Cómo cambian los tiempos. Acaba de aparecer este artículo de Fernando Iwasaki sobre la relación entre la humanidad y la tecnología, y el texto, que pasa por varias obras importantes de la ciencia ficción, incluye este pasaje:
[…] abundan sofisticadas ficciones distópicas que fantasean que el futuro será de las máquinas porque los hombres se convertirán en cyborgs, androides o en torrentes de energía que fluirán de un cuerpo a otro como en el universo de Matrix. No espero otra cosa de un europeo, un japonés o un gringo, pues hasta las vidas artificiales que crean para sus novelas y películas son perfectas, infalibles y desarrolladas. […] Por el contrario, cuando el escritor o director de cine es hondureño, paraguayo o argentino, el peligro de sus robots consiste en que se pudran, se malogren o que exploten cuando sus cables mal empalmados entren en contacto. Los robots no tienen identidad, pero tienen made in, que es peor. Pienso en las literarias criaturas mecánicas de mi paisano Carlos Yushimito, del boliviano Edmundo Paz Soldán o de los mexicanos Alberto Chimal y Ricardo Guzmán Wolffer, todos a años luz de Ultrón o de los secuaces de Megatrón […] porque en lugar de sobrepasar las cualidades humanas representan el límite las capacidades humanas. Es decir, que son “discontinuados” como mi Windows XP, mi vieja Blackberry, mi Word 2003 y mi Eudora 5.1, el programa de correo que utilizo desde 1995. Como cualquier usuario digital deseo velocidad, multifunción y wifi permanente; pero esa agónica expectativa ya no es “humana” sino “robótica”, y por eso —en cierta forma— debo tener algo de robot, como todo el mundo. El problema es que ese “algo” [debe] la íntima certeza de ser anticuado, obsoleto y discontinuado, como los robots de Chimal y Yushimito.
Creo que Iwasaki tiene razón, y por supuesto me da gusto que mencione mi trabajo. Lo que me quisiera subrayar es esto: hace veinte años una mención así habría sido impensable.
Acá en México, y en el resto de América Latina, todavía se aprende en muchos lugares el desprecio contra cualquier forma de escritura que se aparte de ciertas normas tradicionales (la ficción especulativa es sólo una de esas corrientes «inapropiadas»). Todavía es popular el cliché de afirmar la calidad de ciertas obras diciendo que «trascienden», «superan», «dejan atrás» –o cualquier otra frase por el estilo– a tal o cual «género». La literatura de verdad no tiene género, parecen decir, y esto suena muy extraño hasta que se comprende que, en esos contextos, «género» es en realidad una marca de clase, definida arbitrariamente y en la que no se profundiza porque no se cree necesario: basta verla en alguien, o imponérsela, para discriminarlo, como sucedía con las estrellitas de tela amarilla en el gueto de Varsovia. «Tengo amistades que escriben de género», dicen algunos para sentirse incluyentes.
Y sin embargo, las piedras de la pirámide ancestral del canon literario sí se han desgastado un poco. No sólo Iwasaki puede publicar su artículo sin que nadie se enoje con él; algunos colegas incluso más interesados en la ficción especulativa que yo o que Ricardo publican su trabajo y tienen lectores (véase, por ejemplo, la buena acogida que ha tenido la obra de otro amigo querido: Bernardo Fernández Bef), e incluso empieza a haber discusiones, más allá de autores y aficionados, sobre la ciencia ficción como una herramienta para pensar en las transformaciones tecnológicas y sociales del presente.
Estas discusiones llegan aquí varias décadas (o siglos) después de que comenzaran en otros lugares, pero no importa. Lo mejor es que, cuando se entablan de forma seria, no tienen nada que ver con la otra acepción perversa de la palabra «género», que se refiere al conjunto de características reconocibles de un producto hecho para el consumo acrítico de tal o cual grupo de aficionados. Aunque esta época es de un consumismo todavía más feroz que el de hace diez o veinte años –y una cultura del fandom más cerrada e infantilizada que nunca–, probablemente no se repetirá lo que me pasó, también en los años noventa, en una «convención» de literatura «de género» después de haber participado con otras personas en una lectura de textos propios.
Terminado el evento, y como en un chiste, llego hasta donde están tres autores, o fans, de diferentes «géneros.» Y entonces:
YO: ¿Qué les pareció?
AUTOR O FAN DEL «GÉNERO» DE CIENCIA FICCIÓN: Bien, pero tu cuento no es de ciencia ficción, ¿no? No das datos duros. Es más bien de fantasía.
YO: Pues…
AUTOR O FAN DEL «GÉNERO» DE FANTASÍA (al otro autor o fan): No, porque era de época actual. Habría tenido que ser algo más medieval. (A mí.) Era más bien de horror, ¿no?
YO: Bueno…
AUTOR O FAN DEL «GÉNERO» DE HORROR (que había estado distraído): Estuvo bien, pero a mí no me gusta la ciencia ficción. Tú escribes ciencia ficción. ¿No? ¿O el personaje era vampiro?
YO: …
Ninguno de ellos, claro, me dejó con el menor deseo de ajustar mi trabajo a sus expectativas. Pero por mucho tiempo dio la impresión de que nunca habría nada más que las lecturas estrechas de uno u otro lado para los que teníamos la mala fortuna de haber recibido la etiqueta de «raros» en este país conservador y subdesarrollado. Me alegra ver que, al menos en parte, me equivoqué.
Además, véase la sincronicidad: mientras Iwasaki escribía su artículo, a mí me invitaron a publicar un cuento expresamente de ciencia ficción, sin restricciones y con plena confianza. Fue la primera vez en treinta años que me planteé escribir algo desde cierta idea de «género». Cómo cambian los tiempos.
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