El cuento del mes

Los pájaros

La película clásica de Alfred Hitchcock (1963) es una adaptación, sumamente libre, del cuento que sigue. Daphne du Maurier (1907-1989), inglesa, fue autora de numerosos libros entre novelas, colecciones de cuentos, crónicas y memorias, aunque se le recuerda en especial por las adaptaciones fílmicas que se han hecho de varios de sus textos (además de Los pájaros, por ejemplo, otras dos películas de Hitchcock: Rebeca y Posada Jamaica, parten de trabajos suyos). Como no intentó innovaciones formales a la manera de otros autores de la época, y su prosa se acerca más a la de sus precursores en el siglo XIX, a veces se le tiene como una autora de escaso interés; sin embargo, era una excelente creadora de tramas de suspenso y sus atmósferas inquietantes sorprenden por la parquedad de los recursos que emplea para crearlas.

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Daphne du Maurier

«The Birds» se publicó primero en el libro The Apple Tree (1952; la presente traducción es de Adolfo Martín). Es una narración bastante extensa, y con un final abierto, pero conserva la unidad de efecto y trama de un cuento con forma clásica. Esto, sin duda, debe haber atraído a Hitchcock, quien estaba en desacuerdo con la opinión general y consideraba que los largometrajes eran más afines al cuento que a la novela. Por lo demás, tenía razón.

LOS PÁJAROS
Daphne du Maurier

El 3 de diciembre, el viento cambió de la noche a la mañana, y llegó el invierno. Hasta entonces, el otoño había sido suave y apacible. Las hojas, de un rojo dorado, se habían mantenido en los árboles y los setos vivos estaban verdes todavía. La tierra era fértil en los lugares donde el arado la había removido.
      Nat Hocken, debido a una incapacidad contraída durante la guerra, disfrutaba una pensión y no trabajaba todos los días en la granja. Trabajaba tres días a la semana y le encomendaban las tareas más sencillas: poner vallas, embardar, reparar las edificaciones de la granja…
      Aunque casado, y con hijos, tenía tendencia a la soledad; prefería trabajar solo. Le agradaba que le encargasen construir un dique o reparar un portillo en el extremo más lejano de la península, donde el mar rodeaba por ambos lados a la tierra de labranza. Entonces, al mediodía, hacía una pausa para comer el pastel de carne que su mujer había cocido para él, y sentándose en el borde de la escollera, contemplaba a los pájaros. El otoño era época para esto, mejor que la primavera. En primavera, los pájaros volaban tierra adentro resueltos, decididos; sabían cuál era su destino; el ritmo y el ritual de su vida no admitían dilaciones. En otoño, los que no habían emigrado allende el mar, sino que se habían quedado a pasar el invierno, se veían animados por los mismos impulsos, pero, como la emigración les estaba negada, seguían su propia norma de conducta. Llegaban en grandes bandadas a la península, inquietos; ora descri¬biendo círculos en el firmamento, ora posándose, para alimentarse, en la tierra recién removida, pero incluso cuando se alimentaban, era como si lo hiciesen sin hambre, sin deseo. El desasosiego les empujaba de nuevo a los cielos.
      Blancos y negros, gaviotas y chovas, mezcladas en extraña camaradería, buscando alguna especie de liberación, nunca satisfechas, nunca inmóviles. Bandadas de estorninos, susurrantes como piezas de seda, volaban hacia los frescos pastos, impulsados por idéntica necesidad de movimiento, y los pájaros más pequeños, los pinzones y las alondras, se dispersaban sobre los árboles y los setos.
      Nat los miraba, y observaba también a las aves marinas. Abajo, en la ensenada, esperaban la marea. Tenían más paciencia. Pescadoras de ostras, zancudas y zarapitos aguardaban al borde del agua; cuando el lento mar lamía la orilla y se retiraba luego dejando al descubierto la franja de algas y los guijarros, las aves marinas emprendían veloz carrera y corrían sobre las playas. Entonces, les invadía también a ellas aquel mismo impulso de volar. Chillando, gimiendo, gritando, pasaban rozando el plácido mar y se alejaban de la costa. Se apresuraban, aceleraban, se precipitaban, huían; pero ¿adonde, y con qué finalidad? La inquieta urgencia del melancólico otoño había arrojado un hechizo sobre ellas y debían congregarse, girar y chillar; tenían que saturarse de movimiento antes de que llegase el invierno.

      «Quizá —pensaba Nat, masticando su pastel de carne en el borde de la escollera— los pájaros reciben en otoño un mensaje, algo así como un aviso. Va a llegar el invierno. Muchos de ellos perecen. Y los pájaros se comportan de forma semejante a las personas que, temiendo que les llegue la muerte antes de tiempo, se vuelcan en el trabajo, o se entregan a la insensatez.»
      Los pájaros habían estado más alborotados que nunca en este declinar del año; su agitación resaltaba más porque los días eran muy tranquilos. Cuando el tractor trazaba su camino sobre las colinas del Oeste, recortada ante el volante la silueta del granjero, hombre y vehículo se perdían momentáneamente en la gran nube de pájaros que giraban y chillaban. Había muchos más que de ordina¬rio. Nat estaba seguro de ello. Siempre seguían al arado en otoño, pero no en bandadas tan grandes como ésas, no con ese clamor.
      Nat lo hizo notar cuando hubo terminado el trabajo del día.
      — Sí —dijo el granjero — , hay más pájaros que de costumbre; yo también me he dado cuenta. Y muy atrevidos algunos de ellos; no hacían ningún caso del tractor. Esta tarde, una o dos gaviotas han pasado tan cerca de mi cabeza que creía que me habían arrebatado la gorra. Como que apenas podía ver lo que estaba haciendo cuando se hallaban sobre mí y me daba el sol en los ojos. Me da la impresión de que va a cambiar el tiempo. Será un invierno muy duro. Por eso están inquietos los pájaros.
      Al cruzar los campos y bajar por el sendero que conducía a su casa, Nat, con el último destello del sol, vio a los pájaros reuniéndo¬se todavía en las colinas del Oeste. No corría ni un soplo de viento, y el grisáceo mar estaba alto y en calma. Destacaba en los setos la coronaria, aún en flor, y el aire se mantenía plácido. El granjero tenía razón, sin embargo, y fue esa noche cuando cambió el tiempo. El dormitorio de Nat estaba orientado al Este. Se despertó poco después de las dos y oyó el ruido del viento en la chimenea. No el furioso bramido del temporal del Sudoeste que traía la lluvia, sino el viento del Este, seco y frío. Resonaba cavernosamente en la chimenea, y una teja suelta batía sobre el tejado. Nat prestó atención y pudo oír el rugido del mar en la ensenada. Incluso el aire del pequeño dormitorio se había vuelto frío: por debajo de la puerta se filtraba una corriente que soplaba directamente sobre la cama. Nat se arrebujó en la manta, se arrimó a la espalda de su mujer, que dormía a su lado, y quedó despierto, vigilante, dándose cuenta de que se hallaba receloso sin motivo.
      Fue entonces cuando oyó unos ligeros golpecitos en la ventana. En las paredes de la casa no había enredaderas que pudieran desprenderse y rozar el cristal. Escuchó, y los golpecitos continua¬ron hasta que, irritado por el ruido, Nat saltó de la cama y se acercó a la ventana. La abrió y, al hacerlo, algo chocó contra su mano, pinchándole los nudillos y rozándole la piel. Vio agitarse unas alas y aquello desapareció sobre el tejado, detrás de la casa.
      Era un pájaro. Qué clase de pájaro, él no sabría decirlo. El viento debía de haberle impulsado a guarecerse en el alféizar.
      Cerró la ventana y volvió a la cama, pero, sintiendo humedad en los nudillos, se llevó la mano a la boca. El pájaro le había hecho sangre. Asustado y aturdido, supuso que el pájaro, buscando cobijo, le había herido en la oscuridad. Trató de conciliar de nuevo el sueño.
      Pero al poco rato volvieron a repetirse los golpecitos, esta vez más fuertes, más insistentes. Su mujer se despertó con el ruido y, dándose la vuelta en la cama, le dijo:
      — Echa un vistazo a esa ventana, Nat; está batiendo.
      — Ya la he mirado — respondió él —; hay algún pájaro ahí fuera que está intentando entrar. ¿No oyes el viento? Sopla del Este y hace que los pájaros busquen dónde guarecerse.
      — Ahuyéntalos —dijo ella — . No puedo dormir con ese ruido.
      Se dirigió de nuevo a la ventana y, al abrirla esta vez, no era un solo pájaro el que estaba en el alféizar, sino media docena; se lanzaron en línea recta contra su rostro atacándole.
      Soltó un grito y, golpeándolos con los brazos, consiguió disper¬sarlos; al igual que el primero, se remontaron sobre el tejado y desaparecieron. Dejó caer rápidamente la hoja de la ventana y la sujetó con las aldabillas.
      — ¿Has visto eso? —exclamó—. Venían por mí. Intentaban pico¬tearme los ojos.
      Se quedó en pie junto a la ventana, escudriñando la oscuridad, y no pudo ver nada. Su mujer, muerta de sueño, murmuró algo desde la cama.
      —No estoy exagerando —replicó él, enojado por la insinuación de la mujer—. Te digo que los pájaros estaban en el alféizar, intentando entrar en el cuarto.
      De pronto, de la habitación que dormían los niños, situada al otro lado del pasillo, surgió un grito de terror.
      —Es Jill —dijo su mujer, sentándose en la cama completamente espabilada — . Ve a ver qué le pasa.
      Nat encendió la vela, pero, al abrir la puerta del dormitorio para atravesar el pasillo, la corriente apagó la llama.
      Sonó otro grito de terror, esta vez de los dos niños, y él se precipitó en su habitación, sintiendo inmediatamente el batir de alas a su alrededor, en la oscuridad. La ventana estaba abierta de par en par. A través de ella, entraban los pájaros, chocando primero contra el techo y las paredes y, luego, rectificando su vuelo, se lanzaban sobre los niños, tendidos en sus camas.
      —Tranquilizaos. Estoy aquí —gritó Nat, y los niños corrieron chillando hacia él, mientras en la oscuridad, los pájaros se remonta-ban, descendían y le atacaban una y otra vez.
      — ¿Qué es, Nat? ¿Qué ocurre? —preguntó su mujer desde el otro dormitorio.
      Nat empujó apresuradamente a los niños hacia el pasillo y cerró la puerta tras ellos, de modo que se quedó solo con los pájaros en la habitación.
      Cogió una manta de la cama más próxima y, utilizándola como arma, la blandió a diestro y siniestro en el aire. Notaba cómo caían los cuerpos, oía el zumbido de las alas, pero los pájaros no se daban por vencidos, sino que, una y otra vez, volvían al asalto, punzándole las manos y la cabeza con sus pequeños picos, agudos como las afiladas púas de una horca. La manta se convirtió en un arma defensiva; se la arrolló en la cabeza y, entonces, en la oscuridad más absoluta, siguió golpeando a los pájaros con las manos desnudas. No se atrevía a llegarse a la puerta y abrirla, no fuera que, al hacerlo, le siguiesen los pájaros.
      No podía decir cuánto tiempo estuvo luchando con ellos en medio de la oscuridad, pero al fin, fue disminuyendo a su alrededor el batir de alas y luego, cesó por completo. Percibía un débil resplandor a través del espesor de la manta. Esperó, escuchó; no se oía ningún sonido, salvo el llanto de uno de los niños en el otro dormitorio. La vibración, el zumbido de las alas, se había extin¬guido.
      Se quitó la manta de la cabeza y miró a su alrededor. La luz, fría y gris, de la mañana iluminaba el cuarto. El alba, y la ventana abierta habían llamado a los pájaros vivos. Los muertos yacían en el suelo. Nat contempló, horrorizado, los pequeños cadáveres. Había peti¬rrojos, pinzones, paros azules, gorriones, alondras, pinzones reales, pájaros que, por ley natural se adherían exclusivamente a su propia bandada y a su propia región y ahora, al unirse unos a otros en sus impulsos de lucha, se habían destruido a sí mismos contra las paredes de la habitación, o habían sido destruidos por él en la refriega. Algunos habían perdido las plumas en la lucha; otros tenían sangre, sangre de él, en sus picos.
      Asqueado, Nat se acercó a la ventana y contempló los campos, más allá de su pequeño huerto.
      Hacía un frío intenso, y la tierra aparecía endurecida por la helada. No la helada blanca, la escarcha que brilla al sol de la mañana, sino la negra helada que trae consigo el viento del Este. El mar, embravecido con el cambio de la marea, encrespado y espumo¬so, rompía broncamente en la ensenada. No había ni rastro de los pájaros. Ni un gorrión trinaba en el seto, al otro lado del huerto, ni una chova, ni un mirlo, picoteaban la hierba en busca de gusanos. No se oía ningún sonido; sólo el ruido del viento y del mar.
      Nat cerró la ventana y la puerta del pequeño dormitorio y cruzó el pasillo en dirección al suyo. Su mujer estaba sentada en la cama, con uno de los niños dormido a su lado y el más pequeño, con la cara vendada, entre sus brazos. Las cortinas estaban completamente corridas ante la ventana y las velas encendidas. Su rostro destacaba pálidamente a la amarillenta luz. Hizo a Nat una seña con la cabeza para que guardara silencio.
      — Ahora está durmiendo —cuchicheó —, pero acaba de coger el sueño. Algo le ha debido de herir; tenía sangre en las comisuras de los ojos. Jill dice que eran pájaros. Dice que se despertó y los pájaros estaban en la habitación.
      Miró a Nat, buscando una confirmación en su rostro. Parecía aturdida, aterrada, y él no quería que se diese cuenta de que también él estaba excitado, trastornado casi, por los sucesos de las últimas horas.
      — Hay pájaros allí dentro —dijo—, pájaros muertos, unos cin¬cuenta por lo menos. Petirrojos, reyezuelos, todos los pájaros pequeños de los alrededores. Es como si, con el viento del Este, se hubiese apoderado de ellos una extraña locura. —Se sentó en la cama, junto a su mujer y le cogió la mano —. Es el tiempo —dijo—; eso debe ser, el mal tiempo. Probablemente, no son los pájaros de por aquí. Han sido empujados a estos lugares desde la parte alta de la región.
      — Pero, Nat —susurró la mujer—, ha sido esta noche cuando ha cambiado el tiempo. No han venido empujados por la nieve. Y no pueden estar hambrientos todavía. Tienen alimento de sobra ahí fuera, en los campos.
      — Es el tiempo —repitió Nat—. Te digo que es el tiempo. Su rostro estaba tenso y fatigado, como el de ella. Durante un rato, se miraron uno a otro en silencio.
      —Voy abajo a hacer un poco de té —dijo él.
      La vista de la cocina le tranquilizó. Las tazas y los platillos ordenadamente apilados sobre el parador, la mesa y las sillas, la madeja de labor de su mujer en su cestillo, los juguetes de los niños en el armario del rincón…
      Se arrodilló, atizó los rescoldos y encendió el fuego. El arder de la leña, la humeante olla y la negruzca tetera le dieron una impresión de normalidad, de alivio, de seguridad. Bebió un poco de té y subió una taza a su mujer. Luego, se lavó en la fregadera, se calzó las botas y abrió la puerta trasera.
      El cielo estaba pesado y plomizo, y las pardas colinas que el día anterior brillaban radiantes a la luz del sol aparecían lúgubres y sombrías. El viento del Este cortaba los árboles como una navaja, y las hojas, crujientes y secas se desprendían de las ramas y se esparcían con las ráfagas del viento. Nat restregó su bota contra la tierra. Estaba dura, helada. Nunca había visto un cambio tan repentino. En una sola noche había llegado el invierno.
      Los niños se habían despertado. Jill estaba parloteando en el piso de arriba y el pequeño Johnny llorando otra vez. Nat oyó la voz de su mujer calmándole, tranquilizándole. Al cabo de un rato, bajaron. Nat les había preparado el desayuno, y la rutina del día comenzó.
      — ¿Echaste a los pájaros? —preguntó Jill, tranquilizada ya por el fuego de la cocina, por el día, por el desayuno.
      — Sí, ya se han ido todos —respondió Nat—.Fue el viento del Este lo que les hizo entrar. Se habían extraviado, estaban asustados y querían refugiarse en algún lado.
      — Intentaron picotearme —dijo Jill —. Se tiraban a los ojos de Johnny.
      —Les impulsaba el miedo —contestó Nat a la niña—. En la oscuridad del dormitorio, no sabían dónde estaban.
      — Espero que no vuelvan —dijo Jill —. Si les ponemos un poco de pan en la parte de fuera de la ventana, quizá lo coman y se marchen.
      Terminó de desayunar y luego, fue en busca de su abrigo y su capucha, los libros de la escuela y la cartera. Nat no dijo nada, pero su mujer le miró por encima de la mesa. Un silencioso mensaje cruzó entre ellos.
      — Iré contigo hasta el autobús —dijo él—. Hoy no voy a la granja.
      Y, mientras la niña se lavaba en la fregadera, dijo a su mujer:
      — Manten cerradas todas las puertas y ventanas. Por si acaso, nada más. Yo voy a ir a la granja a ver si han oído algo esta noche.
      Y echó a andar con su hija por el sendero. Ésta parecía haber olvidado su experiencia de la noche pasada. Iba delante de él, saltando, persiguiendo a las hojas, con el rostro sonrosado por el frío bajo la capucha.
      — ¿Va a nevar, papá? —preguntó —. Hace bastante frío. Levantó la vista hacia el descolorido cielo, mientras sentía en su espalda el viento cortante.
      —No —respondió —, no va a nevar. Este es un invierno negro, no blanco.
      Todo el tiempo fue escudriñando los setos en busca de pájaros, mirando por encima de ellos a los campos del otro lado, oteando el pequeño bosquecillo situado más arriba de la granja, donde solían reunirse los grajos y las chovas. No vio ninguno.
      Las otras niñas esperaban en la parada del autobús, embozadas en sus ropas, cubiertas, como Jill, con capuchas, ateridos de frío sus rostros.
      Jill corrió hacia ellas agitando la mano.
      —Mi papá dice que no va a nevar —exclamó —. Va a ser un invierno negro.
      No dijo nada de los pájaros y empezó a dar empujones, jugando, a una de las niñas. El autobús remontó, renqueando, la colina. Nat la vio subir a él y luego, dando media vuelta, se dirigió a la granja. No era su día de trabajo, pero quería cerciorarse de que todo iba bien. Jim, el vaquero, estaba trajinando en el corral.
      — ¿Está por ahí el patrón? —preguntó Nat.
      — Fue al mercado —repuso Jim—. Es martes, ¿no?
      Y, andando pesadamente, dobló la esquina de un cobertizo. No tenía tiempo para Nat. Decían que Nat era superior. Leía libros, y cosas de esas. Nat había olvidado que era martes. Eso demostraba hasta qué punto le habían trastornado los acontecimientos de la noche pasada. Fue a la puerta trasera de la casa y oyó cantar en la cocina a la señora Trigg; la radio ponía un telón de fondo a su canción.
      —¿Está usted ahí, señora? —llamó Nat.
      Salió ella a la puerta, rechoncha, radiante, una mujer de buen humor.
      —Hola, señor Hocken —dijo la señora Trigg—. ¿Puede decirme de dónde viene este frío? ¿De Rusia? Nunca he visto un cambio así. Y la radio dice que va a continuar. El Círculo Polar Ártico tiene algo que ver.
      —Nosotros no hemos puesto la radio esta mañana —dijo Nat—. Lo cierto es que hemos tenido una noche agitada.
      — ¿Se han puesto malos los niños?
      —No…
      No sabía cómo explicarlo. Ahora, a la luz del día, la batalla con los pájaros sonaría absurda.
      Trató de contar a la señora Trigg lo que había sucedido, pero veía en sus ojos que ella se figuraba que su historia era producto de una pesadilla.
      —¿Seguro que eran pájaros de verdad? —dijo, sonriendo—. ¿Con plumas y todo? ¿No serian de esa clase tan curiosa que los hombres ven los sábados por la noche después de la hora de cerrar?
      — Señora Trigg —dijo él—, hay cincuenta pájaros muertos, peti¬rrojos, reyezuelos y otros por el estilo, tendidos en el suelo del dormitorio de los niños. Me atacaron; intentaron lanzarse contra los ojos del pequeño Johnny.
      La señora Trigg le miró, dudosa.
      —Bueno —contestó—, supongo que les empujó el mal tiempo. Una vez en la habitación, no sabrían dónde se encontraban. Pájaros extranjeros, quizá de ese Círculo Ártico.
      —No —replicó Nat—, eran los pájaros que usted ve todos los días por aquí.
      —Una cosa muy curiosa —dijo la señora Trigg—, realmente inexplicable. Debería usted escribir una carta al Guardián contán-doselo. Seguramente que le sabrían dar alguna respuesta. Bueno, tengo que seguir con lo mío.
      Inclinó la cabeza, sonrió y volvió a la cocina.
      Nat, insatisfecho, se dirigió a la puerta de la granja. Si no fuese por aquellos cadáveres tendidos en el suelo del dormitorio, que ahora tenía que recoger y enterrar en alguna parte, a él también le parecería exagerado el relato.
      Jim se hallaba junto al portillo.
      —¿Ha habido dificultades con los pájaros? —preguntó Nat.
      —¿Pájaros? ¿Qué pájaros?
      —Han invadido nuestra casa esta noche. Entraban a bandadas en el dormitorio de los niños. Eran completamente salvajes.
      — ¿Qué? —Las cosas tardaban algún tiempo en penetrar en la cabeza de Jim—. Nunca he oído hablar de pájaros que se porten salvajemente —dijo al fin—. Suelen domesticarse. Yo les he visto acercarse a las ventanas en busca de migajas.
      —Los pájaros de anoche no estaban domesticados.
      — ¿No? El frío, quizás. Estarían hambrientos. Prueba a echarles algunas migajas.
      Jim no sentía más interés que la señora Trigg. «Era —pensaba Nat—, como las incursiones aéreas durante la guerra. Nadie, en este extremo del país, sabía lo que habían visto y sufrido las gentes de Plymouth. Para que a uno le conmueva algo, es necesario ha¬berlo padecido antes.» Regresó a su casa, andando por el sendero, y cruzó la puerta. Encontró a su mujer en la cocina con el pequeño Johnny.
      — ¿Has visto a alguien? —preguntó ella.
      —A Jim y a la señora Trigg —respondió—. Me parece que no me han creído ni una palabra. De todos modos, por allí no ha pasado nada.
      — Podrías llevarte afuera los pájaros —dijo ella—. No me atrevo a entrar en el cuarto para hacer las camas. Estoy asustada.
      — No tienes nada de que asustarte ahora —replicó Nat—. Están muertos, ¿no?
      Subió con un saco y echó en él, uno a uno, los rígidos cuerpos. Sí, había cincuenta en total. Pájaros corrientes, de los que frecuentaban los setos, ninguno siquiera tan grande como un tordo. Debía de haber sido el miedo lo que les impulsó a obrar de aquella forma. Paros azules, reyezuelos, era increíble pensar en la fuerza de sus pequeños picos hiriéndole el rostro y las manos la noche anterior. Llevó el saco al huerto, y se le planteó entonces un nuevo problema. El suelo estaba demasiado duro para cavar. Estaba helado, compac¬to y sin embargo, no había nevado; lo único que había ocurrido en las últimas horas había sido la llegada del viento del Este. Era extraño, antinatural. Debían de tener razón los vaticinadores del tiempo. El cambio era algo relacionado con el Círculo Ártico.
      Mientras estaba allí, vacilante, con el saco en la mano, el viento pareció penetrarle hasta los huesos. Podía ver las blancas crestas de las olas rompiendo allá abajo, en la ensenada. Decidió llevar los pájaros a la playa y enterrarlos allí.
      Cuando llegó a la costa, por debajo del farallón, apenas podía tenerse en pie, tal era la fuerza del viento. Le costaba respirar y tenía azuladas las manos. Nunca había sentido tanto frío en ninguno de los malos inviernos que podía recordar. Había marea baja. Caminó sobre los guijarros hacia la arena y, entonces, de espaldas al viento practicó un hoyo en el suelo con el pie. Se proponía echar en él los pájaros, pero al abrir el saco, la fuerza del viento los arrastró, los alzó como si nuevamente volvieran a volar, y los cuerpos helados de los cincuenta pájaros se elevaron de él a lo largo de la playa, sacudidos como plumas, esparcidos, desparramados. Había algo repugnante en la escena. No le gustaba. El viento arrebató los pájaros y los llevó lejos de él.
      «Cuando la marea suba se los llevará», dijo para sí.
      Miró al mar y contempló las espumosas rompientes, matizadas de una cierta tonalidad verdosa. Se alzaban briosas, se encrespaban, rompían y, a causa de la marea baja, su bramido sonaba distante, remoto, sin el tonante estruendo de la pleamar.
      Entonces las vio. Las gaviotas. Allá lejos, flotando sobre las olas.
      Lo que, al principio, había tomado por las blancas crestas de las olas eran gaviotas. Centenares, millares, decenas de millares…
      Subían y bajaban con el movimiento de las aguas, de cara al viento, esperando la marea, como una poderosa escuadra que hubiese echado el ancla. Hacia el Este y hacia el Oeste, las gaviotas estaban allí. Hilera tras hilera, se extendían en estrecha formación tan lejos como podía alcanzar la vista. Si el mar hubiese estado inmóvil, habrían, cubierto la bahía como un velo blanco, cabeza con cabeza, cuerpo con cuerpo. Sólo el viento del Este, arremolinando el mar en las rompientes, las ocultaba desde la playa.
      Nat dio media vuelta y, abandonando la costa, trepó por el empinado sendero en dirección a su casa. Alguien debería saber esto. Alguien debería enterarse. A causa del viento del Este y del tiempo, estaba sucediendo algo que no comprendía. Se preguntó si debía llegarse a la cabina telefónica, junto a la parada del autobús y llamar a la Policía. Pero ¿qué podrían hacer? ¿Qué podría hacer nadie? Decenas de miles de gaviotas posadas sobre el mar, allí, en la bahía, a causa del temporal, a causa del hambre. La Policía le creería loco, o borracho, o se tomaría con toda calma su declaración. «Gracias. Sí, ya se nos ha informado de la cuestión. El mal tiempo está empujando tierra adentro a los pájaros en gran número.» Nat miró a su alrededor. No se veían señales de ningún otro pájaro. ¿Sería el frío lo que les había hecho llegar a todos desde la parte alta de la región? Al acercarse a la casa, su mujer salió a recibirle a la puerta. Le llamó, excitada.
      — Nat —dijo —, lo han dicho por la radio. Acaban de leer un boletín especial de noticias. Lo he tomado por escrito.
      — ¿Qué es lo que han dicho por la radio? —preguntó él.
      — Lo de los pájaros —respondió —. No es sólo aquí, es en todas partes. En Londres, en todo el país. Algo les ha ocurrido a los pájaros.
      Entraron juntos en la cocina. Nat cogió el trozo de papel que había sobre la mesa y lo leyó.
      «Nota oficial del Ministerio del Interior, hecha pública a las once de la mañana de hoy. Se reciben informes procedentes de todos los puntos del país acerca de la enorme cantidad de pájaros que se está reuniendo en bandadas sobre las ciudades, los pueblos y los más lejanos distritos, los cuales provocan obstrucciones y daños e, incluso, han llegado a atacar a las personas. Se cree que la corriente de aire ártico, que cubre actualmente las Islas Británicas, está obligando a los pájaros a emigrar al Sur en gran número, y que el hambre puede impulsarles a atacar a los seres humanos. Se aconseja a todos los ciudadanos que presten atención a sus ventanas, puertas y chimeneas, y tomen razonables precauciones para la seguridad de sus hijos. Una nueva nota será hecha pública más tarde.»
      Una viva excitación se apoderó de Nat; miró a su mujer con aire de triunfo.
      —Ahí tienes —dijo—; esperemos que hayan oído esto en la granja. La señora Trigg se dará cuenta de que no era ninguna fantasía. Es verdad. Por todo el país. Toda la mañana he estado pensando que había algo que no marchaba bien. Y ahora mismo, en la playa he mirado al mar y hay gaviotas, millares de ellas, decenas de millares, no cabría ni un alfiler entre sus cabezas, y están allá fuera, posadas sobre el mar, esperando.
      —¿Qué están esperando, Nat? —preguntó ella.
      Él la miró de hito en hito y luego volvió la vista hacia el trozo de papel.
      —No lo sé— dijo lentamente—. Aquí dice que los pájaros están hambrientos.
      Él se acercó al armario, de donde sacó un martillo y otras herramientas.
      — ¿Qué vas a hacer, Nat?
      — Ocuparme de las ventanas, y de las chimeneas también, como han dicho.
      — ¿Crees que esos gorriones, y petirrojos, y los demás, podrían penetrar con las ventanas cerradas? ¡Qué va! ¿Cómo iban a poder?
      Nat no contestó. No estaba pensando en los gorriones, ni en los petirrojos. Pensaba en las gaviotas…
      Fue al piso de arriba, y el resto de la mañana estuvo allí trabajando, asegurando con tablas las ventanas de los dormitorios, rellenando la parte baja de las chimeneas. Realizó una buena faena; era su día libre y no estaba trabajando en la granja. Se acordó de los viejos tiempos, al principio de la guerra. No estaba casado entonces, y en la casa de su madre, en Plymouth, había instalado las tablas protectoras de las ventanas para evitar que se filtrase luz al exterior. También había construido el refugio, aunque, ciertamente, no fue de ninguna utilidad cuando llegó el momento. Se preguntó si tomarían todas las precauciones en la granja. Lo dudaba. Harry Trigg y su mujer eran demasiado indolentes. Probablemente se reirían de todo esto. Se irían a bailar o a jugar una partida de whist.
      — La comida está lista —gritó ella desde la cocina.
      —Está bien. Ahora bajo.
      Estaba satisfecho de su trabajo. Los entramados encajaban per¬fectamente sobre los pequeños vidrios y en la base de las chime¬neas.
      Una vez terminada la comida, y mientras su mujer fregaba los platos, Nat sintonizó el diario hablado de la una. Fue repetido el mismo aviso, el que ella había anotado por la mañana, pero el boletín de noticias dio más detalles.
      «Las bandadas de pájaros han causado trastornos en todas las comarcas —decía el locutor—, y, en Londres, el cielo estaba tan oscuro a las diez de esta mañana, que parecía como si toda la ciudad estuviese cubierta por una inmensa nube negra.
      »Los pájaros se posaban en lo alto de los tejados, en los alféizares de las ventanas y en las chimeneas. Las especies incluían mirlos, tordos, gorriones y, como era de esperar en la metrópoli, una gran cantidad de palomas y estorninos, y ese frecuentador del río de Londres, la gaviota de cabeza negra. El espectáculo ha sido tan inusitado que el tráfico se ha detenido en muchas vías públicas, el trabajo abandonado en tiendas y oficinas y las calles se han visto abarrotadas de gente que contemplaba a los pájaros.»
      Fueron relatados varios incidentes, volvieron a enunciarse las causas probables del frío y el hambre y se repitieron los consejos a los dueños de casa. La voz del locutor era tranquila y suave. Nat tenía la impresión de que este hombre trataba la cuestión como si fuera una broma preparada. Habría otros como él, centenares de personas que no sabían lo que era luchar en la oscuridad con una bandada de pájaros. Esta noche se celebrarían fiestas en Londres, igual que los días de elecciones. Gente que se reunía, gritaba, reía, se emborrachaba. «¡Venid a ver los pájaros!»
      Nat desconectó la radio. Se levantó y empezó a trabajar en las ventanas de la cocina. Su mujer le observaba, con el pequeño Johnny pegado a sus faldas.
      —Pero ¿también aquí vas a poner tablas? —exclamó—. No voy a tener más remedio que encender la luz antes de las tres. A mí me parece que aquí abajo no es necesario.
      —Más vale prevenir que lamentar —respondió Nat—. No quiero correr riesgos.
      —Lo que debían hacer —dijo ella— es sacar al Ejército para que disparara contra los pájaros. Eso les espantaría en seguida.
      —Que lo intenten —replicó Nat—. ¿Cómo iban a conseguirlo?
      —Cuando los portuarios se declaran en huelga, ya llevan al Ejército a los muelles —contestó ella —. Los soldados bajan y descar¬gan los barcos.
      —Sí —dijo Nat —, y Londres tiene ocho millones de habitantes, o más. Piensa en todos los edificios, los pisos, las casas. ¿Crees que tienen suficientes soldados como para llevarlos a disparar contra los pájaros desde los tejados?
      —No sé. Pero debería hacerse algo. Tienen que hacer algo.
      Nat pensó para sus adentros que «ellos» estaban, sin duda, considerando el problema en ese mismo momento, pero que cualquier cosa que decidiesen hacer en Londres y en las grandes ciudades no les sería de ninguna utilidad a las gentes que, como ellos, vivían a trescientas millas de distancia. Cada vecino debería cuidar de sí mismo.
      — ¿Cómo andamos de víveres? —preguntó.
      —Bueno, Nat, ¿qué pasa ahora?
      —No te preocupes. ¿Qué tienes en la despensa?
      —Es mañana cuando tengo que ir a hacer la compra, ya sabes. Nunca guardo alimentos sin cocer, se estropean. El carnicero no viene hasta pasado mañana. Pero puedo traer algo cuando vaya mañana a la ciudad.
      Nat no quería asustarla. Pensaba que era posible que no pudiese ir mañana a la ciudad. Miró en la despensa y en el armario donde ella guardaba las latas de conserva. Tenían para un par de días. Pan, había poco.
      — ¿Y qué hay del panadero?
      —También viene mañana.
      Observó que había harina. Si el panadero no venía, había suficiente para cocer una hogaza.
      —Era mejor en los viejos tiempos —dijo—, cuando las mujeres hacían pan dos veces a la semana, y tenían sardinas saladas, y había alimentos suficientes para que una familia resistiese un bloqueo, si hacía falta.
      — He tratado de dar pescado en conserva a los niños, pero no les gusta —contestó ella.
      Nat siguió clavando tablas ante las ventanas de la cocina. Velas. También andaban escasos de velas. Otra cosa que había que comprar mañana. Bueno, no quedaba más remedio. Esta noche tendrían que irse pronto a la cama. Es decir, si…
      Se levantó, salió por la puerta trasera y se detuvo en el huerto, mirando hacia el mar. No había brillado el sol en todo el día y ahora, apenas las tres de la tarde, había ya cierta oscuridad y el cielo estaba sombrío, melancólico, descolorido como la sal. Podía oír el retum¬bar del mar contra las rocas. Echó a andar, sendero abajo, y hacia la playa, hasta mitad de camino. Y entonces se detuvo. Se dio cuenta de que la marea había subido. La roca que asomaba a media mañana sobre las aguas estaba ahora cubierta, pero no era el mar lo que atraía su atención. Las gaviotas se habían levantado. Centenares de ellas, millares de ellas, describían círculos en el aire, alzando sus alas contra el viento. Eran las gaviotas las que habían oscurecido el cielo. Y volaban en silencio. No producían ningún sonido. Giraban en círculos, remontándose, descendiendo, probando su fuerza contra el viento.
      Nat dio media vuelta. Subió corriendo el sendero y regresó a su casa.
      —Voy a buscar a Jill —dijo —. La esperaré en la parada del autobús.
      — ¿Qué ocurre? —preguntó su mujer—. Estás muy pálido.
      —Manten dentro a Johnny —dijo—. Cierra bien la puerta. Enciende la luz y corre las cortinas.
      —Pero si acaban de dar las tres —objetó ella.
      —No importa. Haz lo que te digo.
      Miró dentro del cobertizo que había junto a la puerta trasera. No encontró nada que fuese de gran utilidad. El pico era demasiado pesado, y la horca no servía. Cogió la azada. Era la única herramien¬ta adecuada, y lo bastante ligera para llevarla consigo.
      Echó a andar, camino arriba, en dirección a la parada del autobús; de vez en cuando miraba hacia atrás por encima del hombro.
      Las gaviotas volaban ahora a mayor altura; sus círculos eran más abiertos, más amplios; se desplegaban por el cielo en inmensa formación.
      Se apresuró; aunque sabía que el autobús no llegaría a lo alto de la colina antes de las cuatro, tenía que apresurarse. No adelantó a nadie por el camino. Se alegraba. No había tiempo para pararse a charlar.
      Una vez en la cima de la colina, esperó. Era demasiado pronto. Faltaba todavía media hora. El viento del Este, procedente de las tierras altas, cruzaba impetuoso los campos. Golpeó el suelo con los pies y se sopló las manos. Podía ver a lo lejos las arcillosas colinas recortándose nítidamente contra la intensa palidez del firmamento. Desde detrás de ellas surgió algo negro, semejante al principio de un tiznón, que fue ensanchándose después y haciéndose más amplio; luego, el tiznón se convirtió en una nube, y la nube en otras cinco nubes que se extendieron hacia el Norte, el Sur, el Este y el Oeste, y no eran nubes, eran pájaros. Se quedó mirándolos, viendo cómo cruzaban el cielo, y cuando una de las secciones en que se habían dividido pasó a un centenar de metros por encima de su cabeza, se dio cuenta, por la velocidad que llevaban, de que se dirigían tierra adentro, a la parte alta del país, de que no sentían ningún interés por la gente de la península. Eran grajos, cuervos, chovas, urracas, arrendajos, pájaros todos que, habitualmente, solían hacer presa en las especies más pequeñas; pero, esta tarde, estaban destinados a alguna otra misión.
      «Se dirigen a las ciudades —pensó Nat—; saben lo que tienen que hacer. Los de aquí tenemos menos importancia. Las gaviotas se ocuparán de nosotros. Los otros van a las ciudades.»
      Se acercó a la cabina telefónica, entró en ella y levantó el auricular. En la central se encargarían de transmitir el mensaje.
      —Hablo desde Highway —dijo—, junto a la parada del autobús. Deseo informar de que se están adentrando en la región grandes formaciones de pájaros. Las gaviotas están formando también en la bahía.
      —Muy bien —contestó la voz, lacónica, cansada.
      —¿Se encargará usted de transmitir este mensaje al departamento correspondiente?
      —Sí…sí…
      La voz sonaba ahora impaciente, hastiada. El zumbido de la línea se restableció.
      «Ella es distinta —pensó Nat—; todo eso le tiene sin cuidado. Tal vez ha tenido que estar todo el día contestando llamadas. Piensa irse al cine esta noche. Aceptará la mano de algún amigo: «¡Mira cuántos pájaros!» Todo eso le tiene sin cuidado.»
      El autobús llegó renqueando a lo alto de la colina. Bajaron Jill y otras tres o cuatro niñas. El autobús continuó a la ciudad.
      —¿Para qué es la azada, papá?
      Las niñas le rodearon riéndose, señalándole.
      —He estado usándola — dijo —. Y ahora vamonos a casa. Hace frío para quedarse por ahí. Miraré cómo cruzáis los campos, a ver a qué velocidad podéis correr.
      Estaba hablando a las compañeras de Jill, las cuales pertenecían a distintas familias que vivían en las casitas de los alrededores. Un corto atajo les llevaría hasta sus casas.
      — Queremos jugar un poco —dijo una de ellas.
      —No. Os vais a casa, o se lo digo a vuestras mamás.
      Cuchichearon entre sí, y luego echaron a correr a través de los campos. Jill miró, enfurruñada, a su padre.
      —Siempre nos quedamos a jugar un rato —dijo.
      —Esta noche, no —contestó él—. Vamos, no perdamos tiempo.
      Podía ver ahora a las gaviotas describiendo círculos sobre los campos, adentrándose poco a poco sobre la tierra. Sin ruido. Silenciosas todavía.
      — Mira allá arriba, papá, mira a las gaviotas.
      —Sí. Date prisa.
      — ¿Hacia dónde vuelan? ¿Adonde van?
      —Tierra adentro, supongo. A donde haga más calor.
      La cogió de la mano y la arrastró tras sí a lo largo del sendero.
      —No vayas tan deprisa. No puedo seguirte.
      Las gaviotas estaban mirando a los grajos y a los cuervos. Se estaban desplegando en formación de un lado a otro del cielo. Grupos de miles de ellas volaban a los cuatro puntos cardi¬nales.
      — ¿Qué es eso, papá? ¿Qué están haciendo las gaviotas?
      Su vuelo no era todavía decidido, como el de los grajos y las chovas. Seguían describiendo círculos en el aire. Tampoco volaban tan alto. Como si esperasen alguna señal. Como si hubiesen de tomar alguna decisión. La orden no estaba clara.
      —¿Quieres que te lleve, Jill? Ven, súbete a cuestas.
      De esta forma creía poder ir más de prisa; pero se equivocaba. Jill pesaba mucho y se deslizaba. Estaba llorando, además. Su sensación de urgencia, de temor, se le había contagiado a la niña.
      — Quiero que se vayan las gaviotas. No me gustan. Se están acercando al camino.
      La volvió a poner en el suelo. Echó a correr, llevando a Jill como a remolque. Al doblar el recodo que hacía el camino junto a la granja vio al granjero que estaba metiendo el coche en el garaje. Nat le llamó.
      — ¿Puede hacernos un favor? —dijo.
      — ¿Qué es?
      El señor Trigg se volvió en el asiento y les miró. Una sonrisa iluminó su rostro, rubicundo y jovial.
      —Parece que tenemos diversión —dijo—. ¿Ha visto las gaviotas? Jim y yo vamos a salir y les soltaremos unos cuantos tiros. Todo el mundo habla de ellas. He oído decir que le han molestado esta noche. ¿Quiere una escopeta?
      Nat denegó con la cabeza.
      El pequeño coche estaba abarrotado de cosas. Sólo había sitio para Jill, si se ponía encima de las latas de petróleo en el asiento de atrás.
      — No necesito una escopeta —dijo Nat—, pero le agradecería que llevase a Jill a casa. Se ha asustado de los pájaros.
      Lo dijo apresuradamente. No quería hablar delante de Jill.
      —De acuerdo —asintió el granjero—. La llevaré a casa. ¿Por qué no se queda usted y se une al concurso de tiro? Haremos volar las plumas.
      Subió Jill, y el conductor, dando la vuelta al coche, aceleró por el camino en dirección a la casa. Nat echó a andar detrás: Trigg debía de estar loco. ¿De qué servía una escopeta contra un firmamento de pájaros?
      Nat, libre ahora de la preocupación de Jill, tenía tiempo de mirar a su alrededor. Los pájaros seguían describiendo círculos sobre los campos. Eran gaviotas corrientes casi todas, pero, entre ellas, se hallaba también la gaviota negra. Por lo general, se mantenían apartadas, pero ahora marchaban juntas. Algún lazo las había unido. La gaviota negra atacaba a los pájaros más pequeños e incluso, según había oído decir, a los corderos recién nacidos. Él no lo había visto. Lo recordaba ahora, no obstante, al mirar hacia el cielo. Se esta¬ban acercando a la granja. Sus círculos iban siendo más bajos, y las gaviotas negras volaban al frente, las gaviotas negras condu¬cían las bandadas. La granja era, pues, su objetivo. Se dirigían a la granja.
      Nat aceleró el paso en dirección a su casa. Vio dar la vuelta al coche del granjero y emprender el camino de regreso. Cuando llegó junto a él, frenó bruscamente.
      —La niña ya está dentro —dijo el granjero—. Su mujer la estaba esperando. Bueno, ¿qué le parece? En la ciudad dicen que lo han hecho los rusos. Que los rusos han envenenado a los pájaros.
      —¿Cómo podrían hacerlo? —preguntó Nat.
      —A mí no me pregunte. Ya sabe cómo surgen los bulos. ¿Qué? ¿Se viene a mi concurso de tiro?
      —No; pienso quedarme en casa. Mi mujer se inquietaría.
      —La mía dice que estaría bien si pudiésemos comer gaviota —dijo Trigg—; tendríamos gaviota asada, gaviota cocida y, por si fuera poco, gaviota en escabeche. Espere usted a que les suelte unos tiros. Eso las asustará.
      — ¿Ha puesto usted tablas en las ventanas?
      —No. ¡Qué tontería! A los de la radio les gusta asustar a la gente. Hoy he tenido cosas más importantes que hacer que andar clavando las ventanas.
      —Yo, en su lugar, lo haría.
      — ¡Bah! Exagera usted. ¿Quiere venirse a dormir en nuestra casa?
      — No; gracias, de todos modos.
      —Bueno. Piénselo mañana. Le daremos gaviota para desayunar.
      El granjero sonrió y, luego, enfiló el coche hacia la puerta de la granja.
      Nat se apresuró. Atravesó el bosquecillo, rebasó el viejo granero y cruzó el portillo que daba acceso al prado.
      Al pasar por el portillo, oyó un zumbido de alas. Una gaviota negra descendía en picado sobre él, erró, torció el vuelo y se remontó para volver a lanzarse de nuevo. En un instante se le unieron otras, seis, siete, una docena de gaviotas, blancas y negras mezcladas. Nat tiró la azada. No le servía. Cubriéndose la cabeza con los brazos, corrió hacia la casa. Las gaviotas continuaron lanzándose sobre él, en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el batir de las alas, las terribles y zumbadoras alas. Sentía sangre en las manos, en las muñecas, en el cuello. Los agudos picos rasgaban la carne. Si por lo menos pudiese mantenerlas apartadas de sus ojos… Era lo único que importaba. Tenía que mantenerlas alejadas de sus ojos. Aún no habían aprendido cómo aferrarse a un hombre, cómo desgarrar la ropa, cómo arrojarse en masa contra la cabeza, contra el cuerpo. Pero, a cada nuevo descenso, a cada nuevo ataque, se volvían más audaces. Y no se preocupaban en absoluto de sí mismas. Cuando se lanzaban en picado y fallaban, se estrellaban violenta¬mente y quedaban sobre el suelo, magulladas, reventadas. Nat, al correr, tropezaba con sus cuerpos destrozados, que empujaba con los pies hacia delante.
      Llegó a la puerta y la golpeó con sus ensangrentadas manos. Debido a las tablas clavadas ante las ventanas, no brillaba ninguna luz. Todo estaba oscuro.
      —Déjame entrar —gritó—; soy Nat. Déjame entrar.
      Gritaba fuerte para hacerse oír por encima del zumbido de las alas de las gaviotas.
      Entonces vio al planga, suspendido sobre él en el cielo, presto a lanzarse en picado. Las gaviotas giraban, se retiraban, se remonta¬ban juntas contra el viento. Sólo el planga permanecía. Un solo planga en el cielo sobre él. Las alas se plegaron súbitamente a lo largo de su cuerpo, y se dejó caer como una piedra. Nat chilló, y la puerta se abrió. Traspuso precipitadamente el umbral y su mujer arrojó contra la puerta todo el peso de su cuerpo.
      Oyeron el golpe del planga caer.
      Su mujer le curó las heridas. No eran profundas. Las muñecas y el dorso de las manos era lo que más había sufrido. Si no hubiese llevado gorra, le habrían alcanzado en la cabeza. En cuanto al planga… El planga podía haberle roto el cuello.
      Los niños estaban llorando, naturalmente. Habían visto sangre en las manos de su padre.
      —Todo va bien ahora —les dijo —. No me duele. No son más que unos rasguños. Juega con Johnny, Jill. Mamá lavará estas heridas.
      Entornó la puerta, de modo que no le pudiesen ver. Su mujer estaba pálida. Empezó a echarle agua de la artesa.
      —Las he visto allá arriba —cuchicheó ella—. Empezaron a reunir¬se justo cuando entró Jill con el señor Trigg. Cerré apresuradamente la puerta, y se atrancó. Por eso no he podido abrirla en seguida al llegar tú.
      — Gracias a Dios que me han esperado a mí —dijo él—. Jill habría caído en seguida. Un solo pájaro lo habría conseguido.
      Furtivamente, de modo que no se alarmasen los niños, siguieron hablando en susurros, mientras ella le vendaba las manos y el cuello.
      — Están volando tierra adentro —decía él—. Miles de ellos: grajos, cuervos, todos los pájaros más grandes. Los he visto desde la parada del autobús. Se dirigen a las ciudades.
      —Pero ¿qué pueden hacer, Nat?
      —Atacarán. Atacarán a todo el que encuentren en las calles. Luego probarán con las ventanas, las chimeneas.
      — ¿Por qué no hacen algo las autoridades? ¿Por qué no sacan al Ejército, ponen ametralladoras, algo?
      —No ha habido tiempo. Nadie está preparado. En las noticias de las seis oiremos lo que tengan que decir.
      Nat volvió a la cocina, seguido de su mujer. Johnny estaba jugando tranquilamente en el suelo. Sólo Jill parecía inquieta.
      — Oigo a los pájaros —dijo —. Escucha, papá.
      Nat escuchó. De las ventanas, de la puerta, llegaban sonidos ahogados. Alas que rozaban la superficie, deslizándose, rascando, buscando un medio de entrar. El ruido de muchos cuerpos apretuja¬dos que se restregaban contra los muros. De vez en cuando, un golpe sordo, un fragor, el lanzamiento en picado de algún pájaro que se estrellaba contra el suelo.
      «Algunos se matarán de esta forma —pensó —, pero no es bastante. Nunca es bastante.»
      — Bueno —dijo en voz alta —, he puesto tablas en las ventanas. Los pájaros no pueden entrar.
      Fue examinando todas las ventanas. Su trabajo había sido con¬cienzudo. Todas las rendijas estaban tapadas. Haría algo más, no obstante. Encontró cuñas, trozos de lata, listones de madera, tiras de metal, y los sujetó a los lados para reforzar las tablas. Los martillazos contribuían a amortiguar el ruido de los pájaros, los frotes, los golpecitos y, más siniestro — no quería que sus hijos lo oyesen —, el crujido de los vidrios al romperse.
      — Pon la radio —dijo—; a ver qué dice.
      Esto disimularía también los ruidos. Subió a los dormitorios y reforzó las ventanas. Podía oír a los pájaros en el tejado, el rascar de uñas, un sonido insistente, continuo.
      Decidió que debían dormir en la cocina; mantendrían encendido el fuego, bajarían los colchones y los tenderían en el suelo. No se sentía muy tranquilo con las chimeneas de los dormitorios. Las tablas que había colocado en la base de las chimeneas podían desprenderse. En la cocina, gracias al fuego, estarían a salvo. Tendría que hacer una diversión de todo ello. Fingir ante los niños que estaban jugando a campamentos. Si ocurría lo peor y los pájaros forzaban una entrada por las chimeneas de los dormitorios, pasarían horas, quizá días, antes de que pudiesen destruir las puertas. Los pájaros quedarían aprisionados en los dormitorios. Allí no podrían hacer ningún daño. Hacinados entre sus paredes, morirían sofo¬cados.
      Empezó a bajar los colchones. Al verlo, a su mujer se le dilataron los ojos de miedo. Pensó que los pájaros habían irrumpido ya en el piso de arriba.
      — Bueno —dijo él en tono jovial —, esta noche vamos a dormir todos juntos en la cocina. Resulta más agradable dormir aquí abajo, junto al fuego. Así no nos molestarán estos estúpidos pajarracos que andan por ahí dando golpecitos en las ventanas.
      Hizo que los niños le ayudasen a apartar los muebles y tuvo la precaución de, con la ayuda de su mujer, colocar el armario pegado a la ventana. Encajaba bien. Era una protección adicional. Ahora ya se podían poner los colchones, uno junto a otro, contra la pared en que había estado el armario.
      «Estamos bastante seguros ahora —pensó —, estamos cómodos y aislados, como en un refugio antiaéreo. Podemos resistir. Lo único que me preocupa son los víveres. Víveres y carbón para el fuego. Tenemos para uno o dos días, no más. Entonces…»
      De nada servía formar proyectos con tanta antelación. Ya darían instrucciones por la radio. Dirían a la gente lo que tenía que hacer. Y, entonces, en medio de sus problemas, se dio cuenta de que la radio no transmitía más que música de baile. No el programa infantil, como debía haber sido. Miró el día. Sí, estaba puesta la emisora local. Bailables. Sabía el motivo. Los programas habituales habían sido abandonados. Esto sólo sucedía en ocasiones excepcio¬nales. Elecciones y cosas así. Intentó recordar si había sucedido lo mismo durante la guerra, cuando se producían duras incursiones aéreas sobre Londres. Pero, naturalmente, la B.B.C. no estaba en Londres durante la guerra. Transmitía sus programas desde otros estudios, instalados provisionalmente.
      «Estamos mejor aquí —pensó —, estamos mejor aquí en la cocina, con las puertas y las ventanas entabladas, que como están los de las ciudades. Gracias a Dios que no estamos en las ciudades.»
      A las seis cesó la música. Sonó la señal horaria. No importaba que se asustasen los niños, tenía que oír las noticias. Hubo una pausa. Luego, el locutor habló. Su voz era grave, solemne. Completamente distinta de la del mediodía.
      «Aquí Londres —dijo —. A las cuatro de esta tarde se ha proclama¬do en todo el país el estado de excepción. Se están adoptando medidas para salvaguardar las vidas y las propiedades de la pobla¬ción, pero debe comprenderse que no es fácil que éstas produzcan un efecto inmediato, dada la naturaleza repentina y sin precedentes de la actual crisis. Todos los habitantes deben tomar precauciones para con su propia casa, y donde vivan juntas varias personas, como en pisos y apartamentos, deben ponerse de acuerdo para hacer todo lo que puedan en orden e impedir la entrada en ellos. Es absoluta¬mente necesario que todo el mundo se quede en su casa esta noche y que nadie permanezca en las calles, carreteras, o en cualquier otro lugar desguarnecido. Enormes cantidades de pájaros están atacando a todo el que ven y han empezado ya a asaltar los edificios; pero éstos, con el debido cuidado, deben ser impenetrables. Se ruega a la población que permanezca en calma y no se deje dominar por el pánico. Dado el carácter excepcional de la situación, no serán radiados más programas, desde ninguna estación emisora, hasta las siete horas de mañana.»
      Tocaron el Himno Nacional. No pasó nada más. Nat apagó la radio. Miró a su mujer y ella le devolvió la mirada.
      — ¿Qué ocurre? —preguntó Jill —. ¿Qué ha dicho la radio?
      —No va a haber más programas esta noche —dijo Nat—. Ha habido una avería en la B.B.C.
      — ¿Es por los pájaros? —preguntó Jill —. ¿Lo han hecho los pájaros?
      —No —respondió Nat—, es sólo que todo el mundo está muy ocupado, y además tienen que desembarazarse de los pájaros, que andan revolviéndolo todo allá arriba, en las ciudades. Bueno, por una noche podemos arreglarnos sin la radio.
      —Ojalá tuviéramos un gramófono —dijo Jill—; eso sería mejor que nada.
      Tenía el rostro vuelto hacia el armario, apoyado contra las ventanas. Aunque intentaban ignorarlo, percibían claramente los roces, los chasquidos, el persistente batir de alas.
      — Cenaremos pronto —sugirió Nat—. Pídele a mamá algo bueno. Algo que nos guste a todos, ¿eh?
      Hizo una seña a su mujer y le guiñó el ojo. Quería que la mirada de temor, de aprensión, desapareciese del rostro de Jill.
      Mientras se hacía la cena, estuvo silbando, cantando, haciendo todo el ruido que podía, y le pareció que los sonidos exteriores no eran tan fuertes como al principio. Subió en seguida a los dormito¬rios y escuchó. Ya no se oía el rascar de antes sobre el tejado.
      «Han adquirido la facultad de razonar —pensó—; saben que es difícil entrar aquí. Probarán en otra parte. No perderán su tiempo con nosotros.»
      La cena transcurrió sin incidentes, y entonces, cuando estaban quitando la mesa, oyeron un nuevo sonido, runruneante, familiar, un sonido que todos ellos conocían y comprendían.
      Su mujer le miró, iluminado el rostro.
      — Son aviones —dijo — , están enviando aviones tras los pájaros. Eso es lo que yo he dicho desde el principio que debían hacer. Eso los ahuyentará. ¿Son cañonazos? ¿No oís cañones?
      Quizá fuese fuego de cañón, allá en el mar. Nat no podría decirlo. Los grandes cañones navales puede que tuviesen eficacia contra las gaviotas en el mar, pero las gaviotas estaban ahora tierra adentro. Los cañones no podían bombardear la costa, a causa de la pobla¬ción.
      — Es agradable oír los aviones, ¿verdad? —dijo su mujer.
      Y Jill, captando su entusiasmo, se puso a brincar de un lado para otro con Johnny.
      —Los aviones alcanzarán a los pájaros. Los aviones los echarán.
      Justamente entonces oyeron un estampido a unas dos millas de distancia, seguido de otro y, luego, de otro más. El ronquido de los motores se fue alejando y desapareció sobre el mar.
      —¿Qué ha sido eso? —preguntó la mujer—. ¿Estaban tirando bombas sobre los pájaros?
      —No sé —contestó Nat —, no creo.
      No quería decirle que el ruido que habían oído era el estampido de un avión al estrellarse. Era, sin duda, un riesgo por parte de las autoridades enviar fuerzas de reconocimiento, pero podían haberse dado cuenta de que la operación era suicida. ¿Qué podían hacer los aviones contra pájaros que se lanzaban para morir contra las hélices y los fuselajes, sino arrojarse ellos mismos al suelo? Suponía que esto se estaba intentando ahora por todo el país. Y a un precio muy caro. Alguien de los de arriba había perdido la cabeza.
      — ¿Adonde se han ido los aviones, papá? —preguntó Jill.
      —Han vuelto a su base —respondió —. Bueno, ya es hora de acostarse.
      Mantuvo ocupada a su mujer, desnudando a los niños delante del fuego, arreglando los colchones y haciendo otras muchas cosas, mientras él recorría de nuevo la casa para asegurarse de que todo seguía bien. Ya no se oía el zumbido de la aviación, y los cañones habían dejado de disparar.
      «Una pérdida de vidas y de esfuerzos —se dijo Nat—. No podemos matar suficientes pájaros de esa manera. Cuesta demasia¬do. Queda el gas. Quizás intenten echar gases, gases venenosos. Naturalmente, nos avisarían primero, si lo hiciesen. Una cosa es cierta; los mejores cerebros del país pasarán la noche concentrados en este asunto.»
      En cierto modo, la idea le tranquilizó. Se representaba un plantel de científicos, naturalistas y técnicos reunidos en consejo para deliberar; ya estarán trabajando sobre el problema. Ésta no era tarea para el Gobierno, ni para los jefes de Estado Mayor; éstos se limitarían a llevar a la práctica las órdenes de los científicos.
      «Tendrán que ser implacables —pensó —. Lo peor es que, si deciden utilizar el gas, tendrán que arriesgar más vidas. Todo el ganado y toda la tierra quedarían contaminados también. Mientras nadie se deje llevar por el pánico… Eso es lo malo. Que la gente caiga en pánico y pierda la cabeza. La B.B.C. ha hecho bien en advertirnos eso.»
      Arriba, en los dormitorios, todo estaba tranquilo. No se oía arañar y rascar en las ventanas. Una tregua en la batalla. Reagrupa-ción de fuerzas. ¿No era así como lo llamaban en los partes de guerra? El viento, sin embargo, no había cesado. Podía oírlo todavía, rugiendo en las chimeneas. Y al mar rompiendo allá abajo, en la playa. Entonces se acordó de la marea. La marea estaría bajando. Quizá la tregua era debida a la marea. Había alguna ley que obedecían los pájaros y que estaba relacionada con el viento del Este y con la marea.
      Miró al reloj. Casi las ocho. La pleamar debía de haber sido hacía una hora. Eso explicaba la tregua. Los pájaros atacaban con la marea alta. Puede que no actuaran así tierra adentro, pero ésta parecía ser la táctica que seguían en la costa. Calculó mentalmente el tiempo. Tenían seis horas por delante. Cuando la marea subiese de nuevo, a eso de la una y veinte de la madrugada, los pájaros volverían…
      Había dos cosas que podía hacer. La primera, descansar con su mujer y sus hijos, dormir todo lo que pudiesen hasta la madrugada. La segunda, salir, ver cómo le iba a los de la granja y si todavía funcionaba el teléfono, para poder obtener noticias de la central.
      Llamó en voz baja a su mujer, que acababa de acostar a los niños. Ella subió hasta la mitad de la escalera, y él le expuso lo que se proponía hacer.
      —No te vayas —dijo ella al instante—, no te vayas dejándome sola con los niños. No podría resistirlo.
      Su voz se elevó histéricamente. Él la apaciguó, la calmó.
      —Está bien —dijo—, está bien. Esperaré a mañana. A las siete oiremos el boletín de noticias de la radio. Pero, por la mañana, cuando vuelva a bajar la marea, me acercaré a la granja a ver si nos dan pan y patatas, y también algo de leche.
      Su mente se hallaba ocupada, formando planes en previsión de posibles contingencias. Naturalmente, esta noche no habrían orde-ñado a las vacas. Se habrían quedado fuera, en el corral, mientras los moradores de la casa se atrincheraban tras las ventanas entabladas, igual que ellos. Es decir, si habían tenido tiempo de tomar precauciones. Pensó en Trigg, sonriéndole desde el coche. No habría habido concurso de tiro esta noche.
      Los niños se habían dormido. Su mujer, aún vestida, estaba sentada en su colchón. Miró nerviosamente a su marido.
      — ¿Qué vas a hacer? —cuchicheó.
      Nat movió la cabeza, indicándole que guardara silencio. Lenta¬mente, con cuidado, abrió la puerta trasera y miró al exterior.
      La oscuridad era absoluta. El viento soplaba más fuerte que nunca, helado, llegando en rápidas ráfagas desde el mar. Puso el pie sobre el escalón del otro lado de la puerta. Estaba lleno de pájaros. Había pájaros muertos por todas partes. Bajo las ventanas, contra las paredes. Eran los suicidas, los somorgujos, y tenían los cuellos rotos. Adondequiera que miraba veía pájaros muertos. Ni rastro de los vivos. Con el cambio de la marea los vivos habían volado hacia el mar. Las gaviotas estarían ahora posadas sobre las aguas, como lo habían estado por la mañana.
      A lo lejos, sobre la colina donde dos días antes había estado el tractor, estaba ardiendo algo. Uno de los aviones que se habían estrellado; el fuego, impulsado por el viento, había prendido a un almiar.
      Contempló los cuerpos de los pájaros y se le ocurrió que, si los apilaba uno encima de otro sobre los alféizares de las ventanas, constituirían una protección adicional para el siguiente ataque. No mucho, tal vez, pero algo sí. Los cadáveres tendrían que ser desgarrados, picoteados y apartados a un lado, antes de que los pájaros vivos pudiesen afianzarse en los alféizares y atacar los cristales. Se puso a trabajar en la oscuridad. Era ridículo; le repugnaba tocarlos. Los cadáveres estaban todavía calientes y en¬sangrentados. Las plumas estaban manchadas de sangre. Sintió que se le revolvía el estómago, pero continuó con su trabajo. Se dio cuenta, con horror, de que todos los cristales de las ventanas estaban rotos. Sólo las tablas habían impedido que entraran los pájaros. Rellenó los cristales rotos con sangrantes cuerpos de los pájaros.
      Cuando hubo terminado, volvió a entrar en la casa. Atrancó la puerta de la cocina, para mayor seguridad. Se quitó las vendas, empapadas de la sangre de los pájaros, no de la de sus heridas, y se puso un parche nuevo.
      Su mujer le había hecho cacao, y lo bebió ávidamente. Estaba muy cansado.
      — Bueno —dijo sonriendo —, no te preocupes. Todo irá bien.
      Se tendió en su colchón y cerró los ojos. Se durmió en seguida. Tuvo un dormir agitado, porque a través de sus sueños se deslizaba la sombra de algo que había olvidado. Algo que tenía que haber hecho y se le había pasado. Alguna precaución que se le había ocurrido tomar, pero que no había llevado a la práctica y a la que no podía identificar en su sueño. Estaba relacionada de alguna manera con el avión en llamas y con el almiar de la colina. No obstante, siguió durmiendo; no se despertaba. Fue su mujer quien, sacudién¬dole del hombro, le despertó por fin.
      — Ya han empezado —sollozó —, han empezado hace una hora. No puedo escuchar sola por más tiempo. Y, además, hay algo que huele mal, algo que se está quemando.
      Entonces recordó. Se había olvidado de encender el fuego. Sólo quedaban rescoldos a punto de apagarse. Se levantó rápidamente y encendió la lámpara. El golpeteo había comenzado ya a sonar en la puerta y en las ventanas, pero no era eso lo que atraía su atención. Era el olor a plumas chamuscadas. El olor llenaba la cocina. Se dio cuenta en seguida de lo que era. Los pájaros estaban bajando por la chimenea, abriéndose camino hacia la cocina.
      Cogió papel y astillas, y las puso sobre las ascuas; luego alcanzó el bote de parafina.
      — Ponte lejos —ordenó a su mujer; tenemos que correr este riesgo.
      Arrojó la parafina en el fuego. Una rugiente llamarada subió por el cañón de la chimenea, y, sobre el fuego, cayeron los cuerpos abrasados, ennegrecidos, de los pájaros.
      Los niños se despertaron y empezaron a llorar.
      —¿Qué pasa? —preguntó Jill—. ¿Qué ha ocurrido?
      Nat no tenía tiempo para contestar. Estaba apartando de la chimenea los cadáveres y arrojándolos al suelo. Las llamas seguían rugiendo y había que hacer frente al peligro de que se propagara el fuego que había encendido. Las llamas ahuyentarían de la boca de la chimenea a los pájaros vivos. La dificultad estaba en la parte baja. Ésta se hallaba obstruida por los cuerpos, humeantes e inertes, de los pájaros sorprendidos por el fuego. Apenas si prestaba atención a los ataques que se concentraban sobre la puerta y las ventanas. Que batiesen las alas, que se rompiesen los picos, que perdiesen la vida en su intento de forzar una entrada a su hogar. No lo conseguirían. Daba gracias a Dios por tener una casa antigua con ventanas pequeñas y sólidas paredes. No como las casas nuevas del pueblo. Que el cielo amparase a los que vivían en ellas.
      — Dejad de llorar —gritó a los niños —. No hay nada que temer; dejad de llorar.
      Siguió apartando los humeantes cuerpos a medida que caían al fuego.
      «Esto les convencerá —se dijo —. Mientras el fuego no prenda a la chimenea, estamos seguros. Merecería que me fusilasen por esto. Lo último que tenía que haber hecho antes de acostarme era encender el fuego. Sabía que había algo.»
      Mezclado con los roces y los golpes sobre las tablas de las ventanas, se oyó de pronto el familiar sonido del reloj de la cocina al dar la hora. Las tres de la madrugada. Aún tenían que pasar algo más de cuatro horas. No estaba seguro de la hora exacta en que había marea alta. Calculaba que no empezaría a bajar mucho antes de las siete y media, o las ocho menos veinte.
      — Enciende el hornillo — dijo a su mujer—. Haznos un poco de té, y un poco de cacao para los niños. No tiene objeto estar sentado sin hacer nada.
      Ésa era la línea a seguir. Mantenerles ocupados a ella y a los niños. Andar de un lado para otro, comer, beber; lo mejor era estar siempre en movimiento.
      Aguardó junto al fuego. Las llamas iban extinguiéndose. Pero por la chimenea ya no caían más cuerpos. Introdujo hacia arriba el atizador todo lo que pudo y no encontró nada. Estaba despejada. La chimenea estaba despejada. Se enjugó el sudor de la frente.
      —Anda, Jill —dijo—, tráeme unas cuantas astillas más. Pronto tendremos un buen fuego.
      Pero ella no quería acercarse. Estaba mirando los chamuscados cadáveres de los pájaros, amontonados junto a él.
      —No te preocupes de ellos —le dijo su padre—, los pondremos en el pasillo cuando tenga listo el fuego.
      El peligro de la chimenea había desaparecido. No volvería a repetirse, si se mantenía el fuego ardiendo día y noche.
      «Mañana tendré que traer más combustible de la granja —pen¬só—. Éste no puede durar siempre. Ya me las arreglaré. Puedo hacerlo con la bajamar. Cuando baje la marea, se podrá trabajar e ir en busca de lo que haga falta. Lo único que tenemos que hacer es adaptarnos a las circunstancias; eso es todo.»
      Bebieron té y cacao y comieron varias rebanadas de pan y extracto de carne. Nat se dio cuenta de que no quedaba más que media hogaza. No importaba; ya conseguirían más.
      — ¡Atrás! —exclamó el pequeño Johnny, apuntando a las ventanas con su cuchara—. ¡Atrás, pajarracos!
      — Eso está bien —dijo Nat, sonriendo—, no les queremos a esos bribones, ¿verdad? Ya hemos tenido bastante.
      Empezaron a aplaudir cuando se oía el golpe de los pájaros suicidas.
      —Otro más, papá —exclamó Jill—; ése ya no tiene nada que hacer.
      —Sí —dijo Nat—, ya está listo ese granuja.
      Ésta era la forma de tomarlo. Éste era el espíritu. Si lograban mantenerlo hasta las siete, cuando transmitiesen el primer boletín de noticias, mucho habrían conseguido.
      —Danos un pitillo —dijo a su mujer—. Un poco de humo disipará el olor a plumas quemadas.
      —No quedan más que dos en el paquete —dijo ella—. Tenía que haberte comprado más.
      —Bueno. Cogeré uno, y guardaré el otro para cuando haya escasez.
      Era inútil tratar de dormir a los niños. No era posible dormir mientras continuaran los golpes y los roces en las ventanas. Se sentó en el colchón, rodeando con un brazo a Jill y con el otro a su mujer, que tenía a Johnny en su regazo, cubiertos los cuatro con las mantas.
      —No puedo por menos de admirar a estos bribones —dijo—; tienen constancia. Uno pensaría que ya tenían que haberse cansado del juego, pero no hay tal.
      La admiración era difícil de mantenerse. El golpeteo continuaba incesante y un nuevo sonido, de algo que raspaba, hirió el oído de Nat, como si un pico más afilado que ninguno de los anteriores hubiese venido a ocupar el lugar de sus compañeros. Trató de recordar los nombres de los pájaros, trató de pensar qué especies en particular servirían para esta tarea. No era el rítmico golpear del pájaro carpintero. Habría sido rápido y suave. Éste era más serio, porque, si continuaba mucho tiempo, la madera acabaría astillándo¬se igual que los cristales. Entonces, se acordó de los halcones. ¿Sería posible que los halcones hubiesen sustituido a las gaviotas? ¿Había ahora busardos en los alféizares de las ventanas, empleando las garras, además de los picos? Halcones, busardos, cernícalos, gavila¬nes…, había olvidado a las aves de presa. Se había olvidado de la fuerza de las aves de presa. Faltaban tres horas, y, mientras esperaban el momento en que oyeran astillarse la madera, las garras seguían rascando.
      Nat miró a su alrededor, considerando qué muebles podía romper para fortificar la puerta. Las ventanas estaban seguras por el armario. Pero no tenía mucha confianza en la puerta. Subió la escalera, pero al llegar al descansillo se detuvo y escuchó. Se oía una sucesión de apagados golpecitos, producidos por el rozar de algo sobre el suelo del dormitorio de los niños. Los pájaros se habían abierto camino… Aplicó el oído contra la puerta. No había duda. Percibía el susurro de las alas y los leves roces contra el suelo. El otro dormitorio estaba libre todavía. Entró en él y empezó a sacar los muebles; apilados en lo alto de la escalera protegerían la puerta del dormitorio de los niños. Era una precaución. Quizá resultara innecesaria. No podía amontonar los muebles contra la puerta, porque ésta se abría hacia dentro. Lo único que cabía hacer era colocarlos en lo alto de la escalera.
      —Baja, Nat, ¿qué estás haciendo? —gritó su mujer.
      —Voy en seguida —respondió —. Estoy terminando de poner en orden las cosas aquí arriba.
      No quería que subiese; no quería que ella oyera el ruido de las patas en el cuarto de los niños, el rozar de aquellas alas contra la puerta.
      A las cinco y media, propuso que desayunaran, tocino y pan frito, aunque sólo fuera por atajar el incipiente pánico que comenzaba a reflejarse en los ojos de su mujer y calmar a los asustados niños. Ella no sabía que los pájaros habían penetrado ya en el piso de arriba. Afortunadamente, el dormitorio no caía encima de la cocina. De haber sido así, ella no podría por menos de haber oído el ruido que hacían allá arriba, pegando contra las tablas. Y el estúpido e insensato golpetear de los pájaros suicidas que volaban dentro de la habitación, aplastándose la cabeza contra las paredes. Conocía bien a las gaviotas blancas. No tenían cerebro. Las negras eran dife¬rentes, sabían muy bien lo que se hacían. Y también los busardos, los halcones…
      Se encontró a sí mismo observando el reloj, mirando a las manecillas, que con tanta lentitud giraban alrededor, de la esfera. Se daba cuenta de que, si su teoría no era correcta, si el ataque no cesaba con el cambio de la marea, terminarían siendo derrotados. No podrían continuar durante todo el largo día sin aire, sin descanso, sin más combustible, sin… Su pensamiento volaba. Sabía que necesitaban muchas cosas para resistir un asedio. No estaban bien preparados. No estaban prevenidos. Quizá, después de todo, estuviesen más seguros en las ciudades. Su primo vivía a poca distancia de allí en tren. Si lograba telefonearle desde la granja, podrían alquilar un coche. Eso sería más rápido: alquilar un coche entre dos pleamares.
      La voz de su mujer, llamándole una y otra vez por su nombre, le ahuyentó el súbito y desesperado deseo de dormir.
      —¿Qué hay? ¿Qué pasa? —exclamó desabridamente.
      —La radio —dijo su mujer. Había estado mirando el reloj—. Son casi las siete.
      — No gires el mando —exclamó, impaciente por primera vez—; está puesta en la B.B.C. Hablarán desde ahí.
      Esperaron. El reloj de la cocina dio las siete. No llegó ningún sonido. Ninguna campanada, nada de música. Esperaron hasta las siete y cuarto y cambiaron de emisora. El resultado fue el mismo. No había ningún boletín de noticias.
      —Hemos entendido mal —dijo él—. No emitirán hasta las ocho.
      Dejaron conectado el aparato, y Nat pensó en la batería, pregun¬tándose cuánta carga le quedaría. Generalmente, la recargaban cuando su mujer iba de compras a la ciudad. Si fallaba la batería, no podrían escuchar las instrucciones.
      —Está aclarando —susurró su mujer—. No lo veo, pero lo noto. Y los pájaros no golpean ya con tanta fuerza.
      Tenía razón. Los golpes y los roces se iban debilitando por momentos. Y también los empellones, el forcejeo para abrirse paso que se oía junto a la puerta, sobre los alféizares. Había empezado a bajar la marea. A las ocho, no se oía ya ningún ruido. Sólo el viento. Los niños, amodorrados por el silencio, se durmieron. A las ocho y media, Nat desconectó la radio.
      — ¿Qué haces? Nos perderemos las noticias —dijo su mujer.
      —No va a haber noticias —respondió Nat—. Tendremos que depender de nosotros mismos.
      Se dirigió a la puerta y apartó lentamente los obstáculos que había colocado. Levantó los cerrojos y, pisando los cadáveres que yacían en el escalón de la entrada, aspiró el aire frío. Tenía seis horas por delante, y sabía que debía reservar sus fuerzas para las cosas necesarias, en manera alguna debía derrocharlas. Víveres, luz, combustible: ésas eran cosas —necesarias. Si lograba obtenerlas en cantidad suficiente, podrían resistir otra noche más.
      Dio un paso hacia delante, y entonces vio a los pájaros vivos. Las gaviotas se habían ido, como antes, al mar; allí buscaban su alimento y el empuje de la marea antes de volver al ataque. Los pájaros terrestres, no. Esperaban y vigilaban. Nat los veía sobre los setos, en el suelo, apiñados en los árboles, línea tras línea de pájaros, quietos, inmóviles.
      Anduvo hasta el extremo de su pequeño huerto. Los pájaros no se movieron. Seguían vigilándole.
      «Tengo que conseguir víveres —se dijo Nat —. Tengo que ir a la granja a buscar víveres.»
      Regresó a la casa. Examinó las puertas y las ventanas. Subió la escalera y entró en el cuarto de los niños. Estaba vacío, fuera de los pájaros muertos que yacían en el suelo. Los vivos estaban allá fuera, en el huerto, en los campos. Bajó a la cocina.
      — Me voy a la granja —dijo.
      Su mujer le cogió del brazo. Había visto a los pájaros a través de la puerta abierta.
      —Llévanos —suplicó—; no podemos quedarnos aquí solos. Pre¬fiero morir antes que quedarme sola.
      Nat consideró la cuestión. Movió la cabeza.
      — Vamos, pues —dijo —, trae cestas y el cochecito de Johnny. Podemos cargar de cosas el cochecito.
      Se vistieron adecuadamente para hacer frente al cortante viento y se pusieron guantes y bufandas. Nat cogió a Jill de la mano, y su mujer puso a Johnny en el cochecito.
      —Los pájaros —gimió Jill— están todos ahí fuera, en los campos.
      —No nos harán daño —dijo él—; de día, no.
      Echaron a andar hacia el portillo, cruzando el campo, y los pájaros no se movieron. Esperaban, vueltas hacia el viento sus cabezas.
      Al llegar al recodo que daba a la granja, Nat se detuvo y dijo a su mujer que le esperara con los niños al abrigo de la cerca.
      — Pues yo quiero ver a la señora Trigg —protestó ella —. Hay montones de cosas que le podemos pedir prestadas, si fueron ayer al mercado; además de pan…
      — Espera aquí —interrumpió Nat—. Vuelvo en seguida.
      Las vacas estaban mugiendo, moviéndose inquietas por el corral, y Nat pudo ver el boquete de la valla por donde habían abierto camino las ovejas que ahora vagaban libres por el huerto, situado delante de la casa. No salía humo de las chimeneas. No sentía ningún deseo de que su mujer, o sus hijos, entraran en la granja.
      — No vengas —exclamó ásperamente, Nat —. Haz lo que te digo.
      Su mujer retrocedió con el cochecito junto a la cerca, protegién¬dose, y protegiendo a los niños del viento.
      Nat penetró solo en la granja. Se abrió paso por entre la grey de mugientes vacas, que, molestas por sus repletas ubres, vagaban dando vueltas de un lado a otro. Observó que el coche estaba junto a la puerta, fuera del garaje. Las ventanas de la casa estaban destrozadas. Había muchas gaviotas muertas, tendidas en el patio y esparcidas alrededor de la casa. Los pájaros vivos se hallaban posados sobre los árboles del pequeño bosquecillo que se extendía detrás de la granja y en el tejado de la casa. Permanecían completa¬mente inmóviles. Le vigilaban.
      El cuerpo de Jim…, lo que quedaba de él, yacía tendido en el patio. Las vacas le habían pisoteado, después de haber terminado los pájaros. Junto a él se hallaba su escopeta. La puerta de la casa estaba cerrada y atrancada, pero, como las ventanas estaban rotas, era fácil levantarlas y entrar por ellas. El cuerpo de Trigg estaba junto al teléfono. Debía de haber estado intentando comunicar con la central cuando los pájaros se lanzaron contra él. El receptor pendía suelto, y la caja había sido arrancada de la pared. Ni rastro de la señora Trigg. Estaría en el piso de arriba. ¿Para qué subir? Nat sabía lo que iba a encontrar.
      «Gracias a Dios, no había niños», se dijo.
      Hizo un esfuerzo para subir la escalera, pero, a mitad de camino, dio media vuelta y descendió de nuevo. Podía ver sus piernas, sobresaliendo por la abierta puerta del dormitorio. Detrás de ella, yacían los cadáveres de las gaviotas negras y un paraguas roto.
      «Es inútil hacer nada —pensó Nat—. No dispongo más que de cinco horas, incluso menos. Los Trigg comprenderían. Tengo que cargar con todo lo que encuentre.»
      Regresó al lado de su mujer y los niños.
      —Voy a llenar el coche de cosas —dijo—. Meteré carbón, y parafina para el infiernillo. Lo llevaremos a casa y volveremos para una nueva carga.
      — ¿Qué hay de los Trigg? —preguntó su mujer.
      — Deben de haberse ido a casa de algunos amigos —respondió.
      —¿Te ayudo?
      —No; hay un barullo enorme ahí dentro. Las vacas y las ovejas andan sueltas por todas partes. Espera, sacaré el coche. Podéis sentaros en él.
      Torpemente, hizo dar !a vuelta al coche y lo situó en el camino. Su mujer y los niños no podían ver desde allí el cuerpo de Jim.
      — Quédate aquí —dijo—, no te preocupes del coche del niño. Luego vendremos a por él. Ahora voy a cargar el auto.
      Los ojos de ella no se apartaban de los de Nat. Éste supuso que su mujer comprendía; de otro modo, no se habría ofrecido a ayudarle a encontrar el pan y los demás comestibles.
      Hicieron en total tres viajes, entre su casa y la granja, antes de convencerse de que tenían todo lo que necesitaban. Era sorprenden¬te, cuando se empezaba a pensar en ello, cuántas cosas eran necesarias. Casi lo más importante de todo era la tablazón para las ventanas. Nat tuvo que andar de un lado para otro buscando madera. Quería reponer las tablas de todas las ventanas de la casa. Velas, parafina, clavos, hojalata; la lista era interminable. Además, ordeñó a tres de las vacas. Las demás tendrían que seguir mugiendo, las pobres.
      En el último viaje, condujo el coche hasta la parada del autobús, salió y se dirigió a la cabina telefónica. Esperó unos minutos haciendo sonar el aparato. Sin resultado. La línea estaba muerta. Se subió a una loma y miró en derredor, pero no se veía signo alguno de vida. A todo lo largo de los campos, nada; nada, salvo los pájaros, expectantes, en acecho. Algunos dormían; podía ver los picos arropados entre las plumas.
      «Lo lógico sería que se estuviesen alimentando —pensó —, no ahí quietos, de esa manera.»
      Entonces recordó. Estaban atiborrados de alimento. Habían comido hasta hartarse durante la noche. Por eso no se movían esta mañana…
      No salía nada de humo de las chimeneas de las demás casas. Pen¬só en las niñas que habían corrido por los campos la noche an¬terior.
      «Debí darme cuenta —pensó —. Tenía que haberlas llevado conmigo.»
      Levantó la vista hacia el cielo. Estaba descolorido y gris. Los desnudos árboles del paisaje parecían doblarse y ennegrecerse ante el viento del Este. El frío no afectaba a los pájaros, que seguían esperando allá en los campos.
      — Ahora es cuando debían ir por ellos —dijo Nat—; su objetivo está claro. Deben de estar haciendo esto por todo el país. ¿Por qué no despega ahora nuestra aviación y los rocía con gases venenosos?
      ¿Qué hacen nuestros muchachos? Tienen que saber, tienen que verlo por sí mismos.
      Volvió al coche y se sentó ante el volante.
      —Cruza de prisa la segunda puerta —cuchicheó su mujer—. El cartero está tendido allí. No quiero que Jill le vea.
      Aceleró. El pequeño «Morris» saltaba y rechinaba a lo largo del camino. Los niños gritaban contentos.
      A la una menos cuarto llegaron a la casa. Faltaba solamente una hora.
      —Prefiero hacer una comida fría —dijo Nat—. Calienta algo para ti y para los niños; un poco de sopa, por ejemplo. Yo no tengo tiempo de comer ahora. Tengo que descargar todas estas cosas.
      Lo metió todo dentro de la casa. Tiempo habría de ordenarlo. Todos debían tener algo que hacer durante las largas horas que se avecinaban. Ante todo, debía echar un vistazo a las puertas y ven¬tanas.
      Dio la vuelta a la casa, comprobando metódicamente cada puerta, cada ventana. Subió también al tejado y cerró con tablas todas las chimeneas, excepto la de la cocina. El frío era tan intenso que apenas podía soportarlo, pero era un trabajo que tenía que hacerse. De vez en cuando levantaba la vista hacia el cielo, esperanzado, en busca de aviones. No venía ninguno. Mientras trabajaba, maldijo la ineficacia de las autoridades.
      — Siempre igual —murmuró —, siempre nos abandonan. Estúpi¬do, estúpido desde el principio. Ningún plan, ninguna organiza¬ción. Y los de aquí no tenemos importancia. Eso es lo que pasa. La gente de tierra adentro tiene prioridad. Seguro que allí ya están empleando gases y han lanzado a toda la aviación. Nosotros tenemos que esperar y aguantar lo que venga.
      Hizo una pausa, terminado su trabajo en la chimenea del dormitorio y miró al mar. Algo se estaba moviendo allá lejos. Algo gris y blanco entre las rompientes.
      —Es la Armada —dijo—; ellos no nos abandonan. Vienen por el canal y están entrando en la bahía.
      Aguardó forzando la vista, llorosos los ojos a causa del viento, mirando en dirección al mar. Se había equivocado. No eran barcos. No estaba allí la Armada. Las gaviotas se estaban levantando del mar. En los campos, las nutridas bandadas de pájaros ascendían en formación desde el suelo y, ala con ala, se remontaban hacia el cielo.
      Había llegado la pleamar.
      Nat bajó por la escalera de mano que había utilizado y entró en la cocina. Su familia estaba comiendo. Eran poco más de las dos. Atrancó la puerta, levantando la barricada ante ella y encendió la lámpara.
      — Es de noche —dijo el pequeño Johnny.
      Su mujer había vuelto a conectar la radio, pero ningún sonido salía de ella.
      — He dado toda la vuelta al dial —dijo —, emisoras extranjeras y todo. No he podido coger nada.
      —Quizá tengan ellos el mismo trastorno —dijo—, quizás esté ocurriendo lo mismo por toda Europa.
      Ella sirvió en un plato sopa de los Trigg, cortó una rebanada grande de pan de los Trigg y la untó con mantequilla.
      Comieron en silencio. Un poco de mantequilla se deslizó por la mejilla de Johnny y cayó sobre la mesa.
      —Modales, Johnny —dijo Jill—, tienes que aprender a secarte los labios.
      Comenzó el repiqueteo en las ventanas, en la puerta. Los roces, los crujidos, el forcejeo para tomar posiciones en los alféizares. El primer golpe de un pájaro suicida contra la pared.
      — ¿No harán algo los americanos? —exclamó su mujer—. Siempre han sido nuestros aliados, ¿no? Seguramente harán algo.
      Nat no respondió. Las tablas colocadas en las ventanas eran recias, y también las de las chimeneas. La casa estaba llena de provisiones, de combustible, de todo lo que necesitarían en varios días. Cuando terminara de comer, sacaría las cosas, las ordenaría, las iría colocando en sus sitios. Su mujer y los niños podrían ayudarle. Era necesario tenerlos ocupados en algo. Acabarían rendidos a las nueve menos cuarto, cuando la marea estuviese baja otra vez; entonces, les haría acostarse en sus colchones y procuraría que durmiesen profundamente hasta las tres de la madrugada.
      Tenía una nueva idea para las ventanas, que consistía en poner alambre de espinto delante de las tablas. Se había traído un rollo grande de la granja. Lo malo era que tendría que trabajar a oscuras, durante la tregua entre las nueve y las tres. Era una lástima que no se le hubiese ocurrido antes. Lo principal era que hubiese tranquilidad mientras dormían su mujer y los niños.
      Los pájaros pequeños estaban ya enzarzados con la ventana.
      Reconoció el ligero repiqueteo de sus picos y el suave roce de sus alas. Los halcones no hacían caso de las ventanas. Ellos concentraban su ataque en la puerta. Nat escuchó el violento chasquido de la madera al astillarse y se preguntó cuántos millones de años de recuerdos estaban almacenados en aquellos pequeños cerebros, tras los hirientes picos y los taladrantes ojos, que ahora hacían nacer en ellos este instinto de destruir a la Humanidad con toda la certera y demoledora precisión de unas máquinas implacables.
      —Me fumaré ese último pitillo —dijo a su mujer—. Estúpido de mí, es lo único que he olvidado traer de la granja.
      Lo cogió y conectó la radio. Tiró al fuego el paquete vacío y se quedó mirando cómo ardía.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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