sentido último del acto de escribir. Pero no siempre es así. Quien escribe puede tener muchas experiencias diferentes a lo largo del proceso mismo de escribir, aun si lo que se escribe no se publica; incluso si no llega siquiera a terminarse.  Cada experiencia de escritura se deriva de la relación particular de quien escribe con el lenguaje. Y en ellas puede haber descubrimientos: sobre el lenguaje mismo, sobre lo que se está diciendo, sobre quién está diciendo. Sobre el mundo que se dice.

Este es un valor de la escritura que nos atrae a ella aun si no se nos ocurre describirlo. La escritura nos llama también porque nos abre un espacio –sin importar lo variada o lo pobre que sea nuestra vida– para estar en el mundo.

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