El cuento del mes

Las flores

Alice Walker

En un viaje reciente, dentro de la Biblioteca Pública de Los Ángeles, encontré una antología de minificción en inglés: Sudden Fiction (Continued), compilada en 1996 por Robert Shapard y James Thomas. No todos los textos tienen la brevedad de lo que se considera un microrrelato en lengua castellana, pero muchos son muy interesantes, y en las semanas por venir publicaré aquí mis traducciones de algunos de ellos.
      El primero es este, de la escritora estadounidense Alice Walker (1944), famosa mundialmente por su novela El color púrpura (1982). “The Flowers” es un cuento sutil pero tremendo: narra la inocencia de una infancia y su encuentro con la violencia. No es posible precisar con exactitud la fecha de la acción –¿la época del esclavismo del siglo XIX, de la segregación racial en el XX?–, pero esto vuelve a la historia más potente y angustiosa. También podría estar pasando ahora.

Alice Walker

LAS FLORES
Alice Walker

Mientras iba saltando, ligera, del gallinero a la pocilga al ahumadero, a Myop le pareció que los días nunca habían sido tan hermosos como aquellos. En el aire se sentía una frescura tal que la hacía arrugar la nariz. La cosecha del maíz y el algodón, el cacahuate y la calabaza, hacía de cada día una sorpresa dorada que ocasionaba pequeños temblores de emoción que subían por sus mandíbulas.
      Myop llevaba una rama corta y nudosa. La usaba para espantar a los pollos que le llamaban la atención, y para componer el ritmo de una canción en la cerca alrededor del chiquero. Se sentía ligera y bien bajo el cálido sol. Tenía diez años, y nada existía para ella sino su canción, la rama que aferraba con su mano de color café oscuro, y su acompañamiento: la-di-la-la-la.
      Dando la espalda a las paredes oxidadas de la casa de su familia de cosechadores, Myop caminó al lado de la cerca hasta su extremo, en la corriente que venía del manantial. Alrededor del manantial, del que la familia sacaba el agua para beber, crecían helechos plateados y flores silvestres. Unos cerdos hozaban en la ribera poco profunda. Myop observó las pequeñas burbujas blancas que interrumpían la delgada superficie del suelo y el agua que, en silencio, subía y se deslizaba corriente abajo.
      Ella había explorado los bosques detrás de la casa en muchas ocasiones. Con frecuencia, a fines del otoño, su madre la llevaba a recoger nueces entre las hojas caídas. Hoy, ella siguió su propio camino, zigzagueando de aquí para allá, vagamente atenta a no encontrarse con serpientes. Encontró, además de varios helechos y hojas comunes pero bonitos, una buena cantidad de extrañas flores azules con bordes aterciopelados y un arbusto de calicantos, lleno de capullos pardos y fragantes.
      Para las doce del día, con los brazos llenos de ramitas de sus hallazgos, estaba a una milla o más de casa. Con frecuencia había llegado así de lejos, pero lo extraño de los alrededores los hacía menos agradables que los sitios que más frecuentaba. La pequeña cala a la que había llegado le parecía lúgubre. El aire estaba húmedo. El silencio era apretado y profundo.
      Myop empezó a tomar camino de vuelta a casa, de regreso a la paz de la mañana. Fue entonces cuando lo pisó directamente en los ojos. Su talón se atoró en la cresta rota entre el ceño y la nariz, y ella se inclinó deprisa, sin miedo, para soltarse. Sólo cuando vio su sonrisa desnuda dio un pequeño grito de sorpresa.
      Había sido un hombre alto. De los pies al cuello cubría un buen espacio. Su cabeza estaba a un lado. Cuando Myop apartó las hojas y las capas de tierra y restos, vio que había tenido grandes dientes blancos, todos ellos agrietados o rotos, dedos largos y huesos muy grandes. Todas sus ropas se habían podrido salvo algunos harapos de mezclilla azul de su overol. Las hebillas del overol se habían puesto verdes.
      Myop revisó los alrededores del sitio con interés. Muy cerca del lugar donde había pisado la cabeza había una rosa salvaje. Mientras la recogía para agregarla a su ramo, notó un montículo, un anillo alrededor de la raíz de la rosa. Eran los restos podridos de un nudo de horca: un trozo de cuerda de un arado, que ahora se mezclaba benignamente con la tierra. Otro trozo colgaba de la rama de un roble grande y amplio. Podrido también, roto, desteñido y desgastado –apenas allí–, pero girando sin descanso, movido por la brisa. Myop depositó sus flores en el suelo.
      Y el verano terminó.

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