El cuento del mes

¿Dónde está mi cabeza?

Esta bitácora publica un cuento al mes, pero en esta ocasión publicará dos. El motivo es este hallazgo, que me recomendó Alberto Buzali: un cuento fantástico de Benito Pérez Galdós (1843-1920). Es probablemente un capricho de su autor, cuyo prestigio entero se basa en sus novelas realistas y a quien muchos lectores posteriores han mirado con cierta desconfianza; de todas formas, el texto tiene más de un punto de contacto con «La nariz» de Nikolai Gogol, una de las narraciones clásicas de lo fantástico del siglo XIX.
      «¿Dónde está mi cabeza?» se publicó en el diario El Imparcial de Madrid, España, en 1892.

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Benito Pérez Galdós. Retrato por Joaquín Sorolla

¿DÓNDE ESTÁ MI CABEZA?
Benito Pérez Galdós

– I –

Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme; no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento… Por fin, más pudo la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno… la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí… metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo… recorrí el circuito de piel de afilado borde… Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.

– II –

Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido.
      En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada… no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama… y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.
      No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad.
      Pero no había más remedio: llamé… Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos miramos un rato en silencio.
      -Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no tengo cabeza.
      El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación.
      Cuando se apartó de mi, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:
      -Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca… No se os ocurre nada.
      A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía.

– III –

La mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí.
      -¡Ah! -pensé- de fijo que mi cabeza está en mi despacho… ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!… ¡qué cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada… ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente; pero ello debió de ser mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron sobremanera…
      Y enlazando estas impresiones, vine a recordar claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy apretado, y al fin, con ligerísimo escozor en el cuello… me la quité, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y me acosté tan fresco.

– IV –

Este recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines…, pero la cabeza no la vi.
      Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada… ¡Tampoco allí!
      Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama, sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social; ni aun podría tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni representación literaria…! ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para siempre.

– V –

La desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber a la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren.
      La resolución de verle me alentó: vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando al embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.
      Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi estatura, y en una de éstas, redobláronse de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme… Al fin me vi… ¡Horripilante figura! Era yo como una ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces en Museos anatómicos.
      Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí.
      Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que debí causarle.
      -Ya ves, querido Augusto -le dije, dejándome caer en un sillón-, ya ves lo que me pasa…
      -Sí, sí -replicó frotándose las manos y mirándome atentamente-: ya veo, ya… No es cosa de cuidado.
      -¡Que no es cosa de cuidado!
      -Quiero decir… Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este…
      -¡El viento frío es la causa de…!
      -¿Por qué no?
      -El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han sustraído por un procedimiento latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana.
      Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.
      -No es tan grave el caso como parece -me dijo- y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es el problema.
      Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal camino fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluyó prohibiéndome en absoluto la continuación de mis trabajos sobre la Aritmética filosófico-social, y al fin, como quien no dice nada, dejóse caer con una indicación, en la que al punto reconocí la claridad de su talento.
      ¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis conexiones mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién trataba con intimidad más o menos constante y pegajosa? ¿No era público y notorio que mis visitas a la Marquesa viuda de X… traspasaban, por su frecuencia y duración, los límites a que debe circunscribirse la cortesía? ¿No podría suceder que en una de aquellas visitas me hubiera dejado la cabeza, o me la hubieran secuestrado y escondido, como en rehenes que garantizara la próxima vuelta?
      Diome tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo Doctor mi agradecimiento, y abrazándole, salí presuroso. Ya no tenía sosiego hasta no personarme en casa de la Marquesa, a quien tenía por autora de la más pesada broma que mujer alguna pudo inventar.

– VI –

La esperanza me alentaba. Corrí por las calles, hasta que el cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no.
      Diome por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería elegante vi…
      Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguileña… era, en fin, mi cabeza, mi propia y auténtica cabeza… ¡Ah! cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco me priva del conocimiento… Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la perfección del peinado, pues yo apenas tenía cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una espléndida peluca.
      Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo explicar el pasmoso parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con estas palabras: «Hágame usted el favor de decirme si es esa mi cabeza.»
      Ocurrióme que debía entrar en la tienda, inquirir, proponer, y por último, comprar la cabeza a cualquier precio… Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré… Dado el primer paso, detúveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su bonita mano, en la cual tenía un peine.

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26 comentarios. Dejar nuevo

  • […] This post was mentioned on Twitter by Alberto Chimal. Alberto Chimal said: Nuevo en Las Historias: "¿Dónde está mi cabeza?", un cuento fantástico (rarísimo) de Benito Pérez Galdós. http://bit.ly/bCgESz […]

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  • […] Lee el relato en el blog de Alerto Chimal. Sin comentarios » ¿Es un contenido inadecuado? […]

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  • ¡Qué cuento tan mas extraño! Sin embargo me encanta la manera en como lo expresa… Me gustó,es tan inverosímil que seduce al leerse.. asi es la fantasía.

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  • Así lo creo también, Carolina. 🙂 Muchas gracias, saludos y suerte.

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  • Información Bitacoras.com…

    Valora en Bitacoras.com: Esta bitácora publica un cuento al mes, pero en esta ocasión publicará dos. El motivo es este hallazgo, que me recomendó Alberto Buzali: un cuento fantástico de Benito Pérez Galdós (1843-1920). Es probablemente un capricho de…..

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  • Este tio era genial.Maravillosa manera de describir su fobia a las peluquerias,a las tijeras y su miedo al daño físico…yo no la encuentro extraña,de hecho me imaginaba un final cercano.Muy divertida
    of toppic,creo que fumaba o al menos era partidarío.Paz

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  • Me recordó un simpático mediometraje de Alejandro Jodorowsky (no recuerdo el nombre)que muestra un complicado trueque de cabezas.

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  • A mí se me ocurre que quizás para Galdós fue una buena manera de evadirse un poco del gran mundo novelístico en el que vivía, o de contarnos las implicaciones de ser el creador de ese mundo. El cuento se me aparece como una digresión, inexorablemente ligada a su mundo literario. Baste recordar que «el Doctor Miquis» aparece continuamente en muchas de sus novelas. Está bien locochón!

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  • De alguna manera su ligereza lo vuelve más simpático, ¿no, Ana?

    ¡Tienes razón, Lucía! Tengo el DVD de esa película en algún lado pero ahorita no lo encontraré; internet me dice que se llama La Cravate

    Creo que es así, Ximena (y claro, el doctor Miquis)… Saludos y gracias.

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  • más que extraño, me parece kafkiano. Es bueno, también me gustó

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  • Fantastico. Seguro supo que todos alguna vez hemos perdido la cabeza y la hemos encontrado en el lugar menos pensado.
    GRacias por compartirlo. chau.

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  • Kafkiano también, es cierto, Raúl…

    No hay de qué, Víctor.

    Saludos a todos…

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  • Una hermosa mujer le hizo perder la cabeza… comienzo a creer que era un cursi irredento este Benito…

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  • Sueñatinta
    26/07/2010 4:57 pm

    Seguro la causante fue Marianela. JAJAJA.
    Saludos maestro

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  • Mariana, creo que Sueñatinta podría tener razón… 😉
    Saludos.

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  • alguien me podría decir que da a entender el desenlace,cuando la mujer,con un peine en la mano,le invita a sentarse en una silla?Teniendo en cuenta el comportamiento y la actitud de los diferentes personaje. creéis realmente había perdido la cabeza? creéis que le sucedió en realidad?por favor me surge la respuesta gracias a todos

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  • Yo, por lo menos, preferiría pensar que sí sucede… Saludos, Mayka.

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  • Nalleli Sierra Solis
    15/11/2012 1:54 am

    Justo lo que necesitaba. Nutrición cerebral :). Alucinante este señor. Gracias por compartirlo.

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  • Luis Espino
    27/07/2014 11:05 pm

    Me he adentrado hace poco a la literatura de este gran narrador. No sabía que también había escrito cuento y eso me alegra. ¡Excelente cuento! Es muy agradable ver en ejecución el estilo de la prosa galdosiana con el carácter totalmente ficcional que provee el cuento como género, en especial este, que, como ya comentaron, a pesar de carecer de verosilimitud desde un principio se disfruta de lo bien escrito que está. Por un momento pensé que no era el fin definitivo del cuento, tomando en cuenta que se publicó en un periódico y solía continuarse en el del siguiente día, así como lo hizo con sus novelas por entrega. ¿O hay más capítulos?

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  • alberto de la peña
    23/08/2014 12:18 pm

    No hemos perdido todos alguna vez la cabeza. Quizá fuera al escribir la tesis que tenia que leer sobre la cuadradura del circulo imposible, místico- sociológico-cientifico, o quizá fuera esa mujer que luego ve de peluquera, o las dos cosas mezcladas o simplemente una broma ,porque no todo va ser real, aunque si verdadero, el caso es que es muy divertido y os recomiendo otros cuentos suyos ,son muy buenos y cachondos ej.(la novela en el tranvía). Me gustaría saber si conoció los escritos de Gogol por que tienen puntos en común.
    Para mi Galdós en lo que se,(no mucho) me parece el padre del surrealismo moderno.

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  • Alguien me hace un resumen ? Saludos.

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  • Resumen? espera creo que van ha hacer la película ,y mensajes publicitarios por wasap para los autistas de adopción.

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  • Rafael Xelhuantzi Avila
    01/08/2019 7:12 pm

    No deja de ser interesante lo que ustedes plantean, me parecería que el Dr Miquis (personaje parecido al Dr. Centeno en Marianela, a su amigo personal , el Dr Tolosa o al personaje de Doña perfecta, que en una película mexicana interpreta el actor Julio Villarreal) da la solución: el viento frio ¡El personaje estaba despeinado notablemente!, bueno, es una disparatada teoría, pero me divertí elaborándola.

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  • alberto de la peña garoz
    20/08/2019 4:04 am

    Estoy pensando que el viento frío del este pudiera ser alguna conjura política contra el, que muchos sabían pero él no quería darse darse cuenta (tenia muchos enemigos y por eso no le propusieron para el Nobel propusieron a Echegaray) y lo que plantea de la peluquería, la cabeza nueva y bien peinada, pudiera ser un cambio de actitud social y política, donde no se reconoce, por eso duda si es él o no. A lo mejor simplemente le esta advirtiendo el doctor de un marido despechado. Cada vez me parece mas brillante este hombre, es el Dostoievski de nuestra lengua. A ver si encuentro la pelicula para ver que dice.

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