El cuento del mes

B. Wordsworth

He aquí un cuento de V. S. Naipaul (1932-2018), escritor inglés de familia india y nacido en Trinidad, a donde sus abuelos habían emigrado como trabajadores cautivos: conocedor, pues, de migraciones, desplazamientos y formas de imperialismo y explotación durante toda su vida. Esas experiencias fueron la base de una brillante carrera, en especial como novelista, que culminó con el Premio Nobel de Literatura en 2001.
      Hombre de carácter difícil, abrasivo, Naipaul fue objeto de críticas tanto por ello como por sus posturas ideológicas conservadoras. Sin embargo, nada de eso afecta a la belleza de esta narración temprana, ambientada en Trinidad y Tobago y en los años de infancia de Naipaul. El apellido Wordsworth no es sólo el de uno de los grandes poetas de la lengua inglesa, asignado aquí a un hombre pobre que pretende escribir «el más grande poema del mundo»: words’ worth se puede traducir, además, como el valor de las palabras.
      El cuento, aparecido en el libro Miguel Street (1959), fue traducido por María Inés Taulis Moreno y publicado en la Revista Chilena de Literatura en 1982. En esta página se puede descargar esa versión del cuento y un ensayo de la traductora acerca del mismo.
      Tres notas: dado el escenario del cuento, la palabra indios se refiere a personas originarias de India; un calipsonian es un cantante o compositor de calipso; y «la temporada» es la temporada de carnaval.

V. S. Naipaul
V. S. Naipaul en 1968 (fuente)

B. WORDSWORTH
V. S. Naipaul

Tres mendigos solían golpear puntualmente cada día a la puerta de las hospitalarias casas de Miguel Street. A eso de las diez, llegaba un indio vestido con dhoti y camisa blanca, al que vaciábamos una lata de arroz en el saco que cargaba sobre la espalda. A las doce, llegaba una vieja fumando en pipa de arcilla y obtenía un centavo. A las dos, un ciego guiado por un niño venía a pedir su moneda.
      A veces llegaba algún pillo, como aquel que tocó una vez a la puerta diciendo que estaba hambriento. Después de recibirnos algo de comida, pidió un cigarrillo y no se fue hasta que le encendimos uno; ese hombre nunca más volvió.
      Pero el más extraño de todos los mendigos llegó una tarde, cerca de las cuatro. Yo acababa de regresar de la escuela. El hombre me dijo: «Hijito, ¿puedo entrar a tu patio?». Era un hombre menudo; vestía camisa blanca, pantalón negro y usaba sombrero; su aspecto era aseado.
      —¿Qué quieres? —le pregunté.
      —Deseo observar tus abejas —respondió.
      En nuestro patio teníamos cuatro palmeritas gru-gru que estaban atiborradas de abejas intrusas. Subí corriendo los peldaños del ingreso y grité: «¡Mami! Aquí afuera hay un tipo que dice que quiere mirar las abejas». Mi madre salió al patio y, mirando al hombre, le preguntó en un tono de pocos amigos:
      ¿Qué dices que quieres?
      —Deseo contemplar vuestras abejas —respondió el hombre.
      Su inglés era tan correcto que parecía fingido y pude percibir que mi madre estaba intranquila. Ella me dijo:
      —Quédate aquí y vigílalo mientras mira las abejas.
      —¡Gracias, señora! Hoy ha hecho usted una buena acción —exclamó el hombre. Hablaba pausadamente y con propiedad, como si cada palabra estuviera costándole dinero.
      Juntos, el hombre y yo, observamos las abejas durante casi una hora, encuclillados cerca de las palmeras. El hombre dijo:
      —Me gusta contemplar las abejas. ¿Te gusta a ti hacerlo, hijo?
      —No tengo tiempo para eso —contesté.
      El movió tristemente la cabeza y me dijo:
      —Eso es lo que yo hago, sólo observar. Puedo mirar las hormigas durante días. ¿Nunca has observado las hormigas? ¿Has contemplado alguna vez los escorpiones, los ciempiés, los congorees?
      Negué con la cabeza, preguntándole a mi vez:
      —¿A qué se dedica usted, señor?
      —Soy poeta —me contestó, levantándose.
      —¿Y es un buen poeta? —volví a preguntar.
      —El mejor del mundo —me respondió.
      —¿Cómo se llama, señor?
      —B. Wordsworth.
      —¿B por Bill?
      —No, por Black. Black Wordsworth. White Wordsworth era mi hermano y juntos compartíamos un solo corazón. Puedo contemplar la más humilde de las flores, la «alegría del hogar», por ejemplo, y echarme a llorar.
      —¡¿Y para qué llora?! —exclamé sorprendido.
      —¿Por qué razón, muchacho? ¿Por qué? Eso lo sabrás cuando crezcas. Tú también eres poeta, ¿sabes? Y cuando uno es poeta, puede llorar por cualquier cosa.
      No pude reírme.
      —¿Quieres a tu madre? —me preguntó.
      —Sí. Cuando no me pega… —respondí. Sacó una hoja de papel de uno de sus bolsillos y me dijo:
      —En este trozo de papel está escrito el mejor poema acerca de las madres y voy a vendértelo por una verdadera ganga, por cuatro centavos.
      Entré corriendo a la casa y grité:
      —¡Mami! ¿Quieres comprarte una poesía en cuatro centavos?
      Y la respuesta de mi madre:
      —Dile a ese maldito tipo que saque su cola de mi patio, ¿oíste?
      —Mamá dice que no tiene cuatro centavos —regresé, diciéndole a B. Wordsworth.
      —Esa es la tragedia del poeta —comentó, volviendo a colocar la hoja de papel en su bolsillo, como sin darle importancia al asunto.
      —Es bien chistoso eso de andar vendiendo poesías por ahí. Que yo sepa, sólo los calipsonians hacen esas cosas. ¿Y hay mucha gente que le compra?
      —Nadie me ha comprado nunca ni siquiera uno —respondió.
      —¿Y entonces, para qué sigue dando vueltas?
      —De esa forma observo muchas cosas —me contestó, añadiendo: —Siempre abrigo la esperanza de encontrarme con poetas.
      —¿Y en serio que usted cree que yo soy un poeta? —le pregunté.
      —Eres un poeta tan bueno como yo —me respondió.
      —Cuando B.Wordsworth se fue, me quedé rogando volverlo a ver.

* * *

Casi una semana más tarde, al volver de la escuela, me lo encontré en la esquina de Miguel Street.
      —He estado esperándote mucho tiempo —me dijo.
      —¿Ya vendió alguna poesía? —le pregunté. Negó con la cabeza y me dijo:
      —En mi patio tengo el mejor mango de todo Port of Spain; ya los mangos están maduros y rojos, muy jugosos y dulces. He estado esperándote para contártelo
e invitarte a comer algunos.
      Vivía en Alberto Street, en una casucha de una sola pieza que se alzaba justo en medio del terreno. El patio estaba tupido de vegetación y, al medio, el enorme mango. También había un cocotero y un ciruelo. El lugar era silvestre, como si no hubiera estado en plena ciudad; desde su interior no era posible ver las casonas de concreto de la calle.
Tenía razón: los mangos estaban jugosos y dulces. Me comí como seis y el jugo amarillo de la fruta corría por mis brazos hasta los codos y desde la boca al mentón, manchándome la camisa.
      Cuando volví a casa, mamá me regañó:
      —¿Dónde te metiste? ¿Ya crees que eres un hombre que puede largarse donde se le antoja? ¡Anda a cortarme una varilla!
      Me azotó mucho y bien fuerte. Escapé de la casa, jurando no regresar jamás. Furioso y con la nariz sangrante, me encaminé a la casa de B. Wordsworth.
      Al llegar, B. Wordsworth me dijo:
      —Deja de llorar y vamos a dar un paseo.
      Dejé de llorar, pero no podía evitar los suspiros de mi respiración entrecortada.
      Dimos un paseo, bajando por St. Clair Avenue hasta la Savannah y caminamos hacia el hipódromo, en el centro del parque. Allí, B. Wordsworth me propuso:
      —Ahora, recostémosnos sobre el césped y miremos hacia el cielo. Quiero que pienses en lo lejanas que esas estrellas están de nosotros.
      Hice lo que él me decía y miré hacia arriba. Me sentía insignificante y, a la vez, nunca antes había experimentado una sensación tan grandiosa y magnífica, en toda mi vida. Pronto olvidé mi rabia, mis lágrimas y los golpes recibidos. Cuando le hice saber mi sensación de calma, comenzó a enseñarme los nombres de las estrellas y, en particular, recuerdo la Constelación de Orión, el Cazador, aunque no sé exactamente el porqué. Todavía hoy puedo localizar Orión, pero ya he olvidado el resto.
      De pronto, nuestras caras se iluminaron y ante nosotros apareció un policía. Nos levantamos mientras éste preguntaba:
      —¿Qué están haciendo aquí?
      B. Wordsworth contestó: —Me he venido haciendo exactamente la misma pregunta desde hace cuarenta años.

* * *

B. Wordsworth y yo nos hicimos amigos.
      Una vez, me dijo: —Nunca debes contar a nadie acerca de mi existencia, ni del mango, el cocotero o el ciruelo. Debes conservar este secreto; si lo cuentas a alguien, lo sabré, porque soy un poeta.
      Le di mi palabra, y la mantuve.
      Me gustaba su casita. No tenía más muebles que la sala de la casa de mi vecino George, pero se veía más limpia y fresca. Sin embargo, también era solitaria. Un día, le pregunté:
      —Señor Wordsworth, ¿por qué deja crecer tantas hierbas en el patio? ¿No cree que eso humedece mucho la casa?
      Contestó diciéndome:
      —Escúchame. Voy a contarte una historia. Había una vez un muchacho y una niña que se conocieron y enamoraron. Tanto se amaban, que se casaron. Ambos eran poetas. El amaba las palabras. Ella amaba las plantas, las flores, los árboles. Vivían felices en una sola pieza. Un día, la niña-poeta dijo al muchacho-poeta: «Vamos a tener otro poeta en la familia»… Pero ese poeta nunca nació, porque la niña murió y el joven poeta murió con ella, en sus entrañas. El esposo de la niña se puso muy triste y prometió no tocar nada del jardín, y así quedó para siempre, haciéndose más tupido y agreste.
      Mientras B. Wordsworth iba contándome su historia, yo lo miraba y me parecía que se iba poniendo cada vez más viejo.
      Fui capaz de entender muy bien el sentido de su historia.
      Juntos hacíamos largos paseos por el Botanical Garden, por el Rocky Garden, solíamos subir por Chancellor Hill en el atardecer y, desde allí, contemplar cómo
caían las sombras sobre Port of Spain, mientras se encendían las luces en la ciudad y en los barcos anclados en el muelle del puerto. Todo lo que él hacía, era como si lo hiciera por primera vez en su vida, como si estuviera cumpliendo algún rito sagrado. Solía decirme:
      —Y ahora, ¿qué tal si tomamos un helado? —y cuando yo le respondía afirmativamente, se ponía serio y me decía: —Bien, ¿a qué cafetería podríamos beneficiar con nuestra presencia? —corno si se tratara de algo sumamente importante. Pensaba un rato, y finalmente me decía: —Creo que iré a negociar la compra a esa tienda.
      El mundo se convirtió para mí en algo mucho más excitante.
      Un día, estando yo en su patio, me dijo: —Tengo un gran secreto que ahora voy a revelarte.
      —¿Un secreto de verdad? —le pregunté.
      —Hasta este momento, sí —me contestó. Nos miramos y él agregó: —Estoy escribiendo un poema. Pero esto es un secreto sólo entre tú y yo, recuerda.
      —¡Ah! —exclamé desilusionado, mientras él agregaba:
      —Es un tipo de poema diferente: Es el poema más grande del mundo —le respondí lanzando un silbido—. He estado trabajando en él durante casi cinco años y lo terminaré en veintidós años más… siempre y cuando continúe escribiendo con el ritmo actual —declaró.
      —¡Debe escribir un montón, entonces! —exclamé sorprendido.
      —No tanto —dijo—. Sólo escribo un verso cada mes, pero me aseguro de que éste sea bueno.
      ¿Y cuál fue el verso del mes pasado?» le pregunté.
      Mirando hacia el cielo, me respondió: —El pasado es profundo.
      Entonces, exclamé: —¡Qué hermoso verso! —mientras B. Wordsworth agregaba:
      —Pretendo destilar las experiencias de todo el mes en este único verso. Así, en veintidós años habré logrado escribir un poema que cante a la humanidad toda.
      Yo estaba atónito.

* * *

Nuestras caminatas continuaron. Un día, paseando a lo largo del malecón, le dije:
      —Señor Wordsworth, si tiro este alfiler en el agua, ¿Usted cree que flotará?
      —Este mundo es extraño —me respondió, agregando: —Arroja tu alfiler y veamos qué sucede.
      El alfiler se hundió.
      —¿Cómo va el poema este mes? —le pregunté. Pero nunca más llegó a decirme otro verso; simplemente contestaba:
      —¡Ah! Ahí va, ¿sabes? Ahí va saliendo.
      A veces nos sentábamos en el muro que rodea el puerto, mirando los barcos que entraban al muelle. Del más grande poema del mundo no volví a oír nunca más. Sentí que estaba poniéndose viejo.
      —¿De qué vive, señor Wordsworth? —le pregunté un día.
      —¿Quieres decir en qué forma obtengo dinero? —dijo. Cuando asentí, se rió con picardía y replicó: —Canto calipsos en la temporada.
      —¿Y con eso le alcanza para el resto del año?
      —Es suficiente.
      —Pero usted va a ser el hombre más rico del mundo cuando escriba el mejor poema, ¿verdad?
      No me respondió.

* * *

Un día en que fui a visitarlo a su casita, lo encontré acostado en su angosta cama. Se veía tan viejo y débil que sentí ganas de llorar.
      —El poema no va bien —dijo sin mirarme, como si yo no estuviera allí, mientras dirigía su vista hacia el cocotero, a través de la ventana—. Cuando tenía veinte años, sentía una fuerza en mi interior… —con mis propios ojos pude comprobar cómo su rostro se tornaba más viejo y cansado. Él agregó: —Pero eso… Eso fue hace ya mucho tiempo…
      Y entonces (lo sentí tan nítidamente como si hubiera recibido una de las bofetadas de mi madre) pude ver en su rostro algo que era evidente para cualquiera: vi la Muerte en su cara que se enjutaba.
      El me miró y, al ver mis lágrimas, se incorporó, diciéndome:
      —Ven»}.
      Me acerqué, sentándome en sus rodillas. Y mirándome a los ojos, dijo:
      —¡Oh! ¡Tú también puedes verlo! ¡Siempre supe que tenías ojos de poeta! —ni siquiera se notaba triste y eso me hizo estallar en sollozos. Atrayéndome hacia su delgado pecho, sonriendo para animarme, dijo: —¿Quieres que te cuente una historia divertida?
      No fui capaz de responderle.
      —Cuando haya terminado esta historia, quiero que me prometas algo: te irás de aquí y nunca regresarás a visitarme, ¿prometido? —me dijo. Asentí. El continuó: —Bien. Bueno. Escucha. La historia que te conté acerca del muchacho poeta, ¿recuerdas?, no era verdadera. Fue un invento mío. Y toda esa conversación acerca de la poesía, del mejor poema del mundo, tampoco era cierta. ¿Acaso no es la cosa más divertida que jamás hayas escuchado?
      Diciendo esto, su voz se quebró. Salí de la cabaña y corrí hasta mi casa, llorando como un poeta por todo lo que veía.

* * *

Un año después, recorría Alberto Street sin poder encontrar señal alguna de la casa del poeta. Simplemente, había desaparecido. La echaron abajo y, en su lugar, se elevaba una enorme construcción de dos pisos. El mango, el cocotero y el ciruelo habían sido talados y por todas partes sólo había ladrillo y concreto.
      Era como si B. Wordsworth nunca hubiese existido.

B. Wordsworth, Cuento, El cuento del mes, escritores en inglés, María Inés Taulis Moreno, Revista Chilena de Literatura, textos que no estaban en la red, V. S. Naipaul
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