El cuento del mes

El centésimo nombre de Dios

Este cuento se publicó en el número 91 de la revista El Cuento, en 1984. El autor es Francisco Guzmán Burgos, de quien una publicación posterior en línea, ya desaparecida, decía lo siguiente:

Francisco Guzmán Burgos, escritor mexicano nacido en 1961. Colaborador de diversos diarios y revistas. Ha escrito varios libros entre los que se encuentran antologías y ensayos. En 1990 escribió «De la risa al llanto. Una senda inexplorada en la obra de Romero», gracias a la beca homenaje a José Rubén Romero, publicado por el Programa Cultural Tierra Adentro (libro 26). Actualmente es director de la revista trimestral “La Creación”. El cuento que publicamos con su graciosa autorización fue el ganador del tercer premio del concurso literario Efraín Huerta, de 1983, que patrocina el Ayuntamiento de Tampico, Tamaulipas.

Apenas he podido encontrar nada más acerca de Guzmán, quien al parecer tiene al menos un libro de cuentos más, pero pocas publicaciones (o ninguna) en lo que va del siglo XXI. De todas maneras, esta narración suya es un texto muy interesante: un relato fantástico que transcurre como en un sueño, sin atender siempre a motivaciones y justificaciones convencionales, y a la vez se parece mucho –por insistir en sus mismos temas obsesivos, y por sus intimaciones de delirio religioso— a las narraciones de los «locos visionarios» que han existido en todas las épocas. Véase, por ejemplo, como cada palíndromo (y aparecen muchos en el texto) se integra al argumento como una especie de aviso o profecía.
      En una tradición de la cábala se dice que quien busca a Dios corre el riesgo de encontrarlo y ser destruido en el acto, porque su naturaleza humana, imperfecta, no puede soportar la presencia de la divinidad. Algo parecido podría suceder aquí, como entre líneas.

EL CENTÉSIMO NOMBRE DE DIOS
Francisco Guzmán Burgos

Alguien me mandó un sobre tamaño carta que decía “Señor O. Nájera Rejano, calle de la Tortuga número 66”, y me sorprendí de que hubiese llegado a mis manos porque mi casa era la 99. Además invirtieron mis apellidos y me cambiaron la inicial del nombre. Lo abrí y adentro encontré una revista que se llamaba La sal y cuyo lema era “Tortuga significa yo habito el infierno”.
      La portada atrajo mi atención en el acto, pues se trataba de una serpiente que se mordía la cola y que en la piel llevaba, con letras rojas, una frase en inglés: Devil ere here lived. Yo no la pude traducir cabalmente y por eso, días más tarde, fui al Instituto de Investigaciones Filológicas a buscar a algún experto y hallé a una doctora en lenguas modernas que se llamaba Eve Adams.
      —Son unas palabras espeluznantes —me dijo—, como para colocarlas a la entrada de una mansión estilo gótico.
      —¿Por qué?
      —Porque ere es un arcaísmo —me respondió multiplicando las arrugas de su piel.
      Como no me traducía la oración tuve que preguntarle:
      —¿Qué quiere decir la frase completa?
      —El diablo vivió antes aquí –me contestó arqueando las cejas.
      Las primeras páginas de la revista hablaban de los palíndromos, y tan pronto me topé con esa palabra, me puse a buscarla en el diccionario y vi que se llaman así las expresiones que se pueden leer de izquierda a derecha y viceversa. Durante mi niñez, gocé horas eternas haciendo palíndromos sin imaginar siquiera que pudieran tener algún nombre. La publicación sólo contenía ese tipo de juegos. Efímera haré mi fe rezaba uno de tantos. La oración en inglés también era palindrómica.
      En una hoja centelleaban dos palíndromos enigmáticos, uno de ellos escrito en griego:

      De éste se aseguraba que su autor era Dios, y se ofrecía como traducción: “Lávate de tus pecados, no sólo la cara”. El otro palíndromo lo firmaba Satanás, y parecía un reto: Signa te, signa, temere me tangis et angis, es decir: “Persígnate, haz la señal, me tientas y atormentas en vano”.
      Algunos palíndromos llegaban a ocupar hojas enteras, e incluso los nombres de sus autores eran palindrómicos: Natán, Sarrás y otros.
      Lo que más me impresionó fue un texto largo como un cuento, hablaba de que todos tenemos un doble; para encontrarlo, decía, se debe caminar al revés. Al calce iba la firma: O. Nájera Rejano.
      Dominado por el terror, arrojé a la chimenea la revista; pero la extraje casi instantáneamente, quemándome los vellos de la mano. Luego de apagarla a pisotones, quedó a la vista una ilustración que representaba un ave fénix; al pie de ella, radiaba un palíndromo en letras doradas: “Otro ocaso sacó orto”. Más abajo venía el crédito: O. Nájera Rejano. Sólo entonces me di cuenta de que esa sigla y esos apellidos, al igual que A. Rejano Nájera, componen también una frase de doble lectura.
      Como estaba sudando, salí a caminar para tranquilizarme, y pese a mis ganas de olvidar todo, algo me impulsó a ir hacia el número 66 de la calle. Era una vieja casona. Sobre su puerta había un escudo con una breve leyenda: Devil lives, Evil Lived… Toqué el aldabón durante 15 ó 20 minutos y no hubo respuesta. Volví a mi casa, pensando en que Evil quizá estaba con mayúscula porque significaba “el Maligno”, en lugar de “el mal”. Además me acordé que ahí estuvo, en otro tiempo, una fábrica de esferas.
      En los días siguientes, además de hablar con la doctora Eve Adams para que me tradujera la frase de la portada, fui a la Biblioteca Nacional y casualmente di con un poema de O. Nájera Rejano, que publicó la revista Aérea:

SER ESO
Beso, lodo,
                  parto, rito,
                                      mito, timo,
tiro, trapo,
                  dolo, sebo,
                                      seres…

      Iba acompañado de una nota adjudicada a un tal Loya Gayol; revisando la publicación me di cuenta de que se trataba del boletín de la Facultad de Filosofía y Letras, a la cual fui tan pronto pude.
      No tuve problemas para hallar a Loya Gayol. Es un hombre entregado a la filosofía del lenguaje, su gesto y la manera en que se peina lo hacen parecer un Bertrand Russell, posee innumerables textos ejecutados por O. Nájera Rejano, a los que elogia como si fueran diamantes y de los cuales me proporcionó algunos.
      —A mí me gusta llamar a Nájera Rejano simplemente O., porque esa letra es redonda como los palíndromos. O. es una especie de profeta, es el Mahoma de los palindromistas; a través de su boca, Alá nos comunica la perfección. Sé que tiene suficiente dinero como para dedicarse exclusivamente a hacer juegos de palabras. Yo dono oro, oro o no doy. Ahí no muestra la vanidad sino su devoción por lo perfecto. Alguien me comentó que le encanta gozar la redondez del mundo; se la ha de pasar viajando. Debe ser incalculablemente lúcido y soberbiamente viejo. He llegado a creer que sus maravillas lingüísticas las realiza por computadora.
      —¿Entonces, usted no conoce a nadie que pueda ayudarme a encontrarlo? —le pregunté. Nájera Rejano se me estaba volviendo una obsesión.
      —Si alguien pudiera tener una pista de cómo hallarlo, ya la sabría yo. Lo he buscado por años, sin éxito. Sólo hay noticias vagas que pasan de boca en libro o viceversa. A la mejor O. Nájera Rejano es sólo la firma que un grupo de palindromistas usa para sus trabajos.
      —Loya Gayol es palíndromo y usted existe.
      —Pero Loya Gayol es incapaz de realizar algo como Adán, Eva y árbol obra Yavé, ¡nada!
      —Sí… —suspiré derrotado—. Y tal vez sea sólo el deseo de verlo trabajando en sus grandiosidades lo que me impulsa a encontrarlo.
      Hicimos una larga pausa cavilante. Yo prendí un cigarro; él, un puro.
      —Roma ni se conoce sin oro, ni se conoce sin amor —dijo por fin—. Es una buena máxima palindrómica. Para saber el nombre sustancial de Roma hay que dar algo. ¡Arriésguese!
      —¿Cómo?
      —¿Por qué no mediante el azar? Déjelo a los dados, mande un telegrama a la primera dirección que se le ocurra, marque en un teléfono el número indicado en un billete de lotería, o…
      —¡Gracias! –le dije interrumpiéndolo y salí de su oficina.
      Al correr los meses abandoné la clase de Literatura en el Colegio de Ciencias y Humanidades Sur; algunos jóvenes me llamaron pidiendo que por favor asistiera, ya que, de otra forma, iban a tener dificultades con la aparición de sus calificaciones. Hubiera sido muy fácil solicitar a la Escuela un maestro suplente y sin embargo prometí obsequiarles un nueve o un diez, creyendo quitármelos de encima. Yo ansiaba continuar explorando los alcances de la palindromía; los alumnos empezaron a acusarme, con un lenguaje entre líneas, de corrupto. Pretexté necesitar un regaderazo y quien hablaba insinuó que yo era un burócrata y que debía aprovechar el agua para lavar mis culpas; le dije centenares de maldiciones y le colgué.
      Una noche de insomnio quise poner en práctica la sugerencia de Loya Gayol. Iba a utilizar mi teléfono, pero preferí llamar de la calle, así el experimento sería más azaroso; llegando a las esquinas de las avenidas Capricornio y Dragón, extraje mi cartera y de ella una tarjeta en la que escribí el primer número que se me vino a la cabeza: doce millones 345 mil 669. Lo multipliqué por 54 y obtuve 666 millones 666, y me puse a marcar dicho número; sonaba ocupado, colgué y me dirigí al teléfono de la siguiente esquina, pero como no lograba entablar comunicación fui a los del resto de la manzana; al llegar a aquél en donde había empezado, decidí recorrer los cuatro aparatos telefónicos en sentido inverso. En una de tantas vueltas, un policía que se hallaba apostado en el banco Aboumrad, me dijo:
      —Ya van tres veces que pasa frente al banco, a la próxima lo detengo por sospechoso.
      Volví a mi casa, reprimiendo el ansia de partir en dos a aquel hombre. Revisé los palíndromos que me dio Loya Gayol. El que encabezaba la lista era Sé ver ese revés, y el último El alba, háblale. La coma no podía ser una errata, aquel mensaje estaba destinado para mí, porque justo entonces comenzó a clarear. Salí apresuradamente hacia el teléfono, una llovizna imperceptible iba llenando como de vaho mi cabello, el timbre sonó espaciadamente, aguardé cosa de un minuto, y ya colgaba, cuando una voz femenina dijo:
      –Bueno.
      Mi reloj tenía nueve minutos para las seis de la mañana, el alba despuntaba, intenté imaginar las justas reclamaciones que aquella mujer me lanzaría por llamar a esa hora, pidiendo hablar con alguien desconocido hasta para mí.
      —¿Se encuentra el señor O. Nájera Rejano?
      —¿Es usted A. Rejano Nájera? —su voz estaba impregnada de sensuales matices.
      —Sí.
      —Sabíamos que llamarías.
      Me agradó el tuteo, quise saber su nombre, pero terció una voz masculina, superponiéndose a la de ella, como si hablara por una extensión.
      —No ha llegado el momento de encontrarnos —el tono del tipo fue macabro—. Cuando usted dé con un palíndromo tridimensional, una luz se encenderá en el 66 de la calle Tortuga.
      Una mano morena cortó la llamada, puse la bocina en su lugar y me dejé conducir hacia una patrulla. En la delegación de policía, argüí tener que hablar con un pariente enfermo; mis bigotones interrogadores exigieron el número y les di el de un sobrino lejano. Discaron y como éste llevaba 15 días en Europa porque lo habían becado, según les informó creo que la esposa, me despojaron del reloj y 600 pesos.
      Mi celda era muy lúgubre, por lo que casi de inmediato me acosté en el camastro que ahí había. Me dio gusto estar solo y envuelto en la penumbra; a través de la pequeña y alta ventana no se alcanzaba a ver sino el cielo completamente nublado; repasé lo ocurrido mirando a la pared. Nada me hubiera costado exigir mi derecho a telefonear a un abogado o a un amigo; pero me perturbaron tanto los palíndromos y la serie de azares ocurrido, que me estuve quieto como un muerto, tratando de organizar mis pensamientos.
      Oí que unos pasos se acercaban, se detuvieron frente a mi celda.
      —Éste es —dijo una silueta a la otra.
      —Gracias —respondió la mujer.
      Quién había hablado inicialmente se fue.
      —A., ¿quieres acercarte? —me preguntó y entonces reconocí el timbre de la voz.
      Me aproximé a las rejas y nos besamos y estuvimos acariciándonos. Yo me sentía bogando en un sueño; sólo ahí ama y odia uno a gente que nunca ha conocido.
      —¿Por qué puedo abrazarte? —le dije.
      —Porque tú eres la mitad de O. Ustedes son los elegidos, el principio y el fin de Dios, el alfa y el omega, tú y él lo van a matar.
      Iba a pedirle más explicaciones, pero sus labios encarcelaron los míos a besos.
      —Toma —dijo repentinamente entregándome un libro—. Si logras pronto el palíndromo de tres dimensiones, O. arreglará tu salida.
      —¿Saldré hoy?
      —Quizás, en tus manos está realizar el cuerpo palindrómico, o no —musitó zafándose de mí—. Yo ya cumplí con mi parte.
      —¿Cómo te llamas? —alcancé a preguntarle.
      —Ana —susurró sin detenerse.
      Me puse a ver el libro, forzando la vista. Como un paleógrafo, observaba los signos que me salían a cada página. En una de ellas, las letras, además de poderse leer de izquierda a derecha y al contrario, eran legibles de arriba hacia abajo y en sentido opuesto. Como un relámpago fulguró en mi mente el recuerdo de la palabra “abracadabra”. Aquello era un palíndromo abracadábrico, bidimensional.

A
A L A
A L E L A
A L A
A

      “A Alá alela…” repite infinitamente desde cualquier esquina, terminando siempre en el centro. Había también espirales, uno de los más sencillos era el siguiente:

      Tuve la sensación de que el libro me veía. Debieron haberse enrojecido mis ojos porque sólo gracias a los escasos rayos de luz azul que entraban por la ventana, podía yo penetrar en los textos.
      Me taladraron las venas de la cabeza, yo creo que por el cansancio, y probablemente también debido al aire encerrado. Quise llorar. ¿Quién me había destinado a luchar contra Dios?
      —¡Yo no he hecho nada malo! —pensé en voz alta, dejando caer el libro y tendiéndome en el camastro.
      —Eso lo vamos a ver, maldito —dijo alguien desde afuera—. Estamos averiguando si te han fichado; donde tengas antecedentes penales te carga el demonio.
      Yo ni siquiera volteé a mirarlo; me fui quedando dormido. Cuando abrí los ojos tenía hambre y me puse a vaciar los trastos que me llevaron. Después, una voluntad extraña se fue infiltrando en los músculos y en la sangre. Mi cerebro maquinaba cómo transformar aquellas figuras en cuerpos geométricos. Al anochecer, el cuadrado que se refería a Alá estaba convertido en algo similar a un brillante. A pesar del resultado, no me satisfizo que el punto de partida hubiera sido elaborado por manos ajenas.
      Durante el resto de la noche, centenares de palabras, como nubes de insectos iban y venían dentro de mi cabeza; a veces me animaba a trazar sobre mi agenda algunas aproximaciones palindrómicas. Horas después tuve una estructura totalmente elaborada por mí, y la dibujé en las hojas de guarda que el libro cargaba.

      De haber unido todas las vocales exceptuando la i, mediante líneas, hubiese tenido algo semejante a una piedra preciosa. A Eva aviva, ave; a Eva aviva, ave; a… dice partiendo desde cualquier extremo. Me pregunté si Eva o su pecado iban a surgir de algún modo y me vino a la mente, no supe entonces por qué, el ave fénix casi hecha cenizas que traía La sal.
      Había concluido mi tarea y los ojos me punzaban. Pronto arribaron las tinieblas y caí en un nuevo sopor, del que me despertó un carcelero. Eran aproximadamente las seis de la mañana. Salí de ahí, no sin antes recibir mis pertenencias y algunas excusas.
      Regresé por avenida Cruz del Sur y cuando estuve en las calles de la Tortuga, fui derecho hasta el número 66. Una luz brillaba en la enorme casona, dando cierta transparencia al polvo de las ventanas. Apenas hube rozado la puerta, ésta rechinó quedando abierta; entré y subí una crujiente escalera en forma de caracol. Al llegar al final tuve frente a mí una gigantesca esfera transparente, llena de andamios; por ella caminaba gente pálida dedicada a colocar letras de madera aquí y allá, como si se preparara un anuncio luminoso. Si alguien insertaba una eme en determinado punto, insertaba una nueva eme en otro, de tal manera que las palabras que integraban todo ese aparato, parecían captadas por invisibles espejos.
      De una puerta salió un hombre cuyo cabello era lacio. Su rostro anguloso, la rapidez con que se desplazaba y el brillo siniestro de sus pupilas me hicieron estremecer. Era idéntico a mí.
      —Tardaste —dijo—, pero llegas a tiempo para ayudarnos a conformar el palíndromo esférico y el humano.
      Ana surgió de entre la sombra y me condujo al interior de la esfera; la mayoría trabajaba en los andamios lejanos al centro; ella me explicó que teníamos que palindromizar el último nombre de Dios; sólo pude ayudarles después de ver el esquema que exponía fragmentariamente la composición de la esfera.
      Durante siglos habían buscado el centésimo nombre de Dios, los inicios de la esfera se remontaban a la Edad Media, al año nueve, del siglo IX después de Cristo; Natán aportó la palindromización tridimensional del primer nombre; la esfera fue desarmada y reconstruida en diversos sitios del mundo, según sus necesidades; al obtener los 99 nombres palindrómicos de Dios, lo dominaríamos. Todo eso me lo dijo Ana mientras acomodábamos algunas letras; por momentos se acercaba tanto a mí que a pesar de la escasa luz, yo podía ver mi reflejo en su ojo. Cuando Luzbel peleó contra Elohim, el primero fue vencido y castigado por “soberbio”, por querer ser un dios; Adán y Eva se convirtieron en nada debido a que comieron del árbol de la ciencia, del bien y del mal, pretendían hacerse todopoderosos; con la torre de Babel se quiso subir al cielo, ocupar el pedestal divino.
      Al contarme que la historia no era sino la lucha de dios contra los hombres, Ana elevaba la voz y el lugar se cubría de resonancias. Dios iba a ser derrotado esta vez, se contaba para ello con la esfera: el ojo del hombre. Las letras, negras, constituían la pupila; las de alrededor, cafés, el iris; y las restantes, blancas, el limbo. Cada nuevo nombre que se llegaba a saber de Jehová, era palindromizado: así YHVH vino a ser HVH. El centésimo nombre de Dios estaba compuesto por los otros 99, cada uno de los cuales correspondía a un atributo del creador. Cuando concluimos el palíndromo, salimos de la esfera.
      Mi doble me llevó hasta una pared en la que había una estrella con un nombre inscrito que se hallaba en la cabeza.
      —Anota un número de dos cifras en la pared —dijo O. extendiéndome un gis; puse 85—. Réstale su inverso —al quitarle su inverso quedaron 27—. Al resultado súmale su inverso —27 y 72 me dieron 99—. No importa el número que pienses, sólo hay dos resultados: 99 y cero.
      Pensé en que ese número de cabeza era el 66 y en seguida me vino a la memoria el pasaje del Apocalipsis en que Jesús revela la cifra de la bestia.
      —Nos hemos encontrado antes, casi estoy seguro —le dijo.
      —He andado cerca de ti siempre. Pronto seremos uno solo. Ha habido 99 dobles que se han reunido en torno al ojo del hombre. Tú y yo articularemos, simplemente con nuestra presencia, el último nombre del Señor, sígueme.
      Permanecí quieto, pero Ana me tomó del brazo. Caminamos. Ella sonreía jugosamente y la blancura de su piel resaltaba al contrastar con sus ropas oscuras. El eco de nuestros pasos me hacía sentir en una basílica.
      O. Nájera Rejano, Ana, los demás y yo, nos congregamos a los pies de la esfera. Se pusieron a cantar un himno en latín; yo trataba de seguir la letra. Cuando todas nuestras voces se fundieron, hubo una gran explosión afuera, la habitación se iluminaba y oscurecía en un abrir y cerrar de ojos. De repente, escuché una vibración que me hizo doblar y una música estentórea, como de trompetas, invadió mis oídos. Luego, pude ver, a través del ojo de palabras, mi cuerpo caído y muerto y también el de O. Nájera Rejano; su espíritu se integró al mío. Yo entré primero al ojo porque soy el alfa; él es el omega; la esfera nos une. Dios se desintegró; ahora, somos dios, controlamos todos los puntos del universo. La omnipotencia, la omnipresencia, la sabiduría y 96 atributos más, están contenidos en la esfera que somos. Poseemos el destino de todos y cada uno de los seres. Yo soy el alfa, Yo soy el omega. Yo soy.

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