El cuento del mes

La maceta rota

A principios de este mes estuve en Tepoztlán, Morelos, participando como tallerista en Under The Volcano, un retiro anual y bilingüe para escritores de diversas especialidades. Me tocó un grupo diverso y brillante de autoras y autores de cinco países, y en él varias personas interesadas en el cuento, cuyo trabajo quedará representado aquí en los meses por venir. Son voces emergentes que vale la pena seguir.
      La primera es Yeni Rueda López (1990), narradora y editora mexicana. Ha publicado cuentos en antologías como Veinte cuentos para leer en… (2009) y Mr. Maffia. Una anatomía del resentimiento (2016), así como en Río Grande Review, Tierra Adentro, Voz de la Tribu y otras revistas. Su primer libro fue Tres gotas de agua (2014). Editó durante ocho años la revista literaria Moria y actualmente radica, trabaja y realiza actividades culturales en la ciudad de Cuernavaca.
      El cuento que sigue resalta una parte importante del proyecto de su autora: la representación de la vida real desde perspectivas verosímiles y a la vez inesperadas, es decir, no las que exigen los lugares comunes sobre la escritura realista ni sobre la «literatura escrita por mujeres». Su tema central es la violencia, cómo se perpetúa y cómo se intenta –a veces sin éxito– contenerla.

Yeni Rueda López (fuente)

LA MACETA ROTA
Yeni Rueda López

Fijar tu mirada en la fisura y luego en los pedazos de barro desperdigados en el piso. Los granos de tierra se mezclan con la sangre que se desliza sobre el dorso de tu mano izquierda. El olor a tierra húmeda y la savia que brota de las plantas rotas invade el patio hasta adentrarse en tu estómago. La fisura pudo haberse trazado en la cara de Ana, pero una alarma en tu cerebro desvió el puño contra la maceta. Notar lo tensa que está su mandíbula. Mastica rabia y miedo. Sus ojos tan enrojecidos que duele verlos. Querer abrazarla, pedirle perdón y decirle que hace quince minutos no eras tú, que nunca más volverá a suceder. Quedarte callado por la vergüenza. Verla mover los labios. Seguramente es el reclamo que mereces, pero lo ahoga. Algo se rompió en su interior. Sentir una masa negra formándose justo en el centro de tu abdomen y tener miedo de ti mismo. Intentar volver sobre el tiempo para comprender la situación y saber qué hacer después. ¿Levantarte y pedir disculpas? ¿Romper otra maceta? ¿Volver a lanzar un puñetazo? Reincorporarte y sentir todo el peso de tus huesos empujándote hacia el piso. Verla fijamente. Ana no tiene ninguna herida, pero es obvio que la fisura de la maceta también quedó marcada en el interior de su cuerpo. Te mira con resentimiento. ¿De qué otra forma podría hacerlo después de lo ocurrido?
      Mirar los detalles de la fisura en el fragmento de la maceta y recordar lo que tu madre dijo antes de morir. No sólo recordar, estar ahí. El vaho del sol se introduce en la habitación estéril a través de las rendijas de las ventanas. Mamá y tú dormitan. Los ronquidos de la agonizante parecen provenir de su estómago y se acompasan con los bips del monitor de su corazón. Abrir los ojos antes que ella. Caer bajo su mirada inerte cuando sale de su letargo. Levantarte para limpiar la saliva que comienza a escurrir por su boca. Escuchar un balbuceo y guardarlo en tu mente. Armar el rompecabezas de sus palabras hasta el momento en el que el fuego descompone su cuerpo, como si el crepitar de las llamas revelara un secreto: “Mario, no hagas la pendejada de ser como tu padre”.
      Regresar al presente gracias a un certero pinchazo en la vejiga. Ahora estás recostado en el sofá. En tu mano entrecerrada, el fragmento de la maceta con la fisura. Escuchar el rumor de los pasos nerviosos de Ana en el piso de arriba. Volver a la imagen de la maceta desecha en el patio. Hundirte por el pesado dolor en la vejiga, el adormecimiento de los músculos y un profundo escozor entre los dedos. Revolverte entre los cojines por varios minutos hasta que la urgencia de ir al baño hace que te levantes de un salto. Al orinar, sentir como si millones de pequeños vidrios rasgaran la uretra. Apretar los dientes y doblar el torso. En el excusado, como desde hace una semana, un líquido oscuro con vetas rojas. Recorrer con tus dedos la fisura en el fragmento rojizo de la maceta. No sentir nada. Ana salió de la casa sin volver a mirarte. Contar las líneas irregulares de las huellas marcadas sobre la tierra revuelta, los pétalos marchitos y los tallos quebrados. Eran unas violetas hermosas que Ana cuidaba con esmero porque eran sus favoritas. No saber si regresará. Si tú fueras ella, ¿qué harías?
      Presionar con tanta fuerza sobre la fisura del fragmento de la maceta que un pequeño corte aparece y la sangre comienzan a brotar en el dedo. Sentir una masa negra en el estómago, como un bulto que se retuerce y crece. Guardar el fragmento de la maceta en tu bolsillo. ¿Qué le está sucediendo a tu cuerpo? Para cumplir la promesa que le hiciste a tu madre moribunda borraste cualquier huella de tu padre en tus genes emocionales y físicos. Sin embargo, algo intrusivo ha comenzado a manifestarse. La brutalidad, la vejiga, la fisura. Preguntarte si todo ha sido en vano. ¿En quién te estás convirtiendo?
      Entrar al baño para lavarte la sangre seca de las manos y recordar la fisura perfecta en una maceta no muy distinta de las otras pero que odiaste desde el momento en el que ella insistió en comprarla. En el fondo, te alegra haberla roto. Excavar entre tus pensamientos revueltos para entender cómo inició la pelea. Quizás fue la acumulación de varias cosas: su indiferencia ante las dolencias físicas de la última semana, la insistencia en no tener un hijo, el que siempre esté fuera de casa, el que use faldas y que otros hombres la miren. Porque ella es tuya ¿no? Por algo se dice “mi mujer”. Se le llama así porque al amarla te pertenece ¿no? Sumergirte en la confusión de no reconocerte en estos pensamientos. Sentir náuseas mientras el bulto va abriéndose paso en tu estómago. Tener la sensación de que este odio y este cerebro embrutecido no es completamente el tuyo. Salir del baño y triturar con tus pisadas los restos de la maceta. Escuchar el teléfono y correr para ver si te ofrece alguna salida rápida al remolino que está formándose en tu interior. Tal vez, sea ella. Antes que el interlocutor diga nada, puedes escuchar perfectamente su respiración. O ¿es la tuya? “¡Hola! soy tu papá, ¿cómo…” Lanzar el auricular violentamente contra la pared al reconocer esa voz. Recordar la cólera que sentiste antes de golpear la maceta y que hizo palpitar todo tu cuerpo. ¿Y si la fisura ya estaba ahí desde antes? ¿Por qué, después de tantos años, tu padre te habla por teléfono? ¿Por qué insiste en contaminarte? ¿Y la pelea con Ana? ¿Por qué fue? Sí, ya había muchas cosas fermentándose dentro de tu cabeza, pero… ¿realmente eres tú? Intentar desmenuzar los acontecimientos para entender las cosas. Adentro de tu cabeza, los balbuceos de tu madre, la respiración de tu padre y el recuerdo del reclamo ahogado de Ana. Ya no puedes escuchar tu voz. El bulto negro se contrae nuevamente y parece estar llegando a la garganta. El dolor de la vejiga va y viene, recordándote la podredumbre de tu interior.
      Intentar recordar. ¿Dónde había pasado esto antes? Verla nuevamente, en el patio, frente a las macetas. Pero ya no es Ana, es otra mujer que conoces. ¿Dónde estás tú? Increparla sobre su jefe. Seguro él la mira y ella lo provoca. Ver esas estúpidas macetas que cuida con tanto esmero, incluso, más que a ti. Un impulso violento brota de tu cuerpo y se materializa sobre ella. Oír un alarido de extremo dolor y enojo. Se rompió el brazo con el que bloqueó la patada que lanzaste directo a su estómago. Pero… ¿cómo pasó? Tener miedo e ir corriendo al baño. Echarte agua en la cara para calmarte lo suficiente y llevarla a un médico. ¿Pero si dice que le pegaste? No es tu culpa, ella lo provocó. Fue su culpa. Las macetas quedaron hechas mierda, piensas, me va a chingar con esto toda la semana. Levantar los ojos y ver algo que no esperabas. El rostro de tu padre. Los ojos hundidos en ojeras, las canas desperdigadas por todo el cabello y una barba oscura desordenada. Reconocer los gritos y el llanto: son los de tu madre. Abrir los ojos para darte cuenta que era otro sueño.
      No escuchar ningún ruido. Las luces están apagadas y el fragmento de la maceta con la fisura sigue en tu bolsillo. Sin pensarlo, tomar las llaves del coche. Tienes que detener esto. Esta ira no es normal. ¿De cuándo acá le reclamas a Ana cosas tan estúpidas? Ni siquiera es que te molesten realmente. Es como si el bulto que ahora se manifiesta, hubiera extraído esos pensamientos de algún lugar profundo de tu cabeza. Sólo hay un lugar y una persona que puede ponerle un alto a todo esto.
      Ver a la distancia una puerta a la cual no te acercabas desde los 19 años. Sentir cómo los pulmones se inflaman debido a la presión de los nervios. Aunque el día es cálido, todo está muy tranquilo. Sólo escuchar el silencio y los pasos que te van llevando hasta esa casa, la que alguna vez habitaste. Reconocer en la entrada unas macetas que alguna vez abrigaron las violetas de tu madre. Tocar la puerta y ver la figura deformada de tu padre acercarse a través del cristal verdoso. Sumergirte en sus ojos cuando abre la puerta. Reconocerte en esos rasgos avejentados. Sentir suavemente una oleada de dolor en la vejiga mientras la voz de tu padre llega a tu cabeza como la interferencia estática en una televisión. Medio entender que pregunta por tu vida. Notar su incomodidad y sorpresa al verte caminar por su casa. Ignorar sus palabras. Hay demasiado ruido en tu cabeza. Ver el pasillo y tratar de calmar tu cuerpo. No entender lo que dice, pero reconocer su cansancio y confusión por tu presencia. El papel tapiz ha palidecido por completo. Recordar perfectamente el fin de semana en el que, junto a tu padre, colocaste el ornamento sobre las paredes. Ahora, por el paso del tiempo y el descuido se ha llenado de fisuras. Fisuras, como la fisura de la maceta o la de Ana. Fisuras, como las arrugas en la mirada de tu padre. Fisuras, como el arañazo que traes en el dedo. No dudar. Es la única salida. Si él sigue existiendo el bulto negro alcanzará tu cerebro y después te expulsará para siempre de tu cuerpo. El dolor en la vejiga reaparece con más fuerza e intentas mantener la compostura. No te puedes echar para atrás. Más allá de ti, de ella, o del hombre que camina frente a ti y te ofrece un vaso de agua, cumplir la promesa que le hiciste a tu madre. Ver cómo tus brazos se extienden y lo empujan contra la pared. Mirar en sus ojos un gesto confundido, el reproche exudando en sus poros. Igual que Ana. Aunque él es más bien cínico. ¿En realidad le sorprende? Lanzar varios puñetazos hacia su rostro. Él intenta defenderse. Gruñe. De pronto te sientes como el niño que miró a su madre cubierta de tierra en el patio y con un brazo fracturado. Pero ya no más. Recordar que ahora tienes 28 años. Caer al piso junto con él. Abofetearle. Escupirle. Degradarlo físicamente lo más que puedas. Recordar la fisura en la maceta. Los nudillos comienzan a dolerte. La sangre brota de las arrugas de su rostro. Ya casi no se mueve. Recordar el fragmento de la maceta en tu bolsillo. Fracturar el tabique de su nariz. Recordar a tu madre. Pensar que ahora sí hubieras podido defenderla. Hundir el puño en sus ojos. El bulto negro ha llegado a tu boca y sientes un sabor amargo que te provoca náuseas. El pinchazo en la vejiga se hace presente haciendo que sueltes la cabeza hinchada de tu padre. Retroceder. Recordar la fisura. Recibir un golpe hosco en la cabeza y de inmediato cerrar los ojos. Recordar a Ana. Sentir la sangre que corre entre la piel y el cráneo. La fisura ahora también estará en tu cuerpo.
      No sentir nada. ¿Así se siente el final? Distinguir apenas algunas vetas de luz. Ver cómo el tiempo pierde su forma. Escuchar un murmullo de personas hablando de ti, a lo lejos, en un lugar en el que no estás ahora. En la oscuridad, tu rostro. El de tu padre. Tratar de abrir los ojos. Sólo tienes que encontrarlo lo más pronto posible y terminar con el asunto de una vez por todas. Abrir los ojos lentamente. El murmullo se hace más tangible pero no entiendes lo que dicen. Sentirte cegado por la luz que poco a poco va entrando a tu cuerpo. Intentar reincorporarte. Los músculos no responden. Reconocer la lámpara anticuada del comedor que tanto ama tu padre. Ver la piel superficial de tus manos rasgada. Sentir como si clavaran pequeños vidrios en todo tu cuerpo. La vejiga te arde. El dolor en los huesos es insoportable y ahora eres tú quien ahoga un grito de auxilio. Recordar la fisura. Recordar las fisuras. No sentir miedo. Sentirte aliviado porque, al menos, detuviste la transformación.

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