El cuento del mes

El mar nocturno

He aquí una curiosidad: un cuento escrito inicialmente por Robert Hayward Barlow (1918-1951). Aficionado a la literatura de terror y, en su adolescencia, narrador incipiente, Barlow fue parte de las primeras generaciones de la cultura del fanzine en los Estados Unidos. Sin embargo, no se convirtió en escritor profesional, y su cuento no se recordaría de no ser porque, luego de que lo terminara, el texto fue revisado y modificado nada menos que por H. P. Lovecraft (1890-1937).
      Lovecraft fue responsable de muchas «revisiones» semejantes. Algunas fueron de textos de colegas y discípulos, y otras se realizaron por encargo: eran una de las formas en las que el escritor se ganó la vida en sus últimos años. La revisión de este cuento pertenece a la primera categoría, pues Barlow fue también parte del círculo de discípulos de Lovecraft, que lo descubrían en revistas y luego establecían contacto con él.
      Barlow se volvió amigo de Lovecraft y ambos mantuvieron una copiosa correspondencia. Con el tiempo, Lovecraft viajó a Florida en más de una ocasión para visitar a Barlow en su casa (algo rarísimo para un autor recluso como él). Finalmente, antes de morir, lo nombró su albacea literario…, aunque la tarea de la difusión póstuma de Lovecraft acabó, luego de conflictos diversos, por recaer en otros discípulos, como August Derleth. Barlow abandonó la literatura para dedicarse a la antropología; emigrado a México, se convirtió en profesor y estudioso importante de las culturas precolombinas. Su muerte fue un suicidio, en apariencia por miedo al chantaje de un alumno que amenazaba con revelar su homosexualidad.
      «The Night Ocean» apareció primero en el periódico The Californian en 1936; posteriormente ha sido incorporado a colecciones de las obras en colaboración de Lovecraft y también a alguna edición de la obra de Barlow. Como no encontré una buena traducción del cuento, hice una nueva, que busca replicar en castellano el estilo y la atmósfera peculiar que logran sus dos autores. Es importante decir que, si bien «El mar nocturno» es un cuento de miedo, no se debe encuadrar en los famosos «Mitos de Cthulhu» de Lovecraft. Su argumento está desligado de aquel universo narrativo, y su mayor interés es que intenta sugerir el horror desde el pensamiento de un solo individuo (este es uno de esos cuentos raros con un único personaje, y casi nada de acción), aislado y solo en un lugar remoto. Cualquier semejanza con cada uno de nosotros en los meses de pandemia es pura coincidencia.
      (De hecho, preferiría que se le viera como un pequeño regalo, ahora que estamos tan cerca de terminar este año –terrible– de 2020.)

Robert H. Barlow [fuente]

EL MAR NOCTURNO
R. H. Barlow y H. P. Lovecraft

Fui a Ellston Beach no sólo por los placeres del sol y del océano, sino para dar descanso a mi mente fatigada. Como no conocía a ninguna persona en el pueblo, que vive de los turistas en verano y sólo tiene ventanas vacías durante la mayor parte del año, no parecía probable que nadie me molestara. Esto me agradaba, pues no quería ver nada más que la extensión de las olas batientes y la arena que se extenderían ante mi hogar temporal.
      Mi largo trabajo veraniego estaba terminado cuando dejé la ciudad, y el diseño del enorme mural que era su producto ya estaba inscrito en el concurso. Me había costado la mayor parte del año terminar la pintura y, cuando el último pincel quedó limpio, ya no me sentía renuente a entregarme a las exigencias de mi salud y buscar descanso y aislamiento por algún tiempo. De hecho, a una semana de llegar a la playa sólo recordaba de vez en cuando el trabajo cuyo éxito me había parecido tan importante hacía tan poco. Ya no estaba la antigua preocupación por cien complejidades de color y ornamento; tampoco el miedo ni la desconfianza en mi propia habilidad para representar una imagen mental, o para convertir mediante mi sola destreza una idea vagamente concebida en un cuidadoso diseño. Y sin embargo, lo que más tarde me sucedió ante la costa solitaria pudo haber ocurrido únicamente a causa de la constitución mental que estaba detrás de aquella preocupación y miedo y desconfianza. Porque yo siempre he sido un buscador, un soñador, y alguien que reflexiona sobre el buscar y el soñar. ¿Y quién puede decir que tal naturaleza no abre los ojos sensibles a mundos y órdenes insospechados de la existencia?
      Ahora que intento contar lo que vi, soy consciente de mil limitaciones enloquecedoras. Cosas percibidas mediante la visión interior, como las imágenes relampagueantes que llegan mientras derivamos hacia el vacío del sueño, nos son más vívidas y significativas en esas formas que cuando buscamos fundirlas con la realidad. Si se aplica la pluma al sueño, el color se le va. La tinta con la que escribimos parece diluida con algo que retiene demasiado de la realidad, y al final encontramos que no podemos delinear el recuerdo increíble. Es como si nuestro ser interior, separado de los lazos de la objetividad y la vigilia, se gozara con emociones cautivas que se agotan deprisa cuando intentamos traducirlas. En sueños y visiones están las más grandes creaciones del hombre, porque en ellas no existe el yugo de la línea ni del color. Escenas olvidadas, y tierras más oscuras que el mundo dorado de la infancia, brotan en la mente dormida para reinar hasta que el despertar las ahuyenta. De ellas se puede obtener algo de la gloria y el contento que anhelamos; algún vislumbre de nítidas bellezas, sospechadas, pero aún sin revelar, que son para nosotros lo que el Santo Grial era para las almas místicas del medievo. Dar forma a estas cosas en la rueda del arte, buscar algún trofeo descolorido de aquel ámbito intangible de sombra y niebla, requiere por igual destreza y memoria. Pues aunque los sueños están en todos nosotros, pocas manos pueden sujetar sus alas de mariposa sin romperlas.
      Esta narración no posee semejante destreza. Si pudiera, revelaría a ustedes los eventos insinuados que yo percibí oscuramente, como quien atisba en una región sin luz y entrevé formas cuyo movimiento se le oculta. En el diseño de mi mural, que entonces se mezclaba con una multitud de otros en el edificio para el que habían sido planeados, había intentado igualmente atrapar un fragmento de aquel elusivo mundo de sombras, y tal vez había tenido más éxito del que ahora tendré. Mi estadía en Ellston era para esperar el dictamen de mi diseño; cuando unos días de comodidad inusitada me dieron un poco de perspectiva, descubrí que –a pesar de las debilidades que un creador siempre detecta con más facilidad– había conseguido realmente retener en líneas y colores algunos fragmentos arrebatados al mundo infinito de la imaginación. Las dificultades del proceso, y el consiguiente desgaste de todas mis facultades, habían minado mi salud; estaría en la playa durante aquel período de espera.
      Como deseaba estar enteramente solo, renté (para deleite de su incrédulo propietario) una pequeña casa a cierta distancia de la aldea de Ellston; ésta, a causa de lo avanzado de la estación, bullía con una masa moribunda de turistas, todos de nulo interés para mí. La casa, sin pintar, oscurecida por el viento marino, no estaba siquiera en la periferia de la aldea: se encontraba más abajo, en la costa, como un péndulo bajo un reloj detenido, muy aislada sobre una colina de arena cubierta de hierbajos. Como un animal solitario, se agazapaba mirando el mar, y sus ventanas sucias e inescrutables miraban una extensión desolada de tierra y cielo y mar enorme. No estaría bien usar demasiada imaginación en una narración cuyos hechos, de poder ser realzados y encajados unos con otros como piezas de un mosaico, serían por sí mismos bastante extraños; sin embargo, diré que la pequeña casa me pareció solitaria desde que la vi, y consciente como yo de su naturaleza insignificante ante el gran mar.
      Tomé posesión de la casa a fines de agosto, un día antes de la fecha acordada, y encontré una camioneta y dos trabajadores que descargaban los muebles que proporcionaba el propietario. No sabía entonces cuánto tiempo me quedaría, y cuando se fue el vehículo que había traído los enseres yo dejé en el suelo mi escaso equipaje y cerré la puerta con llave (me sentía todo un dueño, viviendo en una casa después de meses de rentar un cuarto) para bajar por la colina cubierta de hierba hacia la playa. Como era de planta cuadrada y sólo tenía un cuarto, la casa requería poca exploración. Dos ventanas de cada lado proveían una gran cantidad de luz, y una puerta había sido colocada, como de último minuto, en la pared que daba al océano. El lugar había sido construido unos diez años antes, pero a causa de su distancia de Ellston era difícil que se alquilara incluso durante la temporada alta del verano. Como no tenía chimenea, se quedaba vacío desde octubre hasta bien entrada la primavera. Aunque apenas estaba a una milla de Ellston, parecía más lejano, pues una curva de la costa ocasionaba que, mirando en su dirección desde la casa, no se viera más que dunas cubiertas de hierba.
      El primer día, cuya primera mitad había pasado mientras me instalaba, lo empleé en disfrutar el sol y el agua inquieta: la callada majestad de ambos hacía que el diseño de murales pareciese algo lejano y fastidioso. Pero esto era la reacción natural a un largo periodo de atención a un solo conjunto de hábitos y actividades. Había acabado mi trabajo y mis vacaciones comenzaban. Este hecho, aunque me eludiera en aquel momento, se veía en todo lo que me rodeó aquella tarde de mi llegada, y en el cambio total respecto de mis circunstancias anteriores. El brillo del sol hacía su efecto sobre un mar de olas cambiantes, cuyas curvas, misteriosamente impelidas, estaban salpicadas de lo que parecían joyas de fantasía. A lo mejor una acuarela hubiera podido capturar las sólidas masas de luz intolerable que reposaban en la playa, donde el mar se mezclaba con la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste quedaba total e increíblemente dominado por el enorme resplandor. No había ninguna otra persona cerca de mí, y yo disfrutaba del espectáculo sin la molestia de objetos ajenos a aquel escenario. Cada uno de mis sentidos era tocado de forma diferente, pero a veces parecía que el rugir del mar era afín al gran resplandor, o como si las olas brillaran en vez del sol: todo era tan vigoroso que las impresiones diferentes orígenes se mezclaban. Curiosamente, no vi a nadie bañándose cerca de mi casita cuadrada durante aquella tarde, ni en las posteriores, aunque la costa ondulante tenía una playa amplia, aún más invitante que la de la aldea, donde la espuma quedaba salpicada de figuras. Supuse que esto se debería a la distancia, y a que nunca había habido otras casas abajo del pueblo. No entendí por qué existía semejante extensión sin aprovechar cuando gran cantidad de viviendas se amontonaban en la costa norte, apuntando hacia el mar sin mirarlo.
      Nadé hasta el final de la tarde, y luego, tras un descanso, caminé hasta el pueblito. La oscuridad me ocultaba el mar cuando llegué, y encontré en las luces lóbregas de las calles evidencias de una vida que no estaba siquiera consciente de aquello tan enorme, envuelto en tinieblas, que estaba tan cerca. Había mujeres pintadas con adornos de oropel y hombres aburridos que ya no eran jóvenes: un tropel de absurdas marionetas, amontonadas en el borde del abismo del océano: no veían y no querían ver lo que había sobre ellas y a su alrededor, en la grandeza multitudinaria de las estrellas y las leguas del mar nocturno. Caminé por la orilla de aquel mar oscurecido de regreso a mi humilde casita, proyectando la luz de mi linterna hacia el vacío desnudo e impenetrable. Como no había luna, esa luz creaba un haz sólido que contorneaba las crestas de la inquieta marea. Sentí una emoción inefable, nacida del ruido de las aguas y la percepción de mi pequeñez inconcebible, mientras iluminaba con mi luz diminuta aquel ámbito inmenso, y a la vez sólo el borde negro de las profundidades terrestres. Esa profundidad nocturna, sobre la que los barcos se desplazaban en tinieblas que me impedían verlos, producía el murmullo de una turba distante y enfurecida. Cuando llegué a mi residencia pensé que no me había encontrado con nadie durante la caminata de una milla desde la aldea, y sin embargo, de algún modo, me quedaba la impresión de haber tenido todo el tiempo la compañía del espíritu del mar solitario. Estaría encarnado, pensé, en una forma que no se me revelaba, pero que se paseaba en silencio más allá del alcance de mi comprensión. Era como aquellos actores que esperan en penumbras tras la escenografía, listos para los parlamentos que en poco tiempo los pondrán ante nuestra vista, para hablar y actuar ante la luz reveladora de las candilejas. Finalmente me sacudí esta fantasía y busqué mi llave para entrar en la casa, cuyas paredes desnudas me dieron una súbita sensación de seguridad.
      Mi cabaña estaba totalmente aislada, como si hubiera salido a vagar por el sur del pueblo y luego no hubiera podido regresar; y allí no escuchaba el clamor inquietante cada noche, cuando volvía después de la cena. En general me quedaba sólo un rato en las calles de Ellston, aunque a veces las visitaba para darme el gusto de un paseo. Había las muchas y habituales tiendas de curiosidades y marquesinas falsamente elegantes que llenan los pueblos vacacionales, pero jamás entré en ellas. El lugar parecía útil sólo por sus restaurantes. Era sorprendente el número de las cosas inútiles a las que la gente se entregaba.
      Al principio hubo una serie de días llenos de sol. Me levantaba temprano y contemplaba el cielo gris, encendido con la promesa de la luz, que después se cumplía ante mis ojos. Esos amaneceres eran fríos, y sus colores se deslucían al compararlos con la uniforme luminosidad de la mañana, que da a cada hora la blancura del mediodía. Esa fuerte luz, tan notable el primer día, hizo que los subsecuentes fueran una sola página amarilla en el libro del tiempo. Noté que a muchas personas en la playa no les gustaba ese sol inusitado, mientras que yo lo buscaba. Después de mis meses grises de trabajo, el letargo inducido por una existencia física en una región gobernada por las cosas simples –el viento y la luz y el agua– hizo pronto efecto en mí; y como estaba ansioso por continuar el proceso curativo, pasaba todo mi tiempo al aire libre, bajo el sol. Esto me llevó a un estado a la vez impasible y sumiso, y me dio una sensación de seguridad ante la noche voraz. Así como la oscuridad se asemeja a la muerte, así la luz a la vitalidad. Gracias a la herencia de hace un millón de años, cuando los hombres estaban más cerca de su madre el mar, y cuando las criaturas de las que provenimos yacían lánguidas en el agua poco profunda, atravesada por el sol, todavía buscamos las cosas primarias cuando estamos agotados, sumergiéndonos en su seductora seguridad, como aquellos medio-mamíferos primigenios que aún no se aventuraban a la tierra lodosa.
      La monotonía de las olas era relajante, y yo no tenía más ocupación que atestiguar la miríada de humores del océano. Hay en las aguas un cambio interminable: colores y tonos se alternan en ellas como las expresiones insustanciales de un rostro familiar, y éstas nos son comunicadas de inmediato por sentidos que sólo reconocemos a medias. Cuando la mar está inquieta, recordando viejas naves que han pasado sobre sus abismos, a nuestros corazones llega en silencio la nostalgia por un horizonte desaparecido. Pero cuando ella las olvida, también las olvidamos nosotros. Aunque la conocemos desde siempre, la mar debe mantener un halo de extrañeza, como si algo demasiado vasto para tener forma acechara en el universo del que ella es la puerta. El océano de la mañana, brillante de reflejos de niebla azul y blanca, de espuma diamantina, captura los ojos de quienes reflexionan en las cosas extrañas, y sus intrincadas redes, a través de las cuales se deslizan peces de incontables colores, tienen el aspecto de algo enorme y perezoso que un día se levantará de las profundidades inmemoriales para caminar sobre la tierra.
      Estuve contento por muchos días, y alegre de haber escogido la casa solitaria que se posaba, como un pequeño animal, sobre aquellas suaves lomas de arena. Entre las diversiones agradablemente inconsecuentes de semejante vida, me dio por seguir la línea de la marea (donde las olas trazaban un borde húmedo e irregular, decorado con espuma evanescente) por largas distancias, y a veces encontraba curiosos fragmentos de conchas entre los restos traídos casualmente por el mar. Había una cantidad sorprendente de ellos en la costa cóncava a la que miraba mi pequeña y sencilla casa, y supuse que las corrientes que se alejaban de la playa a la altura de la aldea debían alcanzar aquel sitio. En todo caso, mis bolsillos –cuando tenía– generalmente guardaban grandes cantidades de basura, la mayor parte de la cual tiraba una hora o dos después de levantarla, preguntándome por qué la había conservado. Una vez, sin embargo, encontré un pequeño hueso cuya naturaleza no pude identificar, salvo que ciertamente no provenía de un pez; este lo conservé, junto con una perla o cuenta de metal de buen tamaño, cuyo diseño minuciosamente tallado era bastante inusual. Éste retrataba una cosa con aspecto de pez sobre un fondo de algas –en vez de los diseños comunes, florales o geométricos– y aún se podía ver claramente pese a estar desgastado por muchos años de dar vueltas en las olas. Como nunca había visto nada parecido, supuse que debía representar alguna moda, ya olvidada, de algún año previo en Ellston, donde semejantes tendencias eran comunes.
      Había estado allí tal vez una semana cuando el clima empezó un cambio gradual. Cada etapa de este oscurecimiento progresivo era seguida por otra sutilmente más intensa, de modo que al final la atmósfera entera a mi alrededor se había vuelto más vespertina que diurna. Lo percibí más como una serie de impresiones mentales que por sucesos realmente presenciados. Mi casita estaba sola bajo los cielos grises, y a veces había golpes de viento húmedo que llegaba desde el mar. El sol era desplazado por largos intervalos de nubosidad: capas de niebla gris, más allá de cuya profundidad desconocida estaba la luz, desterrada. Aunque brillara con la misma intensidad tras aquel enorme velo, no podía penetrar. La playa quedaba prisionera en una bóveda descolorida durante largos periodos, como si parte de la noche se fuera filtrando en las otras horas.
      Aunque el viento era vigorizante, y el océano se rizaba en pequeños torbellinos de actividad gracias al errático golpeteo de las olas, descubrí que el agua se enfriaba cada vez más, por lo que ya no pude quedarme en ella tanto como antes. Así pasé al hábito de dar largas caminatas, que –cuando era incapaz de nadar– me daban el ejercicio que buscaba con tanto ahínco. Estas caminatas cubrían una porción más grande de la costa que mis vagabundeos previos, y como la playa se extendía por varios kilómetros más allá de la rústica aldea, con frecuencia me encontraba totalmente aislado en una zona interminable de arena en las últimas horas de la tarde. Cuando esto sucedía, caminaba deprisa a lo largo de la orilla murmurante, siguiéndola para no desviarme hace el interior y perder mi camino. Y a veces, cuando esos paseos ocurrían tarde (y así era cada vez con más frecuencia) llegaba a la casa achaparrada, que parecía una vanguardia de la aldea, sin siquiera darme cuenta. Insegura sobre los riscos mordidos por el viento, una mancha oscura en los tonos mórbidos del anochecer marino, la casa se veía más solitaria que bajo la plena luz del sol o de la luna, y yo la imaginaba como un rostro mudo, inquisitivo, vuelto hacia mí en espera de algún acontecimiento. He dicho ya que el lugar estaba totalmente aislado, y esto en principio me agradó; pero en aquellos breves momentos en que el sol dejaba un rastro sangriento en su declive, y la oscuridad avanzaba pesadamente como una sombra informe y en expansión, había en el lugar una presencia extraña: un espíritu, un ánimo, una impresión que provenía de las ráfagas de viento, el cielo gigantesco, y aquel mar que expelía olas negras sobre una playa que súbitamente se volvía ajena. En esos momentos sentía una inquietud sin causa definida, aunque mi naturaleza solitaria me había habituado desde mucho antes al silencio y la voz antiguos de la naturaleza. Esos recelos, que no podría haber descrito con seguridad, no me afectaban mucho, y sin embargo pienso ahora que, todo aquel tiempo, una conciencia gradual de la inmensa desolación del océano se abría paso en mí: una inquietud que se hacía sutilmente horrible por indicios –nunca más que eso– de una vitalidad o una conciencia que me impedían estar completamente solo.
      Las calles del pueblo, ruidosas y amarillentas, con su actividad curiosamente irreal, estaban muy lejos, y cuando iba allí por mi cena (por no confiar en una dieta basada enteramente en mis exiguas habilidades culinarias), me preocupaba cada vez más, de modo bastante poco razonable, la idea de volver a mi cabaña antes de que fueran las altas horas de la noche, aunque con frecuencia me quedaba fuera hasta más o menos la diez.
      Me dirán que semejante conducta es insensata: que de haber tenido un temor infantil a la oscuridad, debía evitarla por completo. Me preguntarán por qué no me iba de aquel lugar si su aislamiento me estaba deprimiendo. A todo esto no tengo respuesta, salvo que cualquier inquietud que sintiera, cualquier perturbación que me produjeran algunas breves vistas del sol que se oscurecía, o el viento ansioso y salado, o el manto del mar oscuro, como una tela enorme arrojada cerca de mí, tenía la mitad de su origen en mi propio corazón, se mostraba solamente en instantes fugaces, y no tenía efectos duraderos en mí. Durante las mañanas de luz diamantina, mientras olas traviesas se arrojaban festoneadas de azul a la costa cubierta de sol, el recuerdo de ánimos oscuros parecía más bien increíble, aunque sólo una hora o dos más tarde yo podía volver a experimentarlos, y descender a una oscura sima de desesperación.
      Tal vez estas emociones interiores eran sólo un reflejo del ánimo del océano mismo, pues aunque la mitad de lo que vemos esté coloreada por la interpretación que le dan nuestras mentes, muchos de nuestros sentimientos están influidos de manera muy evidente por sucesos externos, físicos. La mar puede atarnos a sus muchos humores susurrándonos por medio de una sombra sutil o un resplandor en las olas, y sugiriendo de estas maneras su abatimiento o su regocijo. Ella siempre está recordando viejas cosas, y esos recuerdos, aunque nosotros no podamos comprenderlos, se nos comunican, para que podamos compartir su alegría o su remordimiento. Como no estaba trabajando, ni viendo a nadie que conociera, acaso era susceptible a aspectos de sus crípticos mensajes que hubieran sido ignorados por alguien más. El océano rigió mi vida durante todo aquel fin de verano; lo exigía, como recompensa por la salud que me había traído.
      Varias personas se ahogaron en la playa ese año, y aunque escuché de los casos únicamente por casualidad (así es nuestra indiferencia a una muerte que no nos concierne, y que no atestiguamos), supe que los pormenores eran desagradables. La gente que moría –y algunos eran nadadores de habilidad por encima del promedio– no era encontrada sino hasta muchos días después, y la horrible venganza de las profundidades se ensañaba con sus cuerpos en descomposición. Era como si el mar los arrastrara a un cubil profundo, los triturara en la oscuridad y, cuando al fin quedaba seguro de que ya no le servían, los llevara a la costa en aquel estado espantoso. Nadie parecía saber qué causaba aquellas muertes. Su frecuencia causaba alarma a la gente timorata, pues la resaca en Ellston no era fuerte y no se sabía de tiburones en las cercanías. No supe si los cuerpos mostraban señales de algún ataque, pero el miedo de una muerte que se mueve entre las olas y ataca a gente sola desde un lugar sin luz, sin movimiento, es uno que los hombres conocen y que no les gusta. Deben encontrar deprisa una razón para semejante muerte, incluso si no hay tiburones. Como éstos eran sólo una causa posible, y una que a mi entender jamás se confirmó, los nadadores que se quedaron el resto de la temporada se mantenían más en alerta ante mareas traicioneras que ante cualquier posible animal marino.
      El otoño, en verdad, ya no estaba lejos, y algunas personas lo tomaron como excusa para alejarse del mar, donde los hombres eran arrebatados por la muerte, y marcharse a la seguridad de tierra adentro, donde el océano no puede ni oírse. Así terminó agosto, y yo había estado muchos días en la playa.
      Había habido amenaza de tormenta desde el cuatro del nuevo mes, y el seis, cuando salí a caminar entre el viento húmedo, una masa de nubes sin forma, incoloras y opresivas, apareció sobre el mar rizado y plomizo. El viento, que no soplaba en una dirección particular y en cambio agitaba e inquietaba el aire, daba una sensación de algo por venir, una señal de vida en los elementos que podía ser la esperada tormenta. Yo había almorzado en Ellston, y aunque el cielo parecía la tapa de un gran ataúd, me aventuré lejos por la playa, apartándome del pueblo y de mi casa hasta perderlos de vista. Cuando el gris universal empezaba a mancharse de un púrpura de carroña –curiosamente brillante pese a su matiz sombrío–, me encontré a varios kilómetros de cualquier posible refugio. Esto, sin embargo, no parecía muy importante, pues a pesar de los cielos oscuros, y de su agregado resplandor de presagios desconocidos, yo estaba de un curioso humor desapegado que se parecía a aquel brillo: un ánimo que destellaba en un cuerpo súbitamente alerta y sensible a perfiles, formas y significados que antes habían estado ocultos. Oscuramente, llegó a mí un recuerdo, sugerido por la semejanza de aquella escena con una que había imaginado cuando, de niño, se me había leído un cuento. El cuento –en el cual no había pensado en muchos años– trataba de una mujer que era amada por el rey, de oscura barba, de un reino subacuático, en cuyos riscos imprecisos habitaban seres con aspecto de pez; ella era arrebatada de su rubio prometido por un ser oscuro, coronado con una mitra sacerdotal, y con las facciones de un viejo simio. Lo que había quedado en un rincón de mi imaginación era la imagen de riscos bajo el agua, contra el no-cielo, sombrío y turbio, de semejante entorno; lo recordé, aunque había olvidado la mayor parte de la historia, de manera bastante inesperada, al ver la misma unión de risco y cielo. Aquello era similar a lo que había imaginado en un año ya perdido salvo por impresiones incompletas y aleatorias. Vestigios del cuento pueden haber quedado detrás de ciertos recuerdos inconclusos e irritantes, y en ciertas virtudes insinuadas a mis sentidos por escenas cuyo valor real era terriblemente pequeño. Con frecuencia, en destellos de percepción momentánea (las condiciones, más que el objeto percibido, son lo importante), sentimos que ciertas escenas y composiciones –un paisaje de hojas, un vestido de mujer a la vera de un camino por la tarde, o la solidez de un árbol centenario contra el cielo de una mañana pálida– tienen un algo precioso, una virtud dorada que necesitamos comprender. Y sin embargo, cuando una escena o composición así es vuelta a ver después, o desde otra perspectiva, hallamos que ha perdido su valor o significado para nosotros. Tal vez la cosa que vemos no tiene aquella cualidad elusiva, sino que sólo sugiere a la mente alguna otra, muy distinta, que permanece en el olvido. La mente, desconcertada, sin darse cuenta del todo de esta apreciación fugaz, se vuelca en el objeto que la excita, y se sorprende al no hallar en él nada de valor. Así ocurrió cuando contemplaba las nubes manchadas de púrpura. Tenían la majestuosidad y el misterio de las torres de un antiguo monasterio en el crepúsculo, pero su aspecto era también el de los riscos en el antiguo cuento de hadas. Al recordar de pronto aquella imagen perdida, esperé a medias ver, en la espuma fina y sucia entre las olas –que ahora parecían hechas de negro vidrio de gota–, la figura horrenda del ser con aspecto de mono, tocado con una mitra salpicada de verdín, caminando desde su reino en algún golfo perdido, donde aquellas olas eran el cielo.
      No vi ninguna criatura semejante del reino de la imaginación. Pero mientras el viento helado cambiaba de dirección, rasgando los cielos con un crujir de cuchillo, apareció en la oscuridad en que las nubes y el agua se tocaban un objeto gris, como un trozo de madera flotante, meciéndose impreciso en la espuma. Estaba a una distancia considerable, y como desapareció pronto, podría no haber sido madera, sino una marsopa salida a la superficie agitada.
      Pronto noté que me había quedado demasiado tiempo contemplando la tormenta que se aproximaba y enlazando mis fantasías infantiles con su grandiosidad, porque empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia helada, trayendo un aspecto sombrío más uniforme a una escena que ya era demasiado oscura para aquella hora. Corrí sobre la arena gris, sentí el impacto de las gotas frías sobre mi espalda, y poco después mi ropa estaba totalmente empapada. Las gotas incoloras formaban largos hilos entretejidos: un telón desplegado desde un cielo remoto. Luego de ver que no podría llegar seco a ningún refugio, reduje la velocidad de mi carrera, y volví a mi casa caminando, como bajo un cielo claro. No tenía mucho sentido darse prisa, aunque no me demoré como en ocasiones previas. Mi ropa mojada y apretada se enfriaba sobre mi piel, y en la oscuridad creciente, con el viento que soplaba sin cesar desde el océano, no pude reprimir un temblor. Y sin embargo había, pese a la incomodidad causada por la lluvia, una emoción latente en las masas púrpura de las nubes y en las reacciones que causaban en mi cuerpo. Con un humor mitad de exultante placer por resistir la lluvia (que chorreaba sobre mí, y llenaba mis zapatos y mis bolsillos), y mitad de extraño aprecio de aquellos cielos mórbidos e imperiosos que flotaban con alas oscuras sobre el mar movedizo y eterno, caminé por la gris extensión de arena de Ellston Beach. Más rápido de lo que había esperado, mi casita apareció entre la lluvia oblicua y golpeteante, y todas las hierbas de la colina arenosa se retorcían acompañando el frenesí del viento, como si quisieran arrancarse solas y viajar lejos unidas al aire. El mar y el cielo no se habían alterado en absoluto, y la escena era la que me había acompañado en el trayecto, salvo que ahora estaba pintada sobre ella la casa de techo encorvado, como cediendo bajo el peso de la lluvia. Me apresuré a subir los frágiles escalones y pasé a la estancia seca, donde, inconscientemente sorprendido por estar libre del viento incesante, me quedé de pie por un momento, con el agua escurriendo de cada centímetro de mí.
      Hay dos ventanas en el frente de esa casa, una de cada lado, y ambas miran casi directamente hacia el océano, que ahora veía medio oscurecido por los velos superpuestos de la lluvia y de la noche inminente. Miré por esas ventanas mientras me ponía un conjunto improvisado de ropas secas, que tomé de un perchero y de una silla con demasiadas cosas encima como para sentarme en ella. Estaba totalmente aprisionado por una penumbra antinatural, que se había filtrado en algún momento a cubierto de la tormenta. No sabía cuánto tiempo había estado sobre la arena húmeda y gris, o qué hora era realmente, aunque tras un rato de rebuscar encontré mi reloj, que por suerte había dejado en casa, con lo que había evitado que se empapara como mi ropa. Quise descifrar la hora mirando las manecillas apenas alumbradas, un poco menos incomprensibles que los números en la esfera. Después de un momento mis ojos se acostumbraron a la oscuridad –mayor en la casa que más allá de las ventanas empañadas– y descubrí que eran las 6:45.
      No había visto a nadie en la playa mientras entraba a la casa, y naturalmente no esperaba ver más nadadores aquella noche. Sin embargo, cuando volvía a mirar por la ventana tuve la clara impresión de ver unas figuras que se destacaban sobre el cochambre de la noche lluviosa. Conté tres, moviéndose de un lado para otro de una forma que no comprendí, y otra más cerca de la casa…, aunque podría no haber sido una persona, sino un tronco arrojado por las olas, que ahora golpeaban con fiereza. Me sorprendí no poco, y me pregunté por qué razón aquellas rudas personas se quedaban fuera en semejante tormenta. Luego pensé que tal vez, igual que yo, habían sido atrapadas por la tormenta y se habían rendido a sus húmedas ráfagas. Poco después, llevado por cierta hospitalidad civilizada que se impuso a mi amor de la soledad, fui a la puerta y salí momentáneamente (a costa de volverme a mojar, pues la lluvia cayó de inmediato sobre mí con exultante furia) a mi pequeño porche, haciendo gestos hacia aquellas personas. Pero, sea porque no me vieron, o porque no me entendieron, no devolvieron mis saludos. Apenas visibles, se quedaron inmóviles, sorprendidos, o tal vez esperando alguna otra acción de mi parte. Había algo en su actitud que se parecía a aquel vacío críptico, que significaba cualquier cosa o nada, que también se veía en la casa, a la luz mórbida del atardecer. Súbitamente, tuve la sensación de que había algo siniestro en aquellas figuras inmóviles que elegían quedarse bajo la lluvia, de noche, en una playa totalmente vacía de gente, y cerré la puerta con una actitud de fastidio que buscaba (vanamente) esconder una corriente más profunda de miedo: un temor voraz que se elevaba desde las sombras de mi conciencia. Poco después, cuando volví a la ventana, parecía no haber nada afuera salvo la noche ominosa. Vagamente intrigado, y aún más vagamente asustado –como quien no ve nada alarmante, pero se siente aprensivo por lo que podría hallar en la calle oscura que pronto deberá cruzar–, decidí que probablemente no había visto a nadie, y que la turbidez del aire me había engañado.
      La sensación de aislamiento que pendía sobre aquel lugar se incrementó aquella noche, aunque apenas más allá de mi vista, en la playa más al norte, cien casas se alzaban bajo la lluvia y las sombras, con sus luces amarillas y mortecinas sobre calles de cristal pulido, como ojos de duende reflejados en un estanque oleaginoso en mitad del bosque. Sin embargo, como no podía verlas, ni alcanzarlas en aquel mal tiempo –pues no tenía un auto, ni forma de marcharme de la casita salvo caminando en aquella oscuridad infestada de sombras–, me di cuenta de que me había quedado virtualmente solo con el mar pavoroso que se agitaba entre la niebla, oculto, insondable. Y la voz del mar se había convertido en un áspero gruñido, como el de un animal herido que intentara volver a levantarse.
      Tratando de rechazar a las sombras con una lámpara sucia –pues la oscuridad se metía por mis ventanas y se posaba en los rincones, para quedarse mirándome como una bestia paciente–, preparé mi comida, pues no tenía intenciones de salir a la aldea. Parecía ser increíblemente tarde, aunque no eran las nueve cuando me fui a la cama. La oscuridad había llegado temprano, furtivamente, y durante el resto de mi estadía se mantuvo allí, elusiva, sobre cada escena y cada acción que contemplé. Algo se había desprendido de la noche: algo siempre indefinido, pero que me hacía experimentar algo latente, así que yo era como otra bestia, esperando el movimiento repentino de un enemigo.
      El viento persistió durante horas, y torrentes de lluvia golpearon sin cesar las débiles paredes que los separaban de mí. Hubo pausas, durante las cuales escuchaba los balbuceos del mar, y podía imaginar que largas olas sin forma se frotaban unas con otras entre los gemidos del viento, para luego arrojar a la playa un rocío amargo de sal. Pese a ello, en la misma monotonía de los elementos inquietos encontré una nota letárgica, un sonido que me hechizó, tras un tiempo, y me hizo caer en un sueño tan gris y descolorido como la noche. El océano siguió con su monólogo demente, y el viento con su insistencia, pero ambos quedaron fuera de las paredes de la conciencia, y por un tiempo el mar nocturno quedó exiliado de una mente que dormía.
      La mañana trajo un sol debilitado: un sol como el que verán los hombres cuando el mundo sea viejo, si es que quedan hombres. Un sol más cansado que el cielo enlutado y enfermo. Apenas un eco de su antigua imagen, Febo se esforzaba por penetrar las nubes desgarradas y ambiguas cuando yo desperté, y a veces enviaba un chorro oro pálido a la esquina noroeste de mi casa, a veces se apagaba hasta que sólo era una bola luminosa, como un juguete increíble olvidado en el patio del cielo. Tras un tiempo, la lluvia, que debía haber continuado durante toda la noche, había tenido éxito en borrar los vestigios de las nubes púrpura que habían sido como los riscos marinos en un cuento de hadas. Como se le había quitado tanto el sol naciente como el poniente, ese día se mezcló con el anterior como si la tormenta intermedia no hubiera traído una gran oscuridad al mundo, y en cambio hubiera crecido y se hubiera extinguido en una sola tarde. Sintiéndose más animado, el sol furtivo usó toda su fuerza para dispersar la vieja niebla, ahora rayada como una ventana sucia, y expulsarla de su reino. El día azul e insustancial progresó a medida que se reitraban aquellas oscuras volutas, y el vacío que me había rodeado se retrajo a un lugar más alejado, en el que se mantuvo, agazapada y a la espera.
      El sol había recobrado su antigua claridad, y el antiguo resplandor había vuelto a las olas, cuyas formas azules y juguetonas se habían congregado sobre la costa antes de que el hombre apareciera, y se regocijarían, sin que nadie las viera, cuando el hombre estuviera olvidado en los sepulcros del tiempo. Bajo la influencia de esos leves consuelos, como quien cree en la sonrisa amistosa de un enemigo, abrí mi puerta, y cuando ésta giró hacia fuera, una mancha oscura en el torrente de luz que entraba en la casa, vi que la playa estaba totalmente limpia de toda huella, como si ningún pie antes que los míos hubiera perturbado la lisura de la arena. Con la rápida de elevación de espíritu que sigue a un periodo de inquieta depresión, sentí –como una mera rendición, sin que mediara mi voluntad– que mi propia memoria era limpiada de la desconfianza, la sospecha y los miedos enfermos de toda una vida, tal como la mugre de una ribera sucumbe a una crecida de las aguas, y es llevada, y desaparece. Había un aroma pungente de hierba húmeda, como de las páginas mohosas de un libro, mezclado con un olor dulce nacido de prados del interior calentados por el sol; ambos llegaban a mí como una bebida embriagadora, que corría y cosquilleaba por mis venas como si quisieran comunicarme algo de su propia naturaleza intangible, y hacerme flotar vertiginosamente en la brisa sin rumbo. Y conspirando con estas cosas, el sol seguía rociándome, como la lluvia del día anterior, pero con inagotables lanzas brillantes, como si también quisiera ocultar esa presencia intuida y remota, que se movía más allá de mi vista y sólo se dejaba notar por algún roce descuidado con el borde de mi conciencia, o por la ilusión de blancas figuras que observaran desde el vacío del océano. Ese sol, una fiera esfera sola en el torbellino del infinito, era como una horda de polillas doradas contra mi rostro levantado. Un cáliz blanco y burbujeante, lleno de incomprensible fuego divino, que por cada espejismo que me concedía se guardaba otros mil. De hecho, el sol parecía indicar el camino a reinos tranquilos y fantasiosos: si yo lo reconociera, podría vagar en ellos con la misma extraña felicidad. Cosas así provienen de nuestro propio interior, pues la vida nunca ha revelado sus secretos; sólo en nuestra interpretación de las imágenes que sugiere podemos encontrar éxtasis o sosiego, de acuerdo con nuestro ánimo. Y sin embargo, una y otra vez sucumbimos a sus engaños, creyendo por un tiempo que esta vez sí podremos encontrar la alegría prometida. Y de este modo, la fresca dulzura del viento, en la mañana tras una noche siniestra (cuyas insinuaciones malévolas me habían dado más inquietud que cualquier amenaza a mi propio cuerpo) me hablaba en susurros de antiguos misterios ligados sólo parcialmente con la Tierra, y de placeres que se volvían más nítidos porque yo sólo me creía capaz de experimentarlos en parte. El sol, el viento y aquel olor que ambos levantaban me hacían pensar en festivales de dioses, cuyos sentidos son un millón de veces más poderosos que los de los hombres, y cuyos goces son un millón de veces más sutiles y prolongados. Me insinuaban que todo aquello podía ser mío si me entregaba por completo a su poder, resplandeciente y engañoso. Y el sol, un dios agazapado de carne celestial y desnuda: un fuego poderoso, enigmático al que el ojo no podía mirar, parecía casi sagrado ante la percepción agudizada de mis nuevas emociones. La luz etérea y tonante que emitía era una que que todas las cosas debían venerar con asombro. El sinuoso leopardo en su selva verde y profunda debía haberse detenido para considerar sus rayos, dispersos por la maleza, y todas las cosas nutridas por ellos debían haber atesorado su brillante mensaje en un día como aquel. Porque cuando ya no esté, allá en las profundidades de lo eterno, la Tierra quedará perdida y negra en el vacío infinito. Esa mañana, en la que participé del fuego de la vida, y cuyo placer fugaz quedará a salvo del paso de los años, se agitaba con el llamado de cosas extrañas, cuyos nombres elusivos no pueden escribirse.
      Mientras caminaba hacia la aldea, preguntándome cómo se vería después del baño –muy necesario– que le habría dado la lluvia tenaz, vi, enredada en un resplandor de humedad iluminada por el sol, que se posaba sobre él como un velo amarillo, un pequeño objeto: parecía una mano, estaba a unos seis metros de mí, y la espuma de las olas lo tocaba una y otra vez. La conmoción y el asco surgidos en mi mente, al ver que era en efecto un trozo de carne podrida, se impusieron a mi contento previo y me hicieron imaginar, con desconcierto, que sí podía ser una mano. Ciertamente no había pez, ni parte de un pez, que pudiera verse así; yo creía ver dedos largos, medio fundidos por la descomposición. Le di la vuelta a la cosa con un pie, pues no deseaba tocar algo tan repugnante, y se adhirió al cuero de mi zapato como con la fuerza de la putrefacción. Aquello, pese a casi no tener formar, tenía demasiada semejanza con lo que yo temía que pudiera ser, y yo lo empujé hasta ponerlo al alcance de una ola rumorosa, que lo apartó de mi vista con una prontitud que las orillas de la mar rara vez muestran.
      Tal vez debí reportar mi hallazgo; sin embargo, su naturaleza era demasiado ambigua para justificar alguna acción. Dado que había sido parcialmente comido por algún ser horrible del océano, no me pareció que pudiera identificarse y volverse evidencia de una posible tragedia aún desconocida. Los numerosos casos de personas ahogadas, desde luego, me vinieron a la cabeza, así como otras ideas, aún más malsanas, que se quedaron sólo como conjeturas. Lo que fuera que hubiera sido aquel fragmento traído por la tormenta, incluso un pez o un animal semejante al hombre, nunca antes que ahora he hablado de él. Después de todo, no había pruebas de que la putrefacción no lo hubiera distorsionado, simplemente, hasta hacerlo adoptar aquella forma.
      Me acerqué al pueblo, asqueado por la presencia de semejante objeto en la belleza aparente de la playa limpia, aunque era algo horriblemente típico de la indiferencia de la muerte en un mundo natural que junta la podredumbre con la belleza, y tal vez tiene más afecto por la primera. En Ellston no escuché de ningún ahogado reciente ni de otros accidentes en el mar, ni encontré referencia a sucesos semejantes en las columnas del diario local, el único que leí durante mi estancia.
      Es difícil describir el estado mental en el que me hallaron los días subsecuentes. Siempre propenso a las emociones mórbidas, cuya angustia podía ser inducida por causas ajenas a mí mismo, o bien surgidas de los abismos de mi propio espíritu, yo estaba abrumado por un sentimiento que no era miedo ni desesperación, ni de nada semejante, sino más bien una conciencia de la fealdad constante y la suciedad oculta de la vida: una sensación que era en parte un reflejo de mi propio interior y en parte resultado de los pensamientos que aquel objeto mordisqueado y podrido, que acaso había sido una mano, me había traído. En aquellos días mi mente era un lugar de riscos sombríos e imprecisas figuras en movimiento, como el reino antiguo e ignoto de mi cuento de hadas. En breves punzadas de amargura, sentía la gigantesca oscuridad de este universo opresivo, en el que mis días y los días de mi raza eran nada para las estrellas destrozadas: un universo en el que toda acción es vana e incluso la emoción de la pena es un desperdicio. Las horas que previamente había pasado con un poco de salud recobrada, de contento y bienestar físico, las dedicaba ahora (como si aquellos días de la semana anterior hubieran terminado definitivamente) a una indolencia como la de aquel a quien ya no le interesa vivir. Estaba envuelto por el temor, patético y somnoliento, de un destino inevitable; del odio de las estrellas que me observaban y de las olas, enormes, negras, deseosas de aplastar mis huesos. De la venganza, de la majestad horrenda, indiferente, del mar nocturno.
      Algo de la oscuridad e inquietud del mar había penetrado mi corazón, así que yo vivía en un tormento ciego, irracional, y no menos agudo por su origen misterioso y por la cualidad extraña, sin motivo, de su existencia vampírica. Ante mis ojos estaban los recuerdos de las nubes púrpureas, la extraña esfera de metal, la espuma estancada, la soledad de mi casita oscura, y la vanidad ridícula de la aldea veraniega. No fui más a la aldea, pues me parecía sólo una falsificación de la vida. Como mi propia alma, se alzaba ante un mar oscuro y ávido, un mar que cada vez me resultaba más odioso. Y entre aquellas imágenes recordadas, corrompida y nauseabunda, estaba la del objeto cuyos contornos humanos me hacían dudar cada vez menos sobre qué había sido alguna vez.
      Estas palabras garabateadas no pueden comunicar la espantosa desolación que había caído sobre mí (y que yo deseaba aliviar: así de profundo se había metido en mi corazón). Ella me hablaba de cosas terribles y desconocidas que me rondaban, cada vez más cerca. No era locura: más bien, era una percepción demasiado clara y precisa de la oscuridad que está más allá de esta frágil existencia, iluminada por un sol momentáneo que no está más a salvo que nosotros mismos. Una conciencia de futilidad que pocos pueden experimentar sin que les impida por siempre regresar a la vida. La certeza de que, dondequiera que fuese, y por mucho que combatiera con el poder que le quedaba a mi espíritu, no podría ganar el menor terreno al universo hostil, ni prolongar por un instante más la vida a mí confiada. Temeroso de la muerte como de la vida, agobiado por un terror sin nombre y, pese a ello, incapaz de olvidar las escenas que lo evocaban, yo estaba esperando cualquier consumación de horror que aún aguardara en la inmensa región más allá de los muros de la conciencia.
      Así me encontró el otoño, y volví a perder lo que había ganado de la mar. El otoño en las playas: un tiempo triste que no está marcado por hojas escarlata ni por ningún signo de los habituales. Un mar atemorizante que no cambia, aunque cambie el hombre. Sólo hubo un enfriamiento de las aguas, a las que ya no quise entrar: un oscurecimiento fúnebre del cielo, como si eternidades de nieve se prepararan a descender sobre las olas espantosas. Empezado aquel descenso, no terminaría jamás: seguiría bajo el sol blanco, amarillo y carmesí, y por fin bajo el pequeño rubí que solamente se rendiría al sinsentido de la noche final. Las aguas, antes amistosas, balbuceaban sin sentido, y me lanzaban extrañas miradas, y sin embargo no hubiera podido decir si la oscuridad del paisaje era reflejo de mis propios pensamientos, o si la tiniebla en mi interior era causada por lo que sucedía fuera de mí. Sobre la playa y sobre mí había caído una sombra, como la de un pájaro que nos sobrevolara en silencio: uno cuya mirada atenta no sospechamos hasta que la imagen en la tierra replica la del cielo, y miramos de pronto hacia arriba para encontrar que algo nos ha estado acechando, volando a nuestro alrededor en círculos.
      El día fue a fines de septiembre. El pueblo había cerrado los hoteles donde la insana frivolidad regía vidas huecas, atenazadas por el miedo, y donde viejos títeres llevaban a cabo sus locuras veraniegas. Los títeres fueron descartados, sucios con las últimas sonrisas y ceños fruncidos que se les habían pintado, y no quedaban cien personas en el pueblo. Una vez más, se permitió que los ordinarios edificios con fachadas de estuco que miraban la costa empezaran a deteriorarse por la acción del viento. A medida que el mes se acercaba al día al que me refiero, en mí se fue encendiendo la luz de un amanecer gris e infernal, en la que –me parecía– alguna oscura taumaturgia sería completada. Yo temía menos a aquella magia que a la continuación de mis horribles sospechas –menos que a las insinuaciones de algo monstruoso que acechaba tras bambalinas–, de modo que era con más curiosidad que verdadero temor que yo esperaba el día de horror que parecía acercarse. El día, repito, fue a fines de septiembre, aunque no estoy seguro si fue el 22 o el 23. Esos detalles han desaparecido bajo el recuerdo incompleto de lo sucedido: episodios que no deberían atormentar a ninguna existencia ordenada, por las detestables insinuaciones (y solamente insinuaciones) que contienen. Supe que había llegado la hora por una intuición alarmante del espíritu, una revelación demasiado profunda para que pueda explicarla. Durante las horas del día, esperé la noche; impaciente, tal vez, de que la luz del sol desapareciera, como un reflejo apenas atisbado en aguas ondulantes. De los eventos del día mismo no recuerdo nada.
      Ya había pasado mucho tiempo desde que la tormenta portentosa hubiera echado su sombra sobre la playa, y yo estaba decidido –luego de dudas sin causa tangible– dejar Ellston, pues hacía cada vez más frío y ya no iba a regresar a mi antigua tranquilidad. Cuando llegó un telegrama para mí (que se quedó dos días en la oficina de Western Union antes de que me localizaran: así de poco se conocía mi nombre) diciendo que mi diseño había sido aceptado, y había vencido a todos los otros en el concurso, fijé la fecha de mi partida. Recibí la noticia, que en otro momento del año me hubiera afectado enormemente, con extraña apatía. Parecía tan remota de la irrealidad que me rodeaba, tan remota de mí, como si se le hubiera enviado a una persona a la que no conocía, y sólo hubiera llegado a mí por accidente. Con todo, su llegada me obligó a completar mis planes y dejar la casita de la costa.
      Sólo quedaban cuatro noches a mi estancia cuando tuviero lugar los últimos de aquellos eventos cuyo significado está más en la impresión oscuramente siniestra que los rodeaba que en ninguna amenaza evidente. La noche había caído sobre Ellston y sobre la costa, y una pila de platos sucios era testigo de mi comida reciente y de mi pereza. La oscuridad llegó mientras me sentaba, con un cigarrillo, ante una de las ventanas que miraban al mar: era un líquido que gradualmente llenó el cielo y bañó a la luna, monstruosamente elevada. La planicie del mar que colindaba con la arena brillante, la ausencia total de un árbol o de cualquier otra figura, y la mirada de aquella alta luna me dejaron ver, de pronto, la vastedad de mi entorno. Apenas unas pocas estrellas se asomaban, como para acentuar con su pequeñez la majestad del orbe lunar y de la marea incesante.
      Me había quedado adentro, temeroso por alguna razón de salir hacia el mar en semejante noche de informes portentos, pero escuchñe a las olas murmurar secretos de un saber inaudito. Un viento proveniente de ningún lugar me traía el soplo de una vida extraña y palpitante –la encarnación de todo lo que había sentido y sospechado–, que ahora se agitaba en los abismos del cielo y debajo de las olas silentes. No podría decir en qué lugar se fundía aquel misterio con un sueño antiguo y espantoso, pero como quien se para junto a quien duerme, sabiendo que pronto despertará, yo me senté ante la ventana, sosteniendo un cigarrillo consumido casi por completo, para mirar la luna ascendente.
      Gradualmente, sobre aquel paisaje siempre en movimiento pasó un resplandor, intensificado por los del cielo, y me pareció estar bajo una compulsión creciente a mirar lo que pudiera ocurrir. La playa se vaciaba de sombras, y sentí que se llevaban cualquier refugio para mis pensamientos cuando llegara aquello que iba a llegar. Aquellas que se quedaban eran de ébano, insondables: trozos inmóviles de oscuridad que se extendían entre los rayos crueles y brillantes. La imagen eterna formada por orbe lunar –ya muerto, sea cual haya sido su pasado, y frío como los sepulcros inhumanos que guarda entre las ruinas de siglos polvorientos, más antiguos que el hombre– y el mar –movido, tal vez, por alguna vida desconocida, alguna conciencia ignota– me enfrentaba con horrible viveza. Me levanté y cerré la ventana: fue en parte por un impulso interior, pero sobre todo, creo, una excusa para interrumpir momentáneamente mis pensamientos. Ahora, de pie ante los cristales cerrados, ningún sonido llegaba hasta mí. Los minutos parecían eternidades. Yo esperaba, como mi propio corazón temeroso y la escena inmóvil ante mí, el signo de alguna vida inefable. Había puesto la lámpara sobre una caja en el rincón oeste del cuarto, pero la luna era más brillante, y sus rayos azules invadían lugares donde la lámpara apenas alumbraba. El resplandor antiguo de la luna, redonda, silenciosa, caía en la playa como lo había hecho por eones, y yo esperé, atormentado por la expectación, que se hacía dos veces más aguda por la falta de satisfacción, y la incertidumbre sobre cuál extraña conclusión podría suceder.
      Afuera de la casita, la blanca iluminación sugirió vagas formas espectrales cuyos movimientos irreales, fantasmales, parecían burlarse de mi ceguera, igual que voces no escuchadas se burlaban de mi atenta escucha. Por larguísimo tiempo, me quedé quieto, como si el Tiempo y el tañido de su gran campana se hubieran enmudecido. Y sin embargo no había nada que temer: las sombras cinceladas por la luna no tenían contornos antinaturales y no me ocultaban nada. La noche estaba silenciosa –lo sabía, pese a mi ventana cerrada– y todas las estrellas fijas, melancólicas, en un cielo de oscura grandeza. No había movimiento entonces, ni hay palabras de mi parte ahora, capaces de revelar mi predicamento: de describir al cerebro aprisionado en carne que, aterrado, no se atrevía a romper el silencio, pese a que era una tortura. Como si esperara la muerte, y seguro de que nada podría expulsar el peligro que mi alma enfrentaba, me volví a sentar, con un cigarrillo ya olvidado en la mano. Un mundo silencioso resplandecía más allá de las ventanas sucias y baratas, y en otro rincón del cuarto un par de sucios remos, puestos allí antes de mi llegada, compartieron la vigilia de mi espíritu. La lámpara ardía sin cesar, dando una luz enferma, del color de la piel de un cadáver. La miré de tanto en tanto, por la distracción que me daba y vi que muchas burbujas se alzaban y se desvanecían, inexplicablemente, en la base llena de keroseno. Más curioso, el pabilo no emitía calor. Y de pronto me di cuenta de que la noche entera no era fría ni caliente, sino extrañamente neutra, como si las fuerzas físicas se hubieran suspendido, violentando las leyes serenas de la existencia.
      Entonces, con un chapoteo sordo que envió ondas del agua plateada hasta la costa, e hizo ecos de miedo en mi corazón, algo emergió nadando más allá de la rompiente. Podría haber sido un perro, un ser humano o algo más extraño. No podía saber que la estaba mirando –o tal vez no le importaba– pero como un pez deforme nadó entre los reflejos de las estrellas y se sumergió bajo la superficie. Tras un momento volvió a salir, y esta vez, como estaba más cerca, vi que llevaba algo sobre su hombro. Supe, entonces, que no podía ser un animal, y que era un hombre o algo parecido a un hombre, que se acercaba a la tierra desde el mar oscuro. Pero nadaba con una facilidad espantosa.
      Mientras yo miraba, pasivo, lleno de horror, con la mirada fija de quien espera la muerte de otro y sabe que no puede evitarla, el nadador llegó a la cosa, aunque demasiado lejos hacia el sur para que yo pudiera discernir del todo su aspecto o su silueta. Con un extraño trote, mientras sus zancadas dispersaban chispas de espuma alumbrada por la luna, emergió y se perdió entre las dunas más allá de la playa.
      Ahora me poseía una súbita recurrencia del miedo que había muerto en los momentos previos. Me llenó un frío estremecimiento, aunque el aire el cuarto, cuya ventana ya no me atrevía a abrir, estaba más bien cargado. Pensé en lo horrible que sería que algo entrara por una ventana que no estuviera cerrada.
      Ahora que ya no podía ver a la figura, sentí que se mantenía en algún sitio cercano, en las sombras, o bien que me miraba desde cualquier ventana que no estuviese vigilando. Así que empecé a mirar, ansiosa, frenéticamente, por todas las ventanas, una tras otra, con miedo de encontrarme realmente con un rostro intruso, pero incapaz de refrenarme y cesar aquella pavorosa inspección. Pero aunque miré durante horas, ya no hubo nada más sobre la playa.
      La noche llegó a su fin, y con éste empezó el reflujo de aquella extrañeza: la que había hervido como un brebaje maligno, había llegado al borde del caldero en un instante, había hecho una pausa, y luego había comenzado a descender, llevándose consigo cualquier mensaje de lo desconocido que hubiera traído. Como las estrellas que prometen la revelación de terribles y gloriosos recuerdos, nos llevan a venerarlas mediante ese engaño, y luego no nos dan nada. Había llegado peligrosamente cerca de aprehender un antiguo secreto, que se había aventurado cerca de los sitios humanos y había acechado, con cautela, en el borde mismo de lo conocido. Y sin embargo, al final, no tenía nada, pues sólo se me había dado un vislumbre de aquella cosa furtiva, oscurecido por los velos de la ignorancia. No puedo ni concebir qué era eso, que podría haberse mostrado de haber estado yo más cerca del nadador que fue hacia la costa, en vez de hacia el océano. No sé que hubiera sucedido si el brebaje hubiera sobrepasado el borde del caldero, para derramarse en una cascada de revelaciones. El mar nocturno retenía cuanto había nutrido. Nunca sabré nada más.
      Sigo sin saber por qué el océano causa tal fascinación en mí. Pero, en fin, tal vez nadie de nosotros puede resolver esas cuestiones: tal vez existen desafiando cualquier explicación. Hay hombres, y hombres sabios, a los que no les gusta el mar y su espuma que lame las costas amarillas. Ellos creen que quienes amamos el misterio de la profundidad, antigua e interminable, somos extraños. Sin emargo, para mí hay un atractivo misterioso, inescrutable, en todos los ánimos del océano. Está en la espuma plateada y melancólica bajo el cadáver que es la luna nueva; flota sobre las olas silenciosas, eternas, que golpean costas desnudas; está allí cuando todo carece de vida salvo las sombras desconocidas que planean a través de sombrías profundidades. Y cuando contemplo las tremendas oleadas que arremeten con fuerza inagotable, llega a mí un éxtasis semejante al miedo, y debo humillarme ante su poder, para no odiar las aguas espesas y su belleza abrumadora.
      Vasto y desolado es el océano, e igual que todas las cosas provienen de él, todas habrán de regresar. En la velada plenitud del tiempo, nadie reinará sobre la Tierra, ni habrá movimiento alguno, salvo en las aguas eternas. Y estas golpearán las costas oscuras con truenos de espuma, aunque no quede nadie en ese mundo agonizante para mirar la fría luz de la luna enferma, mientras juega en los torbellinos de la marea y las arenas ásperas. En la orilla de lo profundo, sólo quedará la espuma estancada, acumulándose entre conchas y huesos de los seres antiguos que vivían en las aguas. Cosas silentes y blandas se retorcerán en las costas desiertas, extinta su vida perezosa. Luego todo estará oscuro, pues al fin incluso la luna blanca sobre las olas se apagará. No quedará nada, ni arriba ni debajo de las aguas sombrías. Y hasta ese último milenio, y por siempre después, el mar tronará y se agitará en la noche pavorosa.

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