LA MEMORIA Y LA CATÁSTROFE

[Este ensayo fue publicada en 2017 en la revista PenúltiMa.]

De acuerdo con la moda u obsesión actual, aviso que esta nota contiene algunos detalles del argumento de las dos obras que comenta, ambas de este año: Twin Peaks (tercera temporada de la serie televisiva de los tempranos noventa, retomada por David Lynch y Mark Frost, sus creadores originales) y Blade Runner 2049 (dirigida por Denis Villeneuve a partir de un guión de Hampton Fancher y Michael Green, y «secuela» del filme clásico de 1982 Blade Runner, de Ridley Scott). Más abajo se indica el comienzo de los comentarios propiamente dichos.

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La abundancia presente de las narraciones nostálgicas en el cine y la televisión globales –secuelas, homenajes, reversiones, continuaciones, precuelas, reboots, revivals– es reacción ante el malestar que provocan un presente incierto y el temor de un futuro que en muchas ocasiones parece francamente apocalíptico.

Las sociedades del occidente, al menos, asisten hoy al agotamiento de los regímenes neoliberales, el ascenso de extremismos de todo tipo, la creciente desigualdad y el retroceso de los derechos humanos en muchos países, las alteraciones devastadoras y a la vez menospreciadas del clima, la degradación acelerada de los sistemas políticos y también –de manera más difusa pero más fácilmente perceptible– la de los espacios públicos y el tejido social de los países occidentales. Éstos se polarizan y se fragmentan a medida que se afianza la «economía de la atención» propiciada por las redes sociales: a medida que nos volvemos adictos a relacionarnos con el mundo en busca exclusivamente de lo sensacional, lo superficial/inmediato, lo indignante.

(Acontecimientos difundidos globalmente en el último par de años –desde el Brexit o el triunfo electoral de Donald Trump hasta los hechos de violencia en Myanmar, Siria o México, o las alertas del cambio climático– no «iniciaron este momento»: su confluencia llevó a la aparición de una conciencia más generalizada del periodo crítico que vivimos y de las ansiedades que ya estaba causando.)

El malestar y la angustia provocan el deseo de escape o al menos de distracción: de hacer a un lado la realidad de los problemas a nuestro alrededor. Para algunas personas, esta fuga ilusoria puede lograrse recurriendo a imágenes de un pasado que se considera más simple, más agradable que el presente. Este pasado se «encuentra», por ejemplo, codificado en productos culturales de otras épocas. A ellos se recurre como fuente de personajes, argumentos, escenarios que ahora ofrecen un simulacro de la experiencia de estar en el pasado: vivir en un tiempo mejor, el único que todavía es posible concebir.

Grandes empresas de medios, en buena medida radicadas en los Estados Unidos, explotan comercialmente esta manía retrocesiva: reempaquetan y revenden su «propiedad intelectual» de otras décadas –sus series, películas, juegos, grabaciones de música, etcétera– y lo hacen en particular buscando atraer al público que más probablemente podría hacer semejantes compras: adultos que recuerden las «versiones originales» de hace 20, 30, 40 años y dispongan hoy del poder adquisitivo para comprar reediciones, cajas de lujo, continuaciones, nuevas temporadas, etcétera.

Nada de esto tiene un propósito altruista: la compañías de medios simplemente quieren ganar dinero a costa de la ansiedad ajena. Por lo mismo, casi todas las reversiones lanzadas en los últimos años se conforman con la repetición. No buscan sino dar un poco más de lo que gustó entonces, cuando sus consumidores eran más jóvenes y tenían ansiedades que ahora les parecen poca cosa; más contenido agradable para llenar nuestro tiempo y nuestros aparatos, con tan pocos cambios como sea posible y silenciando cualquier admisión de los años transcurridos desde la aparición del contenido original.

Sólo unas pocas obras van en la dirección contraria –aunque sea a despecho de las intenciones de estudios de cine, canales y servicios de televisión, etcétera– y utilizan la presentación de imágenes nostálgicas para referirse precisamente a la nostalgia y a sus implicaciones, o bien para reflexionar, aunque sea de manera oblicua o encubierta, sobre las dificultades de nuestro tiempo. Dos de ellas hacen ambas cosas a la vez: la tercera temporada de la serie Twin Peaks (conocida también como Twin Peaks, el regreso) y Blade Runner 2049.

[A partir de aquí, siguen detalles de las tramas de ambas, es decir, spoilers.]

Estas dos obras ya hubieran sido especiales porque descienden, respectivamente, de una serie de televisión y una película que se consideran clásicas de sus respectivos medios: enormemente influyentes y renovadoras, así como capaces de crear una propuesta inconfundible mediante un cruce de «géneros» previamente establecidos. La ciencia ficción y el cine negro para Blade Runner; la telenovela estadounidense (soap opera), la serie policial y el horror sobrenatural para Twin Peaks. Esta importancia ha dado un aire de refinamiento a los cultos de sus aficionados, aunque estuvieran centrados, como todos los demás, en los aspectos más arcanos (o más superficiales) del argumento y la ambientación de los mundos narrados por Scott y Lynch, junto con sus respectivos equipos de colaboradores.

(¿Quién pensaba en los encuadres, las texturas sonoras, la modulación de tonos y atmósferas, la intertextualidad de las obras originales? Las preguntas comunes de los fans eran del estilo de «¿Qué pasó con Dale Cooper después de quedar atrapado en la Logia Negra?» o «¿Será Deckard un replicante?»: observaciones sobre el artificio de la ficción que omitían cualquier reconocimiento de que toda ficción es, en sí misma, artificio.)

Sin embargo, una virtud no menos importante de Twin Peaks y Blade Runner fue, en su momento, su interés por examinar aspectos de la realidad de su momento de manera oblicua. Unas veces lo hicieron mediante la imaginación fantástica, muy eficaz para crear observaciones astutas, aparentemente inocuas, y otras por medios distintos. Pero el mundo, o parte del mundo, estaba en ellas.

Blade Runner –basada en una novela del gran narrador Philip K. Dick: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?– expresó la desazón de un occidente en plena Guerra Fría ante un futuro de deterioro y no de esplendor, en el que la tecnología ponía en entredicho no sólo la posibilidad de la existencia física de la especie, debido al deterioro ambiental y el abuso sin freno de grandes poblaciones, sino su misma identidad: el sentido del ser en los habitantes de una civilización cuyas creaciones parecían «más humanas que lo humano», más capaces de empatía y sentimientos propios.

Twin Peaks, aparecida casi diez años más tarde y ambientada en el año de 1989, se concentraba más en un entorno de su propio presente: el medio rural y mayoritariamente blanco de Estados Unidos. Su idea central, incluso más allá de sus insinuaciones fantásticas, ya había sido el tema de Terciopelo azul, el gran filme de Lynch de 1986: la noción de que la apariencia idílica del American Way of Life esconde toda clase de violencias y acontecimientos siniestros. La investigación de la muerte de la joven Laura Palmer (Sheryl Lee) en su pueblito natal destapa intrigas, crímenes, corrupción del poder económico y político…

Los hechos y tendencias reales explorados en estas dos obras no están en el frente de la acción en todo momento. Pero es innegable su presencia, y parte del atractivo de Blade Runner y Twin Peaks se debe a ella, a lo largo de la historia compleja (y a veces equívoca) de la recepción y éxito de la película y la serie.

Los «retornos» de una y otra en este año de atmósfera funesta incluyen también sus dosis de comentario –o al menos representaciones, alusiones, metáforas– del presente. Más todavía, es posible encontrarles lecturas relacionadas con el presente inmediato, aunque ambas tuvieron periodos de producción prolongados y no representan reacciones deliberadas a acontecimientos del último año.

El guión de Blade Runner 2049 retoma y magnifica la preocupación de su antecesora por el deterioro del ambiente y las sociedades humanas. «30 años después» del 2019 imaginado en que ocurría el filme de Scott, el clima ha empeorado y se ha vuelto aún más extremo; la subsistencia de la población humana depende de «granjas de proteína» y animales transgénicos; persisten todas las formas de discriminación y la única persona –literalmente– que no vive en la esclavitud o muy cerca de ella es un magnate megalómano: Niander Wallace (Jared Leto), que parece dueño de absolutamente todo, desde la alimentación y la mano de obra hasta la guerra y el entretenimiento, y que recuerda a los plutócratas y oligarcas que hoy se revelan como dueños ocultos de regímenes corruptos de todo el mundo; finalmente, la migración al espacio, que en Blade Runner se ofrecía como una posibilidad de escape, parece cerrada: abandonada no sólo como el cliché más bien envejecido que es en este momento de la historia de la science fiction, sino también como posibilidad en el mundo narrado de la película. El tema sólo amerita una pequeña mención: un anuncio escuchado en la primera media hora del filme vende llamadas por teléfono a otros mundos, a altísimos precios, para hacer contacto con los escasos afortunados que han conseguido escapar de la Tierra moribunda. No es difícil acordarse de que el tema de la colonización del espacio se ha revelado, en el último año, como uno de los favoritos de la extrema derecha en los Estados Unidos, para las que autores no pocas veces racistas escribieron, y escriben todavía, «epopeyas» espaciales que prolongan los mitos de excepcionalismo americano (y, por supuesto, no incluyen más que hombres blancos, heterosexuales y protestantes en sitios de poder: todos los demás hemos sido expulsados de esos futuros maravillosos).

La nueva Twin Peaks, por su parte, imagina el destino del pueblo y sus habitantes 25 años después de la muerte de Laura Palmer y la desaparición del agente Dale Cooper (Kyle MacLachlan) en un presente cruzado por sucesos sobrenaturales pero perfectamente reconocible como una imagen de la segunda década del siglo XXI. El guión de Mark Frost y David Lynch encuentra en el pueblo –y en escenas adicionales situadas en Nevada, Nueva York, Texas, Dakota del Sur– muchos rasgos preocupantes del deterioro de la vida rural en los países desarrollados, y más concretamente de su propio país, incluyendo la decadencia de las industrias y los sistemas educativos locales, el alto precio de los servicios de salud, la drogadicción, la alienación y la violencia como una constante y la falta de perspectivas claras para muchas personas, en especial los más jóvenes. Un hombre busca dinero en un momento de crisis vendiendo su sangre; viñetas de violencia contra las mujeres –desligadas de la trama principal, como muchas otras que aprovechan la extensión mayor que permite el formato de serie televisiva– aparecen casi en cada episodio, subrayando que el caso de Laura no era el único ni fue el último. De forma que ahora se podría leer como absolutamente pertinente, hay incluso un personaje que recuerda a los comunicadores sensacionalistas que actualmente son tan importantes en el discurso público en los Estados Unidos y han contribuido a la profunda división ideológica de aquella sociedad: es Lawrence Jacoby (Russ Tamblyn), psicólogo en la serie original, que tras perder su licencia se ha «reinventado» como conductor de un webcast estridente y paranoico, muy a la manera del (tristemente) célebre Alex Jones y su sitio Infowars.

La intención aparente de ofrecer un poco más de un producto ya conocido, objeto del afecto de muchos consumidores, está en estos revivals actuales, por supuesto, y es apoyada por todo el aparato publicitario al que pueden recurrir las compañías que los producen. Como en otros muchos casos de explotación y reciclaje de «obras favoritas», las efusiones sentimentales de los fanáticos son impulsadas y reforzadas por las comunidades de consumidores y fans. («He esperado esta nueva serie por treinta años» y otras frases parecidas son comunes, agradables de leer, aceptadas y estimuladas como una reacción apropiada a la noticia del siguiente estreno, aunque no siempre se pueda creer que todos los entusiastas de una obra dada realmente pensaron en ella de forma incesante durante décadas.)

Sin embargo, al ir aparejada con observaciones nuevas y hasta más punzantes sobre la vida real, el «volver» al pasado tiene, en las obras de Lynch y Villeneuve, la posibilidad de volverse una confrontación amarga. La explotación de la memoria, de los recuerdos felices de otra época –y alisados aún más por el tiempo transcurrido desde entonces–, encierra una constatación de las catástrofes de las que intentábamos evadirnos.

Semejante experiencia es incómoda pero no inútil. Es posible que la última vez que el ambiente cultural de los países desarrollados de occidente (y de forma más compleja, de la totalidad del mundo) proyectara sentimientos de fatalismo como los del presente haya sido entre los años sesenta y los ochenta del siglo pasado, durante la llamada Guerra Fría entre el bloque encabezado por los Estados Unidos y el de la Unión Soviética. La desaparición de ésta y el surgimiento del «nuevo orden mundial» en los años noventa dio a pensar que las preocupaciones de aquellos años –desde la proliferación de armas nucleares hasta el deterioro catastrófico del ambiente: amenazas que representan el riesgo de auténtica extinción de la especie humana– quedaban «superadas»: que era posible hacerlas a un lado. Ahora vemos que no es así, y de hecho tanto Lynch como Villeneuve incluyen referencias clarísimas a la permanencia de esos problemas «añejos» en sus obras actuales. Blade Runner 2049 indica sutilmente las resultas de una guerra nuclear –como la precipitación radiactiva– en más de una escena. De forma menos literal, en Twin Peaks la primera explosión nuclear de la historia, en 1945, trae al mundo a «Jowday» o «Judy», la entidad sobrenatural y «extremadamente negativa» que preside todos los actos malignos cometidos en la serie.

https://www.youtube.com/watch?v=QrEazRpD6xQ

(Obsérvese a partir de la marca de 2:46 minutos: tras la explosión nuclear, la entidad misteriosa –¿Judy?– «engendra» a BOB, el villano sobrenatural de las primeras temporadas de la serie.)

(Una observación repetida durante este primer año de la presidencia de Trump es que su gobierno corrupto y bufonesco da miedo, sobre todo, porque el empresario y agitador tiene autoridad para usar el arsenal de armas nucleares más grande del mundo. Esa diferencia es la más importante y terrible entre la Casa Blanca de hoy y todas las otras cleptocracias, dictaduras y estados fallidos de la Historia. El potencial destructivo de esa tecnología no se ha vuelto menos pavoroso desde 1945.)

Creo que Blade Runner 2049, a pesar de que no carece de aciertos e ideas perturbadoras, es mucho menor –dentro de su propia tradición– que la nueva Twin Peaks: una obra artística de menor estatura, por varias razones, pero una de ellas es que la película no da un paso que sí da la serie: además de «continuar» hasta cierto punto su argumento original, y de puntuarlo con referencias al presente, la serie de Lynch y Frost trata directamente el tema del reciclaje del pasado: es un revival que critica los revivals.

Una dificultad de las rehechuras actuales de series y películas «de acción real» (live action) es que los actores y actrices envejecen, como cualquier persona. La intención de la rehechura es tratar de mantener al menos en parte la ilusión de que el tiempo no ha pasado: de que algo de lo que los fans amaron en los productos originales sigue presente, pero ese algo no puede ser, en general, el aspecto juvenil de las estrellas, que la cultura prejuiciosa de Hollywood tiene por un valor en sí mismo desde hace cien años. Blade Runner 2049 recurre a dos estratagemas comunes para intentar resolver el «problema» de la edad:

  1. Reclutar a la estrella del pasado ya envejecida pero hacerla a un lado durante buena parte de la película, de manera que el peso de la misma recaiga en alguien más joven y atractivo, que repetirá con algunas modificaciones las peripecias de su precursor e incluso puede estar buscándolo. En la película sucede exactamente así: Ryan Gosling como el detective K se da a la tarea de averiguar qué fue de Rick Deckard (Harrison Ford), en su camino conversa con otro personaje rescatado de la primera Blade Runner (Edward James Olmos como Gaff, en un breve cameo) y tiene sus propias aventuras violentas y sus propias dudas acerca de su identidad y de la fiabilidad de sus recuerdos, como los replicantes de los viejos tiempos.
  2. «Rejuvenecer» –digitalmente o por algún otro tipo de truco visual– a la estrella del pasado, como ocurre con Sean Young, quien reaparece como un clon de sí misma: una réplica de la replicante Rachael. (Como muestra de otro prejuicio de Hollywood –su sexismo–, la nueva Rachael no tiene otra función que ser un objeto de deseo para un personaje masculino: una tentación para Deckard. Cuando éste la rechaza, es inmediatamente asesinada.)

Twin Peaks también incluye una breve secuencia con una Laura Palmer rejuvenecida, pero además de que no la sexualiza, muestra durante más tiempo –y en su final mismo– a Sheryl Lee con su edad y aspecto actuales: su envejecimiento es, de hecho, parte importante de la trama. Y su caso no es único: todo el reparto original que ha vuelto para nuevas escenas muestra igualmente el paso del tiempo. La cámara del fotógrafo Peter Deming no omite ni disimula ninguna arruga, ningún sobrepeso, ningún trozo de piel colgante, ninguna cana, ninguna calvicie…, y esto incluye la de Catherine Coulson, enferma de cáncer durante el rodaje, muerta poco después y cuyo estado de salud es mencionado –con su autorización y colaboración– como parte de la historia de su personaje. El tiempo ha transcurrido, como también se puede leer en los créditos finales de muchos episodios, que incluyen dedicatorias a miembros fallecidos del reparto como la propia Coulson. Además, la serie vuelve constantemente a dos tipos de acontecimientos:

  1. Los «fragmentos de vida» de personajes ya conocidos que los muestran o bien repitiendo los errores y males del pasado, lejos de cualquier redención (o finalización de un «arco» dramático), o bien en situaciones que no se derivan de los hechos de la serie original: la muerte de Laura Palmer y los sucesos violentos a su alrededor son un viejo caso policial del que ya no habla nadie, y tampoco hay recapitulación alguna de muchas historias que quedaron inconclusas en las primeras temporadas de la serie. Ha pasado mucho tiempo. Los habitantes del pueblo, como los de una comunidad real, no sólo envejecen, mueren, se marchan para no volver: también van olvidando, voluntariamente o no, lo vivido mucho tiempo atrás. En este sentido la nueva Twin Peaks se escapa de la denominación habitual de «continuación» y se vuelve más algo que se podría llamar una «historia residual»: una exploración de los restos –las resultas– de un suceso que ocurrió hace mucho y está, incluso, parcial o totalmente olvidado.
  2. Los avisos aparentes de una resolución o una continuación que incitan la curiosidad de los espectadores y luego se quedan, deliberadamente, sin resolver. Estos avisos existen expresamente para crear frustración, para subvertir la expectativa del reencuentro feliz con «lo que antes nos gustaba», y el más notorio es la trama ¿secundaria? ¿desligada? de Audrey Horne (Sherilyn Fenn), uno de los personajes más populares y atrayentes de la Twin Peaks de los noventa. El cliffhanger en que ésta la dejó no se resuelve nunca: sus apariciones –que tampoco disimulan los cambios físicos por los que ha pasado la actriz– tienen lugar en un espacio totalmente separado del resto, con personajes que aparecen o se mencionan casi exclusivamente para ella; al final, la insinuación de que podría estar atrapada en un espacio ajeno al mundo natural (una alucinación, un estado de coma, otra dimensión) se realiza para que el personaje… desaparezca de inmediato y ya no regrese. Audrey Horne se convierte en una pregunta que podría no ser respondida nunca, y una que –como la escena final de la serie, y como todo su desarrollo opaco y adverso a la explicación y la satisfacción fáciles– termina por señalar una narración que se descompone ante sus espectadores, que se disgrega en una serie de imágenes angustiosas interrumpidas por momentos, destellos muy breves, de misterio y belleza.

David Lynch ha declarado que una cuarta temporada de su serie no es imposible, aunque requeriría mucho tiempo de preparación; sin embargo, él y Frost han colocado a su mundo narrado en una situación que no parece invitar a nuevas prolongaciones, a diferencia de Blade Runner 2049, que recurre a dos giros argumentales muy conocidos para fomentar la especulación sobre nuevas entregas: el paso de estafeta del protagonista a alguien más joven –en este caso, la hija de Deckard y Rachael, Ana Stelline (Carla Juri)– y la anticipación de una trama épica de forja de héroe, en la que Stelline sería una «elegida», destinada a encabezar una rebelión de los replicantes contra los seres humanos. (La declaración de esta posible Blade Runner III repite mucho de lo más desafortunado del cine de aventuras de este siglo, incluyendo una tropa de rebeldes vestidos con ropa cool y en poses cool a la manera de Matrix, aquella serie malograda de las hermanas Wachowski.)

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Una nota final: estas historias, con todo y que sus medios y sus fines terminan siendo tan diferentes, no sólo están producidas en un mismo entorno cultural. También provienen de un mismo país, al que varios accidentes históricos han colocado en una posición de poder enorme –y casi siempre temible– y que ha exportado su propia visión del mundo al resto del planeta durante tanto tiempo que nos ha hecho creer, muchas veces, que esa visión es la única posible. Pero, desde luego, tanto Blade Runner 2049 como Twin Peaks están limitadas a contemplar una existencia en la que la perspectiva dominante es, como sabemos, no sólo masculina y heterosexual sino blanca, anglosajona, protestante, americana. Sus observaciones sobre la condición humana en general tienen mérito, evidentemente, y sus logros estéticos son incuestionables, pero hay mucho que no quieren ni pueden decir, ni siquiera cuando intentan abordar los puntos de vista de las porciones oprimidas o invisibilizadas de su propia nación. ¿Y quién va a tener los recursos económicos, el interés y, al fin, la libertad creativa para realizar visiones de la misma ambición en culturas ajenas y sometidas a aquella?

Si éste es un tiempo crepuscular, como se piensa a veces: de decadencia acelerada de aquel imperio, temo que sus provincias nos hundamos con él y no lleguemos a tener nunca la oportunidad de contar nuestras propias historias de ese modo tan sobrecogedor.