¿Quiénes somos, Ayotzinapa?

Este artículo, acerca de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa en 2014, se publicó en aquel año en la revista Lima Gris.

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En México parecemos víctimas de la antigua maldición: nadie puede decir que no vivamos tiempos interesantes. Pero no es que muchos mexicanos podamos o queramos considerar de forma distanciada, desapasionada, lo interesante de nuestro presente. Éste es un tiempo de rabia y de enojo: de indignación que ha hecho eco en todo el mundo.

 

Ayotzi, aguanta:
el pueblo se levanta.

 

El 26 de septiembre de 2014 tuvo lugar la “desaparición” forzada de 43 estudiantes de una escuela en el pueblo de Ayotzinapa, Guerrero: de las regiones más pobres y desatendidas de un país con 50% de su población en condiciones de pobreza. Los estudiantes, todos de alrededor de 20 años, aspirantes a ser maestros rurales, eran parte de un contingente que había ido a la cercana ciudad de Iguala a hacer labores de activismo y colecta de dinero: el único modo que tienen muchas escuelas como la de ellos de obtener recursos y, de hecho, de hacerse visibles, ignoradas como son por el Estado.

A las autoridades de Iguala se les hizo fácil mandar a la policía a atacarlos a balazos. También se les hizo fácil, una vez dispersado el contingente, entregar a los 43 que habían capturado a una banda local de narcotraficantes. Es posible que sicarios de esa banda los hayan matado a todos para luego destrozar y quemar sus cuerpos, para intentar destruirlos por completo: se han identificado restos de uno de ellos, Alexander Mora Venancio.

Antes de que se diera esta confirmación, por parte de peritos argentinos que examinaban las evidencias recogidas (aunque no está claro dónde fueron halladas: una de muchas lagunas en el caso, que amplifican la incertidumbre sobre el destino de los muchachos), las autoridades federales ya habían anunciado las muertes; ya se habían encontrado fosas clandestinas con decenas de otros cadáveres…, desaparecidos en otros hechos de violencia, todavía no identificados en su gran mayoría; ya el presidente Enrique Peña Nieto había declarado, con una insensibilidad o una torpeza inmensa, que México debía meramente “superar” el dolor causado por la masacre de Iguala.

 

Porque vivos se los llevaron,
vivos los queremos.

 

A la vez, documentos cuya existencia reveló la periodista Carmen Aristegui poco después de la masacre han destapado un escandaloso tráfico de influencias y enriquecimiento inexplicable que involucra a Peña Nieto, a su esposa Angélica Rivera, a la poderosa empresa Televisa –que hizo famosa a Rivera como actriz de telenovelas, y a la que muchos atribuyen la “creación” de Peña Nieto como figura mediática, para hacerlo ganar las elecciones que lo hicieron presidente– y a empresarios previamente beneficiados con contratos millonarios de obra pública. En otros países, la sola sospecha de los negocios ilícitos que aquí se adivinan ya le habría costado al presidente no sólo el cargo sino un juicio penal; en México el poder ha cerrado filas a su alrededor y lo ha protegido con acciones y “argumentos” obscenos por ridículos.

La confluencia del horror de lo sucedido entre los más pobres y el enojo por lo que los más ricos se permiten ha causado una enorme conmoción. Ambos, juntos, han forzado a muchos mexicanos a reconocer una realidad presente desde hace décadas de injusticias silenciadas y agudizada por el deterioro social que hemos padecido en lo que va del siglo XXI. “Lo normal” en mi país es un ambiente vergonzoso de corrupción y violencia. Autoridades y cuerpos de seguridad que no sólo están coludidos con el crimen organizado sino que son parte de él, como resultaron serlo el alcalde de Iguala y su esposa, proveniente de una familia de narcos; un gobierno federal con más interés en cuidar su imagen en el exterior que en el bienestar de sus ciudadanos y que ha intentado cooptar o acallar, sin éxito, la protesta social; medios masivos de comunicación con intereses y componendas que se hacen evidentes en coberturas sesgadas y grandes esfuerzos por satanizar cualquier disenso; legislaturas que bloquean cualquier esfuerzo de esclarecimiento de los crímenes y en las que todos los partidos, incluyendo los de la presunta “oposición”, hacen el juego al presidente o, cuando mucho, buscan su propio beneficio al criticarlo pero han dado la espalda a quienes debían representar.

Nada es nuevo. Iguala y Ayotzinapa, de manera que quizá nadie hubiera podido prever, lo han vuelto visible, intolerable, como nunca antes.

Y mientras tanto los crímenes no han cesado; cada noticia de una muerte espantosa –esté relacionada o no con los hechos de Guerrero– se agrega a una masa informe de informaciones angustiosas; el resto de los muchachos no aparece; miles salen a marchar o se quejan en las ciudades y las redes.

Siempre que marchamos
la gente nos pregunta:
¿Quiénes son ustedes?
Y les contestamos:
Estudiantes, sí, señor,
de lo bueno lo mejor.

 

Parece que la protesta, emprendida sobre todo por una nueva generación de jóvenes, se propone mantener su búsqueda de justicia para los muchachos de Ayotzinapa y sus familias y no permitir que el hecho se olvide rápidamente. También parece estar ampliando sus miras y abrazar una segunda causa, más amplia, que ya es imprescindible: exigir la limpieza a fondo el sistema político mexicano, incluyendo la renuncia de funcionarios incompetentes y el castigo de corruptos y criminales. Pero no se sabe aún si esto podrá ocurrir. Como otros momentos críticos del pasado reciente, éste ha mostrado la solidaridad de buena parte de la población mexicana pero también sus divisiones, y no está claro si habrá la cantidad suficiente de personas indignadas y dispuestas a continuar la presión. Muchas, sobre todo en las clases medias y altas, tienen miedo: interpretan lo que ocurre en las calles del país como la acción de “rijosos”, “revoltosos”, “izquierdistas” y otros calificativos que muchas veces llegan hasta los insultos racistas y clasistas.

Tampoco está claro, tristemente, si el sistema político mexicano puede realmente reformarse y repararse. Muchas personas en la calle –me ha tocado escuchar a más de una, como le puede suceder casi a cualquiera que se refiera a estos asuntos en México– sostienen que no: que la política nacional está podrida sin remedio y que nuestros gobernantes jamás serían tan tontos como para actuar en su propio perjuicio (y en esto hay, al menos por unos instantes, una escalofriante cercanía de quien habla con la visión corrompida del mundo de esos políticos). Que la única alternativa es un levantamiento armado, dicen.

Esta sentencia proviene de rabia y frustración acumuladas durante décadas y su ánimo puede ser nihilista, reducido a imaginar la venganza, o bien épico, que es el de muchos de los más jóvenes: de aquellos para los que la acción colectiva puede llenar el vacío de una existencia sin oportunidades, sin relieve, sin sentido. Por supuesto, uno de los muchos males causados por nuestro régimen político es justamente que una generación entera, o más, parece condenada a carecer de trabajo, de oportunidades, de cualquiera de los beneficios que llamamos “futuro”.

(Román Luján, poeta y amigo, resumió el ánimo épico en este párrafo encendido: “Las llamas sobre el campesino inmolado. Las llamas sobre Alexander Mora Venancio. Las llamas de la revolución que nos aguarda.”)

 

Yo soy ¿quién? El normalista.
Que sí, que no, el normalista.
Yo soy ¿quién? El asalariado.
Que sí, que no, el asalariado.
Yo soy ¿quién? El desempleado.
Que sí, que no, el desempleado.
Yo soy ¿quién? El de Ayotzinapa.
Que sí, que no, el de Ayotzinapa.

 

Curiosamente, en las emociones bajo la protesta también está en muchos casos una convicción ética. Los desencuentros sobre estos temas continuamente pasan por juicios –acertados o no, tolerantes o no– sobre la catadura moral del adversario. “Todos somos Ayotzinapa”, dice una consigna repetida millones de veces en las últimas semanas, pero ésta es también una consigna desmenuzada y debatida interminablemente. Hay quienes se desligan voluntariamente de ella por creerla estrecha o por creerse (o por creer a otros) indignos de ser incluidos en su afirmación absoluta. Hay una pregunta oculta en esto: ¿Quiénes somos?

Y en la pregunta hay (tal vez) el cambio o el rechazo de una idea antigua de nuestra relación con el poder.

El sentido de palabra patria está en su origen: en latín es el adjetivo de lo que se refiere al padre o a los antepasados. La terra patria era el lugar del que se provenía o por el que se sentían los más grandes afectos, con el que se tenían las más grandes obligaciones. Actualmente se discute su pertinencia y se propone el uso de otras palabras (como matria, por ejemplo), pero el México actual proviene de siglos de historia en los que el concepto convencional de patria se fomentó como una descripción válida de la naturaleza del poder, de la máxima autoridad. El paternalismo de nuestros regímenes se ha mencionado, y atacado, con gran frecuencia.

¿Qué clase de padre sería el Estado mexicano actual, que ha sido llamado una cleptocracia: un gobierno de ladrones, fincado en la corrupción y no en la legalidad?

Sería, claro, un padre golpeador, un bully: abusivo, violento, díscolo, caprichoso; un padre tiránico y hasta un poco perturbado, siempre imponiendo obligaciones imposibles de cumplir y aspiraciones a las que él mismo, invariablemente, cerraría la puerta. Haría desear a sus hijos todo lo que deliberada, sistemáticamente, no les daría nunca. Los culparía de todo daño que les infligiera. Los trataría con distingos, los postergaría invariablemente en favor de sus amistades y protegidos, jugaría a los favoritos y a la división. Los haría creer que el único modo de existir es volverse como él y perpetuar la desigualdad y la injusticia.

Tal vez, sólo tal vez, nos estamos dando cuenta, y comenzamos a entender que no merecemos un “padre” así ni esa forma para la historia de nuestras vidas.

 

Copyright © Alberto Chimal, México, 2014