Cuaderno

Volver al presente

Metástasis McFly

En algún sitio de la imaginación, dos viajeros del tiempo llegan hoy –justamente hoy: 21 de octubre de 2015– desde el año 1985. Vienen con una chica, un plan, un perro y un auto volador, y se encuentran con un mundo mercantilizado, frío y despiadado bajo una apariencia de cordialidad y confort, de brechas generacionales más grandes y problemáticas que nunca antes y en el que el pasado inmediato se ha convertido en mercancía: en antigüedades (más bien basura costosa) que se vende y revende. Sus compradores son hombres y mujeres con ideales destruidos por la vida real que se aferran a la idea de un pasado feliz y desprovisto de responsabilidades; así intentan persuadirse de que todavía son jóvenes, de que aún tienen la oportunidad de algo. Ese 2015 no me parece tan distinto del nuestro; es, claro, el futuro imaginado por la serie fílmica Volver al futuro, del director Robert Zemeckis y el guionista Bob Gale, entre 1985 y 1990: cuando el siglo XXI estaba aún por llegar.

Un lugar común que hoy hemos repetido obedientemente en las redes sociales es ponderar cuánto falló Volver al futuro al predecir nuestro presente: esto se vuelve a decir cada vez que “llega la fecha” de una obra popular que de algún modo se refería a un tiempo posterior al de su publicación, como 2001 de Stanley Kubrick o 1984 de George Orwell. Pero la falta de patinetas voladoras y otros productos que aparecen en aquellas películas y todavía no tenemos es trivial. La ciencia ficción no está obligada a quedarse en algo tan nimio como la profecía. De hecho, ni siquiera necesita seguir siendo ciencia ficción: los iconos de las historias que nos marcaron pueden ir mucho más allá de su origen y decirnos cosas que no sólo no sospechábamos, sino que en realidad no deseábamos escuchar. Así ocurre en una serie de cuentos que me parece bastante más apropiada para el día de hoy que las películas entrañables de Gale y Zemeckis: Metástasis McFly, el primer libro de Pedro J. Acuña.

Se debe recalcar que sólo el primero de los cuentos, el que da título al libro, se refiere a algo cercano a la narrativa de anticipación, y convierte justamente a los personajes de Volver al futuro –de forma absolutamente transgresora y desautorizada– en víctimas de una trama de horror. Sin embargo, ese texto se acerca a los otros a la hora de mostrar un retrato feroz de las debilidades, las indecisiones y los fracasos de sus personajes, que son todos como aquel modelo del adulto contemporáneo que sí se anticipaba en las películas: aspiraciones malogradas y vidas que siguen adelante a pesar de sus fracasos, distorsionadas por ellos pero sólo lo suficiente para revelar su patetismo y su banalidad.

Zemeckis y Gale usan su visión descarnada del futuro sólo de paso, como telón de fondo escasamente visible, y su historia completa puede leerse más bien como la realización de un sueño imposible de superación: las vidas de sus personajes se nos muestran mediocres en la primera película, pero a lo largo de las tres se perfeccionan, acercándose a versiones ideales de sí mismas, aunque esto se logra haciendo trampa: la máquina del tiempo del doctor Brown no existe en la realidad, pero en la ficción permite cambiar el pasado para que el adolescente sin futuro se vuelva finalmente un músico exitoso, el padre mediocre y más bien repulsivo se convierta en escritor y “hombre de verdad”, la madre adelgace y se vuelva más sexy, todos los buenos reciban su recompensa, en fin, y todos los malos su castigo. En los cuentos de Pedro Acuña, al contrario, los malos lo son por omisión o por misteriosos actos fallidos, los buenos no son constantes ni perfectamente fuertes, la consumación de la felicidad le llega al de al lado y tampoco es tan buena como parecía, y sobre todo el fracaso ni siquiera destruye: ni siquiera hay la opción de un final trágico o realmente estremecedor.

Y como fondo, lo que hay aquí es una serie de referencias sutiles, insidiosas y muy inteligentes, a historia, filosofía, literatura y, desde luego, cultura pop, que atan las tramas entre sí y sugieren en todos los casos una idea inquietante: el error que se esconde en la acción misma de contarnos historias, porque ellas nos explican, nos dan sentido en el tiempo, nos perfeccionan y en más de una ocasión nos falsean. Nos convierten en figuras que después de cierto tiempo ya no se nos parecen.

Así, por esta ruta muy curiosa, Pedro J. Acuña se muestra como un narrador interesado no en el futuro sino más bien en el presente, y en uno de sus temas cruciales, que es cómo controlamos, embellecemos, falsificamos la percepción de lo que nos rodea y de nosotros mismos. Cualquier noción reconfortante de identidad –nuestra o de otros– se pierde en estas historias. El vagabundo Sócrates, apestoso y banal; el alcalde antisemita que se llama Adolfito; el cantante Luis Miguel Archundia, atragantado y feo, son reflejos deformados, desde luego, pero en cierto momento ya no queda claro de qué son reflejos. Así que se parecen a nosotros, buscándonos en películas en las que nunca estaremos y fingiendo que nos encontramos. La conclusión de estos esfuerzos suele ser desoladora, porque en realidad tampoco hay muchas otras opciones a nuestro alcance. Pero estas historias se preocupan en especial por los riesgos en la búsqueda de la realidad. Lo demás quedará para el futuro.

Volver al futuro

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