HOTELES DE HORACIO KUSTOS

Este texto, publicado inicialmente en 2008 en la revista Quinta Real, es parte de un proyecto mayor en la obra de Alberto Chimal: las aventuras de Horacio Kustos, el último gran explorador del mundo, capaz de encontrar maravillas incluso en una época donde todo está cartografiado y estudiado y hecho a un lado con aburrimiento. Fue recogido en el libro El último explorador (FCE, 2012).

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En Reykjavík hay un grupo de estudio especializado en la obra del misterioso Juan Cruz de la Piedra, al que sus miembros llaman (en español) El Arquitecto del Misterio. Son taumaturgos, zahoríes, arúspices, y también hay uno o dos pasantes de arquitectura, provenientes de la Universidad. Su lugar de reuniones es un salón clandestino en la calle Safamýri, presidido por un busto de bronce que o bien es de Gunnar Gunnarsson o bien de Loftur el Hechicero (no se ponen de acuerdo), pero que en cualquier caso tiene, dicen, la capacidad de hablar siete veces al año, para anunciar desastres o prodigios.
Horacio Kustos, el conocido explorador, los visitó el verano pasado y les contó de sus diversas aventuras con “don Cruz”, como Kustos lo llama. También les ofreció una conferencia, ilustrada con diapositivas, sobre varios de los hoteles diseñados por don Cruz, y que se cuentan entre los más extraños del mundo:

1. La Posada del Agua está en pleno Océano Índico, sobre el Trópico de Capricornio, a unos veinte kilómetros del pueblito costero de Ianantsony en Madagascar. Es un hermoso pastiche art deco, de cuatro pisos y un total de veintisiete habitaciones, pero nada de esto se nota a primera vista: el edificio se construyó bajo el agua y permanece sumergido a una profundidad de doce o trece metros. Además, la Posada se oculta de este otro modo: para conseguir habitación se debe salir en lancha a mar abierto y localizar la recepción, que es en realidad un par de viejos barcos pesqueros anclados justo encima del edificio y mal atados el uno al otro.
Hechos los trámites, cada huésped debe sumergirse por su cuenta y sin equipo alguno en busca de la compuerta de acceso al hotel propiamente dicho, y la gerencia no se hace responsable de nada
—Pero ya una vez adentro, cuando se ha evitado a los tiburones y se ha podido efectivamente entrar, ¡ah, qué maravilla! Se descubre que todos los movimientos son más fáciles, que ya no hace falta aguantar la respiración, que de hecho uno está respirando la saludable agua del mar. Dentro del hotel los hombres se convierten en tritones y las mujeres en sirenas…
—No es cierto —replica un pasante islandés, obtuso.
—Bueno, no, no exactamente —dice Kustos—. Los llamo así por comodidad. Los hombres se vuelven una cosa alargada con tentáculos y las mujeres son como medusas, transparentes, así, diáfanas…
Seducida por las comodidades de la Posada –los sabrosos alimentos, el sueño y el amor sin camas en un entorno ingrávido, las percepciones distintas, la música de instrumentos que sólo sirven bajo el agua–, una porción notable de los huéspedes decide no regresar a la superficie y en cambio ir más abajo aún.
—Pero yo no —dice Kustos—. Imagínense; si no, no estaría ahora aquí con ustedes.

2. El Hotel Platonique, sito en el centro de Atenas, es como tantos prismas de concreto y cristal que llenan las ciudades de ahora, pero a la vez es más –más prisma, se entiende– que todos ellos. Mientras proyecta sus diapositivas, Kustos recuerda el gran esfuerzo que tuvo que hacer para hallar el Hotel, cuya forma es tan pura y sin rasgos distintivos que no se queda en la memoria y siempre amenaza con desvanecerse entre los otros edificios que lo rodean. También recuerda los pasillos, que son prismas horizontales; la cama de su cuarto, un prisma amplio y achaparrado, y los prismas casi cúbicos que hacían las veces de sillas. Todo era de un material ni caliente ni frío, ni duro ni suave, sin brillos metálicos ni opacidad pétrea ni variabilidad orgánica. La luz salía de prismas un poco más brillantes. En el baño había varios prismas huecos de los que toda materia impura resbalaba deprisa, a perderse en el olvido.
En todo caso, la suya era una habitación de tipo económico: —Lo que hubiera dado —dice Kustos, ahora— por ver las habitaciones de lujo, que son las que propiamente le dan nombre al hotel. Las más baratas de esas son las de los tetraedros, es decir, aquellas en las que todo lo hacen con tetraedros, pero ni para una así me alcanzaba el dinero.
—¿Cómo es posible dormir sobre un tetraedro? —pregunta alguien.
—En dado caso, sobre un cubo…
—Sí, porque en un octaedro…
—¡O un icosaedro!
Siguiendo las jerarquías de las antiguas doctrinas, la Suite Presidencial del Platonique está dedicada al dodecaedro, el poliedro regular asociado con la Quinta Esencia; pero el precio es tan elevado que nadie ha podido entrar todavía ni a pasar una sola noche.

3. Cuando llega el momento de hablar del Hotel Niente, Horacio Kustos recuerda haberse reído del dueño del mismo:
—Por supuesto que diré todo —le dijo—. ¿Quién me lo va a impedir? ¿Usted?
Pero, al proyectar sus diapositivas del hotel, descubre que todas están en blanco: no se ve nada en ellas, y todavía peor: el blanco no es sólo color, sino un vacío profundo, vastísimo, que captura la mirada y parece deseoso de retenerla siempre, de absorberla y de absorber los pensamientos y las percepciones, las palabras, el cuerpo mismo de quien observa… Igual que sucedía con la fachada del hotel…
—Vamos al siguiente —dice Kustos, y aprieta repetidas veces el botón de cambio de su proyector.
—Esto no pasaría si aprendiera a usar PowerPoint —resopla el otro pasante de arquitectura.

4. El Fear Hotel se encuentra en el interior de lo que parece un enorme estudio abandonado en Los Ángeles: aislado de la luz exterior a todas horas, en el centro de una planicie salpicada de árboles falsos y lápidas de cartón piedra, visto desde el norte se parece al Motel Bates, aquel de la película de Hitchcock, pero desde el sur se asemeja al Castillo de Drácula y desde otros ángulos a otros famosos escenarios de filmes de espanto.
—Muy hábil don Cruz para eso de las fachadas.
—Y supongo —dice un zahorí— que estará atendido por personas disfrazadas de monstruo.
—De hecho son monstruos —dice Kustos—. El hombre lobo, el de la laguna, el serial killer, el zombi… Están hechos de cartón, de varilla, de madera, de plastilina, pero se mueven y trabajan bastante bien. Y lo mismo: si uno los ve desde este lado, son una cosa, pero si se les ve desde este otro…
Además de los servicios habituales, el Fear Hotel funciona como una “casa de los sustos” durante todo el día, lo deseen o no los clientes: Los gritos no dejan de escucharse a ninguna hora, lo que habla de la tenacidad de sus empleados.
—¿Y para qué? —pregunta el zahorí.
—Se supone que antes el hotel estaba en no recuerdo dónde me dijeron…, antes de que se inventara el cine. Tenía otro aspecto y lo atendían otros empleados. Don Cruz se encargó de rediseñarlo y parece que pronto hará también la nueva versión— dice (ahora) Kustos.
—Es un templo del miedo —dijo (cuando habló con Kustos) el gerente del hotel.
—Siempre existirá una casa para que el terror viva en ella y se nutra de la pavura de las almas dispuestas —dijo (hace miles de años) un ser vestido de ropas negras como la noche, alto como el cielo (pero ni Kustos ni los islandeses saben nada de esto).

5. El Hotel Janusjanus en Szolnok, Hungría, se llama así porque está construido de acuerdo con el principio mágico de la “múltiple repetición”. Sólo tiene una habitación, sumamente costosa pues mide cerca de trescientos metros cuadrados, está amueblada con el mismo lujo apabullante de los mejores hoteles de Hong Kong o Dubai y tiene encima una aguja de iridio y molibdeno de medio kilómetro de alto, “para convocar a las Potencias”; pero quien se hospede en ella –sin que haga falta más que una sencilla invocación a los Poderes Tremebundos– será atendido por una tropa, eficiente y obsequiosa, de duplicados de sí mismo.
—Cuando fui, me recibió un botones llamado Horacio, que me ayudó a acomodarme mientras Horacio el camarero me servía una bebida y Horacio el mesero me tomaba la orden para llevarla a Horacio el cocinero…
—Ya entendimos —se queja un taumaturgo—. Cada uno viene de un universo distinto, de otro orden de realidad…
—La recamarera también se llamaba Horacio, aunque era mujer y no de malos bigotes —lo interrumpe Kustos—. Ella venía de un mundo más cercano al promedio, es decir, en el que Horacio es nombre de mujer.
La última noche de su viaje, Kustos pudo bajar al restaurante y ser atendido por una decena de Horacios Kustos ocupados en satisfacer todos sus caprichos, y luego pasar al bar a escuchar al grupo –buenísimo– de Horacio al piano, Horacio en la guitarra y Horacio en el saxofón tenor, todos acompañando a Horacio, una cantante todavía más hermosa que la recamarera.
—“Bu-bu, pi-du”, cantaba.
—Momento —dice el taumaturgo—. ¿Hace un momento dijo que la chica llamada Horacio, o sea, la otra…, era de un mundo “más cercano al promedio”?
—¡Sí! —responde Kustos— A mí también me sorprendió mucho. Ella me estuvo contando, de hecho… Nuestro mundo usa nombres de manera muy inusual. Por ejemplo, no sé… ¿Cómo se llama usted? —el taumaturgo da su nombre— Uy… Mejor no le digo. En casi todas partes ese nombre no se usa para…
—¡Para qué!
—Para humanos.
—¡Cómo se atreve!
—¡Yo no fui!
—¡Grosero!
—¡Yo no tengo la culpa! —y así sucesivamente, en la noche iluminada del verano islandés, mientras, en el fondo del salón, el busto de Gunnar Gunnarsson o de Loftur el Hechicero abre su boca de metal sin que nadie se dé cuenta. El día que va a venir será interesante.

copyright © Alberto Chimal, México, 2008

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