Sin clasificar

El bibliotecario

Un facsímil de la edición de John Bowle, 1781

Este artículo es el sexto de una serie de textos cervantinos –alrededor del autor y de su obra– que aparecieron durante 2005 en el desaparecido suplemento Arena.

Como toda especialidad, el mundo de los estudios literarios puede ser (si así se quiere verlo) un ámbito de apariencia misteriosa, de prácticas secretas y términos empleados con naturalidad pero que nadie, salvo unos pocos iniciados, entiende. Por ejemplo, las ediciones anotadas de tal o cual clásico –arropadas con profundos ensayos, acompañadas de bibliografía, con sus numerosas y abstrusas llamadas aclaratorias colgando del texto en página tras página– llegan a parecer de lo más tremebundo, de lo más ajeno a las costumbres de los lectores de a pie, y sin embargo tienen el propósito inicial de hacerle más llevadera, más rica, la experiencia de acercarse al libro.
      Tal vez sirva considerar de otra forma el sentido de semejantes aparatos. Por ejemplo, en ediciones del Quijote, que por lo demás pertenecen a una de las historias editoriales más revueltas y confusas. La edición príncipe (o las varias ediciones, incluyendo las reimpresiones piratas y las autorizadas por Cervantes y su impresor, hechas para combatir a las piratas; todas fueron hechas a lo largo de 1605) tienen miles de errores, inadvertencias, oscuridades, omisiones y agregados que vuelven el cotejo una pesadilla y el “establecimiento” del texto –de lo que Cervantes realmente escribió o quiso escribir– una tarea casi imposible, a la que numerosos expertos han dedicado sus vidas durante siglos.
      El trabajo de estos expertos ha sido en busca de una “verdad”: la del texto de Cervantes, pero no ha partido de acuerdos amistosos. Desde las primeras ediciones “académicas”, como la de la Real Academia Española de 1780 o la inglesa de John Bowle –la primera que puede considerarse “crítica” en el sentido moderno del término– de 1781, y hasta bien entrado el siglo XX, el tono habitual de las discusiones fue más bien ríspido: de edición a edición, saltando por las notas al pie, como en una novela paralela a la de Cervantes y hecha para abarcar menos escenarios pero mucho más tiempo, los cervantistas dedicaron tanto espacio a comentar y explicar sus hallazgos como a descalificar los de sus predecesores. La situación, desde luego, sólo se agravó cuando la lengua de Cervantes comenzó a volverse “antigua”, a perder la relación directa que había tenido con sus primeros lectores: los conflictos –civilizados y por escrito, pero al fin conflictos– sobre el sentido de palabras y frases concretas se agregaron a los ya existentes, y así, por ejemplo, la naturaleza de los “duelos y quebrantos” que Cervantes da a Alonso Quijano en el primer capítulo de la primera parte, y luego no vuelven a aparecer, ha sido por sí sola origen de tantos textos como los que tratan el carácter de los duques sin nombre, el asunto de la pérdida y recuperación “milagrosa” del asno de Sancho y otros muchos asuntos en apariencia más difíciles.
      (Por cierto, ahora se acepta generalmente que “duelos y quebrantos” eran simplemente huevos con tocino, llamados así porque eran un plato pobre y, desde el punto de vista de los judíos recién conversos al cristianismo, un quebrantamiento de las normas mosaicas; hay una historia sumamente interesante sobre esto que los interesados pueden hallar hasta en la red, buscando informaciones sobre el poeta Antón de Montoro, más conocido como “el Ropero”.)
      En estas discusiones se ha quedado atrás la figura de uno de los primeros cervantistas: el español Juan Antonio Pellicer y Saforcada (1738-1806), bibliotecario real y miembro de la Real Academia de Historia, autor de un Ensayo de una bibliotheca de traductores españoles (1778) y de muchas otras obras eruditas. Su Quijote, publicado en 1797 por Gabriel de Sancha con ilustraciones de Agustín Navarro, Pierre Duflos y Moreno Tejada, contiene numerosos materiales de apoyo que reconocen claramente la distancia cada vez mayor entre el tiempo de Cervantes, el vocabulario y el entorno inmediato de Cervantes, y los de sus lectores, y provee notas profusas, pero muy claras y amenas, acerca de todo lo que, según pensaba, podría causar confusión o dudas en las postrimerías del siglo XVIII.
      Pero los críticos posteriores, aunque reconocen sus logros y su esfuerzo, impugnan constantemente sus informaciones, y no siempre de manera injustificada; en especial, Francisco Rodríguez Marín, el cervantista más empeñoso y aguerrido del siglo XX, destaca por su desdén contra él (Pellicer es siempre “el bibliotecario”: supongo que Rodríguez Marín desconfiaba de semejante especialista en otras disciplinas metido a glosar a Cervantes), y actualmente sus conclusiones sobre muchos asuntos son tenidas por “superadas”, producto de información errónea o parcial.
      Por otro lado, quien se asome a los textos de Pellicer, si bien no conseguirá estar al día en cuanto a las interpretaciones del Quijote, se encontrará con esta sorpresa: una lectura que todavía es deliciosa. Los “datos”, si no siempre correctos desde el punto de vista de los estudios actuales, están expuestos con un estilo elegante y accesible al mismo tiempo, y dan para una lectura gozosa por sí misma, no subordinada al texto que se propone comentar. Además, muchas de las informaciones históricas no tienen comparación en ninguna otra edición de Cervantes, porque Pellicer estaba mucho más cerca de los hechos que cuenta y también porque la suya es una confluencia feliz de las que la academia actual ya no tolera tan fácilmente: el historiador ingresado al cervantismo (en cierto modo el primer cervantista de la lengua española, porque la disciplina no existía como la entendemos ahora) es un auténtico “multidisciplinario”, que reúne sus intereses sin atender a las etiquetas y los compartimientos que constriñen, para bien o mal, a tantos otros.
      Lo que sigue es una de las notas de la edición de Pellicer; es una de esas inconsecuencias lejanas y a la vez entretenidas.

* * *

El licenciado Torralba
Juan Antonio Pellicer y Saforcada

NOTA: En la segunda parte del Quijote (II, XLI), mientras están, con los ojos vendados, sobre Clavileño, el supuesto caballo mágico que habrá de llevarlos a pelear contra un gigante, Sancho Panza y Don Quijote conversan, y cuando el primero afirma que va a quitarse la venda, su amo se lo prohíbe con una referencia curiosa:

(…) acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos, y los abrió y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerno de la luna, que la pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra, por no desvanecerse.

      No es necesaria más información para entender que la historia, verdadera o no, debía ser una leyenda popular en tiempos de Cervantes, como las historias que contamos ahora sobre ovnis y fantasmas. Sin embargo, en la edición anotada del Quijote de Juan Antonio Pellicer, el historiador y bibliotecario de la corte española investigó la cuestión y dejó, en su nota para el pasaje correspondiente, el texto que sigue, sumamente erudito pero también, por inconsecuente y bien escrito, delicioso. –A. C.

Del proceso del licenciado Torralba, que tan sabido sería en tiempo de Cervantes, apenas hay ya noticia; y al fin de que llegue a la de los que leyeren esta nota se renovará aquí.
      El doctor Eugenio de Torralba, médico de profesión, salió de su patria, que es un pueblo del obispado de Cuenca, a los quince años de su edad. Fuese a Italia, y residió en Roma diez años, estudiando medicina con maestro Cipión, y con Juan de Maquera, que le imbuyeron al mismo tiempo en algunos errores. Restituido a España, vivió algún tiempo en la corte del Rey Católico, y del Esperador Carlos V. Fue dado al vano estudio de la quiromancia, y fue hombre de una curiosidad excesiva, preciándose de gran estadista, y de adivino de futuros sucesos políticos y de guerras. Siendo ya de edad avanzada fue preso el año de 1528, por mandato de cierto Tribunal. Confesó lo sobredicho, y también que un amigo suyo en Roma por los de 1508, le hizo traspaso, por decirlo así, de un espíritu familiar que él tenía, llamado Cequiel, para que lo acompañase y le revelase las cosas venideras; y asimismo que apareciéndose en Roma un fantasma en casa de una mujer española, llamada la Rosales, le reveló que era un difunto, que había sido muerto en ella a puñaladas, y que había en ella un tesoro escondido, pero que le guardaban dos espíritus encantados por moros, y que para sacarle era preciso valerse de otro espíritu más poderoso que los ahuyentase.
      Esto prueba no sólo la descompuesta y vehemente imaginación del doctor Torralba, sino la necesidad que había de un Don Quijote, para desterrar las extravagancias de los encantos moriscos y caballerescos.
      Ítem. Confesó que hablando en Madrid con el cardenal Cisneros y el gran-capitán les dijo, mucho antes de llegase el correo, la pérdida y derrota de Don García de Toledo y de su ejército en los Gelves. Acusole un testigo de que traía la figura del familiar en la piedra de un anillo, y otro de que había dicho que iba y venía a Roma en una noche, caballero en una caña. Como éste es el suceso fabuloso referido por Cervantes, se pondrá aquí su declaración, aunque algo compendiada, que dice así:

“Preguntado si dicho espíritu Cequiel le había transportado corporalmente en alguna parte, y de la manera que lleva, dijo que estando en Valladolid el mes de mayo próximo pasado (del año de 1527) habiéndole visto y dicho el dicho Cequiel de cómo aquella hora era entrada Roma y saqueada, se lo dijo, y él se lo dijo a algunas personas, y lo supo el Emperador; pero él mismo no lo creyó; y la noche siguiente, viendo que no quería creer nada, le persuadió que fuese con él, y que él lo llevaría a Roma, y lo volvería la misma noche. Y así fue, paseándose hasta fuera de la villa de Valladolid, y estando fuera, le dijo el dicho espíritu: no haber paura; fiate da me; que yo te prometo que no tendrás ningún desplacer: per tanto piglia aquesto in mano: y a él le pareció que cuando lo tomó en la mano, era un leño nudoso; y díjole el espíritu: cierra ochi. Y cuando los abrió, estaba le pareció ser tan cerca de la mar, que con la mano la podría tomar, y después le pareció cuando abrió los ojos ver una grande oscuridad a manera de nube, y después un resplandor, donde hubo un gran miedo y temor, y el dicho espíritu le dijo: noli timere, bestia fiera, y así lo hizo él: y cuando se acordó, por espacio de media hora se halló en Roma en el suelo. Y le demandó el espíritu: dove pensate che state adeso? Y él le dijo que estaba en la Torre de Nona, y allí oyó que dio el reloj del castillo de Sant Angel las cinco horas de la noche; y así se fueron los dos paseando y hablando hasta la torre Sant Ginian, donde vivía el obispo Copis, tudesco (o alemán) y vio saquear muchas casas, y vio y sintió todo lo que en Roma pasaba, y de allí se tornó de la manera que dicho tiene, por espacio de hora y media hasta Valladolid, que le tornó a su posada, que es cerca del monasterio de San Benito, etc.”

De aquí se colige que Cervantes en la relación de este cuento (el cual por ironía llama verdadero) siguió la fama que corría de él en el vulgo, y que no vio el proceso, de donde resulta que este licenciado embaidor no volvió de Roma a Madrid, sino a Valladolid, de donde había salido; que no tardó en el viaje doce horas, como dice Cervantes, y que cuando abrió los ojos no se vio cerca del cuerpo de la luna, sino tan cerca de la mar, que la podía tomar con la mano.
      Una copia del proceso de este reo, sentenciado por iluso y por imbuido en algunos errores el 6 de mayo de 1531, se conserva en la Real Biblioteca: est. X, cod. 87.
      Confirma también los embelecamientos del reo Torralba Luis Pinedo, diciendo que estando aquí en Madrid en casa del licenciado Vargas, a petición de un galán que deseaba ver a Satanás, le hizo salir de entre unas hierbas, y que luego desapareció (BR: est. T, cod. 18) y si el susodicho galán y el licenciado Vargas creyeron esta aparición, no estaban más en su acuerdo que el Licenciado Torralba.

4 comentarios. Dejar nuevo

  • ¡Ciberfraude!¡Ciberfraude!¡Ciberfraude!

    ¡Ven a ver como la lista patito de los 75 blogs mas populares de México esta manipulada para hacer popular a su creador!

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  • Ya fui a ver el texto, Galaad, y no sé qué pensar. ¿Importa tanto determinar quiénes son verdaderas blogstars y quiénes no? En realidad la gente (las muchas esferas distintas e inconexas que podríamos llamar «la gente») es la que sabe qué le gusta visitar o dónde le gusta dejar comentarios… Desde ya me quito de la discusión, por supuesto.

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  • Interesante artículo. Mi edición del Quijote tiene citas más bien sencillas, que aclaran dudas de lenguaje, sobre todo. Alberto, ¿en Gente del mundo trataste de parodiar el uso de las citas en los textos académicos?

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  • Hola, Manuel. Sí, justamente en Gente del mundo juego un poco con eso (y con el hecho de que algunas de esas ediciones, hay que decirlo, hablan mucho para no decir nada)… Un saludo.

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