No hay plazo que no se cumpla, y con este cuento llegamos a los 240 publicados en este sitio: aquí se cumple cabalmente el 20 aniversario de Las Historias.
«Conversación en el Parque Leopoldo» es un texto inédito del escritor mexicano Bernardo Fernández Brigada (1972), más conocido como Bef. Él es, además de narrador, artista gráfico, historietista y profesor, tan conocido e innovador por su trabajo en cómic como por su obra literaria.
Los dos libros más recientes de Bef, la novela gráfica Rex Régum y la novela (a secas) El llanto del aire, están unidos por el interés de Bef en la ciencia. Éste se ve también en el presente cuento, que vuelve ficción un hecho histórico: una conversación entre Albert Einstein y Georges Lemaître, quien además de sacerdote era físico y fue de los primeros proponentes de la teoría de la expansión del universo. En la discusión de ambos, observada con maravilla o incomodidad por otros, se enfrentan la ciencia y la fe, las emociones humanas más mezquinas y nuestras propias opiniones como observadores de grandes figuras, súbitamente bajadas de sus pedestales.

CONVERSACIÓN EN EL PARQUE LEOPOLDO
Bernardo Fernández Bef
El viento de octubre meneaba las ramas de los árboles del Parque Leopoldo como si quisieran aplaudir a los científicos que salían del quinto congreso de física del Instituto Solvay, a las orillas de la arboleda. Diecisiete de los veintinueve asistentes habían ganado el premio Nobel o habrían de hacerlo.
Mientras el grupo principal charlaba a las afueras del Instituto, arremolinados alrededor de la única mujer que había asistido al encuentro, una dama madura de cabellera blanca, un par de científicos se escabullían del resto para atravesar los jardines en busca de un taxi.
Uno de ellos, el doctor Auguste Piccard, calvo larguirucho que daba zancadas como de grulla y parecía salido de una historieta, deseaba llevar al ponente principal del congreso, un hombre de melena cana que sin embargo conservaba el bigote oscuro, a conocer su laboratorio, en la Université Libre de Bruxelles.
—¿Profesor Einstein? —abordó un sacerdote al invitado de Piccard.
—Hum, lo siento, padre, no me interesa hablar sobre religión —repuso Albert,
—Es que yo…
—Todo el tiempo me abordan ministros de cuanto culto para intentar convertirme. Se lo agradezco, pero no, gracias.
Piccard, reconociendo al joven cura, intervino:
—Profesor, el abad Georges Lemaître es físico.
—¿Lo es?
—Sí, profesor, mucho gusto.
—Théophile de Donder fue quien sugirió invitarlo al congreso, Albert —informó Piccard —, pues con sotana y todo escribió un artículo brillante sobre tu teoría general de la relatividad.
—Se llama “La física de Einstein” —intervino el abad.
Los ojilos azules del sabio brillaron con el destello de la vanidad.
—¡Oh! Un amigo de Théo de Donder siempre será amigo mío. Después de todo, él fue el primero que escribió sobre mi trabajo en francés.
—Ese artículo le valió una beca para estudiar en Cambridge —añadió Piccard mientras caminaban por los senderos del parque en contra de la dirección del viento, que se colaba entre las fibras de los abrigos de lana de los tres, congelándoles hasta los huesos.
—Y apenas el año pasado —prosiguió Piccard —el padre Lemaître se doctoró en el MIT, dirigido por Paul Heymans y con Manuel Sandoval Vallarta entre los sinodales. Recientemente publicó un artículo titulado —el profesor tomó aire para recitarlo de un solo golpe, corriendo el riesgo de helarse los alvéolos y pescar una pulmonía — “Un universo homogéneo de masa constante y radio creciente que explica la velocidad radial de las nebulosas extra galácticas”, texto que evidencia una mente brillante, rápida y con una gran habilidad numérica. Esto último no lo puedo decir de ti, Albert.
—Cualquiera equivoca un cálculo —rezongó Einstein.
—No cualquiera divide entre cero —murmuró Lemaître. Einstein lo fulminó con una mirada asesina, pero se diluyó de inmediato.
—¡Ahora recuerdo su nombre! Leí su artículo. Bien, padre, ¿qué puedo hacer por usted? Me encantaría discutir con usted su texto, pero ahora mismo nos dirigimos hacia la Universidad, Auguste quiere mostrarme su laboratorio —dijo Einstein cuando casi alcanzaban la orilla del parque.
—¡Que nos acompañe Lemaître, Albert! Así pueden seguir platicando.
Einstein carraspeó, incómodo.
—¿Quieres acabar con mi prestigio, dejándome ver por las calles de Bruselas al lado de un sacerdote?
—¿Tú quieres acabar el mío, exhibiéndome por los pasillos de la universidad con un judío? —atajó Piccard.
Los tres rieron incómodos, pero la aparición de un taxi sobre la Rue Belliard los sacó del predicamento. Piccard elevó la mano hacia el auto, que se orilló junto a ellos. El padre Lemaître fue quien abrió la portezuela, para colarse al interior seguido de sus dos colegas.
—Vamos a la… —comenzó a indicar Piccard al muy joven conductor, cuando se acomodaron en el asiento posterior del auto, él en medio con sus acompañantes flanqueándolo.
—¿A la Université Libre, profesor? —interrumpió el taxista, casi un adolescente.
—¿Me conoce?
—¡Toda Bélgica sabe quién es usted, profesor! Pero si me quedara alguna duda, verlo al lado del profesor Einstein la despeja por completo.
Albert sonrió, complacido.
Apenas arrancaron, Einstein encaró a Lemaître por encima del regazo de Piccard.
—No sé si dirigirme a usted como “padre” o “profesor”.
—Aquí todos somos colegas, Albert —murmuró Piccard.
—Pero algunos somos más colegas que otros. En fin, le decía, padre, que leí su artículo…
—Muchas gracias.
—Es una pena que el haberlo publicado en francés en Les Annales de la Société Scientifique de Bruxelles lo haya condenado a pasar desapercibido.
—¡Hey! Pero lo leyó Einstein —intervino el taxista. —Imagínense, ¡Albert Eisntein leyendo el texto de un sacerdote belga!
—Le agradecería que se concentrara en el volante —atajó Einstein.
—Perdóneme.
—Lo que le quería decir, padre, es que no tengo nada que comentarle acerca de sus cálculos. Su trabajo matemático es impecable.
Taxista y sacerdote sonrieron simultáneamente.
—Muchas gracias, un honor…
—Sin embargo —continuó Albert —, desde el punto de vista de la física me parece llanamente abominable.
—¡…!
—A partir de mis ecuaciones usted propone que la velocidad de las nebulosas más lejanas es proporcional a su distancia. [1]
—Así es.
—Me niego a pensar que el universo se esté expandiendo —remató Einstein.
—Ay, Albert, por favor, tú mismo reconoces que los cálculos son correctos —intervino Piccard.
—Ya tuve esa misma discusión con el difunto Friedmann… [2]
—Que de dios goce —murmuró Lemaître, sin saber de quién hablaba Einstein; lo dijo en automático, traicionado por su formación religiosa.
—…y me niego categóricamente a pensar que el universo tiene un pasado.
—¿Prefieres verlo como algo inamovible, Albert? —preguntó Piccard.
—No estoy familiarizado con el trabajo de Friedmann —confesó Lemaître.
—Pues eso, propone que el universo se expande y contrae como un globo. Contestando a tu pregunta, Auguste, me ciño a Spinoza: prefiero ver al universo como algo inmutable, sin pasado ni futuro. ¡Una constante perfecta!
—Sólo dios es perfecto —murmuró tímidamente Lemaître.
—Si quiere verlo de ese modo, dios es el universo —respondió Einstein.
—¿Lo dice en serio?
—Por supuesto que no.
—Llegamos —informó el taxista.
—¿Cuánto le debemos? —preguntó Piccard.
—Nada.
—¡Por favor! No puedo aceptarlo.
—Profesor, el honor de haberlos transportado es suficiente. ¿Cuándo vuelven a subirse a mi taxi Piccard, Einstein… y este joven tan inteligente…
—Georges Lemaître, mucho gusto.
—Encantado, padre. Sé que habrá de enorgullecer a Bélgica en pocos años.
—Lo dudo —murmuró Einstein.
—De modo que, nada, fue un honor haberlos servido, caballeros.
—De verdad se lo agradezco, que dios se lo pague —repuso Lemaître. —¿Cuál es su nombre, joven amigo?
—Georges Remi, padre, mucho gusto.
—¡Mire! Somos tocayos. ¿Cuál era la probabilidad estadística de que sucediera?
—Seguro que era menor que la de que hoy ustedes tres se subieran a mi taxi. Buenas tardes, caballeros —y tras despedirse, enfiló fuera de esta historia.
—Insisto —comenzó a decir Einstein mientras se alejaban de la acera y se internaban en el edificio de la universidad — en que la idea de un universo en expansión me parece inconsistente…
Fue lo último que escuchó el taxista al tiempo que metía primera velocidad y se alejaba por la calle, su cabeza hirviendo con las ideas que acaba de escuchar, al tiempo que los tres científicos trepaban por la escalera central del recinto universitario.
Piccard mostró orgulloso su laboratorio, poniendo especial énfasis en los instrumentos de medición electromagnética que utilizaría en un futuro experimento que explicaba con detalle a sus invitados.
—Así que planeas ascender en un aeróstato para captar los rayos cósmicos, ¿eh? —sintetizó Einstein.
—Quiero ser el primer humano en alcanzar la estratósfera, Albert.
—Me… parece brillante —opinó tímidamente Lemaître, apabullado por la hostilidad del alemán.
—Quizá usted debería acompañarlo, padre. Acaso allá arriba pueda atisbar a su creador —ironizó el alemán.
—Todos sabemos, hum, que eso es imposible…—reconoció Lemaître bajando la mirada. Piccard enmudeció, apenado, mientras Einstein sonreía, arrogante. No esperaba lo que agregó el belga a continuación:
—Porque el Señor está presente en todos lados. No hace falta elevarse por las alturas para verlo —ahora la sonrisa triunfal era la del sacerdote.
Einstein bufó, irritado, antes de decir:
—Tengo la esperanza, padre, de que en el futuro la discusión entre pensamiento mágico y ciencia será zanjada para siempre.
—¿A qué se refiere?
El más grande genio de la física moderna midió con la mirada a sus dos interlocutores, como midiéndolos. Aspiró profundo y dijo:
—No me imagino a una humanidad supersticiosa, aferrada a atavismos primitivos expandiéndose por el universo. Nuestro amigo Piccard no habrá de ascender a la estrastósfera con ayuda de plegarias. Será sólo la ciencia dura la que nos saque adelante en estos tiempos oscuros que se ciernen sobre nosotros. No las oraciones ni ninguna otra superchería.
—¿Descalificas a la religión como superstición, Albert? ¿No te parece un poco irrespetuoso con la otra esfera profesional del profesor Lemaître? —quiso matizar Piccard, pese a ser un ateo convencido.
—No lo digo sólo por la religión.
—¿Considera pensamiento mágico la idea de que el universo se expande? —preguntó Lemaître, sin poder disimular su incomodidad.
—No puedo evitar ver la sotana detrás de su conjetura.
—¿Qué quiere decir?
—La idea de un universo que se expande implica que en el pasado hubo uno super denso, donde se concentraba todo lo que es.
—¡Es así, profesor! Estoy seguro de que en el principio existió un átomo primigenio, que no existían distancia ni tiempo.
—¿Y entonces dios dijo “hágase el universo”? No, mi amigo, eso suena demasiado parecido al Génesis.
—¡Soy perfectamente capaz de separar la ciencia de la religión! Son dos caminos diferentes para llegar a la sabiduría.
—Dos senderos incompatibles.
—¡Profesor Einstein! Las recientes observaciones de Edwin Hubble coinciden con las predicciones de mis cálculos.
—De poco me sirven, bien sabe usted que no soy astrónomo.
Al ver el ambiente caldearse peligrosamente, Piccard intervino para destensar los ánimos:
—Caballeros, caballeros, ¡calma! Somos científicos. Mantengamos un diálogo respetuoso. ¿Qué les parece si lo hacemos alrededor de una taza del legendario chocolate local? Podemos ir a Neuhaus, en la Galería Saint-Hubert. Siendo suizo, reconozco derrotado la superioridad de nuestro país anfitrión sobre nuestras confiterías. Por no hablar de las teutonas, ¿eh, Albert?
El belga y el alemán se miraban fijamente. A pesar de la tensión entre ambos, Einstein reconocía con envidia la habilidad matemática del sacerdote. En el fondo, temía que las conjeturas de Lemaître resultaran ciertas. Por su lado, a pesar de su actitud antipática, Georges seguía admirando profundamente al físico alemán.
—Será mejor en otra ocasión, profesor Piccard —contestó finalmente Lemaître, suavizando su tono—; después de pasar el día entero en el congreso, debo regresar a la abadía a atender mis obligaciones espirituales, que para mí son tan apremiantes como las académicas —dijo al tiempo que se despedía del suizo, luego encaró al alemán, sin saber muy bien cómo despedirse. Adelantándose. Einstein dijo:
—Encantado de conocerlo… profesor —y estrechó la mano del cura en un saludo sincero. —Admiro mucho su trabajo.
Lemaître no supo qué contestar.
—Tiene usted una mente numérica privilegiada, profesor…
Piccard los observaba, sonriendo en silencio.
—…y estoy seguro de que nos volveremos a ver, en algún otro lugar de este universo —el viejo sonrió, y al hacerlo todo el laboratorio se iluminó con el destello del aura sobrehumana que lo acompañaba a todos lados. —A menos que se expanda tanto que nuestro encuentro se vuelva imposible.
Los tres rieron de buena gana.
—Sólo espero —porfió el judío —que cuando nos volvamos a ver sea en un mundo iluminado por la razón, donde las tinieblas de la superstición hayan sido erradicadas.
—Ay, Albert… —suspiró Piccard, apenado con el cura.
—Esta es una discusión que no teminará nunca, herr profesor—remató Lemaître antes de salir del laboratorio. —Que dios lo bendiga —dijo en el umbral de la puerta, antes de desaparecer.
—Amén —dijo Einstein, pero el belga ya no lo escuchó.
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