El cuento del mes

Crónica del Gran Reformador

Este es un cuento emblemático de la ciencia ficción mexicana: con él, su autor creó una imagen perdurable para la imaginación fantástica nacional, pues da la vuelta a numerosos prejuicios y complejos históricos de la cultura de este país. Su premisa, mucho más poderosa de lo que haría suponer el estilo sencillo de la narración, se resume en una pregunta: ¿qué habría pasado si los aztecas hubieran conquistado Europa, y no al revés?
      Con este cuento, Chavarría (nacido en Mérida en 1950) obtuvo en 1985 el Premio Puebla de Cuento de Ciencia Ficción, que en su momento de mayor relevancia creó todo un movimiento de escritores mexicanos a su alrededor y lanzó las carreras de al menos una docena de autores que siguen en actividad hasta hoy. Chavarría –escritor, editor, periodista e investigador escéptico, siempre dispuesto a criticar las ideas de los creyentes en ovnis y otros por el estilo– publicó también, entre otros libros, las novelas Adamas (1995) y El mito del espejo negro (1996). «Crónica del Gran Reformador» se publicó primero en la revista Ciencia y desarrollo, patrocinadora entonces del Premio Puebla, y luego ha sido reproducida en numerosas ocasiones.

Chavarria

CRÓNICA DEL GRAN REFORMADOR
Héctor Chavarría

Nota a la primera edición completa:
La circulación clandestina del epílogo de la obra de Ehécatl. Lo que no fue, publicada bajo el título Lo que sí fue, dio lugar -en el pasado- a polémicas amargas. Sea o no verdad lo que en ella se dice, importa poco en la actualidad; nuestra identidad de raza está muy por encima de sucesos tan antiguos como los que se relatan, por lo que no existe razón para clandestinidad alguna. Esta publicación se hace directamente de los originales del autor contenidos en la Biblioteca Nacional del Gran Teocalli y se complementa con un fragmento de la conferencia dictada por Ahui Xocoyotzin, máximo catedrático de Historia y Leyenda de la Universidad de Anáhuac, 500 años atrás, titulada “Vida y Obra del Gran Reformador”.

El Editor

* * *

Eran cuatro.
      El médico que se odiaba a sí mismo por haber sido incapaz de salvar al paciente que más le importaba en el mundo.
      El escritor, frustrado por no poder hallar las palabras adecuadas para narrar sus sueños.
      El ingeniero que soñaba con el diseño perfecto a sabiendas de que no lograría realizarlo.
      El socorrista que no había podido salvar la vida de su mejor amigo.
      Estaban en el Popocatépetl, atados a la misma cuerda y en la ruta central. Descendían cuando los golpeó el rayo.
      Quizá no fue un rayo, pero los derribó hacia la negrura después del blanco deslumbrante. Sin aviso previo, sin advertencia de tormenta eléctrica. Un rayo seco. Pero… ¿fue un rayo?
      Cayeron desde el arranque de la grieta hacia las rampas, golpearon el hielo y luego una capa de nieve compacta. En la fracción de segundo que siguió pasando de la oscuridad absoluta a la claridad normal, los cuatro lograron frenar su caída usando los piolets como anclas. Cuando cesó el tintineo del equipo zarandeado, sólo hubo silencio.
      El primero en reaccionar fue el médico, quizás el más neurótico de los cuatro. De un manotazo se limpió la nieve de la cara y miró a su alrededor, mascullando maldiciones a través de su barba rubia. Un poco más abajo le contestaron las palabrotas del escritor. Los otros guardaban silencio. El médico, alto y musculoso, y el escritor, pequeño y delgado, se incorporaron y miraron perplejos a su alrededor. La montaña, por alguna razón, se veía sutilmente diferente: Más llena de nieve, más luminosa…; las piedras de Nexpayantla, extrañas. Los dos, a pesar de ser parlanchines, se quedaron callados, aferrados a sus piolets, mirando hacia el mismo sitio.
      —¿Dónde está Tlamacas? —exclamó el escritor.
      —¡Esto no es el Popocatépetl! —gritó el médico como si maldijera.
      Todos miraron hacia abajo y guardaron silencio. No había instalaciones alpinas; en vez del albergue, casetas y estacionamiento, sólo se veían pinos y una leve neblina.
      —Siempre ocurren cosas raras cuando cuatro se amarran a una sola cuerda —comentó el ingeniero mientras se ajustaba la mochila.
      Los otros tres le lanzaron miradas homicidas.
      —¡Imbécil! —aulló el médico.
      —¿Estás ciego, tarado? —gruñó el escritor.
      —Mejor lo discutimos en sitio seguro —recomendó el socorrista.
      —Pero vamos en dos cordadas —insistió el ingeniero—. No quiero caerme otra vez.
      Media hora después, confundidos aún más, habían comprobado la inexistencia de refugios de alta montaña, huellas de personas o grupos de montañistas a lo lejos. Tampoco había huellas del refugio de Texcalco. La montaña estaba limpia salvo el persistente olor a azufre; por ninguna parte se veían señales de contaminación. El ingeniero no había dejado de hablar acerca de la pureza del aire, la ausencia de polución y expresiones similares. Solía ponerse así cuando estaba nervioso. Instintivamente, los cuatro miraban hacia el noroeste, donde grandes cúmulos ocultaban el Valle de México.
      —Hace 15 días estuve aquí y todo era normal —dijo uno.
      —Yo también —respondió otro, pero después del rayo nada parecía igual.
      —¡Se me ocurre una idea! —intervino el ingeniero.
      Pero, entonces, las nubes se apartaron un poco y limpiaron el cielo sobre el valle. Los cuatro se quedaron helados confirmando algo que ya sospechaban, pero que ninguno deseaba aceptar. Alguien gimió y hubo maldiciones masculladas más que expresiones de sorpresa.
      Limpia, esplendorosa en medio del gran lago, brillaba al sol Tenochtitlán.

* * *

Tres días más tarde, cansados, hambrientos y desalentados, permanecían agazapados entre las rocas de la cumbre. Ignoraban a ciencia cierta la fecha en la que estaban; sólo sabían que Tenochtitlán –y eso era una suposición– aún no era una ruina desierta y que estaba resistiendo un asedio que sólo podía provenir de Cortés y sus aliados. Habían vuelto a trepar, aunque lo correcto hubiera sido lo contrario, porque sentían que en la cumbre estaban más cerca del mundo que conocían, aislados en una pequeña cápsula del siglo XX junto a sus tiendas isotérmicas. Poco más arriba de Tlamacas, se movía una hilera de hombres y los cuatro se turnaban en los binoculares para examinarlos. La columna parecía tratar de encontrar una ruta de acceso al cráter.
      —Son españoles y macehuales, no es una procesión religiosa —dijo el escritor.
      —Pero, ¿a qué vienen? —dijo el médico— ¿Observación militar?, ¿reconocimiento? No creo que estén paseando.
      —Quizá buscan azufre, con él pueden fabricar pólvora —intervino el ingeniero.
      —La historia —argumentó el socorrista— dice que lo hicieron, pero fue después de la caída de Tenochtitlan. Subieron dos capitanes o soldados de Cortés. Diego de Ordaz y Montaño.
      —La historia es muy vaga al respecto —dijo el escritor—. Quizá los españoles no quisieron admitir que necesitaron pólvora antes. En todo caso no podemos bajar a preguntarles.
      —Pero, tarde o temprano —dijo el socorrista—, tendremos que bajar; no podemos quedarnos aquí para siempre. Si vamos a hablar con alguien será mejor con los españoles. Por lo menos ellos podrán entendernos.
      —Sí —gruñó el escritor—. También pueden invitarnos a ser parte de una hoguera, no olvides cómo pensaban. Prefiero a los tenochcas.
      —Lo que ocurre es que tú estás enamorado de las causas perdidas —intervino el ingeniero—. Los aztecas perdieron la guerra y su mundo se derrumbó. Lo sabemos todos.
      —¡Eso importa poco hoy! —gritó el escritor— ¡Soy mexicano y si tuviera que pelear lo haría de parte de mis antepasados y no de unos invasores!
      —Recuerda que los españoles también son nuestros antepasados…
      —¿Te das cuenta de lo que propones? —intervino el médico con los ojos súbitamente brillantes, aunque su voz era tranquila— Si intervenimos del lado mexica cambiaríamos la historia, ¿o no?…
      —Perderíamos nuestro mundo —musitó el socorrista.
      —¿No lo hemos perdido ya? —inquirió el médico.
      El escritor miró a sus compañeros uno por uno, fijamente; también sus ojos tenían un brillo especial. Cuando habló lo hizo con voz profunda, serio, sin atisbos de la burla tan habitual en él.
      —Ustedes, ¿no han soñado alguna vez ser dioses? ¿No se les ha ocurrido que los pueblos de América merecían mejor suerte?
      Volvió a tomar los binoculares mientras sus compañeros discutían acaloradamente. Estaba momentáneamente tranquilo después de decir lo que pensaba. Fue una discusión violenta.
      Cuando cayó la noche, los hombres en la montaña se refugiaron para esperar el nuevo día, pero los que estaban arriba sabían ahora algo nuevo: que no podían seguir donde estaban, que tendrían que bajar o morir arriba, que seguramente jamás regresarían a su tiempo, que estaban en la encrucijada de dos mundos y que su presencia podría hacer oscilar la balanza a favor de uno. También habían tomado una determinación. Ignoraban el precio.
      El escritor dedicó pensamientos a la gente que amaba, ahora tan lejana, a sus libros y a su obra inconclusa. Pulió sus esquíes cortos y pensó en la cuesta que bajaría al día siguiente. Renunció al tormento que era pensar.
      El socorrista permaneció largo tiempo fuera de la tienda, contemplando su montaña y pensando en su familia.
      El ingeniero se exprimió el cerebro buscando soluciones mientras limpiaba el revólver 44 que siempre le acompañaba en la montaña.
      El médico estaba seguro de encontrarse en el sitio adecuado y en el momento preciso. Usó la luz menguante de su linterna de pilas para revisar la automática 45 y pensó sin amargura –como soltero y aventurero que era–, que podía mandar al diablo un mundo sin temor. Con ligeros matices era muy parecido al escritor. Se metió en su bolsa de dormir y descansó sin sueños.

* * *

Los ocho españoles abandonaron la seguridad de la arena con las primeras luces y comenzaron a trepar trabajosamente por la nieve. Tenían miedo, pues las montañas eran sitios donde moraba el maligno y aquélla, con su persistente olor a azufre, parecía ser una de sus predilectas. Si su capitán general no les hubiera ordenado ir, no estarían ahí, pero necesitaban la pólvora para sostener el asedio y triunfar. Tenían miedo, pero eran soldados y cumplían órdenes.
      El escritor, muy a su pesar, tuvo que admitir que tenía miedo. Una cosa es decidirse a luchar y otra hacerlo. Tenía la boca seca y el estómago acalambrado. Ni hablar, dado que él era quien mejor esquiaba, se había sacado el premio gordo… El montañista también calzaba esquíes y estaba a 150 metros de ahí.
      Miedo, miedo sordo y constante. Ninguno de los cuatro había combatido cuerpo a cuerpo, él y el médico eran aficionados al karate, pero ahora las cosas iban en serio. Por contra, el escritor estaba seguro de que los españoles sí eran buenos en combate. Era una cosa enloquecedora y en aquel momento la habría abandonado de no ser ya inevitable. Su arma más confiable era la sorpresa, el miedo y superstición de aquéllos. Quizá…
      Tenían que paralizar a los otros con su presencia, de lo contrario serían hombres muertos. El escritor tomó una bocanada de aire helado y raquítico, y sopló con fuerza el silbato mientras saltaba hacia la pendiente con movimientos fluidos. El descenso lo llevó rápidamente en una fulgurante diagonal hasta que, haciendo una cristianía, cambió de dirección. Esperaba que los de abajo no fueran muy buenos con los arcabuces…
      El socorrista saltó tras él lanzando un grito. Dos figuras fuera de época vestidas con ropas brillantes, multicolores.

* * *

Los españoles se sobresaltaron por el ruido del silbato, jamás oído antes; pero lo que siguió fue peor. Unos instantes antes, la montaña estaba desierta; de pronto, surgió una figura de pesadilla acercándose a ellos. Con aterrada fascinación miraron aquello que no correspondía a sus marcos de conocimiento. Otro similar apareció tras el primero. Ambos bajaban a velocidades imposibles para ser personas. En vez de piel tenían unas envolturas brillantes y holgadas; sus ojos eran enormes y oscuros, y la parte superior de sus cabezas era de color brillante y sin pelo. Tenían grandes pies que les permitían resbalar sobre la nieve y sus brazos estaban terminados en puntas metálicas. El primero emitía silbidos terribles. ¡Eran demonios de las nieves, siervos de Satán!
      Pero, demonios o no, los españoles prepararon sus armas. Un arcabuz fue disparado, pero la mano que lo sostenía no estaba firme. Tras los europeos se incorporaron inadvertidas, otras dos figuras igualmente extrañas. Empuñaban armas de fuego y sus manos sí estaban firmes.
      La descarga rápida y a corta distancia hizo saltar a los europeos como muñecos rotos. Antes de que pudieran reaccionar llegó hasta ellos la primera figura deslizante.
      El escritor soltó los bastones y empuñó el corto martillo piolet como hacha de combate. Ante él estaba un español de cara rubicunda y ojos desorbitados… Tenía un espadón de aspecto maligno parcialmente levantado y… no hubo tiempo de más, con un grito el escritor lo embistió. Estrelló la maza del martillo en aquella cara y perdió el equilibrio para estrellarse, esquíes por delante, contra las piernas de un arcabucero. El socorrista embistió al desconcertado grupo con los bastones como lanzas.
      Con una mueca de ferocidad, el médico metió otro cargador en la 45 y corrió a participar en la matanza…
      Hubo algunas detonaciones, gritos y la nieve se tiñó de escarlata. El ingeniero miró la carnicería e hizo un esfuerzo para no vomitar, pero fracasó.
      El silencio que siguió fue peor. Un cuervo graznó arriba, alguien emitió un quejido lastimero. El médico rebasó a un español acuclillado con un balazo en el vientre y con una maldición, estrelló su bota armada de crampones en su nuca. El quejido cesó.
      El escritor se desprendió del único esquí que conservaba y se apoyó en el piolet para subir; su mano se llenó de sangre y de masa encefálica. Con una mueca de disgusto fue hacia los otros.
      —¿Están todos bien? —interrogó una voz.
      El socorrista trató de hablar con uno de los heridos; mientras éste ponía los ojos en blanco, el médico se lo arrebató y le fracturó el cuello con un golpe de pistola.
      —¡Viva Anáhuac! —rugió.
      —¡Viva Anáhuac! —respondió el escritor sin entonación. Era grotesco –pensó– estar en el siglo XV mirando a hombres que él, sólo él, había asesinado. Había sido su idea. Se sintió vacío.

* * *

Los macehuales que permanecían abajo vieron huir al resto de os españoles ante las brillantes figuras que descendían. Uno que no fue muy rápido cayó fulminado por el trueno que surgió de la mano de uno de aquellos dioses de la montaña.
      Los nativos examinaron a quienes bajaban con una mezcla de temor y reverencia. Vestían con colores más brillantes que las pinturas sacerdotales y refulgían al Sol como encarnaciones de dioses poderosos. ¿Serían los verdaderos? Aquéllos que parecían haber abandonado a su raza a favor de los hombres blancos y barbados. ¿Serían la respuesta a las ocultas plegarias de muchos? Una cosa era clara: Aunque un tanto similares a los teules no estaban con ellos: Los mataban.
      Se inclinaron ante los cuatro cuando estuvieron a su lado y después, tímidamente, preguntaron quiénes eran. El más alto, el que vestía enteramente de azul, color del sacrificio, se adelantó y, abarcando con un ademán a los demás y a él mismo, pronunció una sola palabra, fuerte, como una promesa de resurgimiento:
      —¡Quetzalcóatl!
      Los macehuales emitieron murmullos de veneración y se inclinaron nuevamente, honrándolos. Fue por eso que no captaron las sonrisas de triunfo del médico y del escritor. Faltaba un largo e incierto camino hacia el triunfo, pero era un buen comienzo. Ninguno de los dos se sentía particularmente molesto por el hecho de ser considerados dioses. De hecho, les encantaba…

* * *

VIDA Y OBRA DEL GRAN REFORMADOR
(Fragmento)

      Es muy obvio para todos los interesados seriamente en la Historia que la personalidad del Gran Reformador no tenía nada de divina. Que, aunque se dio el título de dios, lo hizo para alcanzar mejor sus fines. Es obvio también que su intervención resultó definitiva en el curso de la guerra; aunque no faltan quienes se empeñan en atribuir a Anáhuac fuerzas suficientes para derrotar a Cortés, nuestros ejércitos habían llegado al límite de su resistencia y sólo la carencia de pólvora hizo retroceder a nuestros enemigos.
      Ese detalle crucial fue obra de ellos, del Gran Reformador y los suyos. Sorprendente, porque cuatro hombres mucho lograron por sí solos. Y eran hombres, no dioses. Todos ellos llegaron a edades avanzadas, pero murieron igual que cualquier otro, envejecieron y tuvieron achaques a pesar de su vigor.
      Sin embargo, sus actos consignados por la historia no están a discusión; el enigma lo conforma su origen. Ninguno llegó con los invasores, simplemente aparecieron de la nada. Bajaron de la montaña sagrada como dioses de otro mundo. Se dijo que lo eran, pero los estudios realizados por nuestras sondas demuestran que no existe vida inteligente en este sistema planetario. Bajaron de la montaña, eso dice la leyenda. Poseían vastos conocimientos y los aplicaron en nuestro favor. Tenían el don de adivinar el futuro, o por lo menos se les atribuye, y un indiscutible genio militar, técnico y de improvisación.
      Muchas de las cosas que hicieron siguen siendo enigma, pero con su ciencia, sus costumbres y su personalidad influyeron definitivamente en la formación de nuestra cultura y civilización. Parecían ser ajenos a nosotros, pero extrañamente ligados a nuestro destino; sólo así puede explicarse que asumieran las responsabilidades del mando supremo. Emprendieron brillantes campañas que parecían descabelladas, pero jamás fueron derrotados. Supieron ganarse la confianza de nuestra gente y preparar buenos asistentes y guerreros osados casi hasta la locura. Esos guerreros, empuñando armas diseñadas por los cuatro misteriosos, pusieron de rodillas a ejércitos muy superiores en número. La conquista de los reinos bárbaros de Europa es el ejemplo más claro. Sólo diez años para vencer… No cabe duda que inventaron armas terribles: cohetes, psicología, virus.
      Nos dejaron como herencia sus postulados técnicos, científicos, filosóficos y su literatura. Mucho de todo esto aún está sujeto a polémica entre las ramas laicas y teológicas de investigación. ¡Qué tesoro de material!
      Mucho de lo anterior, especialmente lo técnico, ha sido ampliamente superado; otras cosas resultaron inútiles y otras imposibles de aplicar. El enigma sigue vigente: ¿Cómo cuatro hombres pudieron reunir semejante volumen de información?
      Entre lo comprensible, aplicable y superador están las consideraciones filosóficas y las matemáticas, los manuales de guerra, la medicina y la higiene. La obra literaria es capaz de volver loco a cualquiera.
      Esto nos lleva al análisis de dos de ellos: Aquél que tomó para sí el nombre de Ehécatl y el propio Gran Reformador. Ellos fueron los últimos en partir hacia el Mictlán que llamaban la gran negrura, los indiscutibles líderes del equipo, como se llamaban entre ellos. Fueron compañeros inseparables, mucho más mundanos y alegres que los otros dos; por igual bravos en la guerra y en las emociones. De los dos fue Ehécatl el que pareció dominado, en los últimos años de su vida, por el afán de aclarar el origen de los cuatro. ¡Cómo escribió ese hombre! Su pluma sólo podía compararse con su lengua.
      El y el Gran Reformador se pasaban horas discutiendo sobre los más variados temas, para pesadilla de sus oyentes. Se quejaban, insultaban y se burlaban de todo. Se dice que aquello era parte de la enseñanza que deseaban transmitirnos, pero algunos irreverentes afirman que sólo lo hacían por divertirse.
      Ehécatl -sirva como ejemplo- dejó constancia de cosas tan nimias como recetas de cocina, apuntes para manuales de sexología y chistes -incomprensibles todos-, apuntes más serios sobre estrategia, artes marciales, la ley del amparo y la legislación del divorcio. Su estilo en broma -tenía una imaginación tremenda- está salpicado de barbaridades inexplicables como Coca-Cola, pizza, sistema de transporte colectivo, circuito interior, etcétera.
      Él fue, con mucho, el más fascinante de los cuatro. Protagonizó tremendos escándalos a causa de sus muchas mujeres, tuvo montones de hijos, hay quien dice que centenares -teológicamente esto es blasfemo-, tuvo pleitos cotidianos con los sacerdotes y ordenó o tomó en sus manos la aniquilación de muchos. Junto con el Gran Reformador y para horror de los teólogos actuales, organizó fenomenales borracheras con un bebestrijo de su invención llamado ron. Algunos seguidores místicos actuales han tomado estas costumbres como ritual para entrar en contacto con los dioses.
      Las motivaciones de su obra literaria oscilan entre el desencanto y aguda nostalgia de oscuros motivos y la alegría desenfrenada por un triunfo. Abunda en afirmaciones, casi arengas, a la justicia de la gran obra, aunque a veces parece haber tristeza en sus aseveraciones.
      La última aportación a la literatura de este ser fascinante fue una obra polémica, fruto, según algunos, de senilidad y deterioro mental y, según otros, de un último chispazo de genio. Escribió una novela con la que creó un género al que llamó ciencia-ficción –el significado de ésto aún arranca gemidos a los lingüista–, a la que tituló Lo que no fue.
      Con su peculiar estilo chispeante e irreverente. Ehécatl creó la historia caótica de un mundo imposible, una visión demencial con una lógica interna característica desde entonces del género. La acción se desarrolla en parte del actual territorio de Anáhuac, en un país que a ratos se antoja un paraíso y en otros un infierno. Un sitio progresista y atrasado a la vez, contradictorio; lleno de riquezas mal aprovechadas y de personas creativas, ambiciosas, torpes, ingeniosas y soeces. Un país de cuento de horror, o de hadas, lleno de peligros y emociones, frustraciones y placeres. Un sitio llamado México.
      Obra enorme y compleja, Lo que no fue tiene una estructura clara, como desarrollo de una extrapolación monumental, pero está incompleta pues la acción, poco antes de lo que debió ser el desenlace, termina súbitamente en un renglón único que reza: “Eran cuatro”.
      ¿No terminó Ehécatl? En todo caso, la obra sólo fue conocida años después de su muerte; antes de eso había sido celosamente guardada… Se dice, sin que pueda demostrarse, que fue descubierta y publicada por error. Esto, como tantas otras cosas relacionadas con la vida y la obra de los reformadores, oscila entre la verdad y la leyenda.
       Hay un último misterio. Algunos eruditos respetables afirman que sí terminó la obra y que el faltante es de apenas unas páginas. Que estas páginas son guardadas –bajo pena de muerte– en la biblioteca del Gran Teocalli para evitar un colapso en nuestra identidad de raza. Se dice que en esas pocas páginas originales se encuentra la solución al enigma más grande de nuestra historia. Con evidente humor negro, se insiste en que la razón del secreto es que en ellas se dice… ¡la verdad!
      ¿Existe tal epílogo? Se ha tratado de relacionar con este oscuro texto mítico las últimas palabras de Ehécatl en su lecho de muerte. Las palabras son conocidas hasta por los niños de pre-calpulli: “¿Ustedes, no han soñado alguna vez ser dioses? ¿No se les ha ocurrido que los pueblos de América merecían mejor suerte?”
      La historia consigna que Ehécatl, antes de morir, lanzó una carcajada…

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