El cuento del mes

Dos asesinos

Ricardo García Mendoza (1965) se dedica a la enseñanza de ciencias y humanidades. Estudió Biología como licenciatura y también cuenta con estudios en Matemáticas, Historia y Filosofía. Recientemente concluyó el diplomado en Escritura Literaria en el Centro Mexicano de Escritores — Literaria y ha participado en varias antologías. Su cuento «Dos asesinos», finalista del concurso especial de aniversario de este sitio, reúne a dos personajes clásicos de la literatura inglesa. Sigan leyendo para ver quiénes son.

DOS ASESINOS
Ricardo García Mendoza

El caballero llegó puntual a la cita. Utterson se sorprendió al ver a un apuesto joven cruzar el umbral de una de las sórdidas tabernas que abundaban en el Soho, sitio de la reunión. Le llamó la atención su elegante porte y las alhajas que llevaba como sortijas. Con un ademán lo invitó a compartir su mesa.
      —Le agradezco su disposición para venir, señor Gray. Sin embargo, este no es un sitio apropiado para lucir sus joyas ni su posición social.
      —He venido por simple curiosidad acerca de lo que usted cree saber de mí, señor Utterson.
      —Su fallecido abuelo, Lord Kelso, fue un ejemplo de rectitud y honradez para muchos quienes tuvimos el honor de tratarlo. Es una lástima que usted no haya seguido sus pasos.
      —Ah, usted conoció al viejo gruñón que fue mi abuelo. Siento haberlo decepcionado. En cambio, lo que usted opine de mí me tiene sin cuidado.
      —Tal vez le importe la opinión de uno de sus más íntimos amigos, el señor Alan Campbell, cuyo repentino deceso nos ha sorprendido.
      —¿Usted conoció a Alan? ¿De dónde?
      —Lo conocí hace más de veinte años. Me pareció un joven honrado y determinado en conseguir el éxito en su profesión con base en el trabajo. Accedí a concederle la mano de mi hija mayor.
      —Qué sorpresa. Nunca lo hubiera imaginado.
      —Así es. De la misma manera, no imagino qué tipo de relación mantenía con usted. Lo que sé es que esa relación le hizo terminar con su vida.
      —No sé a qué se refiere. Alan era un amigo leal.
      —Sí, tan leal que se llevó a la tumba el secreto de su crimen, señor Gray. Encontré el diario personal de Alan y en sus últimas páginas relató el martirio al que usted lo sometió al obligarlo a deshacerse del cuerpo del señor Basil Hallward. Usted es un asesino; uno muy sofisticado y elegante.
      —Divaga usted, Utterson. El señor Hallward desapareció una noche y no ha sido visto desde entonces. Nada me relaciona con su desaparición.
      —Ni lo relacionará. Por respeto a la memoria de mi yerno he quemado ese diario. De usted se ocupará una justicia más elevada. Buenas noches, señor Gray.
      El recio abogado se incorporó y abandonó el tosco recinto. Dorian Gray hizo lo mismo. Había dado sólo unos pasos afuera cuando el cantinero, a toda carrera, le dio alcance.
      —Disculpe, señor. Un caballero dejó esto para usted.
      Se trataba de una nota escrita a mano.

Estimado señor:
 
No he podido evitar escuchar el diálogo que ha sostenido usted en la mesa contigua. He de confesar que el asesinato es un arte en el cual yo soy un aprendiz. Me gustaría compartir con usted mi más reciente obra. Sé que sabrá apreciarla. Asista usted a la dirección que le indico abajo.
 
Sinceramente suyo, E. H.

Dorian Gray estuvo a punto de estrujar el papel y tirarlo. Sin embargo, un destello interior le provocó una sonrisa de curiosidad. La dirección proporcionada se hallaba sólo a unas cuantas calles de la taberna. Se puso en camino. El número indicado correspondía a una construcción casi en ruinas, totalmente acorde con la marginación del barrio en el que se hallaba. El hombre elegante dudó entrar. Se decidió cuando vio que la desvencijada puerta no era un obstáculo. Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. Cruzó un corredor lleno de piedras sueltas de mampostería hasta ver el resplandor de una vela en una de las habitaciones. Penetró en ella y lo que vio lo horrorizó. Se trataba del cuerpo de una mujer joven, desnuda, clavada de pies y brazos a una de las paredes de la habitación, formando una “x”. Se hallaba abierta en canal y sus vísceras estaban regadas delante de ella. La escena hizo vomitar a Gray, quien no soportó la vulgaridad de ese asesinato y pateó la mesita en donde reposaba la vela. Las tinieblas calmaron, de momento, las náuseas del joven, quien escuchó de improviso una risa en medio de la oscuridad. Era una risa comprimida, deforme, como la de un gnomo maldito. Dorian Gray notó un movimiento en la penumbra y se dio cuenta que el asesino salió corriendo de la habitación. Un impulso ciego le hizo seguirlo hasta la calle, en donde un policía se unió a la persecución. Esta terminó cuando el hombrecillo se ocultó en el interior de una casa del mismo barrio. Lo tenían cercado. A la escena se presentó el inspector Newcomen, de Scotland Yard.
      —Mi nombre es Dorian Gray, inspector. He visto al asesino de la joven salir corriendo y esconderse en esa casa. Se trata de un hombre enjuto, de baja estatura y muy ágil.
      —Gracias, señor Gray. Es una fortuna que un caballero como usted haya alertado a la autoridad acerca de este crimen. Hemos estado muy ocupados con los asesinatos de Whitechapel y ahora esto. Tal vez estén relacionados los eventos.
      Cuando se disponían a entrar, la puerta de la humilde vivienda comenzó a abrirse lentamente. De la oscuridad emergió la figura de un hombre conocido por la comunidad.
      —Gracias a la fortuna que ustedes han llegado, caballeros. He sido rehén de ese maniático. Se ha escapado por la azotea hace solo un momento —dijo el médico, deshaciendo los nudos de la cuerda con que había sido atado.
      —¿Es este el hombre que usted persiguió, señor Gray? —preguntó el inspector Newcomen.
      —No. Este hombre es alto y de mayor complexión. Es imposible que se trate de la misma persona.
      Al cabo de unas horas los curiosos se retiraron, no así la policía, quien destinó un puñado de hombres a revisar el interior de la casa. Prácticamente estaba vacía. La dueña confirmó que la había alquilado a un tal Edward Hyde.
      Al despedirse, Dorian Gray estrechó la mano del hombre rescatado, quien pronunció unas extrañas palabras.
      —Ojalá que llegues a ser el que eres, querido Dorian.
      El joven aristócrata no le respondió y se alejó, perdiéndose en medio de la noche londinense.

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