El cuento del mes

Un poco fea

Elpidia García Delgado (1959) es una escritora singular. Nacida en Ciudad Juárez, trabajó en las maquiladoras de aquella ciudad y su obra tiene la marca de una conciencia social proveniente de la experiencia vivida. En 2004 inició el blog Maquilas que matan y fue acumulando publicaciones y reconocimientos. Con el libro El hombre que mató a Dedos Fríos y otros relatos ganó en 2018 el Premio Nacional de Cuento que otorga el Instituto Nacional de Bellas Artes, y que a partir de esta edición lleva el nombre de Amparo Dávila.
      «Un poco fea», historia curiosa de ambiente ruso con detalles igual sórdidos y mágicos, proviene de su libro Polvareda (2014). Este es el primer cuento de una serie que aparecerá a lo largo de las próximas semanas, para compensar la pausa de los meses en que este sitio estuvo en reparaciones.

UN POCO FEA
Elpidia García

—Eres un poco fea —dijo una noche su amante a Darya Popova, lenguaraz por las muchas copas, frente a sus amigos en un bar. Ella lo sabía, pero no es lo mismo saberlo a que te lo digan delante de todos. Claro que era fea, no de esas de las que se aleja la vista, sino una mediocre, de cuerpo y facciones faltas de gracia, sin curvas pronunciadas, la cintura sin estrechez. Mandó a volar al hombre, al fin que era un pasatiempo, y se buscó otro. Después de hacer el amor la primera vez, éste se burló de la blandura de su carne mientras fumaba un cigarro como quien juzga un filete después de la cena. También era cierto, ni quién lo niegue, la falta de ejercicio y el exceso de vodka surten ese efecto en la masa muscular. Remató con una pregunta que colmó el vaso:
      —¿Y por qué no te arreglas esos colmillos de vampirín?
      Salió de allí dando un portazo luego de gritarle:
      —¡Svin’ya! —aventarle la copa a la cabeza, y por suerte para él, errar.
      De niña, la pequeña Dasha tenía una muñeca: Svetlana. La llevaba a todas partes. Los grandes ojos azules y la melena rubia siempre la fascinaron. Ella también los tenía de ese color y su pelo era dorado, así que preguntó a su madre:
      —¿Seré algún día tan linda como Svetlana?
      —Todo es posible, hija —le respondió, condescendiente. Aunque otros juguetes desbancaron a la muñeca de moda, siguió coleccionándolas hasta completar más de trescientas en muchas de sus variedades. Las que más le gustaban eran Mila, Diosa de la Galaxia y Única en su clase, a ésta, la consideraba el molde de rostro más acertado, por su sensualidad. No solamente Darya no era tan linda, había llegado a su juventud sosa, ordinaria, eso la amargaba.
      Cuando el último de sus amoríos la aconsejó implantarse silicona en senos y glúteos, se hartó, renunció a sus amantes, no sin antes sacarle una jugosa cantidad a Dimitrov, un beodo viejo y rico a quien, en su embriaguez, no importaban la flacidez ni la ausencia de curvatura en pechos y nalgas, mucho menos los dientes caninos encimados.
      Viajó a Moscú y San Petersburgo para visitar todas las librerías de libros antiguos sobre magia, brujas y hechicería. Un mes después volvió a su departamento en la helada Syktyvkar con un cargamento de volúmenes, manuales y tomos raros que llenaron la recámara de huéspedes. Compró provisiones para un año, cortó el teléfono y echó la llave para dedicarse al ocultismo. La única compañía que tuvo en ese tiempo fueron sus cientos de muñecas que la miraban todas sonrisas, estáticas, en sugerentes posiciones, desde un anaquel de madera.
      Al principio sólo quería vengarse de los hombres que se habían burlado de ella, encontrar alguna forma de afearles la cara, o los pies, quizá causarles impotencia, herpes genital, o como mínimo, una seborrea. Por largos meses leyó libros, recitó ensalmos, aprendió a preparar pócimas y brebajes, hasta que una noche dio con un libro, del que había olvidado cómo lo consiguió, facsímil de un raro original sobre magia negra, el cual contenía instrucciones de un rito que podía lograr las transformaciones más asombrosas. Se lo había intercambiado a un septuagenario, dueño de una librería en la que fuera la aldea Chernaya Griaz, por bailar desnuda mientras él tocaba balalaica y declamaba chastushkas al calor de varias copas de medovuja casera. Después le hizo un cunnilingus desdentado, baboso, tras convencerla de que el incalculable valor del libro requería pagar un precio más alto.
      Entonces trastocó su intención completamente. Mejor transformarse ella, que desperdiciar su saber en hombrecillos infames. Estudió con ahínco el tratado que le dio el anciano, titulado Les Basses Entrées Trevisanes, un desconocido grimorio de ocultismo cuyo contenido, si se interpretaba y discernía con acierto, podría desatar fuerzas oscuras.
      Nueve meses después, estaba lista. De su colección de muñecas seleccionó una Svetlana Invierno platinada. El lunar arriba del labio superior izquierdo le daba una expresión lasciva, vestía abrigo y ushanka negros. Con ella en su maleta marchó a los Bosques Vírgenes de Komi, tal como un mapa del libro mágico lo indicaba.
      En busca de las rosas azules, aún más extraordinarias que las rosas de Paestum, florecientes dos veces al año, se internó en los bosques de picea. Muerta de frío, entre los alerces, se extravió dos semanas. Con grandes dificultades, pues el dinero de Dimitrov se había agotado y los guías cobraban una fortuna, llegó hasta los pilares de piedra de Lena, y ahí, escondida entre en la espesura de abetos perfumados a bálsamo resinoso, estaba el sui géneris rosal que compraría su anhelo. El índigo de los pétalos brillaba de forma extraña bajo la luz de la luna.
      Vestida solo con túnica negra a pesar de estar el suelo congelado, en el centro de un pentagrama wiccanno, circunscrito en un círculo de fuego entre la hojarasca, Darya sostiene el libro negro. Un manojo de rosas azuladas descansa a sus pies junto a su muñeca preferida. Recita en un idioma extinto el conjuro para invocar a un ser sobrenatural. Al pronunciar el nombre de la abominación, los sonidos del bosque enmudecieron, las liebres y las comadrejas huían en busca de un escondite lejos de allí. Los renos y todas las aves de Komi escaparon del espanto que la mujer conjuraba. Se escucharon truenos. A pesar de la oscuridad del cielo, los fogonazos de los relámpagos dejaron ver nubarrones negros que se acercaban a gran velocidad al punto de la cita. Darya tiene miedo pero continúa su letanía alzando la voz trémula.
      Montada en la concavidad de un almirez, Baba Yaga sale de la nube color más allá, rema en el aire con una escoba plateada. Detrás de ella, la sombra del caballero negro de la noche la acompaña. Cuando desciende, el hedor es el de todos los muertos después de un día en un campo de batalla en verano, a las cuatro de la tarde. La joven está a punto de correr o del desmayo por la impresión y el mareo. Su obstinación de lograr su propósito la mantiene en pie y dentro del círculo protector. Fuera de ahí, la bruja la descarnaría viva con sus dientes de acero para luego llevarla al mundo de los muertos. Se apea de su extraño transporte. Una de sus piernas es de hueso, así entra y sale del averno. Su aguda carcajada sobrehumana, a modo de anuncio, se escucha hasta los confines de Zirianía.
      —¡Será mejor que hayas traído mi regalo, pequeña!, te atreviste a sacarme de mi choza y estoy muy hambrienta.
      Se podría decir que Baba Yaga es una encorvada anciana que tiene mil años, con la barbilla prominente, llena de verrugas y pelos blancos como los de la melena; de grandes, puntiagudas orejas, además de una ganchuda probóscide azul cuya extensión excede un chétvert. Su atavío es tan miserable como grande su poder y crueldad; que su mirada es la de Madame Blavatsky, la de la Madre Shipton y la de todas las brujas de la historia juntas. Sin embargo, baste decir que su fealdad es cien veces mayor que la de toda bruja conocida. Su perversidad, la del Diablo. Darya y todas las mujeres un poco y muy feas, serían beldades junto a ella.
      —Tengo rosas para ti —llena de terror, le entrega el ramo azul nocturno.
      —¡Ahhh! —exclama con los ojos muy abiertos— Eso sí que me causa alegría, niña. Ya había perdido la cuenta de la última vez que bebí el té de estas flores. Mira que me hace falta rejuvenecer un poco. ¡Ja ja ja ja! —retumbó la risa chillante. Su repentina felicidad no la hacía menos terrorífica. Darya temblaba y se arrepintió un poco, de estar frente a un ser de ultratumba solo para ser bonita.
      —Y bien, ¿qué deseas como recompensa, chiquilla? Sabes que no puedo negar nada a quien me haya traído obsequio tan caro —la miró fijamente con ojos inyectados en sangre, demoníacos, al tiempo que aspiraba con placer el aroma de las rosas. La infusión preparada con sus pétalos le quitaría cientos de años.
      —Quiero que me transformes en una mujer hermosa —contestó firme, deseando acabar con la pesadilla.
      —¿Y para qué quieres hermosura?
      —Verás, hasta ahora los hombres me desprecian, se ríen de mí. Quiero ser amada, que me admiren todos.
      —¿Y crees que ser preciosa cambiará las cosas? Ten cuidado con lo que me pides, ¡no hay vuelta atrás, ni manera de deshacer mis embrujos!
      —Eso es lo que deseo. Te traje las rosas, ahora quiero mi recompensa.
      —Bien, no puedo negártela por muy tonta que sea tu petición. ¿Y cómo de hermosa?
      —Tengo una idea muy clara.
      —¡Sea, pues, sube al mortero!, debemos hacer esto antes de que mi fiel caballero blanco del día reemplace a mi caballero negro. Nos quedan pocas horas. No sé si te arrepentirás, pero Baba Yaga cumplirá tu capricho, ¡ja ja ja ja!
      Darya subió a la extraña nave, apretaba a Svetlana como a la cruz sagrada lo hace quien va a entrar al infierno.

* * *

Cuando salió de la choza de la bruja, peculiarmente montada en altos palos que asemejaban patas de gallina, Darya no era lo que fue. Nuevos conceptos de belleza tendrían que haberse inventado para describirla, pues su nueva belleza no encajaba en la filosofía de Tomás de Aquino, Aristóteles o Platón. El óvalo de su cara enmarcado en una cabellera clara y brillante era perfecto. El tamaño de sus ojos azules, cristalinos, coronados por espesas pestañas, abarcaba la cuarta parte del rostro. Mirarla a los ojos era reflejarse en la superficie inmaculada de una laguna sin vida, todo su rostro carecía de expresión. La boca sonrosada parecía irreal, ¿cuándo se vio que una boca pudiera tener la forma de un pequeño corazón? Las piernas se habían alargado tanto que caminaba como una garza. Su cintura se redujo de modo que al rodearla con las manos, la punta de los dedos casi podían tocarse, el tronco se avispaba en ese punto por la falta de varias costillas. Los senos, demasiado grandes y redondos, desequilibraban el cuerpo como si fuera a caer de frente. La tersura de su piel le daba una pátina plastificada, aunque de apariencia juvenil, sin edad descifrable.
      Como recién venida al mundo, dio los primeros pasos para salir del bosque. Baba Yaga contemplaba su obra satisfecha. El caballero rojo del atardecer flotaba incorpóreo a su alrededor.
      —¡Adiós, Dasha, disfruta tus encantos! ¡Ja ja ja ja! — Su risa atronó en la boscosidad.

* * *

En Kiev, Moscú, San Petersburgo y por toda Europa Oriental se extendió la fama de Darya Popova, la muñeca Svetlana humana. Entrevistas, fotografías, reportajes, documentales, enriquecían a Darya a raudales. Los hombres más prominentes y ricos de todo el mundo se rendían ante ella. El misterio del origen de su transformación se convirtió en un mito, pues jamás reveló que la magia negra de la bruja Baba Yaga estaba detrás de su singular, hechizante beldad.

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