El cuento del mes

La casa del Estero

Este no es exactamente un cuento: es una crónica de la escritora mexicana Fernanda Melchor (1982), publicada inicialmente en el libro Aquí no es Miami (2013). Pero ella no sólo es una narradora extraordinaria, cuya novela Temporada de huracanes (2017) es una de las más celebradas de los últimos años en español, traducida a varios idiomas y ganadora de premios internacionales; además, esta narración es considerada por muchas personas uno de los mejores cuentos de terror escritos en México en los últimos años. Fernanda Melchor será, creo, de los muy pocos autores de este tiempo que serán efectivamente recordados después; la cultura mexicana siempre ha tenido poco aprecio por la literatura como arte, y sólo la justifica cuando «informa» acerca de la realidad (o lo que algunos consideran importante de la realidad), pero lo cierto es que narradoras como ella logran el objetivo triple de escapar de los prejuicios, efectivamente escribir de experiencias vividas, o cercanas a la vida y los titulares, y hacerlo con enorme habilidad.
      El texto está tomado del blog de la autora.

LA CASA DEL ESTERO
Fernanda Melchor

Felix, qui potuit rerum cognoscere causas
Virgilio, Geórgicas, lib. II v. 490.

1
      —¿Qué es lo más cabrón que te ha pasado en la vida? —me preguntó Jorge.
      Estábamos en la fiesta de cumpleaños de Aarón, en el balcón de su sala. Acababan de dar las cuatro de la mañana. Un norte ligero alborotaba las palmeras de la costera, visibles –al igual que los fierros de las gradas del carnaval, ya instaladas desde enero– por encima de los tejados de la colonia Flores Magón.
      —¿Lo más cabrón que me haya pasado? —repetí, para ganar tiempo.
      Yo tenía 24 años. En aquel entonces, lo más cabrón que me había pasado era la pelea que tuvimos mi padre y yo antes de que me largara para siempre de su casa. Era el 2005 y sólo quedábamos él y yo en Veracruz: Julio estudiaba en Ensenada y mamá… bueno, digamos que mamá estaba de vacaciones indefinidas en el norte del país, desde donde telefoneaba de vez en cuando para platicar de cosas que cada vez tenían menos sentido. Papá ya se había deshecho de las cosas de mamá: su ropa, sus papeles, sus perfumes; metió todo en bolsas de basura y las sacó a la calle. No dejó de echar fiesta desde entonces; yo era la que trabajaba para comer y pagarme la carrera.
      ¿Pero qué caso tenía contarle eso a un muchacho al que apenas conocía? Una cosa era que me dejara dar sorbos a su cerveza y que me mirara con ojos negros bellamente entornados, y otra, contarle cómo aquella última pelea yo había amenazado a mi padre con su propia arma –una .45 automática que él mismo había escondido en mi tapanco– porque su tronadera de música electrónica llevaba días sin dejarme dormir.
      —No sé. La verdad es que no sé —respondí al final, presionada por aquellos ojos a la vez penetrantes y somnolientos.
      Intuí que su respuesta sería mejor que la mía, pero algo pasó, algo interrumpió nuestro diálogo en el balcón, y Jorge no me contó la cosa más cabrona que le había pasado sino tres meses después, cuando tuvimos nuestra primera cita.
      Él llevaba dos caguamas encima cuando yo llegué al bar, tarde y un poco mojada por la lluvia. Me senté en la mesa que eligió sobre la acera. Corría un viento tibio que me secó rápidamente. Lo dejé guiar la conversación porque, la verdad, a tres meses de la fiesta de Aarón no lograba recordar su nombre de pila; sólo su apellido, su apodo de barrio –El Metálica– y su mirada.
      Esa noche, después de dos litros más de cerveza, me contó por primera vez la historia de lo que le había pasado a él y a un grupo de amigos en la Casa del Diablo. Tardó algunas horas en hacerlo, en parte porque narró, minuto a minuto, sucesos que habían ocurrido hacía más de una década, y también porque abundaba en extensas digresiones destinadas a explicarme los detalles que yo ignoraba. El estilo de contar de Jorge me intrigaba: entretejía de forma natural el relato directo de lo sucedido con fragmentos de diálogos, con ademanes aferrados a su cuerpo, con sus propios pensamientos, los presentes y los pasados. Un jarocho de pura cepa, pensaba yo, fascinada; entrenado para la conservación de las hazañas viriles en una cultura que desdeña lo escrito, que desconoce el archivo y favorece el testimonio, el relato verbal y dramático, el gozoso acto del habla.
      Tres horas después yo seguía muda y él llegaba a la desoladora conclusión de su historia. Para entonces, yo ya estaba enamorándome de él. Tardé varios años en darme cuenta de que, en realidad, me había enamorado de sus relatos.

2
El horror, como Jorge lo llamaba, comenzó un día de junio de 1990, con la llamada de su amiga Betty.
      —Oye, Jorge, vamos al Estero…
      Por el auricular, Jorge podía escuchar las risitas de Evelia y de Jacqueline.
      “El Estero. Quieren ir a esa pinche casa de nuevo”, pensó Jorge y la modorra de las cuatro de la tarde lo abandonó por completo.
      —No puedo ir, no tengo dinero —les dijo, seco, para desanimarlas.
      —¡Anda, Jorge! Nosotras ponemos la botella…
      Jorge miró el rostro dormido de su abuela, su boca ligeramente abierta, las cobijas hasta la barbilla. El teléfono estaba en el cuarto de la anciana pero ella nunca escuchaba el timbre. Dormía hasta tarde porque se pasaba las noches en vela. Decía que la tía de Jorge, su hija fallecida años atrás, se le aparecía al pie de la cama y le movía las piernas.
      —No tengo nada, ni para el autobús.
      —¡No importa, nosotras te invitamos!
      Jorge tuvo ganas de hablarles de lo que vivía en la casa del estero, pero no se atrevió.
      —Anda, no seas mamón. Te esperamos en Plaza Acuario— dijo Betty, y luego colgó el teléfono.
      Jorge marcó entonces el número de Tacho.
      —¿Bueno? respondió este.
      —Oye, carnal. Fíjate que…
      —Sí, ya me hablaron.
      —¿Tú qué dices? ¿Vamos?
      Tacho permaneció en silencio. Jorge retorcía el cordón del teléfono, impaciente. Dejarle a Tacho la decisión de ir o no a la casa abandonada era como lanzar una moneda al aire.
      “Tacho también estuvo ahí, él vio las caras de los cadetes”, pensó. Deseaba con toda el alma que su amigo se negara a ir.
      — Pus vamos a ver qué pasa— dijo Tacho, después de un largo silencio.
      Resignado, Jorge colgó el aparato y fue a darse una ducha. No tenía prisa; si las chicas realmente querían ir bien podían esperarlo. Por la ventana del baño observó que el cielo se cubría de nubes negras y se alegró. Se vistió y salió de la casa sin despertar a la abuela.
      No había avanzado ni diez metros sobre la avenida cuando el aguacero comenzó a caer. Gotas gruesas tupieron el pavimento pero Jorge no se molestó en cubrirse. “Ahora ya no querrán ir, es la excusa perfecta”. ¡Cómo amaba Jorge las tormentas instantáneas de finales de primavera!
      Para cuando llegó a casa de Tacho, la lluvia había cesado. Su amigo lo esperaba fumando bajo un árbol; estaba listo.
      —¿Nos vamos? —preguntó, él también inseguro.
      El sol brillaba de nuevo en el cielo e iluminaba las fachadas de las casas. Los niños regresaban en tropel a las calles. Algunos llevaban barcos de papel en las manos; los hacían navegar sobre un arrollo bajo la cuneta.
      “En menos de una hora, toda esta agua será aire caliente de nuevo”, pensó Jorge, derrotado. La ropa mojada se le sacaba ya bajo el sol.
      — Pues vamos —suspiró.
      Sentía el corazón como exprimido por un puño invisible mientras caminaban al sitio en el que las chicas ya los esperaban.

3
      Las leyendas sobre la Casa del Diablo son muchas y nada originales. Combinan relatos decimonónicos del puerto con argumentos de películas de terror los años ochenta: entre sus muros en obra negra, supuestamente, tuvieron lugar asesinatos rituales y penaban espíritus chocarreros. Se decía, por ejemplo, que la construcción estuvo destinada a ser un hotel con restaurante en la última planta, pero que este nunca pudo terminarse debido a que el vigilante mató a su familia entera y luego se suicido; sus almas –según la mítica porteña que relaciona las muertes violentas con la aparición de espíritus “intranquilos”– penaban en el sitio. Otra leyenda insistía en que la casa era la sede de una secta satánica que realizaba oscuros ceremoniales en sus sótanos, relato alimentado por la cercanía de la Casa del Diablo con el llamado “castillo” de la Condesa de Malibrán, un personaje a medias histórico a medias mítico considerado por los locales como una especie de Erzsebeh Bathory tropical. Asimismo, existía una tercer leyenda: la casa tenía siete sótanos a los que se accedía por una escalera en el interior, y en el último, en el más profundo, moraba el mismísimo Satanás.
      Lo cierto era que la casa y el terreno –ubicados a orillas del río Jamapa, en una de las zonas de mayor plusvalía de Boca del Río– pertenecían a un empresario local que no estaba interesado en venderlo ni en rentarlo. Una verja de acero impedía el acceso a los curiosos, la mayor parte adolescentes del puerto que buscaban un sitio para beber, drogarse y estimular con un poco de sugestión sus glándulas suprarrenales. La costumbre indicaba que uno debía entrar a la casa a través de la verja de hierro, sobornar al vigilante en turno y después recorrer uno a uno los tres pisos aún en obra negra. El tiempo y el clima no ayudaban a la conservación de la casa, que en los años noventa carecía ya de ventanas y cuyos pisos estaban siempre tapizados de una espesa capa de hojas secas. Una ceiba parasitaba una de las esquinas del edificio, sus ramas invadían partes de la segunda planta.
      Jorge, por supuesto, escuchó de niño todos esos rumores pero jamás había entrado; solamente había atisbado la casa por entre la maleza del Estero, a bordo del autobús rumbo a Antón Lizardo. La oportunidad de visitar la casa llegó cuando tenía 15 años; la idea fue suya y con ella convenció a la pandilla de scouts a la que pertenecía para que lo acompañaran: harían una expedición a la Casa del Diablo y escudriñarían sus misterios. Entraron por un portal al primer piso, recorrieron los cuartos oscuros y malolientes que parecían haber sido construidos bajo un diseño laberíntico. Entre risas nerviosas llegaron al segundo piso, el único lugar que realmente tenía apariencia de restaurante, con separaciones que distinguían una barra, una cocina y cuartos de baño. Todo estaba cubierto de hojas secas, excrementos de roedores y cadáveres de lagartijas.
      Lo único extraño que encontraron fue, en las habitaciones detrás de la barra, un portal con marco de piedra que conducía a una escalera. Esta descendía, formando una espiral, hacia una oscuridad absoluta.
      Ese día se marcharon porque no llevaban cuerdas. Regresaron el domingo siguiente con piolas, linternas, tiras de halógeno, provisiones de comida y agua, y una estrategia contra el pánico que el mismo Jorge había considerado necesario diseñar. Todos habían escuchado los rumores sobre la casa; era necesario que, en caso de que ocurriera algo fuera de lo común, permanecieran tranquilos, en calma; que el pánico no los invadiera.
      Decidieron incluso el orden en el que descenderían: primero El Puma, que a sus 19 años era considerado por todos como un verdadero adulto y por ello portaba el bastón del mando del clan. Luego bajarían Jorge, Adán y Lilí. A Roxana le tocó quedarse afuera y vigilar el extremo de la cuerda con la que todos se unieron, como exploradores alpinos, antes de descender.
      La escaleras apestaba a humedad y podredumbre. Los peldaños se desmoronaban bajo sus pies. Pronto necesitaron luz; Puma ordenó:
      — Enciendan sus linternas.
      Pero ninguna de las cuatro funcionaba.
      “Pero si probamos las baterías allá arriba”, pensó Jorge, aunque se cuidó de decirlo en voz alta para no generar inquietud extra.
      Los chicos sacaron entonces las tiras de halógeno de sus bolsillos, y fueron quebrándolas para obtener una luz verde, fluorescente, que apenas iluminaba el camino. Así descendieron unos diez metros más. Hacía demasiado calor y el sudor traspasaba el tosco tejido de sus uniformes. Delante de Jorge, Puma tanteaba el terreno con el bastón de mando; por detrás, Adán respiraba contra su nuca y a Liliana le castañeaban los dientes. Jorge también sentía miedo pero la flaqueza era algo que debía aprender a dominar, a controlar, si es que quería ingresar al Colegio Militar cuando cumpliera 18 años. Su sueño, en aquel entonces, era ingresar a la Brigada de Fusileros Paracaidistas y hacer la carrera de las armas. Después, cuando ya fuera un soldado de élite, desertaría del ejército y se uniría a la Legión Extranjera. A los quince años esa era, básicamente, su plan para escapar de Veracruz, de la abuela.
      —Esperen… —balbuceó Puma de pronto.
      Jorge chocó contra su espalda.
      —¿Qué pasa?
      —Me acaban de quitar el bastón de las manos.
      Jorge respiró profundo. Casi no había aire ahí dentro.
      —¿Cómo?
      —¿Qué pasó? —lloriqueó Lilí.
      A Puma se le quebró la voz y ya no quiso decir nada más.
      “Ya, esto es, esto es el pánico”, pensó Jorge “El momento en que todo se lo lleva la chingada”. Su pecho era un fuelle. Carraspeó hasta recobrar la voz y dio la orden de retroceder, ante la mudez estupefacta de Puma.
      Subieron como los cangrejos. Nadie quería darle la espalda al foso, de donde provenía el ruido del bastón al golpear brutalmente las paredes. Jorge respiraba con la boca abierta; trataba de encontrar un ritmo en su respiración, de controlar los latidos de su corazón. “Quizás sólo es un drogadicto, un loquito de esos que se meten a las casas abandonadas” pensó. “¿Pero qué clase de loco viviría en aquel agujero, qué clase de cosa esperaría ahí, en la oscuridad hedionda, a que llegara alguien …”.
      Tuvo que concentrarse en no pensar, en tantear con los pies la rampa ascendente de las escaleras.
      Cuando lograron salir de ahí, se encontraron a Roxana llorando con la cabeza metida entre las rodillas. Durante varios minutos la chica no pudo hablar, sólo les señalaba la cuerda con la que se habían amarrado a una columna cercana. La piola oficial de los scouts, garantizada para soportar una tonelada de peso, estaba rota, reventada a pocos centímetros del nudo.
      —Vi que se tensó, como si la jalaran desde abajo— diría la chica. – Pensé que se habían caído, que algo les pasaba, y comencé jalarla hasta que reventó…
      La piel de sus manos estaba quemada por la fibra.
      Roxana había gritado sus nombres, una y otra vez, al pie de la escalera. Como no le respondían, se hizo un ovillo y cedió al llanto. Lo raro era que, en la oscuridad de las escaleras, ellos no oyeron ni uno de sus gritos.
      Los scouts huyeron de la casa antes de que llegara el ocaso. El Puma iba hasta adelante; cuando atravesaron la reja, aún llevaba la navaja abierta en la mano.

4
      Ese fue el primer antecedente del horror. Hubo un segundo: el asunto de los cadetes, ocurrido una semana antes de la llamada de Betty. Jorge no pudo evitar recordar este último incidente mientras esperaba con Tacho a fuera de un tendajón en Boca del Río. Betty, Evelia y Jacqueline estaban adentro, comprando ron, soda y cigarrillos para la nueva excursión a la casa.
      Aguardaban de pie sobre la calle que conduce al puente que se alza sobre el río Jamapa, justo donde termina la ciudad de Boca del Río. Jorge miraba el puente; ahí, del otro lado, la carretera se dividía en una encrucijada: hacia la derecha se iba hacia Paso del Toro y la carretera antigua a Córdoba; hacia la izquierda, se iba hacia Antón Lizardo. Para llegar a la casa del Diablo había que tomar al autobús a Antón Lizardo y pedir la parada nada más bajando el puente de El Estero. Había que tomar una brecha que rodeaba al río y caminar unos 500 metros para llegar a la verja.
      Jorge tenía asco. Ni siquiera tenia deseos de fumar, mucho menos de beber. Pensaba que era un error regresar a la casa, después de lo que les había pasado el domingo anterior, cuando él, Tacho y Jacqueline visitaron la casa por invitación de Karla, una amiga en común. Aquella vez llegaron mucho más tarde; eran casi las siete de la noche y debieron caminar por la brecha guiados por la lamparita de bolsillo que llevaba Tacho. Karla y sus amigos ya estaban adentro; podían escuchar sus gritos y risas cuando cruzaron la verja. Entraron a la casa y comenzaron el recorrido para llegar al último piso. Los amigos de Karla se correteaban en la oscuridad; eran todos cadetes de la academia de Antón Lizardo; iban rapados y de civil pues era su día de permiso. Jorge trataba de distinguir la barra en la oscuridad cuando sintió que alguien lo tomaba del cuello. Era uno de los cadetes; llevaba una máscara de simio en el rostro y una pistola con la que apuntó a Jorge.
      Los cadetes aullaron.
      —¡Quítame esa cosa de la cara! —gritó Jorge. Le propinó al cadete un derechazo que le desacomodó la máscara.
      — ¡Estamos jugando, pendejo, no tiene balas!— lloriqueó este desde el suelo.
      Jorge hubiera querido matar al tipo e incluso pensó en sacar la navaja que siempre llevaba consigo pues ya no era un boy scout sino un hombre de 22 años, desertor del bachillerato y veterano de las peleas callejeras. No le importaba que los cadetes fueran nueve y que tuvieran armas; eran unos maricas. Él y Tacho podían con todos juntos.
      Pero antes de que pudiera hacerle alguna seña a su amigo, Jacqueline ya estaba en medio de ellos, rogando que no se pelearan. Los cadetes bajaron al primer nivel y Jorge y su gente subieron a la azotea para mirar las luces de Boca del Río. Estuvieron un buen rato ahí, charlando, calmándose, y cuando al fin bajaron para irse de la casa, se encontraron con que los amigos de Karla aún no se había marchado. Estaban todos de pie junto al río, como formados para pasar revista. Tacho les apuntó con la linterna; estaban desencajados del susto.
      Karla salió de la oscuridad para reclamarle a Jorge:
      — ¡Coño, Jorge, si tienes algún pinche problema con mis amigos díselo en sus caras, pero no estén con sus mamadas de aventarnos piedras desde ahí arriba!
      El rostro pequeñito y agraciado de Karla se contraía en llanto.
      —¿De qué hablas? ¿Cuáles piedras?
      —¡No te hagas pendejo, nos aventaron piedras desde esa ventana! ¡Fueron ustedes!
      Con la mano se tapaba la oreja ensangrentada.
      De nada sirvió que Jacqueline jurara por Dios que ellos no habían sido; nadie quiso creerles. Y Jorge partió de la Casa del Diablo jurando que jamás en su vida regresaría.
      Pero una semana después ahí estaba. Y era como si la casa pareciera saberlo, como si el pueblo entero de Boca del Río supiera a dónde se dirigían: del otro lado de la avenida, plantada en medio de la acera, una indigente los señalaba al él y a Tacho y chillaba:
      — ¡Mírenlos, allá van!
      Los cabellos le caían en hilachas grasientas sobre el rostro. Reía mostrando una boca llena de agujeros negros.
      –Vete a la verga —maldijo Tacho, visiblemente angustiado.
      Pero no dijo nada más.
      Jorge lo miró con insistencia. Quería que Tacho lo viera a los ojos y aceptara que aquello era una mala idea. Él había estado también la semana anterior, el sabía lo de los cadetes. Pero Tacho no dijo nada; hasta pareció ofendido cuando Jorge le sostuvo la mirada. El rostro flaco y ceñudo de Tacho era un reproche; parecía decirle en silencio: “no digas nada o será peor, de esas cosas nunca se habla”.
      —¡Allá van! —aullaba la limosnera— ¡Pendejos!

5
      No le dijeron nada a las chicas. No se opusieron a subir al autobús, a bajarse en la brecha de arena y conchas trituradas. Del lado derecho fluía el río. Del lado izquierdo, se alzaba la mansión blanca. De la terrazas de la casa asomaban las cabezas de siete perros doberman que les ladraban y mostraban los colmillos. La verja de hierro estaba frente a ellos, abierta. El sol aún quemaba; eran pasadas las cinco de la tarde.
      (Jorge no paró de beber mientras contaba su historia. Hablaba sin parar durante algunos minutos y se detenía sólo el tiempo suficiente para vaciar la mitad del vaso; hacía gestos para no eructar frente a mí y luego reanudaba su relato. Yo aún no sabía qué pensar. No creía –como no creo ahora– en fantasmas, ni en aparecidos ni en “malas vibras”, como la mayor parte de mis paisanos. Las únicas experiencia inexplicables que había tenido pertenecían todas a un periodo de mi vida en el que chupé cartoncitos con ácido como si fueran mentas.
      El que Jorge llevara una playera roja con un ichtus cristiano en la espalda, me dijo muchas cosas sobre la naturaleza de su relato. Creía, en aquel momento, saber hacia dónde se dirigía. Todavía pasarían muchos meses antes de que me enterara de que Jorge era prófugo no sólo de los scouts y del ejército, sino de una iglesia evangélica local y hasta de los mormones: ahí aprendió a leer la Biblia y a orar; o como él decía a “a trabajar energía contra energía”).
      A un lado de la reja crecía una maraña apretada de monte. De aquel zacate cerrado, justo cuando se disponían a cruzar el umbral, surgió un hombre joven que les cerró la reja en la cara.
      —No, aquí no pueden pasar, esta es propiedad privada —les dijo.
      Era un hombrecillo bajo, insignificante.
      (Años después, cada vez que hacía que Jorge repitiera la historia de la Casa del Diablo le pedía que abundara en la descripción de aquel misterioso vigilante. Jorge siempre decía: “Tú puedes poner a diez hombres formados; si dices ‘me voy a acordar de todos’, te acuerdas de todos menos de él. Un vato absolutamente común”).
      —Oye, pero aquí estuvimos la semana pasada, danos chance de pasar a ver —rezongó Jacqueline.
      —Pero la semana pasada yo no estaba y ahora sí. Y aquí yo digo que no pueden pasar —respondió el vigilante.
      Las chicas le rogaron. Le ofrecieron 50 pesos de propina. El tipo meneaba la cabeza.
      —No, al rato quién va a escuchar sus pinches gritos… —decía con una sonrisa.
      Las chicas no parecían escuchar estas razones. Después de veinte minutos de discusión, Jorge, aún mareado, apartó a las chicas y se encaró con el vigilante.
      —Mira, ni tú ni yo. Dejémoslo a la suerte —le dijo.
      Al tipo le brillaron los ojos.
      —¿Qué propones?
      —Vamos a echarnos un volado. Si cae águila, pasamos.
      —¿Y si cae sol?
      —Si cae sol tú decides si quieres que pasemos o no.
      Jorge lanzó la moneda. Cayó sol.
      —Pues tú dices —le dijo Jorge al tipo.
      El vigilante soltó una risita. Abrió la reja y se apartó del camino.
      —Pues pasen. Total, yo aquí no soy nadie…
      Y así riendo quedito desapareció entre el monte. No volvieron a verlo.
      Jorge condujo al grupo a una terraza del último piso a la que consideraba segura, en parte porque colgaba fuera de la casa, junto a la ceiba parásita. No quiso beber más que soda; sentía que debía permanecer alerta, con la espalda apuntando a la ceiba y al río y la mirada clavada en el portal que daba a la casa. Las chicas, en cambio, se bebieron el litro de brandy que habían comprado, y para las nueve de la noche ya estaban ebrias y con ganas de jugar a la botella.
      Jorge no lograba relajarse; sus amigas se lo reprochaban.
      —Jorge, quita esa cara, te toca a ti —lo animaron.
      Jorge hizo girar la botella. Le tocó mandar a Betty. Le ordenó que bailara como stripper, aunque ni siquiera sentía deseos de verla mover las carnes. La chica subió a una de las bancas de la terraza y bailó entre risas. Se dio la vuelta para alzarse la playera; lanzó un grito y bajó del banco de un salto.
      — ¡Viene alguien, viene alguien!
      Jorge se levantó como resorte. Miró hacia la casa: una sombra atravesó la ventana. Una sombra que no se subía y bajaba como dando pasos sino que se deslizaba hacia el otro extremo del tercer piso. Una sombra lo bastante oscura como para sobresalir en la oscuridad de la casa vacía.
      “Hacia la barra”, pensó Jorge en aquel momento. “Hacia la escalera escondida detrás”. Les ordenó a las chicas que se recostaran en el piso y a Tacho que aguardara junto al marco de la ventana. Así, con los puños apretados y el estómago hecho un nudo, esperó a que intruso hiciera su aparición en la terraza.
      Pasaron unos diez minutos de tensión insoportable en los que sólo se escucharon los susurros angustiados de las chicas y el rumor de los grillos y de las salamandras, ningún paso, ningún reclamo, nada. Evelia comenzó a gemir, y eso los hizo salir del trance. Jorge ordenó la retirada. Todos se pusieron en pie, menos Evelia.
      —Jorge, algo le pasa —dijo Betty.
      Evelia, acostada bocabajo sobre el piso de la terraza, jadeaba y se sacudía, como si riera.
      —Evelia, déjate de pendejadas y párate —ladró Jorge.
      La chica no obedeció. Jorge la tomó de los hombros y la sacudió con rudeza.
      —¡Ey, párate ya!
      Tiró del cuerpecillo de Evelia y le dio la vuelta. La chica abrió los párpados.
      —Me estaban buscando? —preguntó. con voz áspera, cavernosa— Me estaban buscando, ¿verdad? ¡Pues aquí estoy!
      “Ya no es ella”, pensó Jorge. “Es otra madre”.
      Se le erizaron los cabellos.
      — Déjate de pendejadas, Evelia —le ordenó.
      La voz le salió más floja de lo que quería.
      Evelia se deshizo de su abrazo. No permitía que nadie la tocara: lanzaba golpeas, patadas, escupitajos. A Betty, que se inclinó para calmarla, le propinó un taconazo en la cara, con tanta fuerza que la chica salió despedida contra el barandal de la terraza. Jorge, con ayuda de Tacho, volvió a cogerla.
      —No, suéltenme, ya estoy bien —decía, entre sollozos—. Vamos a seguir jugando.
      Pero aquella mirada no engañaba a Jorge.
      —No, ni madres. Tú no estás bien, tú no eres tú…
      La cargaron entre los dos y entraron a la casa. Sin más ayuda que la de sus pupilas inflamadas hallaron la salida. Betty y Jacqueline gimoteaban, prendidas de la camisa de Jorge.
      —¿Pensaron que podían quedarse? —reía Evelia, entre sollozos— Pues aquí se van a quedar todos. Y a ella me la voy a llevar.
      Llegaron a la verja. Evelia, que en ningún momento dejó de removerse como una culebra, se escurrió entre sus brazos y cayó al suelo. Con las puras manos comenzó a arrastrarse por la tierra, como paralizada de la cintura para abajo, hacia el umbral de la casa.
      “Si se mete, yo no la voy a sacar”, pensó Jorge con espanto. “Y si yo no la saco, nadie lo hará”. Se arrojó sobre ella y la montó, a pocos metros de la entrada de la planta baja. Le dio la vuelta y la golpeó en el rostro con la mano abierta, como hubiera hecho con un varón más joven que él, para despreciarlo. Evelia rió.
      —¿Tú crees que me pegas a mí? ¿Tú crees que me estás lastimando?
      —¡Cállate! —gritó Jorge.
      La cara de Evelia estaba roja por los puñetazos.
      —¡Jorge, no me pegues, soy yo! —gritaba, segundos después— Soy yo, ya regresé.
      Jorge la abrazó muy fuerte. Pensó que el peligro había pasado.

6
      Años después Jorge me contó cómo le habían hecho para regresar a Boca del Río, cómo terminaron aporreando las puertas de la iglesia de Santa Ana, con una Evelia que pasaba del llanto a la risa en ciclos de medio minuto. Aquella noche, la primera vez que escuché la historia, la primera vez que salimos, Jorge sólo dijo que habían conseguido un aventón que por casualidad terminó justo en el atrio de la parroquia de Boca del Río. No dijo nada del tiempo que permanecieron, él y Tacho y las chicas, inmóviles bajo una de las farolas de la brecha, incapaces de hallar en la oscuridad las luces de la carretera, temerosos de estar regresando a la casa maldita en vez de escapar de ella. Tampoco habló de los versos que empezó a recitar, partes de salmos aprendidos de memoria que hicieron que Evelia redoblara sus bramidos y sus esfuerzos por liberarse: “Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado; oh, alma mía, dijiste a Jehová, tú eres mi Señor”. La chica vomitaba de furia mientras Jorge oraba. La decisión de presentar a Evelia ante el cura de Santa Ana había sido suya; Jorge no lo confesaría sino muchos años después, bajo la presión de mis preguntas.
      Regresaron al centro de Boca del Río a bordo de una Caribe. Tuvieron que sentarse sobre Evelia para mantenerla dentro del auto; se revolvía como un felino. El conductor de la Caribe los dejó frente al atrio de Santa Ana. Jorge corrió hasta la sacristía y aporreo la puerta. Una mujer gorda la abrió y les preguntó que deseaban. Jorge le señaló a Evelia, que yacía sollozante sobre el regazo de Betty, las dos sentadas en la acera. La mujer desapareció. El cura salió en su lugar; iba de bermudas y chanclas. Tacho y Jorge se le explicaron lo que había sucedido en el interior de la casa. El sacerdote salió al atrio y miró de cerca de Evelia. Le apartó los cabellos mojados de la cara; la chica gruñó y se sacudió bajo su contacto.
      — No, muchachos, esta niña se pasó de pastillas —concluyó el cura—. Y además apesta mucho a alcohol. O se metió algún estupefaciente o tiene un brote de esquizofrenia. Mejor llévenla a la Cruz Roja.
      Se volvió a la sacristía y les cerró la puerta.
      (—Eso, un caso de histeria, de sugestión… —lo interrumpí, aquella primera vez, incapaz de contenerme.
      Jorge aceptó que también él lo pensó. Lo que no entendía era que el sacerdote se lavara las manos.
      —¿Sabes? Por primera vez entendí ese tipo de películas en donde hacen el efecto ése de que todo se te viene encima. Me sentía en un mundo diferente; la gente que pasaba se nos quedaba mirando, como si fuéramos un espectáculo.)
      No eran ni las once de la noche.
      Un hombre se les acercó. Era un taxista.
      —Oigan, yo los estoy viendo desde hace rato, ¿qué le pasa a la muchacha?
      Los chicos le contaron.
      —Yo conozco un curandero, y es bueno. Sí quieren vamos, es aquí en El Morro —propuso.
      Como era a menos de 10 minutos de ahí, decidieron subirse al auto. Treparon por una colina hasta llegar a un terreno bardeado. En medio yacía una casa levantada con torpeza pero bien pintada. Bajaron a tocar, pero no había nadie.
      —Qué raro, este vato siempre está a esta hora…
      El taxista detuvo a un colega y entabló plática con él. Los dos miraban en dirección a Evelia, que se revolcaba sobre la arena de la cuneta. El segundo taxista se bajó de su auto y se acercó a ellos. Era un hombre barrigón, lleno de canas, con cara de poca paciencia.
      — Oye, chamaca —la llamó. Se inclinó sobre ella y comenzó a abofetearla— ¿Te gustan los chochos, verdad? ¿Te gusta meterte tu thinner, ponerte hasta la madre? —apretó la barbilla de Evelia hasta hacerla enseñar los dientes?. Ya déjate de pendejadas y párate…
      Evelia abrió los ojos y comenzó a reír.
      —¡Adivina quién está aquí conmigo! —le dijo al taxista —¡La puta de María Esperanza!
      El rostro cobrizo del taxista se tornó verde. Dio tres pasos para atrás, confundido.
      —¡Tú sabes de quién estoy hablando, tú sabes que está aquí conmigo, YO ME LA ESTOY CHINGANDO!
      Jorge estaba a dos metros de la escena. Vio cómo el hombre corrió hasta su taxi, desenvolvió algo del espejo retrovisor y le hizo señas a Jorge.
      “¿Por qué a mí?” pensó.
      Algo dentro de él le respondía: “Tú sabías y no dijiste nada. Si algo le pasa a esta chamaca será tu culpa”.
      —Esa niña está muy mal. Llévenla a un lugar porque se te va a ir —le entregó a Jorge un rosario—. Qué Dios los bendiga. Yo no los puedo seguir.
      Fue el primer taxista el que le explicó a Jorge que María Esperanza era el nombre de la madre del segundo taxista, viejo conocido suyo. Hacía pocas semanas que la señora había muerto.
      (—Eso está muy cabrón —le dije a Jorge.
      —Son de las cosas que aún no me explico.)
      El taxista también les dijo que conocía a otra curandera, pero que había que atravesar todo Veracruz pues esta vivía detrás de la Iglesia de la Guadalupana, allá por Revillagigedo, más allá de las vías del tren. Se ofreció a llevarlos sin cobrarles ni un peso. Aceptaron.
      En el camino perdieron a Betty: cuando pasaban junto a la unidad habitacional de El Morro, ella le pidió al chofer que se detuviera. Cruzó el boulevard, se metió a una casa –Jorge supuso que era la de su familia; se dio cuenta de que no sabía dónde vivía su amiga– y salió con un libro en la mano.
      —Mi mamá no me dejó ir —dijo.
      Le dio el libro a Jorge. Era una Biblia.
      —Dice que te dé esto. No sé para qué te sirva, pero te lo doy.
      Tardaron una hora en atravesar la ciudad hasta aquel barrio de casitas de un nivel y enormes baches en las calles. El taxi se detuvo frente a la modesta entrada de una vecindad. Una mujer esperaba afuera. Cuando el auto se detuvo, les abrió la puerta. Tenía un rostro amable, regordete; llevaba el cabello muy corto y teñido de rubio y no aparentaba tener más de 30 años.
      —Bienvenidos, muchachos. Los estábamos esperando— fue lo primero que dijo.
      Condujo al grupo hacia el interior de una vecindad. El suelo del patio era de tierra; en el centro se levantaba una casucha de madera.
      —Es la casa de la curandera. Yo soy la clarividente —explicó.
      Hizo pasar al taxista con Evelia en brazos al interior de la cabaña. Al resto los formó en el umbral.
      —Tú pasas—le dijo a Jorge. Se volvió luego hacia Tacho y Jacqueline—. Ustedes no. Tú lo traes en la espalda, y la niña en la pierna. Se quedan afuera.
      Jorge recordó que Tacho tenía una gárgola tatuada en el hombro, y Jacqueline, una serpiente enroscada en el tobillo.
      (—Pero, ¿cómo supo? —volví a interrumpirlo.
      Jorge no me hizo caso y siguió con el relato).
      El interior de la casa de madera estaba lleno de velas. Sobre una de las paredes colgaban tres retratos: al centro, el de Cristo vestido de túnica blanca, sin corona de espinas, sonriente y relajado como si posara para una foto. Lo rodeaban las imágenes de una mujer hermosa, que Jorge creyó era la Virgen, y de un catrín de mirada enigmática y piel clara que llevaba patillas y bigotito.
      La curandera era una mujer madura, de piel muy oscura y cabello gris suelto hasta las caderas. Tan pronto entró al lugar, ordenó que sentaran a Evelia en un sillón colocado en medio de la estancia y que fueran Jorge y el taxista quienes la sujetaran de los brazos. La mujer tomó un ramos de yerbas de una mesa y comenzó a azotar con ellos el cuerpo de Evelia, mientras invocaba una retahíla de santos católicos.
      Evelia, mientras tanto, hacía lo suyo: aullaba y bramaba y maldecía.
      La curandera tomó un huevo y se lo pasó a la chica por las sienes; se reventó cuando tocó la piel sudorosa. Un segundo huevo corrió la misma suerte. La curandera tomó un limón y unas tijeras; rayó una cruz sobre el limón y se lo untó a Evelia por el cuerpo. El fruto quedó amarillo, con manchas marrones, como si se hubiera podrido.
      Para entonces, Evelia se sacudía tan fuerte que Jorge tuvo que hacer un esfuerzo para impedir que el cuerpecillo de su amiga se levantara del asiento. Ya no reía ni lloraba; mostraba los dientes y las encías negras e intentaba morder a Jorge y al taxista, a la propia curandera. Las venas y tendones de su cuello parecían cables a punto de reventar.
      —¡Me estaban buscando! ¡Ella me andaba buscando y aquí estoy! —repetía, enfurecida.
      La curandera bañó a Evelia con agua bendita. La chica chilló como si la estuviesen acuchillando.
      —¡Sal, espíritu impuro, en nombre del señor Jesucristo, en nombre de Su Bautizo, en nombre de Su Crucifixión, en nombre de Su Resurección!— decía la curandera. Eran las únicas palabras, en la retahíla de aullidos que se escuchaban, que Jorge comprendía.
      —¡Ella me llamó, ello me fue a buscar! ¡ESTA PERRA ES MÍA!
      Las llamas de las veladoras, cientos de ellas sobre la paredes, chisporrotearon a cada palabra. Cada vez que Evelia gritaba las mechas de las velas tronaban y despedían chispas, como si las hubieran espolvoreado con pólvora.

7
      (Años después, cuando Jorge y yo ya vivíamos juntos, le pedí que me contara de nuevo –para entonces yo ya había la había escuchado por lo menos 6 veces– la historia de la Casa del Diablo. Compramos cervezas y nos tendimos en los diminutos sofás que poseíamos. Dos de las cuatro paredes de la sala tenían grandes ventanales; con las luces encendidas sólo podíamos ver el reflejo de nuestros propios rostros y no la oscuridad de la noche, lo que resultaba algo inquietante.
      —¿Y nunca pensaste que todo podía ser un truco? Las velas pueden tener basura, pusieron haberles echado algo…
      —Y el limón a lo mejor yo me lo imaginé verde, o ella lo cambió, lo sé… Pero hubo más cosas… ¿Cómo supo Evelia lo del taxista? ¿Cómo entre todos apenas podíamos sostenerla, si la chamaca no pensaba más de cuarenta kilos…
      —La fuerza de los dementes…
      —¿Y la luz que se iba y regresaba?
      —Alguien pudo haberla controlado desde afuera…
      Jorge sacudió la cabeza.
      —¿Sabes qué sentía durante el ritual? Se me figuraba que la curandera era como un ingeniero en sistemas, como el cuate al que llamas todo histérico porque tu máquina tronó y él te dice: “Ok, ¿ya se fijó que la máquina está conectada?”. O sea, empezó desde cero: la albahaca, los huevos y de ahí fue subiendo. Hasta sus rezos iban volviéndose más intensos; después de un rato hablaba en lenguas que yo no podía entender…
      —Glosolalia —dije, apelando a mi ñoñez y los libros de psiquiatría y antropología que tuve que leer para tratar de entender aquella historia.
      —Como sea. ¿Y la lluvia del principio? ¿Y la loca? ¿Y la cosa de las escaleras? ¿Y el tipejo de la reja? ¿Cómo explicas eso?
      Me di cuenta que se había molestado, por lo que guardé silencio.
      —Cuando estaba ahí adentro, agarrando a Evelia, de lo último que me acuerdo es del fuego: la curandera se puso a dar vueltas alrededor de nosotros, como si bailara, y de pronto aventó algo al suelo y quedamos encerrados en un círculo de fuego, un círculo con llamas que me llegaban a la cadera. La curandera saltó sobre las flamas y se fue derechito hacia Evelia, la agarró de los pelos y se puso a gritarle en la cara. Parecía que quería comérsela…
      —Pero, ¿qué pensabas?
      —Yo estaba en el shock de la realidad. Eso es lo peor, cuando tus ideas empiezan a claudicar y esa madre, esa cosa que no entiendes, te empieza a invadir. Porque si tú claudicas, esa madre te invade, no queda un vacío. Esa madre viene y tu la aceptas como real.
      —No entiendo.
      —Era una lucha constante entre la razón y lo que estaba viendo.
      Le pregunté por Evelia, sobre cómo lucía.
      —Si yo pudiera llevar toda esta madre a una película —me dijo—, se acercaría mucho más a “El exorcismo de Emily Rose” que a “El exorcista”: los gritos, las caras, las voces, los ojos así como si se hubiera metido diez tachas…
      —¿Cómo se llamaba el demonio? —le pregunté.
      Para realizar un exorcismo, es necesario conocer el nombre de la entidad que domina a la víctima. Es un dato clave que manejan la literatura del tema, tanto el Ritual Romano católico como los grimorios medievales que instruían en la invocación del demonio. Sin nombre no hay contrato.
      —Ahora no —me dijo, con el rostro serio—. Te lo digo después, cuando no estemos chupando).

8
      Después del espectáculo del fuego, Jorge aprovechó que la curandera salía del cuarto para escapar de la cabaña. Vomitó en el patio, pura bilis. Los focos de la vecindad se prendían y apagaban como si la instalación eléctrica sufriera altibajos de corriente. Tacho y Jacqueline seguían ahí. Betty había llegado con su madre. Era la una de la mañana.
      —La clarividente ha estado llame y llame a otras guías de Catemaco y de San Andrés, para que ayuden desde allá— le explicó Tacho.
      Tacho sabía qué era una “guía”. Su madre, doña Ana, era asidua de los rituales de sanación que se llevaban a cabo en varias partes del puerto; en ellos se liberaba al “paciente” de las “malas vibras” que circulaban en la atmósfera del puerto, o de los “trabajos” que brujos sin escrúpulos aceptaban hacer, pagados por los enemigos de la víctima. Estos rituales eran –y son aún– tan populares entre los veracruzanos que incluso el catolicismo debe ofertar regularmente “misas de sanación y liberación” (apoyadas por la corriente Renovación Carismática del Espíritu Santo) para no perder feligreses.
      —¿Ya le hablaron a los papás de Evelia? —preguntó Jorge, cuando al fin logró respirar.
      —Ya vienen en camino.
      A pocos metros, la curandera, la clarividente y un pequeño grupo de mujeres discutían el “tratamiento”.
      —¿Ya la limpiaste?
      —Ya, y nada —dijo la curandera.
      —¿El círculo de fuego?
      —Ya.
      —¿Ya dijo su nombre?
      —Es muy fuerte, no se quiere ir. Ya amenazó que a las cuatro con dos se la lleva.
      —Entonces no queda de otra más que mandarlo a llamar —dijo la clarividente.
      —Yo lo hago —respondió la curandera—. Me debe favores.

9
      Jorge ya no quiso entrar a la cabaña cuando la curandera regresó. Lo miró todo desde el umbral: cómo las señoras desnudaron a Evelia y le pusieron una bata alba; cómo azotaron el cuerpo de la curandera con manojos de yerba. Mientras todas rezaban, la curandera comenzó a mecerse sobre los pies; eructó ruidosamente y luego cayó desmayada. Las mujeres se aprestaron a socorrerla. Antes de que terminaran de tomarla de los brazos, la curandera ya estaba de pie, moviéndose por todo el cuarto. La energía que la animaba era claramente distinta, masculina.
      —¡Muy buenas noches tengan todos ustedes! —saludó, con voz profunda, los ojos en blanco—. Mi nombre es Yan Gardec y estoy aquí para ayudar a esta hermanita.
      Se volvió para contemplar a Evelia sobre el sofá, para señalarla con el índice
      —Yo a ti te conozco.
      Evelia ladró.
      —Tú y yo nos hemos batido muchas veces —continuó la curandera—. Es hora de que dejes a esta muchacha.
      —¡Ella me estaba buscando! —chilló Evelia— ¡Hace mucho que ella me estaba llamando! ¡Me la voy a llevar!
      —¡No, ella no te pertenece! ¡Ella es de Dios! ¡Márchate y no regreses!
      —¡No me iré sin las manos vacías!
      Yan Gardec se cruzó de brazos. Se retorció los invisibles bigotes entre los dedos.
      —Algo haz de querer a cambio. Pide…
      Evelia mordía el aire.
      —¿Qué tal un cabro? —sugería la curandera, condescendiente-. ¿Qué tal un cabro todo bien negrito…?
      Fue entonces cuando Evelia, o lo que moraba en Evelia, comenzó a dar las instrucciones de lo que quería. Jorge ya no quiso quedarse a escuchar. Salió de la vecindad, a la calle. Moría por un cigarrillo, por sentir el estómago lleno de otra cosa que no fuera pavor.
      Un taxi se detuvo junto a él. De él bajó doña Ana, la madre de Tacho.
      Jorge suspiró aliviado. Era bueno ver un rostro conocido.
      Pero doña Ana no lo saludó; lo hizo retroceder hasta la pared sólo con su mirada rabiosa.
      —Ya ven, por andar de pendejos, se lo toparon de frente.

10
      (Otro día, en el año 2010, fuimos a buscar la dichosa vecindad donde había tendio lugar el exorcismo. Enfilamos rumbo a la Iglesia de La Guadalupana, y tras mucho preguntar, dimos con la vecindad. Ni la choza ni la curandera estaban. Tampoco la clarividente. Los vecinos nos dieron indicaciones vagas del nuevo domicilio de lo que ellos llamaron “el templo”.
      Yo había leído bastante sobre espiritistas, espiritualistas y trinitarios marianos en Veracruz. Era un tema que me interesaba por la cantidad de gente en Veracruz que daba por cierto en el poder de los espíritus, y no tanto porque yo misma participara de esas creencias. Hasta cierto punto, las consideraba parte de la idiosincrasia del jarocho .
      —Jorge, ese tal “Yan Gardec”, ¿no sería Allan Kardec?
      Le conté, de regreso a casa, que Kardec fue un francés fundador de la doctrina espiritista en el siglo XIX. Que en el Archivo Histórico en donde hice mi servicio social tenían sus dos primeras obras: El libro de los espíritus y El libro de los medios.
      Ya en casa, emocionada por esa posible re-elaboración simbólica, le mostré en la computadora un supuesto retrato de Kardec. Le pregunté sino era el mismo que colgaba de la pared de la curandera.
      Jorge la miró un rato.
      —Puede ser —dijo.
      Le pregunté de nuevo por el nombre del demonio.
      De nuevo se hizo el tonto.
      Yo había transcrito en una hoja de mi cuaderno de notas los nombres de los demonios que aparecen en el Grand grimoire, un libro de encantamientos del siglo XVIII, conocido también como el Gran Grimorio. Este texto, al igual que los supuestos opúsculos de San Cipriano, San Honorio, el propio Salomón y Merlín el Mago, presentan claves y fórmulas mágicas para, entre otras cosas, invocar demonios, hablar con los muertos, ganar la lotería, hacer que alguien baile desnudo ante uno, fabricar pegamento para porcelana, etc.
      Le mostré la página con los nombres demoníacos.
      —Ese —dijo.
      No quiso pronunciar el nombre: Satanachia, el gran general de los infiernos, mano derecha de Lucifer, jefe de Pruslas, Aamón y Barbatos. Su poder, según el documento, es el de volver joven o viejo a quien sea, pero también el de subyugar a toda niña o mujer para hacer lo que él quiere.
      Días después, el mismo año, fuimos a buscar a Tacho y doña Ana. Ninguno de los dos quiso hablar. Nos contaron que Evelia se había casado con un muchacho del barrio al que apodaban El Sapo, famoso porque soñaba a los que iban a morir.
      —No me extraña que no quiera hablar —dijo Jorge, para excusar el trato tosco que Tacho nos dio durante la visita?. Está cabrón ver al diablo. Todos lo vimos).

11
      Durante los meses que siguieron al horror de la casa del Estero, Jorge evitó a sus amigos. No fue algo deliberado; simplemente comenzó a frecuentar otros círculos, a pasar más tiempo en casa de la abuela.
      Después supo, por Jacqueline, que los padres de Evelia llegaron después de que todos se hubieran marchado, y que se negaron a creer lo que la curandera les contó sobre su hija. Pensaron que quería sacarles dinero a la fuerza: 5 mil pesos que la curandera pidió para poder completar el ritual de liberación, que incluía el sacrificio de un chivo. Según Jacqueline, Evelia estuvo bien unos meses y luego, un día de repente, se encerró en su cuarto y se negó a salir. Atacaba a sus padres, se defecaba encima, se hacía daño con las paredes y las cosas que rompía. Los padres la llevaron con médicos y psiquiatras. Uno de ellos incluso les sugirió que internaran a su hija en una clínica mental.
      Tiempo más tarde, esta vez por boca de Betty, Jorge se enteró de que al final, desesperados por no poder curar a Evelia, los padres de la chica cedieron a la presión de familiares y vecinos que insistían en que debían llevarla a las misas de liberación de Puentejula, un poblado ubicado a pocos kilómetros del puerto de Veracruz. El pueblo, de no más de 3 mil habitantes, era famoso por los exorcismos realizados por el padre Casto Simón. Estos tenían –y aún tienen– lugar todos los viernes a las tres de la tarde; se oficia en latín y arameo y su colofón consiste en un ritual de expulsión demoniaca que dura varias horas.
      Según Betty, Evelia era siempre la primera de todos los endemoniados en caer al suelo de la parroquia de Puentejula. Pronto fue obvio para los oficiantes que la chica requería un exorcismo especial, al que finalmente accedieron los angustiados padres.
      ? Dicen que amarraron a Evelia junto con un puerco al borde de una barranca, allá por Rinconada, y empezaron el exorcismo, confesó Betty, aquella última vez en que se vieron. En algún momento el demonio se salió de ella, se metió al marrano y entre todos los que estaban ahí lo aventaron al vacío.

12
      Aquella primera cita nos marchamos del bar cuando Jorge terminó su extraña historia. Caminamos juntos hasta mi casa; yo, pegada a la pared, él junto a la acera; no había conocido antes a un chico que insistiera tanto en que camináramos de aquella manera. Yo estaba intrigada y algo ebria. Jorge seguía hablando.
      —¿Cuál es tu filosofía de vida? —me preguntó, a espetaperros.
      Si hubiera tenido la edad que tengo ahora (30 años al momento de escribir esto; justo la edad que él tenía entonces) me hubiera partido de risa. Pero sólo tenía 24. Fui sincera cuando dije, con culpa:
      —No tengo ni puta idea.
      Quise entonces preguntarle algo que había estado pensando toda lo noche.
      —¿Neta realmente crees en el diablo?
      —No te puedo decir que no exista? —me dijo. Comenzaba a llover de nuevo—. Sería muy egoísta decirte que no: vivimos en un universo vastísimo, manejado por energías incomprensibles, inconmensurables. Nosotros los humanos somos unas micromierdas en medio de este universo, no somos nada. Lo que sabemos no se compara a todo lo que nos falta por conocer, todo lo que no podemos controlar.
      En aquel momento no entendí que Jorge habitaba un mundo distinto del mío; estaba, supongo, más ocupada en enviarle las señales correctas para que me besara. Lo comprendí después, cuando ya era tarde, cuando las diferencias entre nosotros fueron demasiado grandes y dolorosas como para negarlas; cuando él se fue y yo me quedé sola, con la mitad de las cosas que habíamos comprado juntos, y el perro y el gato, y una novela que entonces no era una decena de cuartillas emborronadas.
      Pero aquella noche de mayo yo ignoraba todo eso. Aquella noche de mayo nos llovió encima y Jorge terminó por llevarme en taxi a casa. Antes de abrir la puerta nos abrazamos, sin besos, sólo con las ganas, y nos dijimos buenas noches.
      Fue así como conocí a mi primer marido. Fue así como me enamoré de las historias que contaba.

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