El cuento del mes

Los Sin-Cara

Para terminar el año, este cuento de Marcel Schwob (1867-1905), escritor francés que influyó en muchos de los grandes autores latinoamericanos del siglo XX. Más de uno de ellos dará la impresión de asomarse en «Los Sin-Cara», historia macabra que se acerca a lo sobrenatural sin tocarlo de veras (y sin dejar por eso de ser inquietante y extraña). El cuento se publicó primero en el libro Corazón doble (1891). Esta traducción es de Amanda Fons de Gioia.


LOS SIN-CARA
Marcel Schwob

Los recogieron a los dos, el uno junto al otro, sobre la hierba quemada. Sus ropas habían volado hechas jirones; la detonación de la pólvora borró el color de los números; las placas de latón se pulverizaron. Se los podría haber tomado por dos trozos de pulpa humana. El mismo frag­mento afilado de chapa de acero, silbando oblicuamente, les llevó el rostro, de modo que yacían sobre las matas de pasto como un doble tronco de roja cabeza. El ayudante del mayor que los apiló en el coche los recogió más que nada por curiosidad. En efecto, la herida era muy rara. No les quedaba ni nariz, ni pómulos, ni labios; los ojos sobresalían fuera de las órbitas destruidas, la boca se abría como un embudo, sangrante agujero con la lengua cortada que vibraba, estremecida. Es posible imaginar qué extraño resultaba ver dos seres de la misma altura y sin rostro. Ambos cráneos, cubiertos de pelo corto, ostenta­ban dos placas rojas, cortadas igual y simultáneamente, con huecos en las órbitas y tres agujeros como nariz y boca.
      En el hospital se les dio el nombre de Sin-Cara N° 1 y Sin-Cara N° 2. Un cirujano inglés, que hacía el servi­cio ad-honorem, se sorprendió ante este caso interesán­dose en él. Cuidó y vendó las heridas, las suturó, extrajo las esquirlas, modeló esa pulpa de carne dando forma a dos casquetes cóncavos y rojos, igualmente perforados en el fondo, como hornillos de exóticas pipas. Ubicados en dos camas, el uno junto al otro, los dos Sin-Cara mancha­ban las sábanas con doble cicatriz redonda, gigantesca y sin sentido. La eterna inmovilidad de esa Haga tenía un mudo dolor: los músculos tronchados no reaccionaban ni con las suturas; el terrible golpe había aniquilado el sen­tido del oído, a tal punto que en ellos la vida sólo se mani­festaba por el movimiento de sus miembros y por el doble grito ronco que emergía a intervalos de entre los abiertos paladares y los temblorosos muñones de lengua. Sin em­bargo, ambos se curaron. Lenta, pero seguramente, apren­dieron a dominar sus gestos, a extender los brazos, a doblar las piernas para sentarse, a mover las encías endure­cidas que ahora cubrían sus mandíbulas soldadas. Cono­cieron un placer, manifestado por sonidos agudos y modu­lados, mas sin poder silábico: fue el de fumar sus pipas, a cuyas boquillas se habían adosado unas piezas ovales de goma que llegaban a los bordes de la herida que eran sus bocas. En cuclillas bajo las mantas, aspiraban el ta­baco; y los chorros de humo salían por los orificios de sus cabezas: por el doble agujero de la nariz, por los pozos gemelos de sus órbitas, por las comisuras de las mandí­bulas, entre el esqueleto de sus dientes. Y cada escape de bruma gris que se exhalaba por entre las grietas de esas masas rojas, era saludado por una risa sobrehumana, clo­queo de la campanilla que temblaba, mientras el resto de sus lenguas chasqueaba débilmente.
      Se produjo una conmoción en el hospital, cuando el interno de guardia llevó hasta la cabecera de los Sin-Cara a una mujercita en cabeza, quien miró al uno, luego al otro, con rostro aterrorizado, prorrumpiendo luego en llanto. Ante el escritorio del jefe médico del hospital, explicó, en­tre sollozos, que creía que uno de ellos era su marido. Figuraba entre los desaparecidos; pero como esos dos he­ridos carecían de toda señal de identidad se hallaban en una categoría especial. Y tanto la altura, como el ancho de espaldas, y la forma de las manos, le recordaban sin lugar a dudas al hombre perdido. Mas se hallaba extremada­mente indecisa: de los dos Sin-Cara ¿cuál era su marido?
      Esta mujercita era realmente encantadora; su peinador barato le moldeaba el seno, sus cabellos levantados a la usanza china, le conferían un dulce aspecto infantil. Su inocente dolor y una incertidumbre casi risible, se auna­ban en su expresión, contrayendo sus rasgos como los de una niñita que acabara de romper un juguete. De modo que el jefe médico del hospital no pudo contener una son­risa y, como hablaba con mucha claridad, dijo a la mujercita que lo miraba: «Llévatelos a tus Sin-Cara; los reco­nocerás probándolos.» Al principio ella se escandalizó y dio vuelta la cabeza con rubor de niña avergonzada; luego bajó los ojos mirando a una y otra cama. Los dos tajos rojos, suturados, continuaban descansando sobre las almohadas, con esa misma ausencia del sentido que los con­vertía en un doble enigma. Se inclinó sobre ellos; habló al oído de uno, luego del otro. Las cabezas no demostraban reacción alguna, pero las cuatro manos experimentaron una especie de vibración, tal vez porque esos dos pobres cuerpos sin alma sentían vagamente que junto a ellos ha­bía una mujercita encantadora, de suave perfume y exqui­sitas y absurdas maneras de bebé.
      Ella vaciló durante algunos momentos todavía, y ter­minó pidiendo que tuvieran a bien confiarle a los dos Sin-Cara durante un mes. Los llevaron, siempre uno al lado del otro, a un grande y mullido coche; la mujercita, sen­tada frente a ellos, lloraba sin cesar con lágrimas ardientes. Y cuando llegaron a la casa, comenzó para los tres una vida singular. Ella iba eternamente de un lado al otro, es­piando una indicación, esperando una señal. Observaba sus superficies rojas que nunca más se moverían. Miraba an­siosamente esas enormes cicatrices cuyos costurones iba conociendo gradualmente, como se conocen los rasgos del rostro bienamado. Las examinaba una a una, como prue­bas de fotografías, sin decidirse a elegir.
      Y poco a poco, la enorme pena que le angustiaba el corazón cuando, al principio, pensaba en su marido des­aparecido, se fue convirtiendo en una calma indecisa. Vi­vió a la manera de alguien que ha renunciado a todo, mas que sigue viviendo por costumbre. Las dos mitades limi­tadas que representaban al ser querido, nunca podrían reu­nirse en su cariño; pero sus pensamientos iban constante­mente de uno al otro, como si su alma oscilara cual un péndulo. Veía en ambos a sus «rojos maniquíes», a insul­sos muñecos que fueron llenando, poco a poco, su existen­cia. Fumando sus pipas, sentados en el lecho en la misma actitud, exhalando las mismas volutas de humo, y profi­riendo simultáneamente los mismos gritos inarticulados, más se asemejaban a enormes fantoches orientales, a máscaras sangrientas venidas de ultramar, que a seres animados de vida consciente, que antes fueran hombres.
      Eran sus «dos monos», sus muñecos rojos, sus dos mariditos, sus quemados, sus cuerpos sin alma, sus polichinelas de carne, sus cabezas agujereadas, sus cráneos sin cerebro, sus rostros de sangre; ella los arreglaba uno después del otro, hacía sus mantas, bordaba sus sábanas, servía su vino, cortaban su pan; los hacía caminar por el centro de la habi­tación, uno a cada lado, y saltar sobre el piso; jugaba con ellos y si se enojaban, los empujaba afuera con la palma de la mano. Si los acariciaba, andaban junto a ella como perros retozones; si hacía un gesto duro, permanecían doblados en dos, como bestias temerosas. Se le acercaban cariñosamente pidiéndole dulces; ambos poseían escudillas de madera en las que periódicamente hundían sus máscaras rojas con alegres gritos.
      Ya las dos cabezas no irritaban a la mujercita como antes, no la intrigaban cual dos antifaces rojos colocados sobre rostros conocidos. Los quería por igual, con infantil mohín. Decía, refiriéndose a ellos: «Mis fantoches duermen.» «Mis hombres están paseando.» Le pareció incomprensible que vi­nieran del hospital a preguntar con cuál de los dos se que­daba. Era una pregunta absurda, como si le exigieran que cortase a su marido en dos. Los castigaba a veces como los niños lo hacen con sus muñecos malos. Decía a uno de ellos: «¿Viste, mi pequeño antifaz, qué malo es tu hermano? Es malo como un mono. Lo he puesto de cara a la pared; sólo lo dejaré volverse si me pide perdón.» Luego con una sonrisa, hacía girar al pobre cuerno, dulcemente sometido a la penitencia, y le besaba las manos. A veces también besaba sus horribles costurones, enjugándose la boca inme­diatamente, frunciendo los labios, a escondidas. Y luego se reía a carcajadas.
      Pero insensiblemente se fue acostumbrando más a uno de ellos porque era más suave. Fue algo inconsciente, es cierto, ya que había perdido toda esperanza de reconocerlos. Lo prefirió, como se prefiere a un animal favorito que se aca­ricia con mayor placer. Lo mismo más que al otro y lo besó con más ternura. Y el otro Sin-Cara se tornó triste, tam­bién gradualmente, sintiendo que faltaba junto a él la pre­sencia femenina. Permaneció replegado en sí mismo fre­cuentemente acurrucado en su lecho, con la cabeza entre los brazos, como pájaro enfermo; se negó a fumar, mientras el otro, ignorando su dolor, continuaba aspirando el humo gris que exhalaba con agudos gritos por todas las grietas de su máscara purpúrea.
      Entonces la mujercita cuidó a su marido triste, pero sin comprenderlo mucho. El reclinaba la cabeza en su seno y sollozaba con el pecho, en una especie de ronco gruñido que le recorría el torso. Fue una lucha de celos en ese co­razón negro de sombras; unos celos animales, nacidos de sensaciones con recuerdos confusos, tal vez de una vida anterior. Ella le cantó canciones de cuna como a un niño, y lo calmó posando sus frescas manos sobre su cabeza ar­diente. Cuando lo vio muy enfermo, gruesas lágrimas caye­ron de sus alegres ojos sobre el pobre rostro mudo.
      Pero pronto sintió ella una angustia atenazante al tenor la vaga sensación de gestos ya vistos en otra antigua enfer­medad. Creyó reconocer movimientos antaño familiares; y la posición de las manos demacradas le recordaba confusa­mente otras manos semejantes, anteriormente amadas, que acariciaran sus ropas antes del enorme abismo que se abrie­ra en su vida.
      Y los lamentos del pobre ser abandonado le laceraron el alma; entonces, en anhelante incertidumbre, volvió a obser­var las dos cabezas sin rostro. Ya no fueron dos muñecos purpúreos; uno fue el extraño y el otro, tal vez, la mitad de sí misma. Cuando el enfermo murió, renació su gran do­lor. Creyó haber perdido verdaderamente a su marido; co­rrió temerosa hacia el otro Sin-Cara y se detuvo, presa de infantil piedad, ante el miserable maniquí escarlata que fu­maba alegremente, modulando sus gritos.

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