El cuento del mes

La vida no es un abismo

Este es un cuento de la escritora estadounidense Jean Stafford (1915-1979). Las biografías disponibles en línea se concentran mucho en sus matrimonios, un accidente grave que sufrió y los problemas de alcoholismo y depresión que marcaron buena parte de su vida activa, al tiempo que se ganaba una reputación de gran cuentista, vinculada –igual que J. D. Salinger y otros grandes narradores de su tiempo– a revistas como The New Yorker. Lo que esos textos suelen omitir es las causas de su reputación: Stafford era una narradora con una enorme capacidad de observación y la facultad de sintetizar numerosas impresiones e implicaciones en pocas frases, y sus argumentos –aunque pertenecientes a la tradición estadounidense de las historias contemplativas en las que apenas pasa nada– se las arreglan siempre para introducir sorpresas y poner en problemas las expectativas de quienes la leen.
      “Life is no Abyss” se publicó en The Sewanee Review en 1952. La traducción que se reproduce aquí fue hecha por Ana Crespo para una antología en español de los cuentos de Stafford. Una sola nota: Mary Baker Eddy (1821-1910), a quien se menciona en el texto en relación con fraudes y esoterismo, fue la fundadora de un culto religioso conocido (pese a ser anticientífico) como Ciencia Cristiana.

Jean Stafford

LA VIDA NO ES UN ABISMO
Jean Stafford

Lily tenía veinte años y aquel luminoso sábado de invierno se encontraba en una habitación calurosa y sin ningún tipo de lujo cumpliendo la penitencia del pobre primo Will, puesto que el pobre primo Will, viejo, frágil y con los nervios destrozados, se había visto obligado a guardar cama a causa de una bronquitis. Su ama de llaves, resoplando con la misma fuerza con que lo hacía la tetera eléctrica que utilizaba él para hacer vahos, había afirmado con rotundidad que no le dejaría desobedecer las órdenes del médico. Lily estaba bajo la tutela del primo Will y le hacía de secretaria; y como la joven le tenía mucho afecto y se sentía agradecida, había decidido, aunque a regañadientes, hacerle el favor, a pesar de que ello significara tener que renunciar a la cita para patinar con Tucky Havemeyer, un exigente pretendiente que se había negado en redondo a aceptar sus explicaciones.
      Lily había ido al asilo a visitar a la anciana prima Isobel Carpenter, mártir por voluntad propia, a quien el primo Will, el peor y más zalamero agente de bolsa de la historia, había dejado en la ruina. Movida por algún capricho extraordinario –todo lo que hacían los Carpenter tenía que ser extraordinario–, la prima Isobel le entregó toda su fortuna al primo Will y este, según contaba ella malévolamente, había invertido hasta el último centavo en una fabulosa quimera. La prima Isobel era tan orgullosa que a pesar de la absoluta miseria a la que se vio arrastrada, se negó a aceptar las ofertas de alojamiento que le hicieron el primo Will y los demás primos, y, muy decidida, se dirigió al asilo en su anticuada silla de ruedas de mimbre. Y allí permanecía, como un furioso y constante reproche a toda la familia, regodeándose en todas y cada una de sus privaciones; hiriéndolos más a ellos que a sí misma. Los primos (los únicos parientes que tenía Lily eran primos, primos y primos cada vez más lejanos que iban formando un laberíntico entramado; de hecho, el lazo de parentesco entre el primo Will y la prima Isobel solo podría establecerse con una regla de cálculo) acudían en tropel los días de visita para suplicarle que se trasladase en sus confortables coches a sus confortables y enormes casas, pero ella era inflexible. Y también extraordinariamente inteligente con las autoridades porque, en vista de todos los lujos que podría obtener con solo pedirlos, no tenía ningún derecho a estar allí. «Will me ha llevado a la ruina», decía con un tono de complacencia suicida. Y sabiendo que era una persona con muy poca tendencia a usar la imaginación, era evidente que no utilizaba la expresión en sentido figurado. La prima Isobel llevaba dieciocho meses en el asilo y, en palabras de la prima Augusta Shephard, estaba como unas pascuas. ¡Pobre primo Will! Cuando volvió a casa el sábado tras una de aquellas visitas, no tuvo ánimos para cenar y se fue directo a la cama con una botella de whisky, una triple dosis de bromuro y un libro de Wilkie Collins, el único escritor capaz de hacerle olvidar a la prima Isobel. En aquella primera visita (el primo Will había jurado que nunca la expondría, tan joven e inocente, a lo que él siempre denominaba «mi problema»), Lily ya había empezado a notar el malestar que aturullaba y le vidriaba los ojos al primo Will, y deseó que los demás primos no tardaran en aparecer.
      La prima Isobel, después de desenredar aquella madeja de primos –la familia se extendía como una tela de araña– y de establecer con satisfacción que la joven que venía en nombre de Will Hamilton era el fruto de un hombre tan alejado de su rama familiar que el término «prima» no era más que un título de cortesía, empezó a hablar con una sintaxis tan cuidada y un ritmo tan preciso que a Lily no le habría sorprendido descubrirla consultando una tarjeta con notas.
      —Este lugar es un completo escándalo. Una vergüenza pública. Si me dieran una pluma y un papel (y no me preguntes por qué no lo hacen puesto que sus normas son del todo incomprensibles para mi limitado cerebro), escribiría a personas de las altas esferas para quienes es muy probable que el nombre del juez James Carpenter no haya caído en el olvido. Yo nunca he asistido a sesiones de espiritismo, nunca me he dejado engañar por lo sobrenatural; si Mary Baker Eddy me telefonease personalmente, no creería que lo hace desde su tumba del cementerio Mount Auburn. Pero te juro, y lo digo muy en serio, que sé que ese buen hombre, ese venerable juez, se retuerce en la tumba cada vez que su alma inmortal piensa en el lugar donde me encuentro. Nunca le gustó Will Hamilton. Los hombres pequeños no son de fiar.
      Antes de que la artritis la encorvara, la prima Isobel medía más de metro ochenta con unos zapatos sin apenas tacón.
      Aquella voz de ochenta años le fallaba, pero ella no se rendía y, resuelta, conseguía levantarla por encima de las idas y venidas del boogie-woogie que les llegaba desde la radio que había al otro lado de aquel dormitorio de tres camas; junto a la radio, hundida en una butaca reclinable, una mujer menuda se daba golpecitos en las sienes al compás de la música con los dedos índice, unos dedos tan delgados y torcidos como las ramitas que arañaban las ventanas cuando el viento agitaba los árboles.
      —Sí, desde luego, de acuerdo; reconozco, concedo y acepto el hecho de que esta es una institución pública que depende de la beneficencia —actuando como abogado de la acusación, articulaba las sílabas más fuertes por encima del profundo gruñido de los contrabajos, y se inclinaba hacia delante en la silla de ruedas como para confirmar lo que estaba diciendo—. Pero ¿merecemos los ciudadanos ser tratados como deshechos? ¿Es que soy una indigente? ¿Acaso tengo la lepra o voy por el mundo vagabundeando? Me gustaría saber… y esta es una pregunta que le planteo con frecuencia a ese supuesto médico que se digna a visitarme una vez al mes… le pregunto: «¿Cuáles son exactamente los agravios y fechorías que se me atribuyen en ese informe y por los cuales estoy siendo condenada a cenar papillas a las cuatro de la tarde y a permanecer recluida en este edificio desde el Día de Acción de Gracias hasta el Día del Patriota?». Y el tal doctor Merrill no sabe qué responder. Se parece extraordinariamente al chapuzas que tenía cuando vivía en la calle Newberry.
      Durante unos segundos, la prima Isobel cerró los ojos y balanceó la cabeza lentamente de un lado a otro, pensando, quizás, en la casa de la calle Newberry, aquel tenebroso cuadrado de ladrillo, con rejas decorativas y protuberantes miradores; aquella casa repleta de mármol, de adornos de influencia china y de candelabros estalagmíticos, en la que, antes de que muriese el juez y de que la prima Isobel se sumiese en la Miseria, solían reunirse las mentes más preclaras de Harvard y que ahora se había convertido en una residencia para mujeres que trabajaban. Pero, sin duda, a la prima Isobel el presente le resultaba mucho más interesante que el pasado, y continuó:
      —Si solo fuese la comida y la necesidad de aire fresco, lo podría aguantar: la capacidad de aguante siempre ha sido uno de los rasgos más destacados de los Carpenter. Pero no es solo la falta de comodidades básicas lo que hace que mi padre se retuerza en la tumba, es sobre todo la compañía que tengo que soportar. Y te pongo un ejemplo, prima Lily Holmes (ahora empiezo a recordarte un poco mejor): es un milagro que desde aquella cama de allí no nos lleguen gritos. La semana pasada murieron tres mujeres, una detrás de la otra, gritando. Sí, se volvieron locas. El empleado de la funeraria colocó a la primera justo ahí, ¡tú te crees!, delante de mí, y no se dignó a correr las cortinas hasta que le dejé bien claro que tenía que hacerlo. Puede que Will Hamilton haya tirado por el desagüe todo lo que tenía, pero yo aún conservo la energía, ¿no te parece?
      Mientras la prima Isobel fulminaba con la mirada aquella cama de hospital vacía donde las malhechoras habían muerto entre alaridos, uno de sus ojos, amarillento, con el contorno rosado y apenas pestañas, le hizo un guiño a Lily y luego pareció atravesar la imagen de aquel bárbaro empleado de funeraria. Encima de la cama, en la pared llena de rozaduras, había una fotografía de Franklin Roosevelt pegada con tiras de cinta adhesiva. En la fotografía, que alguien había arrancado de una revista, Roosevelt apoyaba suavemente la mano sobre el cuello de su perro, Fala. Al pensar en ancianos enfermos que gritaban, a Lily se le revolvió el estómago y entonces se imaginó a Tucky patinando, dando vueltas y más vueltas en el Jamaica Pond, el estanque natural que en invierno estaba helado: «¡Socorro, Tucky! ¡Me ahogo!».
      —Pero puedes estar segura de que esta paz no durará —afirmó la señorita Carpenter—. Ya verás. Traerán a otra lunática para que se revuelque y chille usando ese tipo de lenguaje que preferiría no tener que escuchar. A esa que está ahí le da igual…
      —Y con un dedo nudoso apuntó, como si empuñase una pistola, a la mujer que estaba junto a la radio—. Está ciega, ciega de nacimiento. Y chiflada. Es como si no oyera el jaleo, como si solo escuchase ese ritmo sincopado. Tum-ti-tum, tum-ti-ta. Te aseguro que lo que pasa aquí clama al cielo.
      Con una mano temblorosa describió un arco irregular que abarcaba aquel dormitorio, la sala más grande que había al otro lado de la pared y el resto de herrumbrosos edificios que rodeaban el patio, visible a través de las altas ventanas que no tenían cortinas. La prima Isobel divisó a dos ancianos que avanzaban por el camino con mucha dificultad, como si pisaran cristales rotos, e inclinó bruscamente la cabeza hacia delante para observarlos con atención.
      —Mi querida prima Lily, me faltan las palabras para describir el trato discriminatorio que reina en este lugar —dijo—. Que alguien me explique por qué a esos vejetes que apenas se pueden arrastrar se les concede el privilegio de salir ahí fuera, y a mí, que puedo correr como el viento en este artefacto, me obligan a permanecer recluida hasta abril.
      La prima Isobel avanzó y retrocedió con rapidez en su silla de ruedas para demostrar su habilidad y, exultante, le dirigió a Lily una larga mirada de superioridad. Lily respondió con un monosílabo de aprobación y, entre murmullos, dijo que lo lamentaba y que no podía entender por qué a la prima Isobel no se le concedía la misma libertad que a aquellos ancianos; ancianos de baja cuna, parecía querer puntualizar la mirada de la señorita Carpenter.
      Justo entonces, afortunadamente para Lily, la prima Augusta Shephard entró en la sala como un soplo de aire fresco. Su abrigo de visón siempre despedía un aroma a Fleurs de Rocaille; era guapa, inteligente y había tenido mucha suerte con su marido (aunque nadie más hubiese ido, la ciudad de Reno podría haber prosperado sin problemas alojando exclusivamente a la familia de Lily). Y con diferencia era la más feliz de todos los primos. La prima Augusta besó a Lily y le preguntó por el primo Will, pero antes de que esta pudiera contestar, la prima Isobel se puso a hablar:
      —Según me han dicho, porque ni siquiera es capaz de enviarme el recado por escrito, está resfriado.
      —El médico dijo… —intervino Lily, tratando de ganar protagonismo.
      —¡El médico dijo! —se burló la prima Isobel—. Lo que dijo Will Hamilton es que no se atreve a enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Los hombres de poca estatura son hombres de poco carácter.
      —Cierra el pico, Izzy —intervino la prima Augusta alegremente mientras le quitaba el envoltorio a un ramo de fresias—. ¿Le has estado dando la lata a Lily? ¿Quejándote cuando lo único que tienes que hacer es abrir la boca para rodearte al instante de lujos y para que te mimemos hasta la saciedad?
      —Pues no pienso abrirla —dijo la prima Isobel con malicia, aunque se le escapó una media sonrisa porque admiraba la franqueza con que la prima Augusta la incordiaba.
      —¡Lily, preciosa! Lily debería estar pasando la tarde con su mejor pretendiente. ¡Hay que ver cómo nos pones a prueba! Roger me pidió que te dijera: «Por el amor de Dios, querida, ya está bien. Ya va siendo hora de que acabemos con esta farsa». Hemos vuelto a pintar el segundo piso entero de un maravilloso púrpura y verde musgo por ti.
      —Siempre has sabido elegir, Augusta —dijo la prima Isobel con satisfacción—. Will contrató a un decorador que pintó el segundo piso de su casa, sí, de su propia casa, de color blanco hueso y rosa; colores que, desde luego, no tienen nada que ver con mi estilo. De todos modos, te lo agradezco mucho, querida, pero no voy a ir. Quien me ha llevado a la ruina es Will Hamilton.
      Provocándola afectuosamente, la prima Augusta intentó engatusar a la prima Isobel. Le explicó que habían instalado una cocina para que pudiese comer a solas si prefería llevar una vida conventual; le aseguró que con solo marcar un número tendría a sus órdenes a una señora de compañía sueca, culta y experta tanto en cocinar como en dar masajes. Las vacaciones de Pascua se acercaban… ¿no podría, por el amor de Dios, abandonar las trincheras antes de las fiestas?
      Mientras la prima Augusta trataba de convencerla inútilmente (era evidente que la prima Isobel estaba dispuesta a prolongar la rabieta durante más tiempo: sacaba la lengua cada vez que le mencionaban una comodidad, dijo que no se fiaba de los suecos y afirmó que celebrar la Pascua no tenía sentido desde hacía muchos años), una enfermera entró en el dormitorio para darle a la anciana una pastilla y, aprovechando la interrupción, la prima Augusta se inclinó hacia Lily y le susurró:
      —¡Querida, tú no deberías estar aquí! Prométeme que esto no te va a traumatizar, cielo.
      Lily no conocía el significado de aquella palabra, pero asintió para tranquilizar a su prima, cuyos ojos, de un azul cristalino, expresaban gravedad. De pronto se sintió mucho más joven de lo que era y al responder, el susurro se convirtió en gemido:
      —¿Puedo irme cuando tú te vayas?
      La prima Augusta movió la cabeza en señal de afirmación y acto seguido se giró hacia la prima Isobel para decirle:
      —¿Por qué tienes que ser tan anticuada?
      —Quiero que sepas, Agusta… —al tiempo que empezaba a pronunciar un monólogo en voz baja y sibilante, la prima Isobel inclinó su cuerpo retorcido hacia un lado de la silla y con una mano se tapó casi por completo la boca para que Lily no pudiese escuchar nada de lo que estaba diciendo.
      Ahora que aquel rostro tosco, bigotudo y cubierto de manchas se dirigía hacia otro lado y que, afortunadamente, la habían excluido de la conversación, Lily miró a través de la ventana y trató de pensar en sí misma y en cómo compensaría a Tucky Havemeyer, de quien estaba perdidamente enamorada. ¡Lo que le había llegado a decir por teléfono! Al principio le había suplicado, pero luego el joven le había hablado con crueldad: «O eres demasiado blanda o me estás mintiendo. Una anciana prima enferma es la excusa más poco original que podrías haber utilizado. Además, conozco a todos tus primos y están más sanos que el gato de mi tía».
      La habilidad con que la prima Isobel había conseguido mantener en secreto su estancia en el asilo era asombrosa; la gente creía que estaba en el extranjero, tomando el sol en una residencia de ancianos en Suiza. Su pasión por el masoquismo y la intriga había llegado a tal punto que hizo que el primo Will pagara a alguien para que enviase cartas y postales en su nombre desde Vevey. A Lily no le convenía desvelar aquel secreto familiar; si lograba convencer a Tucky de que había cancelado la cita por necesidad y no por capricho, y le contaba la verdad, lo más probable era que el chico acabara despreciando a toda su familia, puesto que Tucky era una persona noble, de ideas bastante izquierdistas y de extracción bastante humilde, a quien, sin duda alguna, decepcionaría enormemente la actitud de aquella vieja maliciosa que solo quería aparentar.
      En su imaginación, Lily discutía con Tucky, pero no conseguía hacerle cambiar de opinión. Y así, sin mucho convencimiento, la joven intentó distraerse con el bullicio de unos cuantos gorriones a los que uno de los ancianos había lanzado lo que parecía un pedazo de galleta. No obstante, no consiguió prestarles atención. Se sentía tremendamente avergonzada.
      Se avergonzó al recordar a la prima Isobel antes de que viniera al asilo; al recordar la casa de verano de North Shore y las extensiones de césped que descendían en pendiente hasta el impetuoso mar, y al recordar la figura de su padre, el juez, el primo Jamie, que había muerto a los ciento tres años: un hombre erudito, de lengua viperina, que medía casi dos metros y vestía trajes de color crudo, y que deleitaba –al tiempo que despreciaba– a las personas que lo visitaban para rendirle homenaje y a las que recibía en audiencia las tardes de agosto bajo una enorme sombrilla. Aquella casa era extraordinariamente elegante, y respecto al juez y a la prima Isobel, la prima Augusta había dicho: «Seguramente, estas son las personas más refinadas que conocerás, Lily; así que obsérvalas con atención». Y, de hecho, su refinamiento, su riqueza y su autoridad habían sido tan superiores a los de los demás que les había resultado imposible hacer concesiones: no eran personas de términos medios, sino de extremos. Tras la muerte del juez, la prima Isobel, creyéndose muy lista, invitó al primo Will «a jugar a las finanzas». En aquel momento todos le dijeron que había perdido el juicio; todos sabían lo imprudente que era el primo Will en los negocios y, aunque lo adoraban, ningún miembro de la familia se habría atrevido a poner un pie en su oficina de agente de bolsa. Y en efecto, en muy poco tiempo y de la forma más tonta, toda la fortuna de la prima Isobel se desvaneció en el aire. El juez, que al cumplir cien años empezó a chochear, no le había dejado ninguna cantidad en fideicomiso. Y así, la prima Isobel, sin blanca y poco acostumbrada a que le faltase dinero, se vio incapaz de alterar sus costumbres: no podía ni quería cambiar nada; solo podía perder, y eso era lo único que estaba dispuesta a hacer. Su caída en la miseria más absoluta fue fulminante, tan veloz que incluso gozó de cierto esplendor teatral. Cuando se enteró de que la prima Isobel se había quedado completamente arruinada, aunque preocupado, el primo Roger Shephard no pudo reprimir una sonrisa mientras comentaba: «Desde luego, con ellos siempre ha sido o todo o nada».
      Durante dieciocho meses, durante un año y medio, la prima Isobel había estado viviendo en el asilo, cada vez más indefensa ante la artritis y cada vez más astuta a la hora de planear torturas para el pobre tío Will. Se negaba a probar los alimentos que este le enviaba, afirmando con sarcasmo que si bien la había arruinado, no conseguiría envenenarla; escribía respuestas diabólicas a sus cartas; tiraba las flores y los regalos –libros, revistas y uvas sin semillas– con que la agasajaba. Alguien llegó a decir: «Solo reaccionará si le sirven la cabeza de Will Hamilton en una bandeja de plata».
      La prima Augusta, todavía atrapada en aquella diatriba susurrada, había cerrado los ojos. Lily sabía que estaba sufriendo la misma mezcla de rabia y lástima que la prima Isobel inspiraba en todos los que se le acercaban. Pero tras la visita, la prima Augusta volvería a ser libre para regresar a su fascinante y alegre vida, ya fuese en un elegante cóctel o tomándose una copa en el bar del Ritz con alguno de los innumerables hombres a los que aseguraba amar y con quien estaba decidida a casarse en cuanto enterrase a Roger. Sin embargo, a Lily solo le esperaba una tarde vacía, el olor a benjuí de la casa ¡y el recuerdo de todo aquello!
      ¡De aquel lugar espantoso! La joven miró a su alrededor con resentimiento y consternación.
      Resultaría difícil encontrar un lugar más desolado que aquel dormitorio de tres camas o un lugar cuyo olor a sopa barata, a fregona mojada, a desinfectante y a paredes con humedades fuese más deprimente. Los férreos rayos del sol invernal aumentaban la temperatura de aquella habitación, ya de por sí caliente, y escudriñaban su desalentador mobiliario: tres camas delgadas, cubiertas con almohadas planas y cobertores que empezaban a adquirir un tono gris, y tres mesillas de metal con la pintura desconchada. Las puertas de las mesillas habían dejado de cumplir su función y colgaban abiertas mostrando, en el caso de la mujer ciega, el interior vacío, y en el de la prima Isobel, una caja de caramelos roja con forma de corazón y una pila de pañuelos de algodón. Encima de la mesilla, la prima Isobel acumulaba una colección de cosas diversas: una caja de Kleenex y un ejemplar de la revista femenina McCall’s (¡menuda impostora!, ¡pero si solo leía a Plinio y a Gibbon!), un paquete de postales de Navidad atadas con un cordel, un descolorido pañuelo de batik y, coronándolo todo, una cesta que parecía hecha con un armadillo de verdad y que contenía un frasco de crema para las manos comprado en un baratillo, una caja de pastillas para la tos y una fotografía amarillenta y deteriorada, enmarcada en paspartú, del juez y la señorita Carpenter. En la fotografía, que se había tomado sesenta años antes, los dos aparecían sentados en una berlina imponente estacionada delante de una casa cubierta de glicinias hasta las chimeneas. A aquella colección de objetos, que parecían haber sido rescatados de la papelera o prestados por un jubilado de baja alcurnia, se sumaban las fresias que había traído la prima Augusta, ahora embutidas en un vaso de agua y cuya fragancia trataba de luchar inocentemente contra aquellos olores vulgares. Enfrente de Lily, en la repisa de la ventana, había una violeta africana cuyas hojas, marchitas, languidecían en una maceta de color blanco; aunque no del todo muerta, pero sí en coma profundo, parecía que una rápida y virulenta enfermedad la estuviese torturando. Sin embargo, la calidad de la tierra donde la habían plantado era tal que algunos robustos hierbajos estaban brotando entre aquellos tallos purulentos que se desmoronaban.
      Con cautela, Lily trató de encontrar algún signo de vitalidad o alegría en aquella melancólica escena. No lo encontró ni en los rostros ni en las pertenencias de las dos internas; pero el aspecto de las enfermeras era tan saludable y jovial que rozaba la insolencia. Y la insolencia, en aquel lugar, resultaba macabra; era como tener en una cárcel a un pájaro cantando en una jaula. La enfermera jefe, en su mesa de trabajo junto a la puerta, mascaba chicle mientras leía un libro que la hacía reír; y en un largo mostrador apoyado contra la pared al otro extremo de la habitación, por detrás de la mujer ciega, varias chicas, vestidas con uniformes sucios de un azul vivo, doblaban camisones y sábanas arrugadas mientras discutían amistosamente sobre a qué hacía referencia el término «pastel», alimento del que parecía que todas se abstenían durante la Cuaresma. Las más liberales sostenían que las tartas de capas, los éclair y otros dulces similares era todo a lo que tenían que renunciar; pero dos puristas, mayores que las demás y también más delgadas, afirmaban que ellas también estaban dispuestas a privarse de las madalenas y del pan de pasas.
      Más allá de aquel grupo alborotado y de la enfermera jefe, que seguía riendo, Lily podía divisar la sala contigua, más grande, en la que todas las camas –y había cuatro largas filas de camas– estaban ocupadas por alguna anciana contrahecha. Bajo los ligeros cobertores, los bultos de sus cuerpos atrofiados sugerían roturas o deformidades que hacían pensar en miembros amputados o amasijos de huesos rotos. Los rostros glaciales que miraban fijamente desde aquellas míseras almohadas habían perdido todo rastro de individualidad: habría resultado imposible determinar cuál de ellos, en su origen, había sido triste, mezquino, valiente o estúpido, puesto que la edad y la humillación habían desdibujado los rasgos más predominantes de su carácter y casi habían borrado las facciones de su cara. Unas cuantas ancianas tenían visita y encima de sus mesillas se apilaban bolsos de mano, sombreros y guantes; entre tanto, las que estaban solas miraban con avaricia a sus afortunadas vecinas y, como las brujas de las tiras cómicas, se llevaban las manos a las orejas para escuchar mejor las conversaciones de las otras. Desde aquella sala llegaba un murmullo constante de voces femeninas y, a pesar de su inmovilidad, se diría que la agitación llenaba de vida a aquellas ancianas postradas en cama; daban la impresión de ser amas de casa poniendo orden apresuradas al ver que una visita inesperada se acercaba a la puerta de entrada. Esta impresión la creaban únicamente sus voces, voces sin ningún tipo de resonancia ni modulación; voces que, como el canto de los grillos, más bien chirriaban, secas y estridentes.
      —¿Por qué no me permiten tener mi propia ropa? —se quejaba la prima Isobel que, al cambiar de posición, apartó la mano de la boca unos instantes. La prima Augusta abrió los ojos, atenta, y la otra volvió a ponerse la mano en la boca como si fuese un bozal.
      La prima Isobel, ahora la mitad de alta de como Lily la recordaba (según contaba la leyenda, una joven prima Isobel, alta, fornida y ocurrente, había fundado la Hermandad de las Amazonas de Langdon Shore, cuyas adeptas eran expertas en el manejo de las mazas de gimnasia), llevaba una especie de camisón estampado de algodón, atado con cintas por la espalda a la altura del cuello y de las mangas, que eran japonesas. Unas medias de algodón color piel envolvían, como polainas, sus piernas consumidas, pero le venían demasiado grandes y formaban pliegues que caían por encima de las botas de hombre que calzaba. Alrededor del escamoso cuello lucía un collar de perlas artificiales y, prendido de lado junto al hombro, un broche con ópalos de fuego. Sin duda alguna, aquel broche no debía de haber costado más de cuatro centavos en una de las tiendas de curiosidades de Revere Beach, y, sin duda alguna, la señorita Carpenter no lo había comprado. Una redecilla le aprisionaba el pelo canoso cortado a lo chico, el mismo pelo que, cuando era abundante, solía peinarse en un reluciente moño. ¡Menudo espectáculo!
      ¡Qué cruel era su miseria! Llevaba las uñas sucias y, Lily estaba convencida de ello, el pelo le olía a rancio. «Está loca –pensó Lily–, ¿cómo es que nadie se da cuenta y la internan en un manicomio?»
      Ajena al examen de Lily, la prima Isobel continuaba susurrando su obstinada filípica. Y cuando la joven se disponía a apartar de nuevo la mirada, reparó en el dibujo del estampado del vestido de su prima: una cenefa, en la que aparecían unos niños haciendo rodar aros, se repetía interminablemente alrededor del frágil y delgado torso de la anciana. A Lily le horrorizó aquel detalle macabro y rápidamente desvió la mirada, pero se había puesto de mal humor y en lugar de observar el alboroto y los saltitos de los gorriones —que provocaban los gritos de alegría de aquellos viejos tan fáciles de contentar—, se giró para comprobar cómo iba vestida la mujer ciega.
      En su vestido también se repetían las escenas festivas –niños de cinco años en un campo de margaritas con el fondo azul–; y, alrededor de los hombros, alguien le había echado una funda de almohada arrugada que se ajustaba a su espalda como una especie de chal. De aquel agujero sin elegancia que era el cuello del vestido, surgía el cuello de la mujer, largo, elegante y de un blanco azulado; un cuello de dimensiones prerrafaelitas que oscilaba suavemente con una gracia noble y sencilla, y cuyo ritmo perfecto se inspiraba –aunque en modo alguno acompañaba– en el sonido gutural de un piano que, en una lejana emisora de radio, interpretaba “Hold ‘em Hootie”. Lily advirtió que aquella mujer no era muy mayor. Tenía el pelo corto y canoso, pero el corte era juvenil y un gracioso flequillo le cubría la frente. La piel, aunque salpicada de marcas provocadas seguramente por algún atropello alimenticio, era suave y de un delicado tono rosado. Tenía la nariz pequeña y recta, y la barbilla, firme; y aunque solo podía distinguir su perfil, Lily estaba segura de que la sonrisa que se dibujaba en sus labios era una sonrisa amplia y auténtica. Sin embargo, las manos que ininterrumpidamente golpeteaban las sienes –sin seguir el ritmo del piano ni del movimiento de la cabeza– eran manos de vieja; surcadas de venas, repletas de manchas provocadas por la edad y con los dedos afilados, daban la impresión de estar heladas y a punto de descomponerse.
      El disco de boogie-woogie terminó y una voz que trataba de imitar un marcado acento sureño empezó a bromear con su invisible audiencia: «¿Qué estáis haciendo ahí sentadas escuchando la radio cuando deberíais estar lavando los platos? Bueno, bueno, bueno, puesto que estáis decididas a seguir holgazaneando, vamos a echar un vistazo a la saca de correos a ver qué podemos hacer para complacer a alguien».
      Unos simpáticos irlandeses rompieron a reír y una regordeta pelirroja exclamó:
      —Qué informales que son los disc-jockeys, ¿no os parece? No deja de tener encanto el modo como se comportan, contándonos que están resacosos o cualquier otra cosa.
      «¡Madre mía del amor hermoso! ¿Qué es esto? —dijo la voz, y Lily se imaginó a un joven mofletudo rascándose la cabeza, aburrido, y ahogando un bostezo mientras improvisaba trabajosamente su discurso—. Aquí tenemos a alguien que nos ha escrito desde Braintree, alguien que está muy, muy lejos. La señorita Edna Murphy, del número 109 de la calle Van Buren, me pide que pinche la versión boogie de “Bluebird of Hapiness”. ¡Pero si el pájaro de la felicidad no existe, cielo! Vamos a hacer una cosa, vamos a escuchar la versión original, ¡por los viejos tiempos!»
      En aquel breve silencio que se produjo en el estudio radiofónico mientras preparaban el disco, una animación sorprendente, pero irrelevante, se apoderó de la mujer ciega: apartó las manos de la frente, aplaudió silenciosa y espasmódicamente, y a continuación juntó las palmas por debajo de la barbilla, como si fuese una niña que reza antes de irse a la cama. No obstante, ni siquiera en aquella actitud sus manos permanecían quietas; se movían con brusquedad, se doblaban y se retorcían, víctimas de una agitación espantosa. Lily se dio cuenta de que, al mismo tiempo, la mujer golpeaba el suelo con los pies. Aunque la joven no los podía ver porque la cama se lo impedía, sí que podía oírlos, marcando el ritmo lenta, pesada e irregularmente en el suelo de linóleo. El movimiento del cuello también se hizo más pronunciado y, de repente, la pequeña cabeza de pelo corto empezó a girar muy rápido de un lado a otro sobre aquel cuello hermoso. Todos los movimientos se producían a diferentes velocidades: era como estar mirando un autómata averiado, y el efecto aturdía.
      Justo en el momento en que la música volvió a empezar, la mujer ciega completó una semicircunferencia con la cabeza y su rostro se quedó apuntando directamente al de Lily. Aquellos ojos sin vida, completamente abiertos, descansaban en dos profundos cráteres morados; los huesos de la cara se adivinaban bajo la piel nacarada; y, para completar aquella imitación de una calavera, la boca, de labios finos y sin un solo diente, permanecía abierta formando una sonrisa imperturbable y permanente. La mujer se mantuvo inmóvil durante quizás medio minuto, en apariencia con la mirada fija en Lily. Pero enseguida el incongruente optimismo de la canción la volvió a sacar momentáneamente de la abstracción:

Just remember this,
Life is no abyss,
Somewhere you’ll find the bluebird of happiness.

[Solo recuerda esto: / La vida no es un abismo, / En algún lugar encontrarás el pájaro de la felicidad.]

En un arrebato de alegría, la mujer apretó las manos contra su poco abultado pecho y suspiró, dejando escapar un suave gemido al coger aire. Entonces, la cabeza recuperó su posición anterior, los dedos índice volvieron a situarse al borde del estiloso flequillo, y Lily Holmes, afectada, asqueada y mareada, cerró los ojos. Se diría que aquel rostro genérico no era más que un inteligente armazón para sostener los promontorios, los orificios y los adornos de la cara, puesto que no reflejaba ningún tipo de conocimiento ni de experiencia; el único rasgo que lo caracterizaba era el de una absoluta y monstruosa pobreza. Aquel andamiaje de huesos de incierta edad era una parodia; y era también una ilustración, un paradigma de las privaciones de toda una vida. Como en aquella vida no había habido ningún tipo de progreso (a menos que los veloces movimientos del déjà vu pudiesen considerarse progreso), tampoco podía haber retroceso. Y así, a diferencia de la prima Isobel, aquella mujer no podía decir —en el caso de que fuese capaz de articular alguna palabra—: «Antes era una cosa y ahora soy otra. Antes vivía entre paredes de mármol y ahora en una habitación que el más humilde de mis criados habría despreciado». Y tampoco podía obtener, a partir de aquella comparación, cierta satisfacción por muy irritante que fuera. El hecho de perderlo todo, aunque innoble, significaba, al fin y al cabo, que habías tenido algo. Para hablar de las tribulaciones de la prima Isobel se podían utilizar verbos: había perdido dinero, se había arruinado, había caído desde las más altas cumbres hasta las más insondables profundidades. Pero a la mujer que había nacido privada del sentido más importante y que, tal como había dado a entender la prima Isobel, también había nacido sin inteligencia, solo se le podían aplicar adjetivos: ciega, aislada, primitiva. Con aquella espantosa sonrisa, aquel baile convulso y aquel gemido de felicidad, la mujer ciega había demostrado la existencia de algo puro, inhumano y desconocido; y debido precisamente a lo limitado de su naturaleza, la alegría que le transmitía aquella quejumbrosa canción era extática y excepcional. No había duda al respecto: la expresión de aquella calavera apenas cubierta de piel y carne había sido de completo arrobamiento, pero ¿qué emociones la habían provocado? ¿Esperanza? ¿Gratitud por la alentadora certeza de que la vida, como decía la canción, no era un abismo? ¿El anhelo de amor? En aquel torturado amasijo de carne azulada y huesos retorcidos, ¿era posible que existiese algún deseo, como el deseo de Lily de estar con Tucky? Si existía, era demasiado espantoso para ser contemplado. Lily sintió una angustiosa tristeza en lo más profundo de su ser; una tristeza que le invadió los pulmones e hizo que los ojos se le llenasen de lágrimas. ¡Ayúdame, Tucky! Pero Lily sabía que nada de lo que él pudiera hacer conseguiría borrar el recuerdo de aquel éxtasis vacío. La prima Isobel cambió de posición y, mientras lo hacía, volvió a apartar la mano de la boca. En tono concluyente estaba diciendo:
      —Nunca aprendió a leer en Braille porque, por lo que tengo entendido, sufre graves deficiencias de sustancia gris. Quería preguntarle a aquel trabajador social tan informado de dónde ha salido la radio, puesto que no ha venido a verla ni un alma en los dieciocho meses que llevamos compartiendo este cuchitril. Simplemente apareció un día del otoño pasado. En cierto modo fue una bendición, porque hasta entonces la única ocupación que tenía era pasarse el día sentada haciendo ruidos extraños. Con las muelas era capaz de producir un sonido similar al de un avispón.
      —Sí —dijo la prima Augusta al tiempo que suspiraba—.Da lástima.
      —Sí, lástima —repitió la prima Isobel—. Reconozco que da lástima, pero también hay que reconocer que es injusto que me hayan encerrado con una cretina incontinente y su radio, y que tenga que escuchar esa condenada basura durante todo el santo día, maldita sea.
      A continuación miró al frente y soltó un sermón sobre la comida que, en su opinión, era sin lugar a dudas la peor de toda la cristiandad. La prima Isobel estaba convencida de que una cocinera de Alemania del Este estaba a cargo de la cocina.
      —Will Hamilton me ha llevado a la ruina —continuó diciendo aquella voz beligerante—. A este edificio se lo conoce con el nombre de «casa de la muerte», pero yo ya le he dejado bien claro a Will que he renunciado a todo menos a mi alma y que todavía no estoy dispuesta a renunciar a ella, ¡maldita sea!
      La prima Isobel se quedó callada tramando una nueva maldad y, mientras jugueteaba con el fino anillo de plata que llevaba en el dedo, contempló a través de la ventana, con una sonrisa de desdén, a los consentidos ancianos, a quienes se les había unido una mujer gorda y coja que señalaba los gorriones con el bastón y se reía a carcajadas.
      —Por última vez, Isobel —dijo la prima Augusta—. Por última vez al menos durante esta tarde. ¿Estás segura de que no quieres venir a vivir con Roger y conmigo?
      —Pero Gusta —respondió la prima Isobel con un aborrecible tono de burla—, ¿qué diría Will después de todas las molestias que se ha tomado con el blanco hueso y el rosa? Pero si llegó a ofrecerme a una señora de compañía finesa para que pudiese atizarme con una vara.
      —¡Pobre Will! —exclamó la prima Augusta levantando los ojos al cielo—. ¡Pobre primo Will! Haciendo caso omiso a las exclamaciones, la prima Isobel giró lentamente su patricia cabeza para dirigir a Lily una penetrante mirada.
      —Espero que tu padre te dejara el dinero en fideicomiso, porque si no lo hizo, Will Hamilton te arruinará. Tu padre me caía bien —afirmó, y como ateniéndose a los hechos, añadió—: Se llamaba Matthew Holmes.
      Lily no supo qué contestar, pero tampoco hizo falta porque la prima Isobel continuó implacable:
      —Matt Holmes me caía bien. Era un patrón de barco excelente, y así lo señaló el juez Carpenter en numerosas ocasiones. Lamento que muriese. Todavía sería joven, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de la gente. La mayoría de la gente ya ha muerto. El funeral de Eva Tuckerman se celebró el jueves. ¿Ofició la misa un Kingsolving?
      —Sí —contestó la prima Augusta—. Fue un funeral precioso. Todos admiraron tus flores y la nota que llegó por cable desde Vevey.
      —Pues a mí me enterrarán en una fosa común —sentenció la prima Isobel con regocijo—. No has contestado a mi pregunta, prima Lily. ¿Te dejó tu padre el dinero en fideicomiso?
      —Mi padre no dejó nada —repuso Lily. Y su respuesta, en esencia, era cierta. El año siguiente recibiría una suma insignificante de dinero para cubrir las compras de Navidad y los gastos de peluquería. Pero de momento dependía por completo del primo Will, que además de cederle varias habitaciones, todas acogedoras, y de proporcionarle tres satisfactorias comidas al día, le había asignado un pequeño salario por mecanografiarle las cartas con las que siempre estaba tratando de mantenerse al margen de algún embrollo financiero.
      —¡¿Nada?! —aulló la prima Isobel—. ¿Qué quieres decir con «nada»?
      —Que no me dejó dinero —puntualizó Lily, que sintió una inexplicable y cálida ráfaga de orgullo.
      —Deja de bromear —insistió la prima Isobel con brusquedad—. Nunca había oído nada parecido. ¿Está diciendo la verdad, Agusta?
      La prima Augusta, incómoda, asintió con la cabeza y explicó:
      —Como recordarás, Matt y Laura lo invirtieron todo en aquella escuela de aviación que montaron en Arizona y que se fue al traste cuando… ya sabes, querida, cuando tuvieron el accidente. A Lily no le quedó mucho, pero ¡qué caray, Izzy!, Lily sabe arreglárselas.
      La prima Isobel miró a una y a la otra; parecía una rata calculadora.
      —No estarás pensando en soltarme un sermón sobre lo imprevisible de las cosas, ¿verdad? —preguntó—. Las antiguallas como yo gozamos de la prerrogativa de decir lo que pensamos y os quiero advertir que en este lugar las internas no hablamos precisamente en términos de «riqueza espiritual».
      Y diciendo esto, alargó la mano para pellizcar la manga de paño fino de la prima Augusta y añadió:
      —Es un tejido excelente. Seguro que te ha costado un dineral traerlo desde Inglaterra. Roger Shephard es extraordinariamente rico.
      —Es rico —reconoció la prima Agusta—, y tiene un corazón de oro. Él quiere y yo también quiero… todos queremos que vengas a vivir con nosotros. Roger me pidió que te trajera algo para tentarte y que regreses al mundo.
       Y de su bolso de mano, la prima Augusta sacó una fotografía de dos chicas con vestido de fiesta y dos chicos con frac.
      —Esta soy yo —señaló la prima Isobel sonriendo—, y esa es Susie Holmes. El que está detrás de mí es Don Tucker y el otro, por supuesto, es Stevie Holmes. ¿Os habéis fijado en las colas de los vestidos y en los peinados estilo pompadour? ¿Qué nos hacía pensar que necesitábamos abanicos de pluma de avestruz de más de medio metro de ancho? ¡Y nada menos que tiaras! La mía, si no recuerdo mal, era de esmeraldas.
      La prima Isobel contempló fascinada la fotografía, acercándosela a la nariz y luego retirándola, mientras lanzaba, más feliz que una perdiz, exclamaciones burlonas.
      Las enfermeras terminaron de doblar las últimas sábanas y camisones, y salieron de la sala, excepto una que era guapa, pequeña y un poco bizca. Esta enfermera avanzó hacia la ventana para bajar la persiana, puesto que el sol, que empezaba a ponerse, las estaba deslumbrando, y les dijo:
      —Señoras, la visita ha terminado. Es hora de cenar, señorita Carpenter.
      —¡¿Hora de cenar?! Pero si apenas es la hora de la merienda.
      —¿Le traigo a la señora el servicio de plata? —le preguntó la chica con descaro—. ¿O acaso prefiere la vajilla de porcelana? —la enfermera estaba bromeando, porque le dio a la prima Isobel una palmadita afectuosa en el hombro y añadió: —¿Qué tiene ahí, cielo? ¿Una postal?
      —Bernice, en esta fotografía salgo yo vestida para asistir a un baile de beneficencia. Mira qué estilo.
      —¡Un baile de beneficencia! ¡Oh, señorita Carpenter, es usted divertidísima! A veces me desternillo con sus comentarios sarcásticos.
      La enfermera buscó afablemente la aprobación de la prima Augusta y de Lily, y acto seguido observó, maravillada, la fotografía.
      —Me hablará de todos ellos, ¿verdad, señorita Carpenter?
      ¿O es que me está tomando el pelo y usted no es esa de ahí ni fue a ningún baile de beneficencia?
      —Te lo aseguro, Bernice. Esa soy yo, y nadie más que yo, en mi momento de mayor esplendor. Mis invitadas te lo pueden confirmar. ¿Se han fijado, señoras, en el traje que llevo para mi baile de beneficencia diario? ¿Qué les parecen estos niños revoltosos jugando en el patio? A Will le disgustan estos estampados. Parece que ha perdido el sentido del humor.
      —En el patio hay demasiada humedad para que los pacientes de artritis salgan a pasear.
      Pronunciadas como un eslogan, aquellas palabras se quedaron suspendidas por encima de las voces y el sonido de la radio. Era la mujer ciega la que había hablado, en voz alta y decidida. Lily se giró y observó su perfil que, plano como un bajorrelieve, se mantenía levantado con una malvada expresión de desprecio. Una enfermera, sentada en el brazo de la butaca, intentaba darle cereales con una cuchara de madera, pero la mujer sacudía las manos sin parar y frustraba los intentos de la chica, que murmuraba y suspiraba, y al final gritó con impaciencia:
      —¡Venga, va! Que no es veneno para cucarachas.
      —No se preocupen por Viola —les dijo Bernice a las invitadas—. Viola detesta comer.
      —¿Y quién no? —preguntó la señorita Carpenter, que hizo una mueca al ver llegar su bandeja.
      Aquella tarde le sirvieron un cuenco con una especie de papilla de sémola y una ensalada de zanahoria rallada y pasas. De postre tenía un pedazo de bizcocho relleno con apenas unas gotas de una mermelada oscura y pegajosa. Lily se preguntó qué haría la prima Isobel una vez se llevasen la bandeja a la cocina y cayese la noche, aquella noche de invierno. Y se puso a buscar con la mirada una lámpara apropiada para leer el ejemplar de McCall’s. Pero en aquel dormitorio no había ni una sola lámpara, excepto una pequeña bombilla que colgaba desnuda en medio del techo. Y mientras Lily, consternada, miraba a su alrededor, la prima Isobel adivinó lo que estaba pensando y comentó:
      —Aquí las noches son muchísimo más largas que los días.
      ¿Se te ocurre alguna tortura china peor que la mía? Esa radio está en marcha hasta las diez de la noche. Y lo único que puedo hacer es quedarme sentada en la silla o tumbarme en la cama… y disfrutar de la vida. ¡Disfrutar de la vida! Con este cuerpo totalmente inútil y deformado por una artritis para la que no se conoce cura. ¡No me hagáis reír!
      —Podrían administrarte cortisona —sugirió la prima Augusta, cansada—. Si tú quisieras.
      Bernice trataba de animar a la prima Isobel para que comiese:
      —Compórtese como una niña buena y cómase esto, cielo
      —le dijo con amabilidad—. Aquí tiene una deliciosa crema de ostras. ¿Qué importa el nombre que le demos? Solo tiene que usar la imaginación y creerse que se trata de una crema de ostras.
      —¡Riquísimo! —exclamó la prima Isobel con acritud.
      No había duda de que, para ella, la comida era mucho más que un sustento. A medida que se llevaba a la boca la sémola, los ojos le empezaron a brillar de rabia y Lily pensó que seguramente la prima Isobel no cambiaría aquella papilla blanca ni por todas las ostras del mundo, por muy suculentas que fueran. La ira le daba fuerzas y la rejuvenecía; comía con avidez.
      —Señorita Carpenter, si esa de la foto era realmente usted, por qué no se casó nunca? —le preguntó Bernice—. Una chica tan joven y guapa como usted…
      —Era demasiado buena para casarme —respondió la anciana, guiñando el ojo con malicia—. Demasiado buena y demasiado rica.
      —Demasiado buena para ser verdad —intervino la mujer ciega.
      —¿Eso es todo lo que sabes decir, Viola? —replicó la señorita Carpenter y, mirándola de frente, empezó a sermonearla—: No tienes ni idea de lo que significan la mitad de las cosas que dices. Eres incapaz de pensar. Solo sabes imitar a los demás como si fueras un mono. Resultarías un interesante caso de estudio si se diese la circunstancia de que a alguien le interesase lo que te pasa. A mí no.
      —Solo recuerda esto: La vida no es un abismo —gritó Viola, repitiendo la letra de la canción por encima del tintineo de una cascada de ukeleles hawaianos. Y acto seguido, con un gesto de apasionada desesperación, posó sus frágiles manos encima de sus pequeños pechos adolescentes.
      —Marchaos, queridas —les dijo la prima Isobel—. La pobre Lily volverá a este sitio a su debido tiempo.
      —¡Ya está bien! —gritó la prima Augusta. Se había enfadado de verdad y tenía las mejillas encendidas. Con rapidez, se dio la vuelta para ponerse el abrigo e hizo que Lily se levantara— ¡Deja en paz a la niña! ¡El dinero no lo es todo!
      —Pero la falta de dinero sí —repuso la prima Isobel, indomable, con una sonrisa de oreja a oreja—. La falta de dinero es el castigo eterno.
      —¡No mientas! ¡Te encanta estar aquí! Este no es tu castigo, es el castigo del pobre Will Hamilton.
      —¿Y eso qué tiene de malo, si se puede saber?
      La maldad no podía haberse manifestado de un modo más sereno. Lily, cuya expresión corporal se limitaba a los movimientos pautados que hacía al bailar, al patinar y al dar o recibir un beso, sintió deseos de darle una bofetada a la prima Isobel, de tirarle de aquel pelo corto y de pellizcarle los retorcidos dedos. El odio, un odio que no había conocido hasta entonces y que superaba el dolor que sintió cuando sus padres murieron en un violento accidente de avión, fue creciendo en su interior como si se tratase de otra persona y, así caracterizada, su presencia se impuso a la de la prima Augusta para acusar a la anciana:
      —¡Es usted un buitre! ¡En su interior no le queda ni una pizca de amor! ¡Pero a Viola sí!
      Y sin poder hacer nada para evitarlo, Lily rompió a llorar. Por unos instantes, el desconcierto se apoderó de la prima Isobel, pero solo por unos instantes porque enseguida dijo:
      —Viola no tiene nada. Viola es la personificación de lo que Will Hamilton me ha hecho.
      A la prima Isobel se le extravió la mirada y, con el gesto propio de una noble viuda turbada, indicó a sus primas que se marcharan.
      La prima Augusta condujo a Lily, que seguía llorando, fuera de la habitación y mientras atravesaban la gran sala de al lado, Lily, a pesar de las lágrimas, les devolvió la sonrisa a las pacientes seniles que guardaban cama y que le sonreían con superioridad. Una de ellas le dijo con voz temblorosa:
      —Me alegro de no tener que salir en un día tan desagradable como este.
      Y se arrebujó entre aquellas ásperas mantas grises.
      El abismo del crepúsculo invernal se abrió ante ellas como una boca inmensa y un viento despiadado les arañó las mejillas. La prima Augusta, caminando apresuradamente, regañaba a Lily como una madre a su retoño:
      —Will no tendría que haberte dejado venir. El pobre debe de encontrarse muy mal para habértelo permitido.
      —Pero es que yo quería venir —repuso Lily entre lágrimas—. Bueno, en realidad quería venir por el primo Will.
      —Eres una buena chica, Lily. Una chica muy leal. Estoy segura, segurísima, de que has tenido que renunciar a algo para venir hoy aquí. ¿A que sí? ¿A que tengo razón, cielo?
      Ya en el interior de las suaves y dulces profundidades del Cadillac de la prima Augusta, Lily apoyó la cabeza en el hombro de su prima y dejó que las lágrimas se le fuesen secando antes de volver a hablar. Entonces dijo:
      —Solo había quedado para ir a patinar al Jamaica Pond. Pero hemos discutido. Es decir, Tucky Havemeyer y yo hemos discutido. No se ha creído que tuviese que ir a visitar a una prima enferma.
      La prima Augusta le cogió la mano y con la mirada fija en el cuello del chófer, dijo:
      —Lily, cielo. Me siento fatal. No sé si irme a beber champán con polvo de oro o a vender lápices al parque Common. Lo mire como lo mire, solo veo un abismo.
      Como era joven y optimista, y en el fondo sabía que lo suyo con Tucky Havemeyer no estaba del todo acabado, Lily empezó a sentirse mejor al tiempo que la prima Augusta se desmoronaba. Y, sin motivo aparente, se alegró al contemplar las destartaladas afueras de la ciudad, que empezaban a reemplazar el vasto paisaje campestre, y las feas e intermitentes luces de neón que hacían publicidad de cervezas, medicamentos, sándwiches y de todos los demás paliativos y excesos disponibles en aquella vida sin abismos. Con un tono adulto –aunque todavía vacilante–, con el que pretendía consolar a su prima, Lily le dijo:
      —¿Sabes lo que haría en tu lugar o si fuese el primo Roger o el primo Will? La enviaría a un manicomio. Esa mujer está completamente loca.
      —¡Pero Lily! —La prima Agusta se giró y la miró con los ojos como platos—. Pero Lily, ¿no comprendes que todos queremos a la prima Isobel?
      Hasta que el coche se detuvo en casa del primo Will para que Lily bajara, ninguna volvió a pronunciar palabra. La prima Augusta estaba demasiado horrorizada para hablar y Lily, demasiado perpleja. ¡Querer a la prima Isobel! ¿Cómo se podía querer a alguien que era completamente incapaz de expresar ningún tipo de afecto? Lily se sintió excluida de la familia y traicionada por su propia traición a una convención de la que, por descuido, nunca había sido consciente. ¿Significaba aquello que el pobre primo Will también quería a la prima Isobel? ¿A aquella mujer que lo estaba matando, que lo estaba asesinando igual que si le apretara la garganta con las manos? Desde luego, ellos podían quererla; pero entonces, Lily no los querría a ellos. Con profunda repugnancia, se apartó de la mujer que tenía al lado e, indignada, vio cómo se iba reduciendo la distancia que la separaba de su tutor, aquel hombre enamorado de su propia destrucción. Entonces dirigió sus pensamientos hacia Tucky Havemeyer, pero no obtuvo consuelo ni recompensa. «Solo hay una persona capaz de amar —pensó—, y esa persona es Viola. Alguien que no puede dar ni recibir nada. Todos los demás son unos hipócritas.» Lily forcejeó contra aquella paradoja, asfixiante como el abrazo de las serpientes de Laocoonte, y se sintió muy vieja. Pero cuando el coche entró en la calle Brimmer y distinguió a su pretendiente —rubio, ceñudo, con una gorra de caza y botas— llamando al timbre de la casa de los Hamilton, la joven trató de reprimir su alegría, repudió la hipócrita sangre de su familia, dedicó un último pensamiento a Viola en su estado de gracia, y salió disparada del coche para gritar:
      —¡Oh, Tucky! ¡Qué coincidencia más afortunada!

2 comentarios. Dejar nuevo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Rellena este campo
Rellena este campo
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Entrada anterior
Las metamorfosis
Entrada siguiente
Pan