El cuento del mes

Un día perfecto para el pez banana

Ésta es la más famosa de las narraciones breves publicadas en vida por J. D. Salinger (1919-2010). Apareció por primera vez en 1948, en el número de enero de la revista The New Yorker: es la primera en la «serie» de la familia Glass y su protagonista es de Seymour, el personaje más famoso de Salinger después de Holden Caulfield, el héroe de su novela El guardián entre el centeno. El cuento logró que Salinger fuera considerado una de las eminencias de la narrativa estadounidense de su tiempo y fue publicado después en la colección Nueve cuentos (1953).
La frase con la que empieza la segunda sección del texto contiene, en inglés, una referencia velada a Seymour (cuyo apellido, Glass, significa «vidrio»: «ver más vidrio» sería en inglés «see more glass»). Por otro lado, después del cuento hay un «extra» que tal vez pueda interesar.


UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA
J. D. Salinger

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y antenoche. Los teléfonos aquí han…
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé… el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para…
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás…
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá… ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…
—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!
—¿Y…?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno… sí… más o menos…—dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for…
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…
—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro…, ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

* * *

—Ver más vidrio —dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño…
—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez banana.
—¿Un qué?
—Un pez banana—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para los peces banana.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces banana.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez banana.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía alguna banana en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

* * *

El «extra» es el siguiente: «Hapworth 16, 1924», el último cuento publicado por Salinger, apareció en 1965, cuando el escritor ya se había retirado a vivir en una cabaña en Cornish, New Hampshire, abandonando la vida literaria y retirándose poco a poco del mundo. Después de ese cuento, no ha habido ninguna otra publicación hasta hoy, que se especula sobre sus posibles textos póstumos pero aún no se ha visto nada. «Hapworth 16» se refiere a la infancia de Seymour Glass, quien resulta ser sobrenaturalmente precoz. Salinger nunca permitió que la historia se reeditara ni se tradujera después de su primera aparición…, pero alguien la tradujo anónimamente (la versión está firmada por «Ghetta Life») y lo colocó en este sitio en 2005. (Yo lo supe gracias al blog Puente Aéreo de Gustavo Faverón.) La traducción no es muy buena pero, mientras no salga otra, nos da una idea de a dónde iba el pensamiento de Salinger…

La primera página del cuento en la edición original

31 comentarios. Dejar nuevo

  • Hola maestro:

    Ése de la foto se me hace demasiado sonriente y relajado para ser Jerome David Salinger.

    Responder
  • Querido Guillermo, me alegro mucho de leerte acá. Que no sea la última…
    Sobre la foto, bueno, a lo mejor mi fuente está equivocada, pero la imaginación me gustó precisamente por lo que dices. ¿Qué tal que, mientras lo pensábamos todo oscuro y atormentado, don Jerome se pasó la vida de lo más entretenido, viendo cómo los demás le escribíamos su leyenda?
    Un abrazo.

    Responder
  • El de la foto es Larry David, quien es actor y…. nah!, aquí les dejo un link de wikipedia que habla sobre él: http://es.wikipedia.org/wiki/Larry_David

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  • RT @albertochimal: "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • Huy, Gustavo, qué decepción… Gracias. La foto está borrada y en su sitio pondré al Salinger verdadero y convencionalmente extraño. Ni modo.

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  • RT @albertochimal: "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • RT @albertochimal: "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • RT @albertochimal: "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • RT @albertochimal: "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • RT @albertochimal: "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • RT @albertochimal: "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • «Hapworth 16» es una narración sobrecogedora. No pretendo entender porqué Sallinger se negó a publicarla de nuevo pero es una visión muy fuerte y emotiva desde y sobre la figura de Seymour Glass. Es el remate a la serie sobre los hermanos Glass.
    Muchas gracias por compartir aquí este enlace.
    Saludos y abrazos.

    Responder
  • topsy top20k es
    20/02/2010 11:16 pm

    "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • RT @albertochimal: "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger (más un extra): http://bit.ly/auFLXr

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  • Un día perfecto para el pez plátano me sigue resultando enigmático, en cuanto más lo analizo, me resulta a mi pobre entendimiento muy efectista y dice mucho de manera implícita, con lo que no está escrito o entre líneas. Y ahora esta nueva publicación robada aporta diría yo cinco de los siete octavos del iceberg que permanecen ocultos. Algo como Señor Ver-más vidrio, le dice la niña en aquel día perfecto para el pez banana, jugando con su nombre, y creo que esto se relaciona con lo que yo quería ver en esta extensa carta de Seymor Glass, ver más del vidrio de ese témpano que sólo asoma su naríz, o mejor dicho el dedo gordo de un pie de Seymor.

    Responder
  • Pues primero comento del estilo. Uno bien puede darse cuenta que, para estos cuentos, JD ya había adoptado el clásico sustantivismo cobarde de manual anglosajón, a quienes Carpentier aplicó tan mala felación. Las frases puntillistas, rápidas, llenas de fluidez para el lector pop, poco avezado, y que disfruta más las novelas de Isabel Allende que las de Gabo, son ejercicios desvelados, hechos a destiempo, llenos de efectismo.

    (Nótese que lo anterior está muy logrado en la Lispector).

    Su personaje es falsamente enigmático, creado de líneas muy gruesas, para dejar un texto que es en realidad un esfinge destruida, que no guarda misterios. Una falsa alegoría. Es un puzzle sin respuesta, creado para romper la cabeza del lector poco entrenado.

    El texto está plagado de supersticiones estilísticas. No sólo en las frases cortas y los adjetivos, así como la velocidad sintáctica. En suma, un cotolengo de falsa extravagancia sureña, gemido de prostituta, perorata llena de baba, cola de asno, serafín homosexual.

    A su favor está el hecho de que no sigue pautas de esfericidad cuentística. Clásico mito cortazariano. Y que tiene un sentido del humor fascinante.

    Hay que aceptarlo. Tiene las virtudes de un escritor maduro. Lleva el cuento, divierte. Ya tiene en sí este germen demencial que tanto atrae. Pero pienso que el efecto de fanatismo que puedan despertar este tipo de textos se debe más a un fenómeno de seguimiento del autor.

    La gente que gusta de la (por lo regular) mala poesía de Borges es este tipo de seguidor.

    Las razón de JD Sallinger es el guardián, todo lo demás son rarezas traídas a rabo por el culto.

    El guardián entre el centeno es una construcción alegórica con los trazos bien hechos, razón por la cual nadie se ha percatado bien de lo anterior.

    El tránsito de Caufield es, para empezar, un descenso a los infiernos. Con lo anterior, quizás algunos versados en simbolismo entenderán la razón del verdadero Guardián entre el centeno.

    No me gusta explicarlo. Soy una especie de romántico con estos hallazgos, y me gusta observar que la gente lee la novela como si fuera un sencillo manifesto adolescente.

    Por eso no lo diré.

    No obstante, daré una pista.

    El Guardián entre el centeno tiene un sentido parecido a otra gran novela, El señor de las moscas.

    Otra alegoría disfrazada en el mundo de la juventud.

    Como sabrá cualquier lector mediocre de la segunda, el Señor de las moscas es la deidad a la que rinden tributo el grupo de los cazadores: Una cabeza de puerco clavada en una lanza. Se nos dice en la novela que se le llama señor de las moscas por que la cabeza está rodeada de moscas.

    Para el lector en otro nivel, el mensaje es claro. Belcebú, el dios infernal, líder de los ejércitos del inframundo, es un nombre de origen hebreo.

    Es una conjunción de dos términos, Baal, que significa señor, y otro que no recuerdo, que significa moscas.

    Lo que traduciría al líder infernal como el señor de las moscas.

    Vale la pena rescatar una ilustración de Belcebú en uno de los mejores diccionarios demonológicos con ilustración de De Plancy

    http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/b/bf/Beelzebub.png

    El nivel de simbolismo no se queda a un nivel sencillo. Es decir, la novela no traza una crítica del demonio.

    Sino, pienso, una apología del espíritu natural.

    La palabra Belcebú es una burla judía al dios babilonio Baal, por la carne que se pudría en su santuario.

    ¡El gordito que muere en la película es judío!

    Es como la estrella de la noche, la civilización caída.

    Sería un ensayo muy bueno decir lo que pienso del término Guardían.

    pero no lo diré.

    salvo otras pistas:

    ¿Quién cuida el centeno? El espantapájaros. ¿Cómo nació esta tradición?

    ¿Quién es el guardián? ¿Qué hace?

    Hay una historia llena de simbolismo.

    Hay muchos que no entienden el Guardián. No importa, lo reciben a nivel inconsciente.

    Quizás esa era la intención.

    La gente piensa que Shakespeare es sólo Shakespeare.

    Yo creo que Shakespeare tiene cuando menos cuatro niveles de lectura para sus mejores obras.

    Así se dice de la biblia a todo seminarista.

    Después de todo esto, juzguen ustedes si sólo soy yo leyendo patrones falsos.

    Responder
  • http://www.sololiteratura.com/sor/sorrentrjcazador.htm

    En este artículo un ingenuo pero excelente escritor, Sorrentino, hace una indagación muy interesante sobre el título de El guardián entre el centeno.

    Por supuesto, estoy en contra, porque pierde de vista el sentido alegórico y simbólico. La palabra catcher y rye son importantes en el título. Lo anterior demuestra que muchos siguen sin darse cuenta del símbolo detrás del título, hasta un buen escritor como Sorrentino.

    Responder
  • Raphael semiótico simbólobo
    24/02/2010 8:16 am

    Orale Soma, algo así como el código diablinchi en la literatura?

    Responder
  • jejeje

    Si así lo quieres ver, Rafa. Para el iniciado siempre parece algo de locos o, en su defecto, algo poco común. Cuando este tipo de cosas son de lo más corriente.

    Todo Borges son alegorías. No habla de Inmortales o laberintos. Habla de otras cosas.

    Ese es el nivel de lectura en que se queda el 90 por ciento de la gente.

    Dejo otro hallazgo: cualquiera que lee el cuento El secreto no sé da cuenta que Borges habla del sexo. Y, según algunas teorías, del sexo entre personas del mismo género.

    Wilde decía que las mujeres era una esfinge sin secreto, el misterio puro que no esconde nada. Algo así pasa con ciertos artistas.

    Y se corre el riesgo de hacer lecturas rebuscadas. Ni modo.

    Son libres de tirarme de a loco.

    Responder
  • Neftalí, ¿qué opinas del comentario de Soma?
    (Yo no me pronuncio… de momento. Lo haré. Saludos a todos.)

    Responder
  • 🙁

    Mientras alguien se anima a participar, les dejo el par de libros.

    Me encanta internet.

    http://www.scribd.com/doc/8962681/JD-Salinger-Nueve-Cuentos

    http://www.scribd.com/doc/6109089/El-Guardian-Entre-El-CentenoSalinger

    Lean y opinen! Saludos.

    Deberías hacer más frecuente los proyectos colectivos como el de Poe, Alberto.

    Estuvo buenísimo.

    Saludos!

    Responder
  • Soma, muchas gracias por los enlaces. No estaría mal hacer otro proyecto colectivo, no… Habrá que ver.

    Sobre la otra cuestión, me resisto a responder largamente porque, de entrada, me incomoda: creo que, como decía Philip K. Dick, «Dios existe…, subjetivamente, por supuesto. Pero el mundo interior es real también», y la distinción me parece muy importante porque no nos quita lo Otro, lo que se vislumbra más allá de nuestras pobres impresiones sensoriales, pero sí lo vuelve imposible de asir, de empacar y vender, que es lo que hace tanta gente. Y me gustaría aplicar lo mismo a Salinger y Borges y todos los otros. Diré más luego.

    Saludos…

    Responder
  • Me ha dejado perplejo tu respuesta, Alberto 8)

    No sé bien por donde vaya tu argumentación.

    🙂 Pero pues igual y soy yo, que no alcanzo a vislumbrar el horizonte.

    Me apasiono mucho con la literatura.

    Responder
  • Muchas gracias por el cuento y el enlace, Alberto.

    Sobre qué signifique, en qué nivel de lectura, etc., la verdad no creo que haya una respuesta definitiva e innegable, ni estoy seguro de si hace falta.

    Me quedo con esto: el cuento del pez banana me gustó más. El de «Hapworth» no es malo, por supuesto, pero siento que raya en lo grotesco (y no porque sea «imposible» el personaje ni su carta, solo es el efecto que me causó su lectura); de todas maneras es todo un hallazgo.

    Aquí tengo una pregunta, para Alberto y para el que quiera: en general, ¿qué opinan de los textos inéditos o no recopilados en libros de tal o cual autor? ¿Qué sienten al leer ese tipo de textos?

    Lo digo porque por un lado es algo fascinante, es la obra «oculta» o (a veces) injustamente olvidada de este autor o autora. Por otro lado, y más cuando son autores de poca obra publicada (éste Salinger y, claro, Rulfo, Pablo Palacio, Zora Neale Hurston, etc.) uno se pregunta si no habrán dejado tal o cual texto fuera de sus recopilaciones a propósito, porque no se sentían a gusto con el resultado, qué se yo.

    Responder
  • Qué tal Alberto.

    Opino que en lo personal me atrae la forma en que Salinger dice cosas, pero a diferencia de Soma, me refiero a lo que Salinger dice no con símbolos, sino con algo que podría intentar definir como «no palabras», Al hacer hablar a sus personajes uno llega a poner atención no tanto a lo que dicen, sino a por qué hablan tanto, o por qué tan poco, Seymour Glass no se chupa el dedo gordo del pie, Salinger debe haber escrito una historia tan a la manera de sus cuentos viviendo su vida así como debió hacerlo, como que hizo, a mi ver, que los personajes gesticularan por decirlo de una forma, como si tuvieran una especie de lenguaje corporal que me gustó, que me lleva o me dice algo significativo de ellos mismos, no de una sociedad ni de un tiempo determinado. Salinger juega como un actor a ser tan sí mismo pero en otros, en sus personajes, o quizá no, pues no llega uno a conocer a los demás, y menos a uno con quien no se ha tenido mayor contacto.

    Soma hace un interesante análisis, aunque no comparta del todo su opinión, la celebro. Yo no soy un académico, sólo opino desde mi limitada experiencia como lector en vías de desarrollo, las únicas herramientas de análisis que suelo practicar en ocasiones son las de Samperio en su libro de Después apareció una nave.
    Creo que algunos de los músicos y grandes ejecutantes componen usando el silencio, como parte de una singularidad medular, acomodándolo, conjugandolo con cada nota que le precede. Creo que Beethoven descubrió mejor que otros esto. En fin, uso esta opinión personal como analogía a lo que algunos escritores pueden lograr, me gusta la parsimonia, pero también la seducción de lo críptico, pesar que siempre hay secretos, huevos de pascua como los que los programadores dejan en sus códigos (no Davincianos) fuente, pensar que los escritores pueden ser conspiradores al servicio de esa otra realidad, gemela malformada, que se sienta atrás o delante de nosotros en el autobús y que no siempre vemos a los ojos, una realidad a lo mejor menos pretenciosa de lo que suponemos, pero emotiva, personal.
    Me gusta mucho el cuento de El hombre que ríe, me gustan párrafos de J.D. no por la estética o el mensaje, o el posible mensaje, sino por la forma en que los siento veraces, fruto de los misterios del proceso creativo en el arte, me gustan por ser tan grises como puedan ser todos los encuentros casuales del negro y el blanco, me gusta el humor de los grises que abundan en los nueve cuentos.

    Responder
  • Soma, regreso a esto después de un rato y creo que yo tampoco me entiendo bien. 😉

    Fernando, siempre que pienso en la pregunta que haces sobre los textos póstumos recuerdo un libro de Milan Kundera, Los testamentos traicionados, que critica duramente a quienes trafican con lo que un autor no iba a publicar. El texto reconoce que ese fue el caso de Kafka, por ejemplo…, pero también insiste en que su caso es rarísimo. Creo que estoy de acuerdo con él porque he visto más de un libro de textos recobrados que no valen mucho, y que se venden a causa de la celebridad de quien los escribió. Habrá que ver qué pasa (si algo pasa) con Salinger.

    Neftalí, a mí me gusta que esa visión de lo cotidiano no deja de ser arte: ese tipo de ficción es de los más difíciles.

    Saludos a todos.

    Responder
  • Mi intención no iba más allá de agradecer el enlace a “Hapworth 16, 1924?, sin entrar en mayores consideraciones, pero tras los comentarios que he leído no me permito limitar mi intervención.

    Si me permiten, el extra que aporta la entrada, pese a ser inverosímil, me ha encantado por las líneas que traza sobre Glass. Podemos advertir que realmente los personajes de Salinger están a su merced, son títeres de su pensamiento, impresiones, divagaciones, obsesiones, prejuicios y crítica. Podemos comprobar esto leyendo a un crío vomitando esas impresiones del cuento y comprobando que no son nada dispares con el resto de su escasa obra. Me encanta Salinger, pero temo que no hay resto de iceberg, que su visión era rígida y sus rechazos monotemáticos. Aun así, sólo es un temor que no empañará mi impresión de su obra publicada.

    Respecto a el posible simbolismo que hay en sus obras y las de otros autores, sinceramente creo que se levanta una neblina embriagadora que lleva a exagerar pequeños apoyos que un autor pueda utilizar para vertebrar su obra.

    Un saludo a todos, especialmente al autor del blog por esta entrada y el enorme regalo del extra.

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