El cuento del mes

Kuakú Baboní

El que sigue, para terminar el año, es un cuento africano tradicional (proveniente de la misma colección virtual que otro que publiqué hace algún tiempo); lo más que he podido averiguar es que probablemente procede de Ghana. Sería un gusto si se aclimata en otras regiones del mundo… Para los posibles interesados dejo la referencia a esta página, que contiene muchas historias tradicionales africanas. Esta versión del texto está revisada.

KUAKÚ BABONÍ
(la más terrible de todas las criaturas)

Anónimo

Griot senegalés. 1890. Fuente

Hubo una vez un matrimonio. El marido había emprendido un largo viaje y, durante su ausencia, la mujer dio a luz a un niño.
      La madre del recién nacido aguardaba, impaciente, el regreso del marido para mostrarle el pequeñuelo, que era un bebé encantador, de piel muy oscura, de ojos risueños y picarescos. Una monada de criatura.
      Y he aquí que, a los pocos días del nacimiento del bebé, cuando la madre se preguntaba qué nombre daría al retoño, pasmada de asombro, oyó que el hijito exclamaba:
      —¡Mi nombre es Kuakú Baboní!
      Mas al siguiente día aumentó su asombro. La mujer gruñía porque, debido a la ausencia del marido, no podía ir al bosque a recoger leña, cuando su retoño, que no contaba más que de siete a ocho días de edad, dijo:
      —Yo voy al bosque.
      Y así lo hizo. Se fue a recoger leña y regresó con medio bosque a cuestas.
      Tendría mes y medio tan sólo cuando su madre tuvo que ir hasta el río a lavar ropa y dejó al prodigioso bebé en casa, durmiendo en su cuna.
      De regreso encontró en la puerta a todo un ejército de niños que armaban un formidable escándalo.
      —¡Tu hijo nos ha pegado! —le dijeron lloriqueando.
      —¡Mi hijo! —exclamó la madre, estupefacta—. ¡Si mi pequeño es un niño de teta y vosotros sois ya unos grandulones! Además, está en la cuna, donde lo dejé hace poco, durmiendo como un bendito.
      Y para convencerlos, los hizo entrar.
      Pero, ¡oh desencanto!, por más que buscaron, no pudieron encontrarlo por ninguna parte. Y la madre tuvo que presentar excusas a los muchachos para que le perdonaran, pues era muy pequeño y no sabía lo que hacía.
      Y para mayor burla, al cabo de un rato, el bebé llegó con mucho sigilo y, sin que nadie lo advirtiera, subióse él mismo a la cuna.
      Tantas y tantas fueron las travesuras y fechorías de la criatura, que sus padres, espantados, creyendo tener en su casa a un verdadero diablillo y lo echaron de la choza, prohibiéndole que pusiera nuevamente los pies en ella.
      Y el pequeño, en vez de entristecerse, partió silbando alegremente.
      Anda que te anda, al anochecer divisó una linda casita. Vivían en ella, juntos y en franca armonía, muy felices, un león, un tigre, un lobo, una cabra y un elefante.
He de advertir que, en aquel tiempo, los animales hablaban y se querían como hermanos. Jamás se peleaban y se ayudaban mutuamente.
      Los animales de nuestra historia: el lobo, la cabra y el elefante que vivían fraternalmente, estaban sentados aquel atardecer alrededor del fuego, fumando en pipa y contándose leyendas heroicas y cuentos de hadas, de los que mucho gustaban.
      Cuando llegó el pequeño humano, saludó cortésmente a la familia de animales y les pidió permiso para permanecer entre ellos, ofreciendo servirles como criado, pues alegó ser huérfano de padre y madre.
      La Cabra, que, por ser la más joven de la familia, estaba encargada del trabajo doméstico, dijo:
      —Aceptemos sus servicios. Así tendré quien me ayude en la pesada labor de la casa, ya que, mientras vosotros os paseáis o tomáis el sol, tengo que atender a todas los cosas.
      Los animales conferenciaron y accedieron. Luego le invitaron a cenar. El pequeño aceptó complacido y engulló cuantos manjares le presentaron; parecía no haber comido en su vida, de tal modo lo devoraba todo.
      Los cinco animales acostumbraban llegarse, por riguroso turno, a una finca que poseían a unos kilómetros de distancia, en busca de provisiones para el sostén de la casa; era ésta una labor de todas las mañanas.
      Y como a la mañana siguiente a la llegada de nuestro personaje le tocaba a la Cabra, ésta pidió que el humanito la acompañase para ayudarla a traer el cesto.
      Y así se acordó. Entregaron el cesto a Kuakú Baboní, y éste, muy contento, echó a andar tras la Cabra.
      Cuando llegaron a la finca propiedad de los cinco animales, el humanito dejó en el suelo el cesto y echó a correr de un lado a otro, jugando y curioseándolo todo.
      Fue inútil que la Cabra le llamara la atención y que le amonestara para que fuese en su ayuda; él proseguía en sus juegos y en sus fisgonerías. Tanto, que ya la Cabra se enfadó, y, llevada de los nervios, dióle unos tirones de orejas con la consabida reprimenda.
      Mas ¡cuál no sería su estupefacción, al ver que Kuakú Baboní le propinaba un formidable puñetazo que la tiraba al suelo, rodando! Y hubo más: lanzándose sobre ella, le dio una paliza soberana, hasta que la Cabra, extenuada, pidió gracia.
      Pero Kuakú Baboní siguió aporreándola hasta que ella juró terminar el trabajo, dejándole en paz con sus diversiones, llevar el cesto lleno de provisiones y no decir a nadie ni una sola palabra de lo ocurrido.
      Sólo entonces Kuakú Baboní permitió que la Cabra se levantara del suelo, donde la tenía acorralada. Estaba llena de contusiones y tenía un ojo hinchado y el labio partido; lo que vulgarmente se dice, una verdadera calamidad.
      Llegado el momento del retorno, la Cabra cargó, sobre su cabeza, con el cesto lleno de provisiones y emprendieron la marcha.
      Al llegar cerca de la choza, Kuakú Baboní tomó el cesto, aparentando la ayuda que no había prestado. Y así llegó con la Cabra.
      Extrañados los animales del lastimoso aspecto que presentaba su compañera, preguntáronle qué le había ocurrido.
      —Tuve la desgracia —explicó la Cabra— de tropezar con un enjambre de abejas cuando estaba recogiendo las provisiones. Me aguijonearon y me dejaron en el deplorable estado en que me veis.
      A la mañana siguiente le tocó al Lobo, y fuése a la finca acompañado de Kuakú Baboní. También aquél regresó con el rostro hinchado y el cuerpo lleno de contusiones.
      La Cabra, adivinando lo ocurrido, oyó las explicaciones que dio el Lobo sin poder contener una sonrisa harto significativa.
      Luego, la Cabra y el Lobo hablaron de lo sucedido, extrañando que una criatura tan chiquitina como Kuakú Baboní tuviese fuerza tan enorme y osadía tan singular.
      Todos los días, por la mañana, uno de los animales, el que le correspondía, iba a la finca e, infaliblemente, regresaba hecho un desastre. Por fin, habiendo corrido todos la misma suerte y no habiendo motivos para disimular, celebraron concilio con el único y exclusivo objeto de estudiar el modo de desembarazarse de Kuakú Baboní, la más terrible de todas las criaturas.
      Acordaron abandonar la choza y dejar en ella a Kuakú Baboní como solo propietario.
      Antes de emprender la fuga para librarse de aquella terrible criatura, prepararon, con gran reserva, un cesto lleno de provisiones, a las que agregaron los utensilios indispensables de cocina: un jarro para la leche, una cacerola, cinco calabazas que les servían de platos, una gran cafetera y las diferentes pipas de la cuadrilla.
      Desgraciadamente para ellos, Kuakú Baboní se enteró de sus proyectos. Y, sin que ellos ni siquiera lo sospecharan, cogió una hoja de árbol, muy grande, se introdujo en el cesto y se envolvió en aquélla, cosa muy factible para Kuakú Baboní, porque ya sabéis que era muy chiquitín.
      Al amanecer, sin el menor ruido por temor a despertar al terrible Kuakú Baboní, la pandilla emprendió la fuga. Sentían ganas e saltar, de brincar, de cantar y de reír, al verse libres del terrible humanito.
      Y cuando ya habían andado algunos kilómetros de su antigua morada la Cabra, que llevaba el cesto de provisiones sobre la cabeza, sintiéndose fatigada, se detuvo un instante a descansar.
      Entre tanto, sus compañeros proseguían el camino y perdióles de vista; acordóse de los manjares que llevaba y entróle deseos de comerse un bocadillo, sin que ellos lo vieran; la Cabra era muy glotona. ¡Cuál no sería su sorpresa y asombro! Al levantar la tapa del cesto, recibió una formidable trompada al mismo tiempo que oía una voz que le decía:
      —¡Cierra el cesto y a callar se ha dicho!
      Faltóle tiempo a la Cabra para obedecer y echó a correr tras de sus compañeros, aterrada por aquella terrible criatura.
      Y así que los divisó los llamó y exclamó luego:
      —¡Lobo, ahora te toca a ti cargar con el cesto! ¡Yo estoy muy cansada!
      El Lobo tomó la carga. Pero, al poco, recordando también las sabrosas provisiones que contenía la cesta, fingiendo estar fatigado, se detuvo a descansar un instante. Y cuando sus compañeros se hubieron distanciado un largo trecho, abrió el cesto. Y recibió un formidable puñetazo, como el que la Cabra había recibido antes. Dejó caer la tapa del cesto y reanudó la marcha muy ligero para alcanzar a sus compañeros.
      El León y el Tigre, uno tras otro, llevaron el cesto. Y los dos, a cual más glotón, levantaron la tapa del cesto de provisiones para engullirse alguna golosina. Y los dos, respectivamente, recibieron un puñetazo soberano.
      Le tocó el turno al Elefante, que también recibió una trompada. Cuando se reunió con los demás y pidió que le librasen de la carga, todos exclamaron:
      —¡Si no quieres seguir llevando el cesto, tíralo; nosotros, ya estamos cansados de cargar con él!
      El Elefante, al oír estas palabras, tiró precipitadamente el cesto y echó a correr como alma que lleva el diablo, en dirección al bosque.
      Sus compañeros echaron una mirada al cesto y apretaron a correr tras el Elefante, también hacia el bosque.
      Continuaron así corriendo todo el día y toda la noche, sin descansar, hasta que se internaron en el bosque. Rendidos de fatiga se echaron a descansar junto a un baobab, gigante entre los árboles.
      Pero el terrible Kuakú, al caer el cesto, salió y echó a correr a campo traviesa, en dirección al bosque. Sabía que los fugitivos descansarían a la sombra del gigantesco baobab. Trepó a una rama y se ocultó entre el follaje.
      Los animales, rendidos de cansancio, y tendidos al pie del baobab se enzarzaron en una violenta discusión. Todos censuraban a la Cabra por haberles propuesto que tomasen a su servicio aquella terrible criatura.
      La Cabra, indignada, replicó:
      —¡Fue de común acuerdo el tomarle a nuestro servicio!
      Y añadía:
      —¡Yo no tengo la culpa! ¡Si ese diablo estuviera presente me daría la razón! Es más: os culparía a vosotros.
      Al oír estas palabras, Kuakú se dejó caer entre los animales que allí discutían. Poseídos de terror, los cinco animales huyeron en direcciones distintas.
      El Lobo corrió hacia la estepa; el Tigre se escondió en el bosque; el León no paró hasta llegar al desierto arenoso; el Elefante huyó hacia la región del Níger, y la Cabra fue a pedir protección a las regiones habitadas por los hombres.
      Y desde entonces, viven separados y en lugares tan diferentes; su vida es muy otra a la que observaban cuando, bajo el mismo techo, vivían fraternalmente.
      En cuanto a Kuakú Baboní, la más terrible de todas las criaturas, continúa vagando por el mundo para terror y espanto de todos los animales, que temen su presencia en cualquier instante.
      Pues habéis de saber que el Lobo, el León, el Elefante, el Tigre y la Cabra advirtieron a sus hijos que se cuidaran muy mucho de tener el menor trato con la más terrible de las criaturas de la creación, Kuakú Baboní.
      Por esto, por haber sido advertidos, muchos de los descendientes de aquellos animales, como tienen buena memoria, huyen, desconfiados, en cuanto divisan o huelen la presencia de los seres humanos.

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