LA CONSTELACIÓN AMPARO

Este ensayo fue escrito para la edición conmemorativa del libro Árboles petrificados, de la gran narradora mexicana Amparo Dávila, publicada en 2016 por Nitro Press.

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Cuando un autor previamente ignorado, o menospreciado, ingresa en el canon literario de su país, se suele atribuir la canonización al (re)descubrimiento de su poder estético: de una altura artística que previamente se había negado, pero que en realidad es incontestable. En el caso de Amparo Dávila, esta apreciación es la pura verdad: es una de las grandes narradoras mexicanas del último siglo, la decana de nuestra imaginación fantástica y una gran observadora de aspectos muy peculiares de la vida humana, y en especial de la vida de las mujeres. Su obra, aunque desde hace tiempo ha venido acumulando igual imitaciones que homenajes, se parece muy poco a lo que se escribía y se elogiaba entre nosotros mientras ella creaba en relativa oscuridad sus textos mayores: los cuentos reunidos en los volúmenes Tiempo destrozado, Música concreta y Árboles petrificados. Esta singularidad es parte importante de su valor.

Sin embargo, algo que ocurre también cuando una obra es rescatada o revalorada es una especie de proceso de “normalización”. Una serie de lecturas críticas acompaña a los textos en los años de su ingreso en el canon –y de reediciones, difusión, etcétera– como para recibirlos en ese terreno al que antes se les había negado el acceso, pero muchas de estas lecturas pretenden en buena medida negar la singularidad de la obra: declarar que no es tan distinta, que sí se parece al resto del canon, que en realidad no es anómala, contestataria ni excéntrica. Así ha sucedido en el pasado y así parece estar ocurriendo con la obra de Amparo Dávila. Algunos intentan reducirla a “literatura de mujeres” (con todas las implicaciones sexistas que la denominación tiene en un país como México); otros, aún más insistentes, parten de negar que sus narraciones tengan ningún componente misterioso, inquietante –no lo llamemos “fantástico” si la palabra no nos gusta–, y afirmar en cambio que son relatos sobre asuntos reales y perfectamente comprensibles, sólo que expresados de forma simbólica o metafórica. No es que ocurra en los textos lo que los textos cuentan que ocurre, dicen; en realidad está contando sucesos cotidianos, “reales”, sólo que de forma un poco más intrincada. Dávila no peca de exceso de imaginación ni de falta de seriedad. Si quitamos todo lo que sobra –su estilo, la extrañeza de su visión, la claridad de sus argumentos–, se puede ver de lo más claramente.

Semejantes lecturas son, en el fondo, de lo más ingenuo. Dicen que en los textos de Amparo Dávila no “pasa” lo que se nos dice que “pasa” como si en un texto costumbrista “pasara” realmente algo: como si los mundos narrados de la literatura “normal” no fueran intangibles, meros efectos de sentido en la conciencia de sus lectores, del mismo modo que los mundos de las narraciones de lo sobrenatural, lo extraño, lo incierto, lo indecible (no digamos, repito, lo fantástico).

Y, desde luego, eso es absurdo. Quienes intentan leer así a Dávila cometen el error de confundir la representación con lo representado y de subordinar todas las posibilidades de lectura e interpretación de los textos –de contacto con la conciencia lectora, de eco en sus experiencias vitales– a lo más superficial y literal. Este es un mal hábito de nuestra cultura autoritaria, que en el fondo nunca ha encontrado “utilidad” a la literatura y la concibe como un objeto de consumo o un pasatiempo para las élites. Y bastantes males nos vienen de esas lecturas crédulas, achicadas, más allá de la literatura, en nuestra relación con los medios, el poder y la mera vida en sociedad.

La obra de Amparo Dávila no merece leerse como una versión rebuscada de la de autores más calmosos o menos imaginativos. Leerla así es perderse de lo más importante: su singularidad parte justamente de sus choques con lo considerado “razonable”, “previsible”, “posible”.

Más que intentar arrinconar a Amparo Dávila con autoras o autores que tienen, en realidad, muy poco que decirle, se puede intentar el ejercicio que Jorge Luis Borges realizó con la obra de Franz Kafka: encontrar sus precursores, o al menos sus lecturas afines y complementarias, leyendo a otros en función de ella y no al revés: reinterpretando la tradición, como es siempre el privilegio de los lectores vivos, a partir de lo que los textos de Dávila nos muestran de la condición y las experiencias (tanto exteriores como subjetivas) de los seres humanos.

Se podría empezar con Julio Cortázar, con quien Dávila tuvo amistad, y que procuró también mostrar el oscurecimiento: el momento de la vida en el que las palabras pierden su poder de nombrar los acontecimientos y dan paso al misterio, que se contempla en silencio y con inquietud, desasosiego, terror. Pero luego se podría seguir hacia Raymond Roussel y sus atisbos de la locura, traspasados de signos y de juegos; hacia Lautréamont, que escribió del dolor y la rabia humanos disfrazándolos de literatura; hacia Jean-Paul Sarte, que escribió del encierro en un espacio ínfimo, rutinario, que era el Infierno; hacia Margaery Kempe, autora de la primera autobiografía del idioma inglés, humilde y modesta en la descripción de sus visiones místicas; hacia Flannery O’Connor y sus personajes inocentes, capaces de infinito sufrimiento; hacia la mismísima Sor Juana Inés de la Cruz, que también escribió de la conciencia en busca de lo trascendente y tuvo que lidiar con una sociedad que negaba a las mujeres hasta la conciencia misma…

Es posible que Dávila no haya leído a todos estos autores, y no importa: nosotros, quienes la acompañamos y ahora la reconocemos, podemos adentrarnos en ellos, o revisitarlos, de una forma distinta tras haber leído “El huésped”, “La quinta de las celosías” o “Tiempo destrozado”. Amparo Dávila tiene la estatura y el poder para cambiar nuestra percepción: nuestra imagen de la tradición que la recibe. La constelación Amparo Dávila: la que la tiene en su centro, permite replantear nuestra relación con la lectura a partir de su lectura, de los descubrimientos que sólo ella puede ofrecernos.

 

Copyright © Alberto Chimal, México, 2016