La literatura de imaginación

La “literatura fantástica” tiene una historia larga. En la Grecia antigua, Platón usó la palabra fantasmata, precursora de fantasía, para hablar de obras que le parecían reprobables por no reproducir directa y fielmente “lo real”. En los siglos XVIII y XIX, escritores diversos –de Ludwig Tieck o Johann Wolfgang Goethe hasta Edgar Allan Poe o Mary Shelley– dieron vuelta a la idea de Platón y consideraron positivo escribir a propósito de sucesos, personajes y lugares que no creían posibles. Ellos inventaron la “fantasía” como una práctica literaria constante de la cultura occidental.

Y en el siglo pasado, en América Latina existió –como en otros lugares, pero más y mejor que en varios de ellos– una idea amplia y variada de lo que se podía hacer con la imaginación fantástica. Miles de escritoras y escritores de nuestra región se dedicaron a inventar situaciones extrañas, personajes imposibles y mundos que limitaban con el nuestro pero eran otra cosa. Los más famosos fueron, probablemente, argentinos, desde Jorge Luis Borges hasta Angélica Gorodischer, pero los hubo en Cuba, Uruguay, Panamá, Guatemala, Perú, Colombia –un tal García Márquez, por ejemplo–… y por supuesto en México. En “la gran novela mexicana” del siglo XX, Pedro Páramo de Rulfo, hablan los muertos, lo que no es habitual. Desde figurones como Octavio Paz hasta autoras de culto como Gabriela Rábago, cientos siguieron su ruta…

Pero en los últimos 50 años, desde el primer gran éxito de la novela El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien, las palabras “literatura fantástica” han sido secuestradas por los grandes consorcios editoriales, y reducidas: ahora nombran un “género” estrecho, la descripción “estándar” de miles de obras más o menos homogéneas, escritas casi siempre en inglés y luego importadas aquí. Para muchos lectores, lo “fantástico” ya no se entiende como tal si no trae dragones, magos con gorros o varas, castillos medievales y otros accesorios semejantes, y no merece consideración si está escrito por alguien entre nosotros. Y es una pena, porque aquellos autores del siglo XX, como muchos de hoy, deseaban usar la imaginación fantástica para reflexionar sobre la realidad de muchas formas diferentes y no para contar siempre, más o menos, la misma historia, con la misma ideología y la misma visión de las cosas.

Por esta razón, muchos narradores interesados en estos asuntos están hoy (estamos) buscando otros nombres para esas historias. En el propio mundo de habla inglesa se habla de weird fiction, por ejemplo, y aquí de literatura de imaginación. Esencialmente es lo mismo: se trata de expresar ciertas experiencias humanas, sobre todo de nuestro interior –anhelos y temores, sueños y pesadillas– mediante imágenes en las que no creemos, para preguntarnos cómo definimos lo que es cierto, quién nos enseña a hacerlo, de qué otra forma imaginar no sólo un mundo ficcional, sino la vida cotidiana. Cómo cambiar lo que algunos creen, porque les conviene, nuestro “destino fatal”, nuestra “condena” a los males que ya sabemos.

[Esta nota apareció en 2016 en la revista Magis.]