SHANTÉ

Este fragmento pertenece a la novela corta del mismo título, publicada en el libro Éstos son los días (2004); su primera versión se publicó en El hombre en las dos puertas (2002), un volumen colectivo en homenaje al escritor estadounidense Philip K. Dick. La revista francesa Retors.net publicó una versión completa bilingüe (francés/español, en dos partes: 1 y 2) con traducción de Iván Salinas.

En una ciudad, miles de mujeres se han vuelto adictas al uso del escoto, un objeto misterioso cuyos efectos sobre el cuerpo y la mente no son del todo claros. Beatriz, quien se niega a utilizar el escoto, se angustia cuando Elena, de quien está enamorada, pierde su trabajo a causa de la adicción y no quiere dejarla.

*

(…)

–A lo mejor, no sé, se puede hablar con alguien de más arriba que Mendiola… Podemos, no sé, decirles de todas las veces que él se ha, que has hecho su trabajo y que no te, no te ha dado crédito.
      –¿ Esa es tu gran idea?
      Beatriz baja la vista.
      –¿Y a quién le vamos a decir? Todos son iguales. Además te digo que no quiero. ¿Qué es muy difícil de entender?
      Elena no es tonta: ya debe saber que como Beatriz vive lejos, acostumbra llegar a su propia casa después de medianoche.
      Pero ninguna de las dos dice nada más mientras Elena se arrebuja en las sábanas y saca, del cajón de la mesa de noche, la caja de cartón. La abre.
      El escoto es un cilindro de madera, largo y curvado. Ahora que lo ve por primera vez, Beatriz recuerda todas las comparaciones habituales; a ella, sin embargo, le parece el remate de un bastón, de los que se usaban antes. La superficie de la madera es muy porosa. Beatriz sabe que se usa poniéndolo en la palma de la mano.
      –Nada más hay que apretarlo –le dijo Elena, el día que lo compró– y pedir un deseo.
      –¿Un deseo?
      –No es cierto, Beatriz –se rió Elena.
      Ahora Beatriz pregunta:
      –¿De dónde viene ese nombre de «escoto»?
      –No sé.
      –¿No decían que los fabricaban en Irán, o en Cuba?
      –¿Qué?
      –Salió en el noticiero.
      –¿También decía que eran obra del diablo?
      –No, vaya, no –Elena se recuesta en el colchón–. Pero ¿no te, no te has puesto a pensar que, carajo, Ely, sí sabes que sólo funciona con mujeres?
      –Como las toallas.
      –No, Ely, en serio, ¿no se te hace raro? Sí has visto, ¿no? Que a los hombres no les hace efecto.
      Elena recarga su cabeza en la almohada.
      –Sí, Beatriz, sí he visto. ¿Qué importancia tiene? Al menos una cosa que no es versión femenina de otra hecha para hombres…
      –¿Qué vas a hacer? –pregunta Beatriz, mientras se aproxima hasta la cabecera de la cama y se inclina, cada vez más, hacia Elena.
      Ella, después de un momento, alza una mano y toca la mejilla de Beatriz. Sus dedos son fríos y la empujan. Beatriz se aparta.
      –Bety, te agradezco mucho que hayas venido, en serio. Sé que, bueno, que me aprecias, y que ahorita esto debe ser… Yo te estimo mucho. No puedo demostrarlo como tú quisieras, y lo siento. No puedo. Pero…
      –Yo te quiero mucho –dice Beatriz.
      –Yo también te tengo cariño –dice Elena, y tiende su mano para tocar el hombro de Beatriz. Lo aprieta. Beatriz siente el contacto y piensa que debería apartarse, pero no se mueve–. Voy a estar bien. No te preocupes. Ahorita quisiera…
      –¿Tienes, cómo se llaman, dolores de abstinencia, algo así?
      –Ay, amiga, cómo eres pendeja.
      Hace meses, en alguna ocasión en la que Elena estaba enferma (tal vez, piensa ahora, no estaba enferma: tal vez fue una de las primeras veces que usó el escoto), Beatriz, después de pensar y dudar mucho, fue sola, después del trabajo, a un antro. Hasta el nombre le era extraño: no había pisado un bar ni una discoteca desde su adolescencia, y se quedó ante una mesa en un rincón, durante muchas horas, observando a la gente bailar, tomar, besarse. Alguien llegó hasta ella y le habló, le propuso…
      Ella se levantó y salió corriendo. Quiso salir: le reclamaron, en la puerta, el pago de una sola cerveza, que se había entibiado en su botella sin que Beatriz la probara. Pagó, pero sintió todas las miradas sobre ella y tuvo la impresión de haber hecho algo terrible.
      Ahora, se yergue y dice:
      –Sí, de veras soy pendeja. Estoy aquí perdiendo el tiempo, y todo el día me la pasé, todo el día sintiéndome culpable, toda atormentándome porque no me atrevía a salirme y venir…
      –¿Todo el día estuviste…?
      –¡Pensé que te había pasado algo!
      –¿Y te hubieras ido de la oficina así nada más? –Elena se yergue– Es decir, no, en serio. ¿Te hubieras metido en problemas por mí? ¿Con lo mamón que es el Mierdola?
      –No sabía, ya te dije, no sabía si te había pasado, no sabía…
      –Ay, amiga, perdón.
      Elena vuelve a tomarla del brazo, pero ahora la atrae hacia así. La abraza, muy fuerte, y cuando Beatriz responde, también la aprieta. Beatriz no quisiera soltarla. Lo hace, sin embargo, cuando Elena afloja un poco la presión de sus brazos.
      –Eres –dice Elena– la mejor…, de las mejores amigas que he tenido… No pensé que estuvieras tan preocupada. Mira: no voy a salir. No me va a pasar nada. Te prometo que voy a pararle para comer. En serio.       ¿Sí?
      Beatriz vuelve a sentarse en la cama. No sabe qué hacer.
      –Es más, te propongo una cosa: llámame cuando quieras, y si no te contesto… ¿Viste dónde puse las llaves? Llévatelas. Tengo copia. Ven cuando quieras. No toques ni nada, nomás entra.
      Beatriz no dice nada. Elena parece a punto de tomar el escoto, pero en vez de hacerlo dice:
      –Ay, Beatriz, ¿no me entiendes? Es que… Ay, mira. Vamos a hacer otra cosa. Vamos a hablar, pero más tarde. Primero…, primero habla con otra persona.
      –¿Quién?
      –La voy a llamar. Se llama Shanté.
      –¿Cómo?
      –Ya sabes quién es, pero creo que no han hablado. Voy a estar bien, ¿eh? Te lo prometo. ¿Has visto que tenga aspecto de…, no sé, de pacheca, de coca?
      –No. ¿Pero a qué viene…?
      –Quiero que te tranquilices. No pasa nada. Espera un momento y la vas a oír tocar la puerta –dice Elena, toma el escoto y lo aprieta en su mano derecha.
      Su cabeza cae en la almohada y sus ojos se cierran. Beatriz se inclina sobre ella. Los ojos permanecen cerrados, pero se mueven, bajo los párpados, cada vez más rápido.
      –¿Ely? –dice Beatriz, asustada– Elena. ¡Elena!
      Toca su mejilla. Elena no reacciona. Levanta su mano izquierda y la deja caer. Está a punto de ensayar una bofetada, o de intentar levantar a su amiga, tomarla de los hombros, tal vez sacarla de la cama, cuando se oye el timbre. Beatriz respinga, sobresaltada. Se levanta. Nerviosa, camina hasta la sala y se queda a varios pasos de la puerta. No se anima a ver por la mirilla. Vuelven a tocar: es un solo timbrazo rápido, como si la persona que toca no tuviese prisa.
      –¿Quién, quién es? –dice Beatriz.
      –Buenas noches –dice una voz de mujer–. Mi nombre es Shanté. Elena acaba de hablarle de mí.
(…)
Copyright © Alberto Chimal, México, 2004

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