Cuaderno

La fortuna del Quijote

El año pasado [2005] tuve el gusto de curar una exposición: «El Quijote, una aventura centenaria», para la Biblioteca de México. Se exhibieron ediciones antiguas de la novela (la más vieja data de 1723), así como ediciones raras e ilustradas y otros volúmenes curiosos.
      Lo que sigue, como una entrega especial de «El libro del mes», es el texto que escribí para el catálogo de la exposición, y que también se publicó en la revista
Biblioteca de México; sobre las fechas, todas tienen como referencia el año 2005, el del cuarto centenario del gran libro de Cervantes.

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En este año celebramos el cuarto centenario de la aparición de una novela tan familiar para nosotros que no necesitamos, para reconocerla, decir su título preciso ni siquiera enfatizarlo –en textos impresos como éste– mediante itálicas. Es “El Quijote”, sin más, y en esas dos palabras se funden no sólo dos libros –El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, publicado en 1605, y la Segunda parte del ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha, de 1615, que ahora leemos como una sola historia– sino, además, la figura del personaje central en ambos textos: el viejo hacendado Alonso Quijano, a quien “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro” y le dio por convertirse en caballero andante y salir a los caminos a combatir el mal y ayudar a quien lo necesitase. Solo primero, y luego acompañado de Sancho Panza, labrador “de poca sal en la mollera” en el papel de su escudero, Don Quijote tiene, en las páginas escritas por Miguel de Cervantes, numerosas aventuras, que siguen con nosotros por su belleza, su humor y su humanidad.
      Pero las más de las veces, aun si estamos interesados en la literatura y en la obra de Cervantes, no pensamos con detenimiento en el significado de estas pocas palabras. Muy pocos libros “siguen con nosotros” del mismo modo que el Quijote. Nada permanece, como sabemos, y aun las historias más famosas y los hechos más tremendos de la historia serán olvidados y desaparecerán. Pero lo más de cuanto se publica en cualquier momento dado de la historia se olvida de inmediato, se destruye y se pierde sin que pueda interesar a nadie más allá de unos pocos días o meses: pocos son los textos que son vueltos a leer luego de su primera aparición, y menos aún los que ganan la atención de siglos de lectores.
      Para comprender mejor este hecho, y por tanto la altura de lo que Cervantes logró en su obra cumbre, puede servir el examinar la fortuna del Quijote: la historia de cómo se publica y vuelve a publicarse, cómo sus personajes viajan por el mundo y por las lenguas, cómo llama la atención de toda clase de lectores.

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La primera edición de la primera parte del Quijote (a la que se llama editio princeps, o edición príncipe, en la jerga editorial) fue publicada en Madrid, en los primeros días de 1605, en la imprenta de la calle de Atocha, una de los cuatro establecimientos de ese tipo que la ciudad tenía por entonces.
      El encargado de hacer la edición fue Juan de la Cuesta, un impresor llegado de Segovia en 1599, quien trabajó sin duda a partir de un original armado de prisa, desigual y difícil de leer. Cervantes tardó varios años en escribir su libro, pero no debe olvidarse que lo escribió a mano, sin la ayuda de ninguna de las herramientas modernas a las que estamos habituados, y lo ensambló en su forma definitiva colocando en secuencia no sólo materiales escritos en diferentes momentos –y cambiando de parecer en más de una ocasión sobre dónde debían ir– sino textos que no habían sido concebidos originalmente para formar parte de una historia mayor (como la novela de El curioso impertinente, que se invoca desde la trama principal pero no tiene relación directa con ella). Semejantes trabajos exigen siempre la redacción de “parches”: pasajes de conexión que unan un fragmento con el siguiente de modo que su lectura sea fluida, y también enmiendas que resuelvan confusiones e incongruencias; además, una vez creados tales parches, era necesario que Cervantes mandara rehacer todo el manuscrito para dar al impresor (y a las varias autoridades encargadas de la censura) un original legible del mismo, hecho otra vez a mano pero por un copista profesional, experto en escribir letras de tamaño uniforme en renglones bien contados, que permitieran al impresor estimar la extensión del libro una vez impreso.
      El resultado de estos problemas es que la edición príncipe de la parte primera del Quijote –como ocurre, en menor medida, con la segunda– está llena de errores tipográficos, producto de la prisa de de la Cuesta; de las dificultades, bien documentadas luego de siglos de estudios, que el copista debe haber tenido para descifrar la letra de Cervantes (quien, como observa el cervantista Francisco Rico, “nunca marca la tilde del acento y a cada paso olvida el punto de la i”), y del hecho de que Cervantes todavía hizo correcciones de última hora sobre la transcripción del copista.
      Por lo demás, el volumen no podía ser de los más hermosos de su tiempo: el papel era de mala calidad, amarillento y basto, e impreso con tipos viejos y gastados. Y, finalmente, aparecidos los 1,500 ó 1,750 ejemplares del tiraje, algunos lectores de entonces deben haber advertido la falta de algunos de los materiales aledaños que debían contener las ediciones de entonces, como la autorización eclesiástica y la civil del Consejo Real: en las prisas, las páginas correspondientes se extraviaron o no se hicieron nunca, al igual que la dedicatoria escrita por Cervantes al duque de Béjar (el libro tiene una dedicatoria, pero está hecha con fragmentos de textos del escritor Fernando de Herrera, probablemente reunidos por de la Cuesta).
      En promedio, según se sabe, la calidad de los trabajos en las imprentas españolas era más bien baja en aquella época, y el tomo –664 páginas, hechas en 83 pliegos de papel– resulta más representativo que anómalo. Lo que no es en absoluto usual es la enorme popularidad que el Quijote se gana desde el comienzo. Sólo en 1605 se hicieron siete tirajes, y Cervantes llegó a ver 13 ediciones antes de su muerte en 1616, más traducciones al francés y al inglés. Ya en 1605 hay noticia de ejemplares traídos a América, y también recuentos, provenientes de uno y otro lado del Atlántico, de cómo Don Quijote y Sancho se volvieron no sólo conocidas figuras literarias sino personajes populares. Hay testimonios de fiestas de todo tipo en las que intervenían personas disfrazadas como ellos para alegrar a los asistentes con números cómicos o musicales; hay menciones del libro y de sus hechos en documentos provenientes de todos los ámbitos de la vida de su tiempo.
      En 1614, un escritor desconocido hasta hoy publica una falsa continuación del Quijote: la firma con el nombre “Alonso Fernández de Avellaneda”. Al saberlo, Cervantes acelera la preparación de su propia segunda parte, y a partir del capítulo L de la misma incluye numerosas burlas contra Avellaneda (quien, sin ser mal escritor, se muestra sumamente torpe y vulgar, incapaz de comprender a los personajes cervantinos). Pero no hace falta: el Quijote de Avellaneda tiene poquísimos lectores a pesar de que la práctica de continuar obras de otros era mucho más frecuente que hoy, y el nuevo libro de Cervantes lo supera y, literalmente, lo borra, hasta el punto de que no se reedita por más de un siglo y todavía hoy es considerado una mera curiosidad, el trabajo de un resentido muy inferior al verdadero creador de Don Quijote y Sancho. Éstos, junto con los centenares de personajes que comparten o participan en sus idas y venidas por España, han quedado consagrados como grandes invenciones, pero sobre todo como criaturas entrañables.

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A partir de este éxito, que no ha cesado todavía, proliferan las ediciones posteriores de ambas partes de la novela y también el crecimiento de los estudios cervantinos, así como de obras relacionadas con la de Cervantes de diversas formas.
      El segundo grupo es un conjunto amplio y curioso, que empieza a crecer casi desde la misma publicación del Quijote pero adquiere plena fuerza en el siglo XVIII, cien años después de la muerte de Cervantes. Lo impulsa, desde luego, el hecho de que la novela sigue siendo leída entonces –y es más popular incluso fuera de España que en su propio país–, y se pregunta por la naturaleza precisa del genio de Cervantes, cuyo mérito se consideró por mucho tiempo el de un buen parodista pero no más: poco a poco se comienza a ver que algo debe haber en las dos partes de su libro que provoca tal interés a tanto tiempo de su composición, cuando la “actualidad” de sus asuntos y sus referencias se ha perdido y los libros de caballería de los que se burla ya no son leídos por nadie.
      Además de que las técnicas literarias de Cervantes han influido sobre todos los novelistas venidos después de él, hasta el punto de que podemos considerar al Quijote la primera novela moderna, numerosos escritores usan a los personajes y las ideas de Cervantes del modo más diverso, desde la aparición de las dos partes de la novela El caballero puntual (1614 y 1619) de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, quien satiriza las ambiciones e ínfulas de la nobleza española con estrategias literarias que imitan (aunque no igualen) las del Quijote. Entre incontables ejemplos posteriores, están la novela Tartarín de Tarascón de Alphonse Daudet, en la que el protagonista es una extraña fusión de Don Quijote y Sancho; la Vida de Don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno, quien propone a los personajes como símbolos complejos del destino de España y los entrevera también con su propia vida; el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges, una reflexión afilada y traviesa sobre la lectura que parte de imaginar la empresa imposible de volver a escribir el Quijote tal cual…
      Al mismo tiempo, académicos y estudiosos ensayan análisis de lo más diverso a partir del Quijote (literarios, sociológicos, políticos…, por no hablar de los libros que pretenden demostrar uno de los varios “orígenes secretos” que se han querido dar a Cervantes, o que la obra es una alegoría política, religiosa o sobre el derecho laboral), y también procuran avanzar en dos tareas que se consideran imprescindibles. La primera es fijar el texto del Quijote, es decir, limpiarlo de erratas de tal modo que podamos leer la novela en una forma tan cercana como sea posible a la que Cervantes quiso darle originalmente. Desde luego, sabemos que esa forma no es la de la edición príncipe por la combinación ya descrita de apresuramientos y circunstancias desafortunadas; desde 1780, cuando apareció la primera edición corregida del Quijote con el aval de la Academia Española, se ha intentado repetidas veces, y con distintos criterios, encontrar todas las inadvertencias y equivocaciones y llevar al libro a esa forma ideal (que, por lo demás, no fue conocida por ninguno de sus lectores originales).
      La segunda tarea es glosar el Quijote: procurar que todos los términos empleados en el texto se entiendan cabalmente, por medio de ediciones anotadas. Éstas se proponen explicar los pasajes cuyo sentido pudo haber sido claro para los lectores del siglo XVII, pero que los de épocas posteriores podemos considerar difíciles o hasta impenetrables.
      Las vidas de muchas personas, cervantistas por igual reconocidos y olvidados, se han dedicado a ambas labores, y durante siglos sus esfuerzos se han visto, en letra pequeña, en las notas de pie de página de las numerosas ediciones críticas del Quijote, que se editan constantemente y proponen a los lectores numerosas informaciones históricas y literarias. No sólo es útil o instructiva la lectura de estas notas: además es, por sí misma, una experiencia fascinante, pues los cervantistas son en su mayoría gente apasionada por su tema y, por así decirlo, discuten entre ellos: desde los primeros, como el inglés John Bowle o el español Juan Antonio Pellicer, hasta algunos de los más influyentes todavía, como Francisco Rodríguez Marín (quien hizo cuatro ediciones anotadas, cada una más vasta y profunda que la anterior, y es considerado el último gran maestro de los cervantistas actuales), no se limitan a explicar el significado de las palabras y las implicaciones sutiles en los diálogos, por ejemplo, sino que comentan las diferentes teorías sobre cada interpretación, las elogian o –en su caso– las atacan, y a veces en términos sumamente exaltados o sarcásticos. Las bibliotecas del mundo, y en especial de los países de habla española, tienen muchas muestras de estos debates silenciosos, entre personas de diferentes épocas y lugares; sólo en nuestra propia época se ha acallado un tanto el fervor de las anotaciones y se prefieren textos más breves y lacónicos, que distraigan lo menos posible a los lectores. (De esta tendencia es ejemplo la más nueva edición crítica del Quijote, patrocinada por la Asociación de Academias de la Lengua Española para conmemorar el cuarto centenario).

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En cuanto a las ediciones y traducciones del propio Quijote, sólo podemos especular sobre su número: si bien hay versiones famosas por una u otra causa, que son recordadas y marcan etapas en la historia de las publicaciones del Quijote, la mayoría se hace sin otra intención que llevar el texto a sus lectores, no se distingue especialmente y no siempre puede ser recogida y catalogada: así de rápido se ha reproducido la novela durante los últimos cuatrocientos años.
      En 1609, mientras la primera parte de la novela no deja de leerse en España, se publica en Francia su primera versión (abreviada y bilingüe), titulada Homicidio de la infidelidad y defensa del honor y destinada a la enseñanza del castellano. En 1612 aparece la primera traducción completa de la primera parte, hecha por Thomas Shelton. Y luego, como se dice, el diluvio: la famosa colección Sedó, reunida por el empresario español Juan Sedó Peris-Mencheta, contenía en 1959 un total de 2,047 versiones del Quijote publicadas entre el siglo XVII y el XX, contando 843 ediciones en castellano y traducciones a otros 52 idiomas, desde alemán, francés o inglés hasta chino, tagalo, letón e incluso esperanto. (Diez años más tarde, la colección fue donada a la Biblioteca Nacional de España, donde creció hasta reunir 8,853 volúmenes y 138 cajas de documentos diversos, desde opúsculos hasta separatas de revistas.) Muchos de estos volúmenes ofrecen sorpresas: ediciones en castellano, por ejemplo, hechas en Alemania o Inglaterra; transcripciones en taquigrafía (?); estudios de lo más peregrino o agregados curiosos como mapas con la posible ruta de Don Quijote a lo largo de sus salidas…
      Una exposición imposible, utópica, de todos los Quijotes del mundo incluiría además el trabajo de ilustradores adeptos en todas las técnicas y todos los estilos, desde Gustave Doré (quien para muchos sigue siendo el que mejor supo representar los personajes y ambientes de la novela) hasta Salvador Dalí; ejemplares impresos con todas las técnicas y sobre todos los materiales conocidos, desde los Quijotes de de la Cuesta impresos con tipos móviles y distribuidos sin encuadernar, como conjuntos de pliegos, hasta las sólidas ediciones de bolsillo que se pueden encontrar en cualquier parte y en ocasiones viajan largos kilómetros por el mundo, o las impresiones de lujo, con todas las prendas del trabajo para bibliófilos (ejemplares numerados, primorosos grabados sobre el papel más fino, etcétera); Quijotes hechos para distribución masiva y también en ediciones diminutas, para regalar en ocasiones especiales; densas ediciones críticas (las del gran cervantista Diego Clemencín tienen notas para explicar sus notas) y refundiciones o resúmenes para niños; tomos del siglo XX que parecen del XVII, de tan gastados y amarillos, y al contrario, incunables que inspiran respeto pero se conservan de manera sorprendente…
      La medida de la trascendencia de Cervantes se encuentra, entre otros sitios, en la riqueza y variedad de estos materiales. En este tiempo de clásicos instantáneos (porque cualquier cosa se vuelve popular con un poco de publicidad) en los que todo, por otro lado, termina desechándose (porque una vez terminada la campaña de una cosa hay que empezar la de la siguiente, para que se venda), los libros-basura se acumulan por todas partes y languidecen por miles en librerías de viejo, se confunden con los desperdicios en los tiraderos, y sus títulos y autores no dicen nada ni siquiera a quien los consumió pocos meses antes. En cambio, como las obras de Shakespeare, como la Biblia, como muy pocos libros, el Quijote de Cervantes continúa ramificándose en el mundo y en la imaginación. Su fortuna es la de aquellas, sus muchas formas, que son inagotables e incesantes.

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