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El último concierto de Rush

El último concierto de Rush

El último concierto de Rush
Cuando aún iba a la prepa en mi ciudad natal, un amigo que tenía me prestó un caset con música que le gustaba. Era la época en que el término mixtape no era nombre retro para un podcast o una playlist. En el caset venían varias piezas de rock progresivo, o por lo menos distinto de lo que recibía el nombre de «rock» en la televisión y la radio: canciones –ni siquiera se les decía «rolas» todavía– de Amon Düül, de Pink Floyd, de un par de bandas que nunca pude identificar…
      Y también una pieza larga, larguísima, veinte minutos de pieza, titulada «Hemispheres». Ahora podría decir que era una especie de suite para guitarra, bajo, batería y un poco de sintetizadores, no sólo extensa sino muy compleja, con varios cambios de ritmo muy desconcertantes y alto grado de dificultad para todos los músicos. Entonces solamente pensé que era algo nuevo para mí. Con ella, y con el álbum a la que pertenecía, conocí a Rush: la banda canadiense formada por Geddy Lee (bajo y voz), Alex Lifeson (guitarras) y Neil Peart (batería) cuya despedida vi hace poco más de un mes.

Mi tío, el doctor Adrián Chimal, me inició en el rock sin querer, en mi primera infancia, simplemente escuchando a todas horas sus discos favoritos. Él había nacido en 1950, había ido al legendario Festival de Avándaro y fue aficionado a esa música toda su vida. Antes de cumplir un año, me dicen, yo ya reconocía «My Sweet Lord» de George Harrison. Santana, Pink Floyd, Fleetwood Mac, los Beatles y los Stones, Cat Stevens, Three Souls in my Mind y otros están ligados para siempre a mis recuerdos más lejanos.
      Rush, por otra parte… Era un descubrimiento mío, claro, pero no sólo eso. Era una alternativa, antes de que la palabra se convirtiera en otra etiqueta. Quienes nos decíamos rocanroleros en mi escuela, si bien no éramos expertos ni mucho menos, buscábamos algo distinto de la música de la televisión y (lo entiendo ahora) lo buscábamos con mucha rabia. Éramos como rehenes que hubieran estado presos desde la infancia, no conocieran otra cosa que el encierro, y a pesar de todo quisieran algo diferente porque no todo podía ser como lo que se veía. La música no era poca cosa entonces, como no lo es ahora. No todo podía ser como las baladas recicladas de Italia o España, o como las canciones blanditas (blandísimas) etiquetadas para niños y jóvenes. Como la idea de la vida –la sociedad, la familia, la política– que supuestamente era la única posible y que se repetía sin cesar por todas partes.
      Las piezas extensas del rock progresivo nos gustaban porque, primero, jamás iban a ser transmitidas en la radio, pero igual se componían y se grababan; segundo, porque se atrevían a hacer a un lado la melodía y pasar a atmósferas hechas de ruido o de sonidos atonales: sueños y pesadillas; tercero, porque en muchas ocasiones eran interpretadas con gran virtuosismo y estaban hechas para ser exigentes con sus escuchas al igual que con sus intérpretes, de modo que permitían descubrir detalles nuevos cada vez que se volvía a ponerlas; cuarto, porque sus letras eran extrañas, no sólo ajenas a los dos únicos temas autorizados (amor y desamor) sino también mucho más articuladas y precisas. Casi no hay poemas potentes como los de Bob Dylan o Leonard Cohen en el progresivo, pero en cambio muchas piezas están cerca de la prosa, y para el caso de la prosa narrativa. Más todavía, la forma del álbum de progresivo también solía ser análoga a la de un libro de cuentos bien estructurado o incluso a la de una novela. Realmente se puede aprender mucho de estructura narrativa, de ritmo, de tempo y de atmósfera en una representación de cualquier tipo, escuchando con atención Three Friends de Gentle Giant, Ys de Il Balletto di Bronzo, The Lamb Lies Down On Broadway de Genesis… o ejemplos mucho más obvios como The Wall de Pink Floyd (del que casi nadie recuerda que es circular, como Finnegans Wake o como Piedra de Sol), o bien 2112 de Rush, que es una historia de ciencia ficción alrededor del tema del individuo contra el poder totalitario, y que marcó el paso de Rush más allá de sus comienzos en el heavy metal (muy al estilo de Led Zeppelin: la voz aguda de Geddy Lee se asemejaba bastante a la de Robert Plant).

Aquí debo decir algo sobre grandes admiraciones. 2112, que llegó a mí tiempo después de que descubriera a la banda, junto con el resto de lo que pude ir consiguiendo de la misma, también fue probablemente el álbum en que comenzó la fama de Neil Peart aparte de los otros miembros de Rush. Aunque Lee y Lifeson son conocidos por su virtuosismo en sus respectivos instrumentos, y todos han sido premiados en numerosas ocasiones, Peart es el más celebrado de los tres como ejecutante, y a su fama de baterista –muchos lo creen uno de los grandes de la historia del rock, o incluso el mayor de todos: toca como dios, dicen– se agrega la de escritor: además de ser autor de las letras de casi todas las canciones de Rush, tiene numerosos artículos y varios libros publicados. Y Lee y Lifeson, como compositores de la música de la banda, le han dado siempre espacio para que llene sus partes de batería con toda clase de floreos y acrobacias que se vuelven memorables. Y toca como dios en esas partes y en sus solos, que con los años fueron creciendo hasta convertirse en piezas separadas y favoritas de los fans en los conciertos. Y nació en el mismo día que yo.
      Eso sí, reconozco que Peart debe ser el menos poeta de todos los letristas del rock progresivo: en muchas ocasiones sus ideas no hacen caso del ritmo, se adelantan, se atrasan, se atropellan unas a otras, y suele ser frío, cerebral, justamente más discutidor de conceptos que de sentimientos. Y también me apuro a decir que ni siquiera él, quien en su juventud declaraba ser devoto de la escritora estadounidense Ayn Rand y la menciona explícitamente como una influencia de 2112, pudo lograr que me gustara la prosa horrible y la ideología ultraconservadora, literalmente inhumana, de Rand. (Para su bien, Peart ha declarado en años recientes que se arrepiente de esa afición más bien injustificable.) ¿Pero ya dije que toca como dios?

Esta, desde luego, es una banda a la que en realidad no me une nada, que es de otra generación en otro país y en otra lengua, y que además nunca ha sido un fenómeno global: un grupo de músicos para músicos, se dice, y cuando mucho para un grupo de fieles comparativamente pequeño y en su mayoría masculino, de clase media para abajo, ya no joven y, sobre todo, blanco y canadiense. La afición a Rush no es fácil de explicar, como ha escrito el ensayista mexicano José Israel Carranza pensando en su propia predilección por la música country. Y aquí menos. ¿Habían sabido ustedes una sola vez de Hemispheres o 2112? ¿Han escuchado en la radio, o siquiera visto en VH1, algo de Grace Under Pressure, Signals, Counterparts, Snakes and Arrows, A Farewell to Kings, Permanent Waves o cualquier otro de los discos de esta banda? La verdad es que no está de moda en este entorno, desde donde escribo, y por lo tanto produce un regocijo que no se puede comunicar. Como también escribió José Israel, uno se resigna a no poder comunicarlo, y en el caso de Rush a hacer air drum: los aficionados de otras bandas se ponen a fingir que tienen una guitarra entre las manos cuando se prenden con un requinto (¿alguien usa todavía el verbo prenderse?), pero los de Rush saben que el instrumento a imitar es la batería, que como ya dije siempre se cuela entre los demás y se pone en el centro, como ocurre muchas veces en «Tom Sawyer», la única canción de Rush que ha entrado (poquito) en la cultura popular y la que suelen mencionar quienes han oído de la banda, pero prefieren cualquier otra cosa, antes de pedir cambiar de tema.

Por mi parte, esa canción no es de mis favoritas. Es popular, y la que más éxito económico ha tenido, pero las cumbres de la obra de cualquier artista pueden ser de más de un tipo. Rush ha tenido varias etapas después de su periodo progresivo, y en ellas ha experimentado al incorporar en sus canciones elementos de muchos géneros previamente establecidos –desde acordes de reggae hasta texturas de sintetizador–, no siempre con éxito. Pero justamente en esto se encuentra otro atractivo y hasta otra lección de la banda: nunca han querido estarse quietos, acomodarse en un solo lugar, y varios de sus mayores logros son auténticamente inclasificables. Los que siguen son tres de mis preferidos: el equivalente de un poema sinfónico basado en un episodio de la Biblia; un poema en prosa sobre el tema –clásico– del agua como fuente de vida; y una pieza instrumental en la que hay un poco del humor que también se encuentra en muchas de las grabaciones de la banda.

Y ahora, el asunto de la despedida. El primero de agosto de 2015, Rush dio en Los Ángeles el último concierto de su gira de 40º aniversario (la banda se formó en 1974, y Peart se integró a ella al año siguiente), y se había insinuado que no habrá más giras después: Lifeson y Peart tienen problemas de salud y los tres pasan ya de los sesenta años. Como nunca los había visto tocar en vivo, aquella parecía la última oportunidad. Fui a verlos, con un amigo querido (Flavio Monroy, quien descubrió a Rush por mi propio entusiasmo, allá en los años noventa) y con Raquel, mi esposa. Como sólo fue posible conseguir dos boletos y ella no gusta tanto de Rush, Flavio y yo terminamos solos (rodeados de fans, en realidad) en el Forum de Inglewood. No vimos a ninguna de las celebridades que fueron a hacer homenaje a una banda que les gustaba (según he leído estuvieron Chad Smith de los Red Hot Chili Peppers, Danny Carey de Tool, Taylor Hawkins de los Foo Fighters y también Joselo Rangel y Meme del Real de Café Tacvba) porque estaban muy por delante de nosotros, cerca del escenario. Eso sí, como yo iba con bastón y los dos pies lastimados, por lo cual me desplazaba de modo bastante lastimoso, por una vez no me sentí tan lejano de varios otros asistentes al concierto, que presumían de haber visto a Rush por primera vez en los años setenta u ochenta y a los que se les veía cada momento que habían vivido desde entonces.
      Pero esto no importa. Difícilmente lo podría compartir, pero qué gran concierto fue aquel. Los tres músicos seguían en plenitud de facultades –sólo Geddy Lee se quedó un poco corto, y no por cómo tocaba el bajo sino porque su voz ya se nota agotada, luego de décadas de gritos– y entre otras muchas piezas tocaron «Jacob’s Ladder», mi preferida entre todas las de ellos. Además, el orden de su programa fue hacia atrás en el tiempo, desde sus canciones más nuevas hasta las primeras, y al mismo tiempo que «retrocedían» a través de su repertorio el escenario a su alrededor iba cambiando, para incluir elementos de escenografía de todas sus giras anteriores, de manera que al final, con sus primeras canciones, estaban tocando en lo que parecía la cancha de basquetbol de una escuela, con bocinas puestas sobre sillas y unas pocas luces. Ahí me di cuenta de que los músicos de Rush habían empezado a tocar a la edad que yo tenía cuando comencé a escucharlos. Esto en sí mismo no significa nada, pero las aficiones, después de todo, dan material para las historias con las que justificamos nuestras vidas.
      Ésta es la nota número 1,000 que se publica en esta bitácora y aparece el día en que cumplo 45 años (y Neil Peart varios más). Marco así este día porque el concierto fue mi regalo anticipado. Y porque por qué no.

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Mi amigo Flavio y yo en el último concierto de Rush.
Mi amigo Flavio y yo en el último concierto de Rush.
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