Este cuento, finalista del concurso especial de aniversario de Las Historias, relata de manera elegante una historia de desamor que parecería trascender la propia vida humana. Su autora, María Elena Ventura (Córdoba, Veracruz, 1962), es escritora y artista visual. Egresada de la Escuela de Escritores “Leopoldo Peniche Vallado” de la Ciudad de Mérida, ha participado en talleres y cursos intensivos y se ha dedicado a la producción literaria dentro del grupo Café Con Piquete. Ha publicado dos libros de cuentos: Travesías en la Sombra (2019) y El tortuoso sendero de la juventud (2023) y ha participado en siete antologías. Es integrante del Centro Yucateco de Escritores y representante en Yucatán de Escritores del Golfo A.C.
LOS VISITANTES
María Elena Ventura
Hay días especialmente agradables para mí; son aquellos en los que el cielo despejado derrama una gran iluminación, pero el aire fresco, casi frío, parece devolverme la vitalidad perdida al paso de los años. Despierto muy temprano, me visto con camisa blanca de manga larga, pantalón oscuro y salgo a embriagarme con el aroma del alba, el baile de las flores en el viento que rompe la quietud del llano y la caricia sonora del concierto de las aves. Por lo regular, regreso a casa hasta caer la noche. Estos días comienzan en octubre y son el feliz preámbulo de la época invernal; los disfruto con prolongadas caminatas en parques solitarios que inducen a la reflexión. Recorro los mercados y otros lugares públicos, o simplemente, como en esta ocasión, voy al cementerio a visitar la tumba de mi padre fallecido hace unos años. Acostumbro a llevarle flores, deshierbo un poco alrededor de la losa. Permanezco un largo rato imaginando su presencia, me ayuda a lidiar con los demonios de la soledad infinita. A veces, le cuento ciertos pormenores de mi vida y casi lo escucho reír con algunas anécdotas. Al final hago una oración y pido por su eterno descanso.
Nunca fuimos cercanos ni nos veíamos con frecuencia debido a que nos abandonó a mi madre y a mí, sin embargo siento que él y yo tuvimos un vínculo muy especial. Aún así, su desamor me dejó un vacío no resuelto; se remonta a la infancia en la que tanto lo necesité. A veces veo en el espejo su rostro delgado, amarillo cetrinoso, los ojos oscuros coronados por un tinte violáceo y esa eterna camisa blanca de cuello alto.
Hasta hace un tiempo su sepulcro estuvo aislado del resto en una zona de reciente apertura, pero hoy he visto otro como a diez metros de distancia. Un joven de camisa blanca y pantalón de mezclilla, coloca unas flores muy parecidas a las mías en los jarrones de mármol laterales de esa lápida. Me acerco lentamente y le doy los buenos días. Él, de espaldas, responde a mi saludo sin volver el rostro. Escucho su débil gemido, parece sollozar.
Me retiro con discreción, pero advierto que esa tumba nueva es exactamente igual a la de mi padre. La curiosidad y también cierta molestia, me hacen retroceder unos pasos y me coloco frente a él. Levanta la cara y con gran asombro descubro que es mi hijo.
—¡Ernesto! ¿Qué haces aquí?
—Vine a visitar a papá —responde sin mirarme—. Nunca fuimos cercanos ni nos veíamos con frecuencia debido a que nos abandonó a mi madre y a mí; sin embargo, siento que él y yo tuvimos un vínculo muy especial. Aún así, su desamor me dejó un vacío no resuelto; se remonta a la infancia en la que tanto lo necesité. A veces veo en el espejo su rostro delgado, amarillo cetrinoso, los ojos oscuros coronados por un tinte violáceo y esa eterna camisa blanca de cuello alto.


