El cuento del mes

Zulu

En estos días -mediados de agosto de 2021-, muchas personas observan el comienzo de una enorme crisis humanitaria en Afganistán, luego de 20 años de ocupación por parte de los Estados Unidos. Mientras tropas y funcionarios de este país se retiran en medios de escenas de caos, ya se ve venir que la crisis estará marcada por el extremismo religioso de los talibanes, el grupo que ahora controla el gobierno afgano. En este momento, cuentos como «Zulu» se vuelven muy pertinentes porque muestran los horrores de la opresión debida al fanatismo.
      Naief Yehya (1963), escritor mexicano, tiene una larga carrera como narrador y crítico cultural que lo han convertido en una figura imprescindible. «Zulu» proviene de su libro Rebanadas (2012).

ZULU
Naief Yehya

Ese día estaban matando perros por las calles. Sucedía siempre que algún mufti oportunista redescubría que eran animales sucios y lanzaba una fatwa. Esos días no salía a la calle, me sentaba en el piso, entre mi cama y la pared con Zulu, mi viejo Rotweiler que apoyaba su hocico sobre mis piernas y se quedaba tranquilo a pesar del ruido de las balas y los gritos desquiciados que entraban como un vendaval por la ventana rota. Me ocultaba ahí, a un metro y medio de la ventana que daba a la calle porque me sentía protegido por los muros de ladrillo y a la vez podía oír claramente lo que pasaba afuera, donde a veces  hasta muy noche escuchaba los alaridos de delirio, las carcajadas histéricas, los ladridos y los gimoteos agónicos de las víctimas. Me imaginaba que si decidían entrar al edificio podría escucharlos y tendría tiempo para esconderme con Zulu. No tenía un plan claro pero confiaba que esa pequeña ventaja sobre ellos podría salvar a Zulu y de paso a mí.
      Vivíamos en un segundo piso y mi edificio, en la calle que en algún momento se llamó República, era uno de los pocos que aún quedaban en condiciones de ser habitables. Los vecinos estaban relativamente organizados. Dos familias extensas ocupaban los otros cinco departamentos. Los vecinos me trataban bien y no se metían conmigo, en otro tiempo yo los había ayudado con dinero, comida, medicinas. Malika había curado a sus hijos y venían a buscarla seguido:
      —Doctora, doctora. Venga, venga, el niño tiene fiebre, la abuela está vomitando, le amputaron dos dedos a mi esposo.
      Malika iba, a la hora que fuera a tratar lo que fuera. De todos modos cada día le era más difícil atender pacientes en el hospital y después de que su consultorio fue incendiado para amedrentarla no tenía mucho ánimo para atender pacientes desconocidos. El casero era el imam Bitar, un hombre relativamente moderado que si bien no era muy querido por las milicias sí gozaba de su respecto. Él sabía que yo tenía a Zulu. Nunca me denunció. Un día me dijo que  si bien los perros eran animales impuros eso no quería decir que no fueran buenas mascotas y mejor compañía.
      —El profeta lo dijo claramente que era posible tener perros para la vigilancia y para trabajar en el campo, pero un departamento no es adecuado. Haz como tú quieras. Mientras te laves concienzudamente antes de rezar, supongo que estarás bien— me dijo.
      Eso había sido antes, antes que las bombas desgarraran a conocidos, amigos y rivales, antes de que hasta las calles perdieran el nombre, antes del tiempo en que todo estaba prohibido y alcanzar la pureza era el único objetivo digno que se podía tener en la vida.
      No recuerdo cuándo fue la última vez que saqué a Zulu a la calle. Quizás fue cuando aún había luz eléctrica durante unas cuatro horas al día. En aquel tiempo no faltaban las miradas de condena y el ocasional acoso de alguien que intentaba convencerme de que tener perros como mascotas era una perversión antinatural, una obscenidad occidental y que la saliva de un perro era tan tóxica e impura que difícilmente podía ser lavada. ¡Haram, haram!, me gritaban señalado que estaba prohibido tener perros. Cuando me daban oportunidad de defenderme explicaba que era un perro de vigilancia.
      Zulu nació aquí, de una perra que trajo una empresa británica de seguridad que  ocupó uno de mis locales de renta, no muy lejos de la nueva embajada estadounidense. Cuando se marcharon dejaron abandonados a los cachorros. Uno de mis empleado me avisó que los ingleses habían dejado unos demonios y que los iba a ahogar. Le ordené que no lo hiciera. Fui  corriendo a ver de qué se trataba, cuando llegué tan sólo quedaba Zulu vivo. Corrí a mi empleado y adopté a Zulu.
      Más de una vez cuando lo paseaba alguien me lanzó piedras. Uno aprende a vivir así. Era más difícil aceptar la crueldad de mantener a semejante animal encerrado por siempre. De todos modos el parque cercano, Abdelkhader, a donde solía llevarlo tres veces al día ya no tenía árboles ni pasto ni hierba. Habían arrancado todas las plantas, cortado los árboles, despedazado los juegos infantiles, quitado las rejas que protegían los prados y hecho astillas las viejas bancas. Tan sólo quedaba el polvo ya que hasta habían recogido los adoquines y las piedras para lapidar mujeres, blasfemos y adúlteros. Varias veces vi salir de ahí hombres empujando carretillas cargadas de piedras que caminaban, trotaban a toda prisa hacia la Plaza de la Victoria donde se llevaban a cabo las ejecuciones públicas.
      Matan perros en otras partes del mundo, en China por considerarlos un lujo burgués o para comérselos, en varios lugares eran comunes y hasta legales las peleas donde los hacían matarse para ganar dinero. Si bien esos actos me parecían repugnantes eran también pragmáticos, ideológicos, comerciales o simplemente expresiones de ignorancia pero aquí los mataban por órdenes divinas, para alcanzar la pureza y cumplir con los supuestos deseos de Mahoma. No soy religioso pero sé que el Quran no habla de eso pero los Hadithas sí y cuando no se asegura que un ángel no entrará a una casa donde haya un perro, se cuenta que Mahoma dijo que no había que matar a todos los perros pero si a todos aquellos que fueran de color negro porque eran enviados del diablo. Esa era la doble fatalidad de Zulu.
      Desde que Malika se fue yo pasaba cada día más tiempo sentado en ese rincón de la recamara, casi siempre con Zulu en mis piernas. Rara vez lograba concentrarme en la lectura pero siempre tenía entre mis manos un libro. Leía unas frases y me distraía, pensaba en comida, en el ruido de las balas, en el polvo y el calor. No mucho más. Porque cuando dejaba ir mis pensamientos maldecía a los milicianos pero maldecía con más fervor a los que se habían ido, me maldecía a mi mismo por haber permanecido y también al pobre Zulu. A veces trataba de imaginarlo muerto, anticipar lo inevitable y de esa manera liberarme. Hubo un tiempo en que pudimos irnos, comprar un pasaje de avión, ponerlo en una jaula y largarnos de aquí. Pero yo había confiado que las cosas volverían a la normalidad. Malika decidió que no podía esperar más, no podía convertirse en un fantasma cubierto con un enorme trapo de pies a cabeza sin derecho de salir a la calle. Yo no hubiera querido que hiciera un sacrificio semejante así que no protesté. Antes de la guerra hablábamos de tener hijos. Yo no estaba muy convencido. Peleamos. Su vida se me fue escapando y de pronto era una desconocida.
      Los amigos fueron desapareciendo, algunos en el exilio, otros en encuentros desafortunados con los milicianos. Un día, Jalil, un amigo que trabajaba en el aeropuerto me vino a buscar en su coche, me ofreció llevarme en se momento a tomar un vuelo a Viena. Con Zulu. Pero qué podía hacer yo en Viena.
      —No conozco a nadie ahí.
      Dudé. Discutimos. Mi amigo se ponía cada vez más ansioso y frenético.
      —Es un favor que te hago, pero vete, vete hoy, tiene que ser hoy.
      Le dije que necesitaba un poco de tiempo para pensarlo.
      —Vete al infierno— me recomendó—. Sólo me da lástima por Zulu—, dijo y se fue furioso.
      Entonces pensé que él estaba exagerando y que yo había tomado la decisión correcta. La gente no se va así nada más. No soy un criminal. No he hecho nada malo. Me repetía. Jalil murió ejecutado pocos días después y con él mi última posibilidad de salir vivo de ahí con mi perro.
      Los ahorros se me acababan y aún teniendo dinero la vida no era fácil. Zulu nunca se quejaba de nada aunque ambos sabíamos que no tenía suficiente alimento para él, que debía darle las sobras de lo poco que tenía y que a veces ni siquiera tenía eso. En ocasiones me aguantaba el hambre, porque comer frente a él un pan, un pedazo de carne de carnero o un plato de lentejas y darle migajas o un plato vacío para lamer una pequeña probada me parecía injusto, inmoral.
      El día en que estaban matando perros escuché los primeros gritos y balazos cuando estaba mordisqueando lentamente un pedazo de carne seca. Le di la mitad a Zulu quien la devoró, dio un gemido y volvió a poner su hocico sobre mi pierna, sin pedir más, sin esperar más, sin ocupar más espacio del absolutamente necesario.  Me puse tenso como siempre que oía las Kalashnikov disparando cerca, acompañadas de los alaridos de alahuakbar y las eventuales risotadas y gritos de dolor. Alguien corrió por mi calle, lo seguían dos hombres. Lo alcanzaron, rogaba por su vida. Uno de ellos lo insultó, dijo algo sobre su madre que no pude entender. Con mucho cuidado hice a un lado a Zulu y me acerqué a la ventana, me asomé apenas, con sumo cuidado de no ser visto. Un hombre anciano estaba de rodillas a mitad de la calle, dos milicianos le apuntaban con sus armas, gesticulaba, el viejo se llevaba las manos al pecho, imploraba juntando las palmas y luego levantando los brazos al cielo como si esperara que algo cayera de arriba y lo protegiera. Trataba de sujetar a uno de los milicianos, al que se veía más joven y tenía una barba rala, parecía tratar de abrazarlo. El muchacho bajó el arma. El otro seguía ladrando insultos, sentí que lo hacía más para entretener o impresionar a su joven compañero que realmente para amedrentar a su cautivo. Entonces, sin más le apuntó al rostro, le pegó el cañón contra la boca y disparó. Me fui de espaldas al ver el chorro de sangre explotar por la nuca. El otro miliciano también dio un brinco sobresaltado y luego comenzó a preguntar: ¿Por qué, por qué? El que disparó le respondió que así debía ser y luego invocó a la grandeza de Dios con un grito sonoro. No había nada más que decir, dijo. Pero el muchacho subió el tono de sus protestas, se acercó al hombre y lo empujó. Yo no podía entender lo que le decía porque la voz se le quebraba por el llanto, luego se puso de rodillas junto al cadáver y escuché que lo llamaba papá. El otro miliciano se acercó y le ordenó que se levantara, pero no hizo caso, lloraba. De pronto me pareció que era un niño. El otro le volvió a gritar: ¡Levántate! No lo hizo. Llevaba la Kalashnikov apuntando al piso, sólo levantó un poco el cañón y sujetado el arma con una sola mano le disparó en la nuca al joven de la barba quien quedó encorvado sobre el otro cuerpo. El miliciano miró alrededor y al no ver a nadie se puso a revisar los bolsillos de sus víctimas, lo vi sacar monedas, billetes y papeles. Se llevó todo a sus bolsillos y volvió a mirar alrededor. Entonces me vio. Gritó: ¿Tu qué haces ahí? Ya te vi. Ven acá, ahora.
      Primero me oculté pero sabía que era una pésima idea. Subiría a buscarme. Me levanté y me puse frente a la ventana tratando de mostrar que no le temía. No dije nada, tan sólo lo miré con firmeza. Lo había visto en acción, sabía de lo que era capaz pero tenía más miedo de que subiera a buscarme y encontrara a Zulu a que me disparara ahí mismo. ¿Qué haces ahí? Preguntó. Aquí vivo. ¿Y por qué estás espiando?
      —No estoy espiando.
      —Ven acá ahora mismo.
      Asentí con la cabeza. Caminé hacia la puerta pero antes abracé al mi perro rápidamente. Me miró con sus ojos de pesar, con esa expresión de fatalidad que empleaba siempre en los momentos precisos. Lo encerré en la habitación, le puse llave al departamento y bajé las escaleras tratando de andar con compostura, respirando profundo en cada escalón y pisando firme como si no tuviera nada que temer. Salí a la calle y el tipo me esperaba frente a la puerta del edificio.
      —¿Qué estás haciendo. ¿Estás con una mujer?
      Negué con la cabeza y frunciendo el ceño. Estaba solo en mi casa, comiendo, añadí sin saber qué más decir.
      —¿Por qué no fuiste a la mezquita?
      —Normalmente no voy a esta hora.
      Era una respuesta incorrecta.
      —No hay hora normal para ir al templo— me gritó, pero no tocó la Kalashnikov que colgaba de su hombro. —Nada me enfurece más que ver gente desperdiciar su vida cuando podrían estar sirviendo a Dios.
      Bajé la vista, como si estuviera avergonzado.
      —Vamos, hay mucho que hacer.
      —Pero no quiero dejar mi casa -dije.
      —¿Por qué, alguien te espera o tienes miedo de que te roben algo? -dijo con una sonrisa.
      —No, nada de eso —respondí.
      Comenzó a caminar en dirección a la avenida y yo lo seguí con una pesadez inmensa. Llegamos a la plaza de la Victoria, donde habían puesto una gran carpa, había mucha gente afuera esperando algo, vendían comida, tapetes, incienso, fundas para teléfonos celulares, municiones, placas con inscripciones religiosas, un fotógrafo hacia fotomontajes en los que insertaba la imagen del cliente en un fondo de la Meca o a un lado del domo de Al Aqsa o en un campo verde repleto de flores. Al ver el puesto de shish kebabs mi estómago dio un salto y pensé en Zulu.
      Llegamos a la puerta de la carpa principal, me dijo que lo siguiera al interior. Nadie entraba ahí sin no estaba con los líderes de la milicia o los muftis. Un tipo bastante mayor, con una barba canosa de candado y unos ojos cafés que parecían incendiarse nos salió al paso.
      —¿Dónde dejaste a Amin y a su hijo?
      —¿Le diste una lección? ¿Lo vio todo su hijo? —preguntó con una sonrisa.
      —Sí, Sheikh, el viejo no volverá a ser insolente y el muchacho entendió lo que se debe de hacer.
      —¿Y dónde está el hijo?
      —Se fue por ahí, ya volverá.
      —¿Y este qué hizo? —preguntó señalándome como si yo no pudiera hablar por mi mismo.
      —Estaba encerrado en su casa.
      —¿Con una mujer?
      —No sé.
      —No, no tengo ninguna mujer— dije con hastío.
      —¡Cállate, nadie te está hablando a ti! —me gritó al oído con toda su fuerza.
      —No, creo que estaba solo.
      —¿Pero no te aseguraste?
      —No.
      —Vamos ahora mismo, seguro tiene a una puta metida en la cama. ¿Por qué estaría metido en la casa a esta hora?
      —No creo, no lo creo —el otro titubeó, supongo que porque no quería llevar a nadie al lugar donde acababa de asesinar a dos personas.
      —Vamos.
      —Que no, le digo, que estaba solo.
      —¿Y qué hacia?
      —Comiendo.
      —¿Comes solo? —me preguntó.
      No respondí. Me dio un golpe fuertísimo con la empuñadura de su bastón en la parte posterior de la cabeza. Las rodillas se me doblaron como si el golpe se transmitiera verticalmente a lo largo de mi cuerpo.  Caí de rodillas, no pude meter las manos y me di de frente contra el piso.
      —Yo mismo quiero ir a su casa ahora —dijo.
      —No, yo me encargo.
      —¿Me vas a ordenar tú a mí?
      —No, Sheikh, es que no vale la pena. Yo lo tengo bajo control.
      —La puta seguramente ya se fue. ¿Ese es el control que tienes? Voy a alcanzar a esa puta.
      Llamó entonces a gritos a dos hombres que descansaban sobre una mesa:
      —¡Nuri, Amin, vengan, vamos a buscar a una puta!
      —No, seyid, no seyid, yo arreglo el asunto y traigo a la puta.
      ¿Cuál puta? Me preguntaba yo, confundido  por el tremendo dolor de cabeza.
      —Este impuro dejó escapar una puta —dijo el Sheikh a los dos hombres.
      Me traté de levantar y vi como entre varios empujaba e insultaban al tipo que me había traído. La cabeza me estaba sangrando. Me senté en el piso y me cubrí la herida con la mano. Alguien me puso de pie y luego me dejó caer nuevamente. Al tipo que me trajo le amarraron las manos y le pusieron una soga gruesa al cuello de la que lo jalaron. El Sheikh salió de la carpa agitando su bastón en el aire, seguido por una docena de hombres armados, uno de ellos jaloneaba al hombre amarrado. Un muchacho se sentó en cuclillas a mi lado. Se reía. Tenía una viejísima carabina. Supuse que era el encargado de cuidarme. Le pedí un poco de agua. Dejó de reír, se puso de pie y me escupió. Me apuntó con el rifle e hizo un ruido de disparo con la boca. No tendría más de 12 años. Luego se alejó. Me costó trabajo pero me puse de pie. Nadie me vigilaba, así que me fui acercando a la salida poco a poco. Vi el puesto de kebabs. Tenía mucha hambre. Busqué al grupo de hombres que iban a mi casa. Corrí tambaleándome en dirección a mi calle. Los encontré, no fue difícil, gritaban consignas y alahuakbars mientras disparaban al aire. Los seguí a cierta distancia. Tenía que detenerlos antes de que entraran a mi edificio, una vez ahí no tardarían en encontrar a Zulu. Pensé correr y ponerme frente a ellos, me faltaba valor para hacerlo. Al llegar a la calle vieron los dos cadáveres. Alguien los reconoció. El hombre amarrado comenzó a explicar atropelladamente que los habían atacado agentes infiltrados, que él no sabía nada.
      —Herejes, fueron unos herejes —gritaba.
      No le creyeron, lo golpearon. Le vaciaron los bolsillos, algo le encontraron que aparentemente lo delató.
      —¡Nunca te dije que los mataras!— gritó el Sheikh.
      Entre varios trataron de colgarlo de un poste, pero no lograban hacer un nudo que lo sujetara. El Sheikh fue a ver los cuerpos. Comenzó a orar. Otros seguían tratando de ahorcar al tipo sin tener mucha suerte, la soga no era suficientemente larga. Un hombre que yo conocía del barrio, creo que era el ayudante del zapatero, se fue corriendo a buscar algo, imaginé que otra soga, pasó muy cerca de mí sin verme. Regresó unos minutos después manejando una pick up nissan destartalada. Acostaron al tipo amarrado a la mitad de la calle, lo sujetaban entre varios con la cuerda. El conductor le pasó la nissan lentamente por encima, asegurándose de que una llanta le aplastara la cabeza. Gritó, un aullido seco, sin forma, sin tono. Tan sólo un quejido gutural profundo que cesó de pronto. El crujir de los huesos se escuchó como truenos lejanos. Una vez que el conductor pudo meter la reversa volvió a aplastarlo. Repitió el proceso varias veces mientras algunos niños reían a carcajadas y los hombres que no levantaban sus armas y gritaban con júbilo filmaban o tomaban fotos con sus teléfonos celulares para guardar un recuerdo de aquella tarde. El Sheikh preguntó a los mirones si alguien había visto a una puta. Nadie contestó. Repitió la pregunta amenazante, mirando a la gente a los ojos con intensidad.
      —Si alguien la encubre o protege es tan impuro como ella —dijo apuntándoles a cada uno con la empuñadura de su bastón que sujetaba por la parte media.
      Un tipo dijo entonces que él sabía de una mujer con malas costumbres que vivía en uno de los edificios en ruinas de la calle adyacente, frente al mercado de las flores. Le preguntó si la había visto por ahí ese día. El hombre dijo que no, pero después corrigió y dijo que sí.
      —Vamos a buscar ahora a la puta —gritó el Sheikh.— Vamos a hacerla pagar por haber corrompido a un hombre.
      Se fueron, dejando los tres cadáveres. Caminé cautelosamente hasta la puerta de mi edificio. La calle estaba nuevamente desierta. Entré rápidamente, subí corriendo las escaleras. Zulu, me recibió moviendo la cola, incapaz de entender de lo que nos habíamos salvado. Me tiré al piso junto a él y lloré del dolor del golpe en la cabeza y seguí llorando un rato. Era ya de noche. Varios hombres recogían los cadáveres en carretillas. Una mujer en la calle del Mercado de las flores no viviría para ver el amanecer.

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